Historia del pensamiento político del siglo XIX

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From the series: Universitaria #377
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El horror que producía el divorcio a Bonald era coherente con su concepción tripartita del poder. En Legislation primitive, afirmaba que las estructuras de autoridad siempre eran trinitarias: Dios, Jesús, los Discípulos; soberano, ministro, súbditos; padre, madre, hijo (Bonald, 1864, I, pp. 1202-1220). En opinión de Robert Nisbet, la concepción tripartita del poder de Bonald era un signo de su compromiso pluralista con el grupo social (Nisbet, 1944, p. 323). Lo que Nisbet no dice es que, desde el punto de vista de las mujeres, no era pluralista sino profundamente antiindividualista. Bonald deploraba que la «filosofía» francesa tratara a los padres y madres como si no fueran más que «machos» y «hembras», o sea, animales. Señalaba que los animales no tienen elección a la hora de reproducirse, mientras que en el caso de los humanos la reproducción es voluntaria. Esto dotaba al hombre de una dimensión moral y obligaba a canalizar los impulsos libidinosos a través del orden dispensado por la familia. Nunca se debía considerar individuos a los miembros de una familia, porque eran seres emparentados, inextricablemente unidos. De manera que Bonald se negaba a hablar de «hombres y mujeres»; siempre prefería hablar de «padres y madres». No hay una madre sin padre, observaba, mientras que una mujer podía existir sin un hombre, una idea que, al parecer, le aterrorizaba (el reseñista de Du Divorce en el Journal des Débats afirmó, no sin cierta razón, que el sistema de Bonald esclavizaba a las mujeres) (Klinck, 1996, p. 115). La madre de la teoría política de Bonald es el cemento que mantiene unida a la sociedad civil en su conjunto, más explícitamente incluso que en el caso de Rousseau. Es el «nexo de unión» entre el padre y el hijo, «pasiva al concebir, activa al producir», pupila de su marido, pero maestra de su hijo (Bonald, 1864, II, pp. 45-46). A medida que avanzaba el siglo XIX, los contrarrevolucionarios románticos fueron convirtiendo a la figura de la madre en un ídolo poético. Chateaubriand, que rechazaba como Bonald el divorcio, convirtió a la esposa cristiana en una heroína, en un ser «misterioso, extraordinario y angélico» (Chateaubriand, 1978a, p. 51). Pero para Bonald, el valor de la madre no estribaba en su poesía, sino en su papel como poder aglutinante.

Du Divorce lleva al extremo una cuestión retomada por incontables pensadores de Montesquieu en adelante: la de la mujer-civilizadora, basada en la idea de que las mujeres eran las artífices y ejemplos del estado presente de la civilización y del orden político. El asunto sería retomado en 1803 por el Vizconde Ségur en su descomunal obra, en tres volúmenes, sobre la historia de las mujeres. También fue objeto de estudio por parte del socialista Charles Fourier en 1808, quien en su Teoría de los cuatro movimientos defendía que la «liberación progresiva de las mujeres» era el fundamento del progreso social. Bonald compartía con estos autores la idea de que la situación de las mujeres era clave para el estado de lo político. Pero no estaba dispuesto a atribuir a las mujeres la más mínima capacidad de acción individual.

Bonald consideraba que los deseos de las mujeres constituían una terrible amenaza política (Bonald, 1864, I, p. 785). En Du Divorce quería defender el principio de que el Estado podía intervenir en cualquier aspecto. «El Gobierno», escribe en su Teoría del poder político, «puede incidir en la moral tanto pública como privada» (Bonald, 1864, I, pp. 836-843). Bonald, efectivamente, eliminó la noción de esfera privada. En obras posteriores hasta llegó a sugerir que el Estado debía decidir quién podía casarse y quién no. En lugar del divorcio, Bonald propuso volver a la separación legal existente antes de la Revolución, la séparation de corps, pero entendida de forma mucho más estricta (Klinck, 1996, p. 112). De darse este caso la custodia de los hijos se retiraría a los padres, y los niños quedarían bajo la tutela de funcionarios públicos. Toda mujer separada, incluidas aquellas que hubieran padecido abuso doméstico, debía ingresar en instituciones religiosas, mientras que el único castigo para los hombres era ser excluidos de la función pública. ¿Por qué? Porque «los mismos trastornos resultan más delictivos en el caso de las mujeres que en el de los hombres» (Bonald, 1864, I, p. 841). Bonald tenía muy claro que era políticamente ventajoso institucionalizar a las mujeres separadas de sus maridos «para borrar de la sociedad el escándalo que supone un ser desplazado de su lugar natural, una esposa que ya no está sometida a la autoridad de su marido; una madre que ya no ejerce autoridad sobre sus hijos» (citado en Klinck, 1996, p. 113). En opinión de Bonald, un ser así era un enemigo del Estado, equivalente al «hombre que decide renunciar a todo» de El contrato social de Rousseau.

Los escritos de Bonald sobre las mujeres demuestran que, pese a su insistencia en el poder absoluto, su concepción real del poder era algo frágil. Su política, como la de muchos contrarrevolucionarios, de hecho, se basaba en un equilibrio precario, por no decir neurótico, que podía romperse por algo tan banal como que una mujer eligiera dejar a su marido. Los seguidores alemanes de Burke, de los que hablaremos a continuación, solucionaron el problema del equilibrio de forma diferente. Para estos contrarrevolucionarios burkeanos, la respuesta a la necesidad de seguridad en política también estaba en el equilibrio, pero entendido como equilibrio entre los diferentes estamentos sociales.

LOS SEGUIDORES ALEMANES DE BURKE

El concepto de equilibrio era el núcleo del pensamiento de Friedrich von Gentz (1764-1832), como corresponde a una figura recordada, sobre todo, por haber sido consejero del príncipe Klemens von Metternich (1773-1859), canciller austríaco en época del Congreso de Viena (Godechot, 1972, p. 117). Gentz buscaba el equilibrio entre estados, en la estela del sistema de equilibrio de poder de Metternich, pero también entendía necesario el equilibrio en el seno del Estado mismo. Cuando Gentz criticó a la Revolución francesa lo hizo alegando que había roto el equilibrio político, sumiendo al país en ese «pozo sin fondo de la anarquía» que había puesto en entredicho la seguridad en Europa y acabado con la moderación que reinaba en la sociedad francesa (Gentz, 1977, p. 52). Gentz afirmaba que aquellos revolucionarios que soñaban con una igualdad niveladora olvidaban que en las sociedades siempre debía haber un fino equilibrio entre la inteligencia, la riqueza y el nacimiento (Droz, 1949, pp. 381-385): la única igualdad que Gentz tenía en cuenta, la igualdad ante la ley, se garantizaba protegiendo, no atacando, los derechos y privilegios de las corporaciones y del resto de los cuerpos que mantenían unida a la nación (Reiff, 1912, p. 47).

Sin embargo, la reacción inicial de Gentz ante la Revolución francesa fue de gran entusiasmo (cfr. Paternò, 1993, p. 29). Hasta abril de 1791, adoptó una postura kantiana (tras estudiar durante un curso en la Universidad de Königsberg), lo que le distingue definitivamente de Bonald y Maistre. Defendía la idea de la «perfectibilidad infinita» y publicó en la Berlinische Monatsschrift un artículo sobre el concepto de derecho natural en el que criticaba al pensador conservador Justus Möser (Droz, 1949, p. 374). Pero fue cambiando de opinión gradualmente tras leer las Reflexiones sobre la Revolución en Francia de Burke y descubrir, para su sorpresa, que las prefería a «cien vacuos panegíricos sobre la Revolución» (Droz, 1949, p. 374). En 1792, cuando se desató la llamada «segunda revolución» tras el ataque al Palacio de las Tullerías y las masacres de septiembre, se fue haciendo paulatinamente Gentz seguidor de Burke. En 1793, el año del Terror, publicó una traducción de este autor en la que alababa su clarividencia al haber visto en el entusiasmo de 1789 la semilla del Terror de 1792 (Droz, 1949, p. 375; Godechot, 1972, p. 116). En 1794 publicó la traducción de las Consideraciones de Mallet du Pan, a la que describió como la obra más profunda y poderosa jamás publicada (Godechot, 1972, p. 117).

La postura sobre la revolución del Gentz maduro se aprecia en una obra posterior (publicada en Filadelfia en 1800 y traducida por John Quincy Adams, futuro presidente de Estados Unidos), en la que compara «el origen y los principios» de la Revolución americana y de la francesa. Poco antes de esa publicación, Gentz había criticado la idea de que las dos revoluciones fueran idénticas, aunque en ambos casos se trataba de «uno de los errores más extendidos de la época». La Revolución norteamericana había sido moderada; la francesa, violenta. La Revolución norteamericana perseguía objetivos concretos y precisos, mientras que la francesa planteaba objetivos amorfos que habían causado la escalada que llevó a una «frenética ofensiva», a un «horrible laberinto» (Gentz, 1977, pp. 49, 70). Gentz alababa a los revolucionarios americanos por su sentido del equilibrio político y mencionaba con aprobación el Congreso de Filadelfia de 1776, porque sólo había pedido «paz, libertad y seguridad […] no exigimos nuevos derechos» (Gentz, 1977, p. 45). Lo comparaba con las pulcras afirmaciones de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Afirmaba que los franceses eran «tan soberbios que creen poder doblegar a la imposibilidad misma» (Gentz, 1977, p. 69). Si la Revolución francesa se hubiera mantenido dentro de los límites de la ley, podía haber sido legítima; en cambio los «usurpadores» habían depuesto al rey, suspendido la constitución y «proclamado una república» sin ninguna «justificación jurídica» (Gentz, 1977, p. 41). Gentz comparaba las presuntuosas novedades de la Revolución francesa con la mesura y el enfoque empírico de los norteamericanos, y agradecía que la República americana hubiera adoptado el «tono suave, moderado y considerado» de Washington en vez del «salvaje, extravagante y rapsódico modo de declamar de Paine» (Gentz, 1977, p. 57).

 

El rechazo de Gentz a la democracia «salvaje» era muy similar al de otros pensadores alemanes con trasfondos intelectuales muy diferentes. La formación de Ernest Brandes y August-Guillaume Rehberg (que ejercieron su influencia sobre la Escuela Histórica del Derecho alemana) era muy diferente a la Bildung kantiana y prusiana de Gentz; ambos eran hanoverianos y anglófilos. Crearon una «Escuela hanoveriana» junto a A. L. Schlözer y L. T. Spittler –dos profesores de la Universidad de Gotinga– compuesta por «Aufklärer moderados y conservadores», que fueron expresando paulatinamente su rechazo a la Revolución francesa (cfr. Beiser, 1992, cap. 12). Se ha escrito mucho desde tiempos de Marx sobre la «ausencia de una tradición política propiamente alemana» en el siglo XVIII (cfr., por ejemplo, Reiss, 1955, p. 2). El pensamiento de Brandes y Rehberg lo corrobora, hasta el punto de que sus inquietudes políticas parecen más influidas por Inglaterra y Francia que por Alemania misma. En 1789, Rehberg emprendió un profundo estudio de la Constitución británica bajo la guía de Brandes en la Universidad de Gotinga (Droz, 1949, pp. 360 ss.). Al principio, los hanoverianos dieron la bienvenida a la Revolución. «Qué maravilla», escribía Schlözer en 1789, «que Francia se haya sacudido el yugo de la tiranía», acabando con los abusos feudales (Beiser, 1992, p. 30). Sin embargo, cuando estuvo claro que Francia no adoptaría una monarquía constitucional al estilo británico, los hanoverianos se volvieron mucho más críticos. Rehberg creía que la Revolución era un intento de aplicar la razón kantiana sin el complemento necesario del sentido humeano de la historia (Beiser, 1992, p. 305). Brandes había conocido a Burke en Inglaterra en 1785, y tanto él como Rehberg estaban muy influidos por sus ideas. Brandes deploraba que muy pocos miembros de la Asamblea Nacional francesa hubieran visitado Inglaterra. Lamentaba que la opinión pública francesa hubiera eclipsado a Montesquieu por culpa de una camarilla de «economistas rousseauniano-americanos» (Droz, 1949, p. 355). Al igual que Burke, Brandes creía que la Revolución francesa mostraba las consecuencias de aplicar desafortunadas doctrinas racionalistas y de creer en el progreso humano ilimitado. A Rehberg tampoco le gustaba el utópico rechazo de la experiencia del que hacían gala los revolucionarios, y acusó a la Asamblea Nacional de destruir al poder ejecutivo y crear una dictadura del poder legislativo.

Rehberg y Brandes no se basaban sólo en Burke, sino asimismo en tradiciones del pensamiento alemán más antiguas y críticas con la Revolución. No eran cosmopolitas, como Gentz, y defendían los prejuicios y particularidades de cada nación, sentimientos que ya habían expresado mucho tiempo antes de la Revolución Herder en su Volksgeist y Justus Möser (1720-1794) en sus Patriotische Phantasien. Brandes afirmaba que la constitución francesa de 1791 resultaba «tan inadecuada teniendo en cuenta las necesidades reales del país, que no cabe decir que fuera redactada para los franceses ni para ningún otro pueblo del mundo» (citado en Droz, 1949, pp. 359-360); palabras que recuerdan al seco comentario de Maistre, quien afirmó que había «conocido a franceses, italianos, rusos, etcétera», pero que nunca le habían presentado al Hombre en general (Maistre, 1994, p. 53). Brandes vinculaba la «anarquía francesa» al amor de los galos por la abstracción, y observaba que los alemanes respetaban más la tradición. En Alemania, ni Brissot ni Condorcet eran necesarios, señalaba Brandes con arrogancia.

Esta tradición contraria a la abstracción tuvo una gran influencia sobre las ideas políticas hegemónicas de la siguiente generación de alemanes. Tanto la «revuelta contra la razón» como el Romanticismo alemán (algo más conservador) y la Escuela Histórica del Derecho de Savigny compartían la crítica de Burke a la fabricación de sistemas. Lo que unía a estos pensadores era su defensa de la historia y del Estado, aparte de un rechazo visceral a lo nuevo y al individuo. Algunos de estos temas quedan claramente expresados en una conferencia pronunciada por el romántico Adam Müller, íntimo amigo de Gentz, el 22 de noviembre de 1808:

¿Acaso no proceden todos los errores de la Revolución de la ilusión de que el individuo realmente puede hacer dejación del contrato social, puede derribar y destruir, desde fuera, cualquier cosa que no le plazca, puede criticar la obra de miles de años sin estar obligado a reconocer a ninguna de las instituciones que posee? Resumiendo, se vive en la ilusión de que realmente existe un punto fijo fuera del Estado que cualquiera puede alcanzar y desde el que cualquiera puede proponer nuevas rutas para el gran cuerpo político; desde el que cabe transformar un cuerpo antiguo en otro completamente nuevo y diseñar un Estado que sustituya al antiguo, imperfecto, reemplazando a una constitución de eficacia probada por otra nueva que será perfecta, al menos durante los próximos quince días (Lougee, 1959, p. 634).

Para Müller, al igual que para todos los pensadores que hemos venido considerando, tanto en Francia como en Alemania, esa «ilusión» era consecuencia de otros dos «errores» que preocupaban al pensamiento contrarrevolucionario: la doctrina de la soberanía popular y la idea del contrato social.

LA CRÍTICA A LA SOBERANÍA POPULAR Y AL CONTRATO SOCIAL

El pensamiento contrarrevolucionario de la década de 1790 siempre fue profundamente antidemocrático[6], al margen de que fuera católico o protestante, laico o teocrático, anglófilo o anglófobo, moderado o extremo, favorable o contrario a los cuerpos intermedios. En la década de 1990, Stephen Holmes describió a Maistre como «antiliberal». Pero como Holmes mismo reconoce, es una etiqueta anacrónica (la palabra «liberalismo» no se empezó a utilizar hasta 1821 más o menos) (Holmes, 1993, p. 5), que no resuelve muchos problemas, pues Holmes incluye a Montesquieu entre los «liberales» frente a los «antiliberales» cuando, como hemos visto, Montesquieu fue, de hecho, una fuente importante para las ideas contrarrevolucionarias. Calificar a Maistre y otros contrarrevolucionarios de «antiliberales», al igual que llamarlos «fascistas», siempre es menos exacto que describirlos como antidemócratas. Maistre mismo hace referencia a sus «ideas antidemocráticas» (Lucas, 1989, p. 107). Incluso quienes se encuentran en el extremo pragmático del espectro contrarrevolucionario, como Gentz y Mallet du Pan (que aprobaban el dictum del papa: «Dejad que los tontos se peleen por las cuestiones relacionadas con las formas de gobierno»), eran hostiles a cualquier exigencia de soberanía por parte del pueblo, a la que Gentz, en 1809, denominó «la más salvaje, malvada y peligrosa de todas las quimeras»[7].

¿Cómo podía la soberanía popular ser peligrosa y una quimera a la vez? Para los contrarrevolucionarios, era peligrosa precisamente por ser una quimera. Como señaló el jesuita Abbé Barruel en su Question nationale sur l’autorité et sur les droits du peuple (1791), la soberanía del pueblo era una «negación» de la soberanía (Goldstein, 1988, pp. 21-35). Temía que el soberano fuera «mutilado, cortado en un millón de pedazos, si, para concebir la unidad de esos poderes también hay que concebir su ser dividido entre cada ciudadano del pueblo». Si el gobierno debía ser para el pueblo, no podía ser ejercido por el pueblo porque la soberanía requería autoridad, que a su vez precisaba de superioridad y «yo no soy mi superior», insistía Barruel (citado en Goldstein, 1988, p. 26). En los discursos pronunciados en la Asamblea Nacional en 1791 y 1792, los diputados Maury y Mounier insistieron repetidamente en que «la soberanía que procede del pueblo nunca puede volver al pueblo» (citado en Golstein, 1988, pp. 61-62).

La aversión de los contrarrevolucionarios a la soberanía popular procedía, en parte, de que consideraban al pueblo la «plebe». Rehberg afirmó que la Revolución francesa era un evento monstruoso, porque se legitimaba proclamando que representaba al pueblo soberano, cuando en realidad el pueblo era «una multitud apática y sin educación» (citado en Droz, 1949, p. 363). Los contrarrevolucionarios solían denigrar al pueblo afirmando que era infantil. En palabras de Chateaubriand: «Los pueblos son niños: dales un sonajero sin explicarles por qué hace ruido y lo romperán para averiguarlo» (citado en Goldstein, 1988, p. 89). O, como decía Maistre, «el pueblo», considerado como parte del gobierno, «siempre es infantil, tonto y está ausente» (Maistre, 1994, p. 35 nota).

El hecho de que a los contrarrevolucionarios no les gustara la soberanía popular era, en parte, un prejuicio teórico. Para Maistre era cuestionable que la soberanía hubiera residido alguna vez en el pueblo. En su Estudio sobre la soberanía, escribe:

El pueblo es soberano, dicen; ¿y de quién? De sí mismo, al parecer. De modo que el pueblo es súbdito. Es evidente que aquí hay cierta vaguedad, si es que no es un error, porque el pueblo que manda no es el pueblo que obedece. De manera que ya la mera proposición general «El pueblo es soberano» requiere un comentario (Maistre, 1870, p. 177).

Ni que decir tiene que fue Maistre en persona quien ofreció este comentario: «El pueblo es un soberano que no puede ejercer la soberanía» (Maistre, 1870, p. 178). Bonald estaba de acuerdo. «Pese a su pretendida soberanía, el pueblo tiene tan poco derecho a apartarse de la constitución política […] como de […] distanciarse de la unidad con Dios» (citado en Goldstein, 1988, p. 50). Usó el prefacio a su Teoría para demostrar que la soberanía popular no tenía sentido ni fundamento histórico.

Aquellos hombres a los que se ha honrado con el título de metafísicos políticos, cuya metafísica es la oscuridad de una mente falsa y cuya política es el deseo de un corazón corrupto, han afirmado que la soberanía reside en el pueblo. Esto es una proposición general o abstracta, pero cuando uno busca su aplicación en la historia, halla que el pueblo nunca ha sido y nunca podrá ser soberano. Porque ¿dónde están los súbditos cuando el pueblo es soberano? Si uno quiere que la soberanía resida en el pueblo, en el sentido de concederle el derecho a promulgar leyes, resulta que el pueblo no ha hecho leyes nunca en parte alguna, porque es imposible que pueda hacerlas. Sólo le queda aceptar las leyes elaboradas por otro hombre, que, por eso mismo, se llama legislador. Adoptar las leyes hechas por otro hombre es obedecerle, y quien obedece no es soberano sino súbdito, puede que hasta un esclavo. Por último, cuando se pretende que la soberanía reside en el pueblo, en el sentido de que el pueblo delega su ejercicio nombrando a quienes han de cumplir las diversas funciones, resulta que el pueblo no nombra a nadie […] sino que cierto número de individuos, que decidieron autodenominarse «pueblo», nombran individualmente a quienes les parece bien, observando ciertas convenciones públicas o secretas […] Sin embargo, esas convenciones no son verdades; porque las convenciones humanas son contingentes (Bonald, 1843, I. p. 18).

Como se desprende del texto, la crítica de los contrarrevolucionarios a la democracia estaba vinculada al rechazo a la idea de un contrato original con su discurso adyacente de derechos naturales. Aquí, los contrarrevolucionarios recurrieron a lo que dijera Hume en su ensayo Del contrato original (Hume, 1994b; cfr. asimismo Bongie, 1965). Hume había objetado que la propuesta del «contrato original» no era realista, porque el ser humano primitivo, que existía en el supuesto estado «de naturaleza», debía haber sido incapaz del tipo de reflexión y decisión necesarios para celebrar un contrato. El contrato original, observaba Hume, «no fue escrito en pergamino, ni siquiera en hojas o troncos de árbol» (Hume, 1994b, p. 188).

Rehberg también criticó la teoría del contrato social por considerarla utópica, lamentando que hubiera dado lugar a una lectura equivocada tanto de la historia como de la naturaleza humana: los individuos nunca habían sido libres e iguales como suponían los defensores del contrato social (Droz, 1949, p. 363). Maistre calificó al contrato social de «teoría contrafactual» de la historia (Maistre, 1870, p. 47). «Nunca ha habido un estado de naturaleza en sentido rousseauniano porque nunca ha habido un momento en el que el arte humano no existiera» (Maistre, 1870, p. 470). O, como insistía Calonne, en términos que recordaban a Bentham, no importa cuántas «pomposas etiquetas de eternos, inalienables e imprescriptibles» pongamos a los derechos: los hombres no disponían de ellos en los días en los que «erraban sin ley» (citado en Goldstein, 1988, p. 112). No había derechos sin leyes positivas, ni leyes sin sociedad, ni sociedad sin gobierno.

 

Karl Ludwig von Haller, un profesor de derecho constitucional de Berna (y uno de los mayores adversarios intelectuales de Hegel), escribió su descomunal obra, Restauration der Staatswissenschaft oder Theorie des Natürlich-geselligen Zustandes, der Chimäre des Künstlich-Bürgerlichen Entgegengesetzt (1816-1834), basando toda su teoría política en el rechazo a la teoría del contrato social. No sólo descartaba a Sieyès, Locke y Rousseau, sino asimismo a Montesquieu, Grocio, Hobbes y Pufendorf, anunciando el advenimiento de «la restauración de la ciencia política», en alusión a la restauración de las monarquías europeas. Según Haller, el contrato social legitimaba a todos los estados ilegítimos del momento. Sus perniciosos efectos se apreciaban en Grecia, España y Portugal. Haller insistía en que la política no era artificial sino divina y natural, al igual que la familia (compartía las ideas de Bonald sobre el origen divino del matrimonio) y la monarquía (Haller, 1824-1875, II, pp. 22, 209). El contrato social adscribía el poder legislativo al pueblo, pero para Haller la ley no era sino la «voluntad del príncipe», que encarnaba la fuerza y el juicio. La base del Estado no era un contrato social, sino una serie de relaciones de derecho privado, lo que Haller denominaba el «Estado patrimonial». Aunque rechazaba los derechos naturales, Haller defendía la propiedad masculina y los derechos sucesorios y alababa la «eterna» cualidad de la primogenitura (Haller, 1824-1875, II, pp. 65 ss.). El fundamento de los estados era el traspaso del poder de padres a hijos, tanto si se trataba de un propietario cualquiera como del sucesor de un rey o príncipe. Haller trataba el tema del contrato original como si fuera un ataque a la autoridad paterna.

No todos los contrarrevolucionarios hicieron gala de un rechazo tan visceral a la teoría del contrato social y al iusnaturalismo. Para Calonne y Mallet du Pan, la idea de que los derechos naturales individuales eran un engaño no conducía necesariamente a negar al individuo per se, como hacían los contrarrevolucionarios más tradicionalistas. La fe en los derechos naturales, decían, era un error que podía tener consecuencias devastadoras para el cuerpo político, como, a su juicio, demostraba la Revolución. Para Bonald el individuo no existía, sólo había seres sociales unidos entre sí, primero a través de sus familias, y luego gracias al poder del Estado. Adam Müller denunció que la idea del estado de naturaleza había dado lugar a «la desafortunada doctrina según la cual el hombre puede formar parte del Estado y dejar de formar parte de él como si fuera una casa con la puerta permanentemente abierta» (citado en Reiss, 1955, pp. 150-151). Maistre también insistía en que el gobierno no era en absoluto «un asunto de elección propia» (Maistre, 1870, p. 503). Los únicos «derechos del pueblo» eran los que le concedía el soberano (Maistre, 1994, p. 50). El hombre no era bueno por naturaleza, como creía Rousseau; era un ser sociable y corrupto que debía ser gobernado. La alternativa al gobierno, y en esto Maistre estaba de acuerdo con Hobbes, era el estado de guerra. Maistre proponía regirse por la ley de Dios, en lugar de por los derechos naturales de los revolucionarios. Era una ley difusa, pero constituía el único fundamento de la ley positiva, aunque los hombres sólo pudieran entenderla de forma imperfecta.

En otras palabras, el pensamiento político de Maistre, como el de otros contrarrevolucionarios tradicionalistas, era un intento de restaurar la autoridad de la ley divina natural y acabar con las exigencias individualistas vinculadas a los derechos naturales de los revolucionarios. Los contrarrevolucionarios querían apropiarse de la volonté générale de Rousseau y revestirla del eco religioso que había perdido[8]. «En lugar de la voluntad general, la voluntad divina», escribía Haller (Haller, 1824-1875, I, p. xlviii). Casi todos aceptaban la distinción rousseauniana entre la voluntad de todos y la voluntad general. En opinión de Bonald, la Revolución francesa era un intento de sustituir la «voluntad particular» por la «voluntad general» (Bonald, 1864, I, p. 338). «La ley tiene tan poco que ver con la voluntad de todos que, cuanto más influya la voluntad de todos, menos ley es», afirmaba Maistre (citado en Gold­stein, 1988, p. 47). Lo que Maistre y los contrarrevolucionarios se negaban a aceptar era, por un lado, que la voluntad general fuera artificial y, por otro, que estuviera ligada de alguna forma a la «voluntad del pueblo». Según Bonald, sólo la monarquía podía mantener la voluntad general al perpetuarla mediante la sucesión hereditaria (Bonald, 1984, I, pp. 175-184). Este apego a la ley natural explica en parte la obsolescencia final del pensamiento político contrarrevolucionario. Marc Gold­stein ha afirmado que los escritos contrarrevolucionarios franceses son el canto del cisne del derecho natural, que «se transformó tan radicalmente tras 1789 que resultaba irreconocible» (Goldstein, 1988, p. 15). Además, a medida que la democracia de masas se iba haciendo realidad, la idea contrarrevolucionaria de que era una ficción parecía destinada al fracaso. Robert Nisbet afirma que no había tanta diferencia entre la crítica de Bonald al despotismo democrático y la de Tocqueville (Nisbet, 1944, p. 328). Pero sí la había: Tocqueville reconocía que vivía en una «era democrática». Los contrarrevolucionarios habían leído mal la historia; para ellos, era «política experimental». Es sabido que, en 1796, Maistre hizo una apuesta de «mil a uno», afirmando que la ciudad de Washington nunca se construiría, que no se llamaría Washington y que el Congreso nunca se reuniría allí (Maistre, 1994, pp. 60-61). En tiempos de Andrew Jackson este punto de vista parecía tan absurdo como pintoresco.

Eso no significa que el pensamiento contrarrevolucionario no estuviera presente durante todo el siglo XIX. Lo cierto es que pensadores contrarrevolucionarios «románticos», como Chateaubriand, Victor Hugo y Lamennais, dominaron la escena literaria francesa en la época de la Restauración y de la Monarquía de Julio. Pero a medida que el pensamiento contrarrevolucionario fue adquiriendo dimensiones más estéticas, también fue cambiando su significado político. En la última sección de este capítulo, analizaremos la figura de Pierre-Simon Ballanche, en cuyos escritos el pensamiento contrarrevolucionario realizó una sorprendente transición de la derecha a la izquierda.

PIERRE-SIMON BALLANCHE Y EL FIN DE LA CONTRARREVOLUCIÓN

Aunque era una generación más joven que Bonald y Maistre, los inicios de la carrera de Pierre-Simon de Ballanche (1776-1847) fueron los típicos de un católico tradicionalista. Hijo de un editor pío de Lyon, Ballanche y su familia simpatizaron en principio con la Revolución, pero su simpatía se trocó en miedo y hostilidad tras la ejecución de Luis XVI y la campaña de descristianización del Año II (McAlla, 1998, pp. 10-17). Ballanche, un joven enfermizo, pasó el Terror fuera de Lyon, en Grigny, en la casa solariega de sus abuelos maternos (McAlla, 1998, p. 17). Cuando volvió a Lyon tras la caída de Robespierre le horrorizaron la ruinas –físicas, personales y económicas– que contempló. En su primera obra, Épopée Lyonnaise (ca. 1795), conmemora a las víctimas del asedio de los revolucionarios a Lyon (McAlla, 1998, p. 18). Su siguiente obra, Du Sentiment, escrita en 1797, fue más teórica, pero no se publicó hasta 1801, tras la firma del concordato entre el papa Pío VII y Napoleón, cuando la expresión de sentimientos cristianos empezó a ser menos peligrosa (McAlla, 1998, p. 22).