365 días con Francisco de Asís

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From the series: 365 días con #5
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Y que esto sea para ti más que el eremitorio.

Y en esto quiero saber si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si hicieras esto, a saber, que no haya hermano alguno en el mundo que haya pecado todo cuanto haya podido pecar, que, después que haya visto tus ojos, no se marche jamás sin tu misericordia, si pide misericordia. Y si él no pidiera misericordia, que tú le preguntes si quiere misericordia. Y si mil veces pecara después delante de tus ojos, ámalo más que a mí para esto, para que lo atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de esos hermanos.

(Carta a un ministro: FF 234-235)

8 de enero

Fue él (san Francisco) efectivamente quien fundó la Orden de los Hermanos Menores y quien le impuso ese nombre en las circunstancias que a continuación se refieren: se decía en la Regla: «Y sean menores»; al escuchar esas palabras, en aquel preciso momento exclamó: «Quiero que esta fraternidad se llame Orden de Hermanos Menores». Y, en verdad, eran menores porque, sometidos a todos, buscaban siempre el último puesto y trataban de emplearse en oficios que llevaran alguna apariencia de deshonra, a fin de merecer, fundamentados así en la verdadera humildad, que en ellos se levantara en orden perfecto el edificio espiritual de todas las virtudes.

De hecho, sobre el fundamento de la constancia se erigió la noble construcción de la caridad, en que las piedras vivas, reunidas de todas las partes del mundo, formaron el templo del Espíritu Santo. ¡En qué fuego tan grande ardían los nuevos discípulos de Cristo! ¡Qué inmenso amor el que ellos tenían al piadoso grupo! Cuando se hallaban juntos en algún lugar o cuando, como sucede, topaban unos con otros de camino, allí era visible el amor espiritual que brotaba entre ellos y cómo difundían un afecto verdadero, superior a todo otro amor. Amor que se manifestaba en los castos abrazos, en tiernos afectos, en el ósculo santo, en la conversación agradable, en la risa modesta, en el rostro festivo, en el ojo sencillo, en la actitud humilde, en la lengua benigna, en la respuesta serena; eran concordes en el ideal, diligentes en el servicio, infatigables en las obras.

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 386-387)

9 de enero

Por lo que un día dijo a sus hermanos: «La Orden y la vida de los hermanos menores es un pequeño rebaño (cf Lc 12,32) que el Hijo de Dios pidió en estos últimos tiempos a su Padre celestial, diciéndole: “Padre, yo quisiera que suscitaras y me dieras un pueblo nuevo y humilde que en esta hora se distinga por su humildad y su pobreza de todos los que le han precedido y que se contente con poseerme a mí solo”». El Padre dijo a su Hijo amado: «Hijo, lo que pides queda cumplido».

«Por eso –añadió el bienaventurado Francisco–, quiso el Señor que los hermanos se llamasen hermanos menores, pues ellos son este pueblo que el Hijo de Dios pidió a su Padre, y del que el mismo Hijo de Dios dice en el Evangelio: No temáis, pequeño rebaño, porque el Padre se ha complacido en daros el Reino (Lc 12,32); y también: Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25,40). Sin duda, se ha de entender que el Señor habló así refiriéndose a todos los pobres espirituales, pero principalmente predijo el nacimiento en su Iglesia de la Religión de los hermanos menores».

Tal como le fue revelado al bienaventurado Francisco que su movimiento debía llamarse el de los hermanos menores, hizo él insertar este nombre en la primera regla (1R 6,3) que presentó al señor papa Inocencio III, y que este aprobó y le concedió y luego anunció a todos en el consistorio. El Señor le reveló también el saludo que debían emplear los hermanos, como hizo consignar en su Testamento: «El Señor me reveló que para saludar debía decir: “El Señor te dé la paz” (cf Núm 6,26)».

En los comienzos de la Religión, yendo de viaje el bienaventurado Francisco con un hermano que fue uno de los doce primeros, este saludaba a los hombres y las mujeres que se le cruzaban en el camino y a los que trabajaban en el campo diciéndoles: «El Señor os dé la paz» (cf 2Tes 3,16). Las gentes quedaban asombradas, pues nunca habían escuchado un saludo parecido de labios de ningún religioso. E incluso algunos, un tanto molestos, preguntaban: «¿Qué significa esta manera de saludar?». El hermano comenzó a avergonzarse y dijo al bienaventurado Francisco: «Hermano, permíteme emplear otro saludo».

Pero el bienaventurado Francisco le respondió: «Déjales hablar así; ellos no captan el sentido de las cosas de Dios. No te avergüences, hermano, pues te aseguro que hasta los nobles y príncipes de este mundo ofrecerán sus respetos a ti y a los otros hermanos por este modo de saludar». Y añadió: «¿No es maravilloso que el Señor haya querido tener un pequeño pueblo, entre los muchos que le han precedido, que se contente con poseerle a Él solo, altísimo y glorioso?».

(Compilación de Asís, 101: FF 1617-1619)

10 de enero

Al despreciar todo lo terreno y al no amarse a sí mismos con amor egoísta, centraban todo el afecto en la comunidad y se esforzaban en darse a sí mismos para subvenir a las necesidades de los hermanos. Deseaban reunirse, y reunidos se sentían felices; en cambio, era penosa la ausencia; la separación, amarga, y dolorosa la partida. Pero nada osaban anteponer a los preceptos de la santa obediencia aquellos obedientísimos caballeros que, antes de que se hubiera concluido la palabra de la obediencia, estaban ya prontos para cumplir lo ordenado. No hacían distinción en los preceptos; más bien, evitando toda resistencia, se ponían, como con prisas, a cumplir lo mandado.

Eran seguidores de la altísima pobreza, pues nada poseían, ni amaban nada; por esta razón, nada temían perder. Estaban contentos con una túnica sola, remendada a veces por dentro y por fuera; no buscaban en ella elegancia, sino que, despreciando toda gala, ostentaban vileza, para dar así a entender que estaban completamente crucificados para el mundo. Ceñidos con una cuerda, llevaban calzones de burdo paño; y estaban resueltos a continuar en la fidelidad a todo esto y a no tener otra cosa. En todas partes se sentían seguros, sin temor a que los inquietase ni afán de que los distrajese; despreocupados aguardaban al día siguiente; y cuando, con ocasión de los viajes, se encontraban a menudo en situaciones incómodas, no se angustiaban pensando dónde habían de pasar la noche. Pues cuando, en medio de los fríos más crudos, carecían muchas veces del necesario albergue, se recogían en un horno o humildemente se guarecían de noche en grutas o cuevas.

Durante el día iban a las casas de los leprosos o a otros lugares decorosos y quienes sabían hacerlo trabajaban manualmente, sirviendo a todos humilde y devotamente. Rehusaban cualquier oficio del que pudiera originarse escándalo; más bien, ocupados siempre en obras santas y justas, honestos y útiles, eran ejemplo de paciencia y humildad para cuantos trataban con ellos.

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 387-389)

11 de enero

Amaban de tal modo la virtud de la paciencia, que preferían morar donde sufriesen persecución en su carne que allí donde, conocida y alabada su virtud, pudieran ser aliviados por las atenciones de la gente. Y así, muchas veces padecían afrentas y oprobios, fueron desnudados, azotados, maniatados y encarcelados, sin que buscasen la protección de nadie; y tan virilmente lo sobrellevaban, que de su boca no salían sino cánticos de alabanza y gratitud.

Rarísima vez, por no decir nunca, cesaban en las alabanzas a Dios y en la oración. Se examinaban constantemente, repasando cuanto habían hecho, y daban gracias a Dios por el bien obrado, y reparaban con gemidos y lágrimas las negligencias y ligerezas. Se creían abandonados de Dios si no gustaban de continuo la acostumbrada piedad en el espíritu de devoción. Cuando querían darse a la oración, recurrían a ciertos medios que se habían ingeniado: unos se apoyaban en cuerdas suspendidas, para que el sueño no turbara la oración; otros se ceñían con instrumentos de hierro; algunos, en fin, se ponían piezas mortificantes de madera. Si alguna vez, por excederse en el comer o el beber, quedaba conturbada, como suele, la sobriedad, o si, por el cansancio del viaje, se habían sobrepasado, aunque fuera poco, de lo estrictamente necesario, se castigaban duramente con muchos días de abstinencia. En fin, tal era el rigor en reprimir los incentivos de la carne, que no temían arrojarse desnudos sobre el hielo, ni revolcarse sobre zarzas hasta quedar tintos en sangre.

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 390-391)

12 de enero

Tanto despreciaban los bienes terrenales, que apenas consentían en aceptar lo necesario para la vida, y, habituados a negarse toda comodidad, no se asustaban ante las más ásperas privaciones.

En medio de esta vida ejercitaban la paz y la mansedumbre con todos; intachables y pacíficos en su comportamiento, evitaban con exquisita diligencia todo escándalo. Apenas si hablaban cuando era necesario, y de su boca nunca salía palabra grosera ni ociosa, para que en su vida y en sus relaciones no pudiera encontrarse nada que fuera indecente o deshonesto. Eran disciplinados en todo su proceder; su andar era modesto; los sentidos los traían tan mortificados, que no se permitían ni oír ni ver sino lo que se proponían de intento. Llevaban sus ojos fijos en la tierra y tenían la mente clavada en el cielo. No cabía en ellos envidia alguna, ni malicia, ni rencor, ni murmuración, ni sospecha, ni amargura; reinaba una gran concordia y paz continua; la acción de gracias y cantos de alabanza eran su ocupación.

Estas son las enseñanzas del piadoso Padre, con las que educaba a los nuevos hijos, no tanto de palabra y con la lengua cuanto de obra y de verdad.

 

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 392-393)

13 de enero

Hermanos, reflexionemos todos sobre lo que dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian (cf Mt 5,44), porque nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir (cf 1Pe 2,21), llamó amigo a quien lo traicionaba y se ofreció espontáneamente a quienes lo crucificaron (cf Mt 26,50). Por lo tanto, son amigos nuestros todos aquellos que injustamente nos acarrean tribulaciones y angustias, afrentas e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; a los cuales debemos amar mucho, porque, por lo que nos acarrean, tenemos la vida eterna.

Y tengamos odio a nuestro cuerpo con sus vicios y pecados; porque el diablo quiere arrebatarnos, mientras vivimos carnalmente, el amor de Jesucristo y la vida eterna, y perderse a sí mismo junto con todos en el infierno; porque nosotros, por nuestra culpa, somos hediondos, miserables y contrarios al bien, pero prontos y voluntariosos para el mal, porque como dice el Señor en el Evangelio: Del corazón proceden y salen los malos pensamientos, adulterios, fornicaciones, homicidios, hurtos, avaricia, maldad, dolo, impudicia, envidia, falsos testimonios, blasfemia, insensatez. Todos estos males proceden de dentro, del corazón del hombre (cf Mc 7,23), y estos son los que manchan al hombre (Mt 15,19-20; Mc 7,21-23).

Pero ahora, después de haber abandonado el mundo, no tenemos ninguna otra cosa que hacer sino seguir la voluntad del Señor y complacerle sólo a Él.

(Regla no bulada, XXII: FF 56-57)

14 de enero

Guardémonos mucho de ser tierra junto al camino, o tierra rocosa o llena de espinas, según lo que dice el Señor en el Evangelio: La semilla es la palabra de Dios. Y la que cayó junto al camino y fue pisoteada, son aquellos que oyen la Palabra y no la entienden; y al punto viene el diablo y arrebata lo que fue sembrado en sus corazones, y quita de sus corazones la Palabra, no sea que creyendo se salven. Y la que cayó sobre terreno rocoso, son aquellos que, al oír la Palabra, al instante la reciben con gozo. Pero, llegada la tribulación y persecución por causa de la Palabra, inmediatamente se escandalizan, y estos no tienen raíz en sí mismos, sino que son inconstantes, porque creen por un tiempo y en el tiempo de la tentación retroceden. Y la que cayó entre espinas, son aquellos que oyen la palabra de Dios, pero la preocupación y las fatigas de este siglo y la falacia de las riquezas y las demás concupiscencias, entrando en ellos, sofocan la Palabra y se quedan sin dar fruto. Y la que fue sembrada en buen terreno, son aquellos que, oyendo la palabra con corazón bueno y óptimo, la entienden y la retienen y producen fruto con perseverancia (Mt 13,19-23; Mc 4,15-20; Lc 8,11-15).

Y por eso nosotros los hermanos, como dice el Señor, dejemos que los muertos entierren a sus muertos (Mt 8,22).

Y guardémonos mucho de la malicia y la sutileza de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón dirigidos a Dios. Y dando vueltas, desea llevarse el corazón del hombre so pretexto de alguna recompensa o ayuda, y sofocar en su memoria la palabra y preceptos del Señor, queriendo cegar el corazón del hombre por medio de los negocios y cuidados del siglo, y habitar allí, como dice el Señor: Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos y secos en busca de descanso; y, al no encontrarlo, dice: Volveré a mi casa, de donde salí. Y al venir la encuentra desocupada, barrida y adornada. Y va y toma a otros siete espíritus peores que él, y, habiendo entrado, habitan allí, y las postrimerías de aquel hombre son peores que los principios (Mt 12,43-45; Lc 11,24-26).

Por lo tanto, hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda.

Mas en la santa caridad que es Dios (cf 1Jn 4,8.16), ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que Él busca sobre todas las cosas.

(Regla no bulada, XXII: FF 58-60)

15 de enero

Y construyámosle siempre en nuestro interior habitación y morada a aquel que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que dice: Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de huir de todos los males que han de venir, y de estar en pie ante el Hijo del Hombre. Y cuando estéis de pie para orar, decid: Padre nuestro, que estás en el cielo (cf Mt 6,9; Mc 11,25; Lc 21,36). Y adorémosle con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer; pues el Padre busca tales adoradores. Dios es espíritu, y los que lo adoran es preciso que lo adoren en espíritu y verdad (Lc 18,1; Jn 4,23-24). Y recurramos a Él como al pastor y obispo de nuestras almas (1Pe 2,25), que dice: Yo soy el buen pastor, que apaciento a mis ovejas y doy mi alma por mis ovejas (Jn 10,11.15). Todos vosotros sois hermanos; y no llaméis padre a ninguno de vosotros en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el que está en el cielo. Ni os llaméis maestros; porque uno es vuestro maestro, el que está en el cielo, [Cristo] (cf Mt 23,8-10). Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis todo lo que queráis y se os dará. Dondequiera que hay dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy en medio de ellos. He aquí que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo. Las palabras que os he hablado son espíritu y vida. Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 15,7; Mt 18,20; 28,20; Jn 6,63; 14,6).

Retengamos, por consiguiente, las palabras, la vida y la doctrina y el santo Evangelio de aquel que se dignó rogar por nosotros a su Padre y manifestarnos su nombre diciendo: Padre, glorifica tu nombre, y glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Padre, manifesté tu nombre a los hombres que me diste; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos; y ellos las han recibido, y han reconocido que salí de ti, y han creído que tú me has enviado. Yo ruego por ellos, no por el mundo, sino por estos que me diste, porque tuyos son y todas mis cosas tuyas son. Padre santo, guarda en tu nombre a los que me diste, para que ellos sean uno como también nosotros. Hablo estas cosas en el mundo para que tengan gozo en sí mismos. Yo les he dado tu Palabra; y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno. Glorifícalos en la verdad. Tu Palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo. Y por estos me santifico a mí mismo, para que sean ellos santificados en la verdad. No ruego solamente por estos, sino por aquellos que han de creer en mí por medio de su Palabra, para que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí. Y les haré conocer tu nombre, para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos.

Padre, los que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean tu gloria en tu Reino (cf Jn 17,6-26). Amén.

(Regla no bulada, XXII: FF 61-62)

16 de enero

Recogíase el bienaventurado Francisco con los suyos en un lugar, próximo a la ciudad de Asís, que se llamaba Rivotorto. Había allí una choza abandonada; en ella vivían los más valerosos despreciadores de las grandes y lujosas viviendas y a su resguardo se defendían de los aguaceros, pues, como decía el Santo, «se sube al cielo más rápido desde una choza que desde un palacio».

Todos los hijos y hermanos vivían en aquel lugar con su Padre, padeciendo mucho y careciendo de todo; privados muchísimas veces del alivio de un bocado de pan, contentos con los nabos que mendigaban trabajosamente de una parte a otra por la llanura de Asís. Aquel lugar era tan exageradamente reducido que difícilmente podían sentarse ni descansar. Con todo, «no se oía, por este motivo, murmuración o queja alguna; más bien, con ánimo sereno y espíritu gozoso, conservaban la paciencia».

Todos los días, san Francisco practicaba con el mayor esmero un continuo examen de sí mismo y de los suyos; no permitiendo en ellos nada que fuera peligroso, alejaba de sus corazones toda negligencia. Riguroso en la disciplina, para defenderse a sí mismo mantenía una vigilancia estricta. Si alguna vez la tentación de la carne le excitaba, cosa natural, arrojábase en invierno a un pozo lleno de agua helada y permanecía en él hasta que todo incentivo carnal hubiera desaparecido. Ni que decir tiene que ejemplo de tan extraordinaria penitencia era seguido con inusitado fervor por los demás.

Les enseñaba no sólo a mortificar los vicios y reprimir los estímulos de la carne, sino también los sentidos externos, por los cuales se introduce la muerte en el alma.

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 16: FF 394-396)

17 de enero

El predicador del Evangelio, Francisco, que predicaba a los incultos con recursos materiales y sencillos, como quien sabía que la virtud es más necesaria que las palabras, usaba, en cambio, con los espirituales y más capaces un lenguaje más vivo y profundo. Sugería en pocas palabras lo que era inefable, y, acompañando las palabras con inflamados gestos y movimientos, arrebataba por entero a los oyentes a las cosas del cielo.

No echaba mano de esquemas previos, pues nunca planeaba sermones que a él no le nacieran. El verdadero poder y sabiduría –Cristo– comunicaba a su lengua una palabra eficaz (cf Sal 67,34).

Un médico docto y elocuente dijo en cierta ocasión: «La predicación de otros la retengo palabra por palabra; se me escapan, en cambio, únicamente las que expresa san Francisco. Y, si logro grabar algunas en la memoria, no me parecen ya las mismas que sus labios destilaron (cf Cant 4,11)».

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 73: FF 694)

18 de enero

Cierto día que rezaba al Señor con mucho fervor, oyó esta respuesta: «Francisco, es necesario que todo lo que, como hombre carnal, has amado y has deseado tener, lo desprecies y aborrezcas, si quieres conocer mi voluntad. Y después que empieces a probarlo, aquello que hasta el presente te parecía suave y deleitable, se convertirá para ti en insoportable y amargo, y en aquello que antes te causaba horror, experimentarás gran dulzura y suavidad inmensa».

Alegre y confortado con estas palabras del Señor, yendo un día a caballo por las afueras de Asís, se cruzó en el camino con un leproso. Como el profundo horror por los leprosos era habitual en él, haciéndose una gran violencia, bajó del caballo, le dio una moneda y le besó la mano. Y, habiendo recibido del leproso el ósculo de paz, montó de nuevo a caballo y prosiguió su camino. Desde entonces empezó a despreciarse más y más, hasta conseguir, con la gracia de Dios, la victoria total sobre sí mismo.

A los pocos días, tomando una gran cantidad de dinero, fue al hospital de los leprosos, y, una vez que hubo reunido a todos, les fue dando a cada uno su limosna, al tiempo que les besaba la mano. Al salir del hospital, lo que antes era para él repugnante, es decir, ver y palpar a los leprosos, se le convirtió en dulzura. De tal manera le echaba atrás el ver los leprosos, que, como él dijo, no sólo no quería verlos, sino que evitaba hasta el acercarse al lazareto. Y si alguna vez le tocaba pasar cerca de sus casas o verlos, aunque la compasión le indujese a darles limosna por medio de otra persona, siempre lo hacía volviendo el rostro y tapándose la nariz con las manos. Mas por la gracia de Dios llegó a ser tan familiar y amigo de los leprosos, que, como dice en su testamento, entre ellos moraba y a ellos humildemente servía.

Transformado hacia el bien después de su visita a los leprosos, decía a un compañero suyo, al que amaba con predilección y a quien llevaba consigo a lugares apartados, que había encontrado un tesoro grande y precioso. Lleno de alegría este buen hombre iba de buen grado con Francisco cuantas veces este lo llamaba. Francisco lo llevaba muchas veces a una cueva cerca de Asís, y, dejando afuera al compañero que tanto anhelaba poseer el tesoro, entraba él solo; y, penetrado de un nuevo y especial espíritu, suplicaba en secreto al Padre, deseando que nadie supiera lo que hacía allí dentro, sino sólo Dios, a quien consultaba asiduamente sobre el tesoro celestial que había de poseer.

 

(Leyenda de los Tres Compañeros, IV: FF 1407-1409)

19 de enero

El mismo fray Leonardo refirió allí mismo que cierto día el bienaventurado Francisco, en Santa María, llamó a fray León y le dijo:

«Hermano León, escribe».

El cual respondió:

«Heme aquí preparado».

«Escribe –dijo– cuál es la verdadera alegría.

Viene un mensajero y dice que todos los maestros de París han ingresado en la Orden. Escribe: No es la verdadera alegría.

Y que también lo han hecho todos los prelados ultramontanos, arzobispos y obispos; y también, el rey de Francia y el rey de Inglaterra. Escribe: No es la verdadera alegría.

También, que mis frailes se fueron a los infieles y los convirtieron a todos a la fe; también, que tengo tanta gracia de Dios que sano a los enfermos y hago muchos milagros: Te digo que en todas estas cosas no está la verdadera alegría».

«Pero, ¿cuál es la verdadera alegría?».

«Vuelvo de Perusa y en una noche profunda llego aquí, y es el tiempo de un invierno de lodos y tan frío, que se forman canelones del agua fría congelada en las extremidades de la túnica, y hieren continuamente las piernas, y mana sangre de tales heridas.

Y todo envuelto en lodo y frío y hielo, llego a la puerta, y, después de haber golpeado y llamado por largo tiempo, viene el hermano y pregunta: ¿Quién es? Yo respondo: El hermano Francisco.

Y él dice: Vete; no es hora decente de andar de camino; no entrarás.

E insistiendo yo de nuevo, me responde: Vete, tú eres un simple y un ignorante; ya no vienes con nosotros; nosotros somos tantos y tales, que no te necesitamos.

Y yo de nuevo estoy de pie en la puerta y digo: Por amor de Dios, recogedme esta noche.

Y él responde: No lo haré. Vete al lugar de los Crucíferos y pide allí.

Te digo que si hubiere tenido paciencia y no me hubiere alterado, que en esto está la verdadera alegría y la verdadera virtud y la salvación del alma».

(De la verdadera y perfecta alegría,

en Las florecillas de san Francisco, VIII: FF 278)

20 de enero

Francisco, por sano o enfermo que estuviese, tenía tanta caridad y piedad no sólo hacia sus hermanos, sino también hacia los pobres, sanos o enfermos, que, halagándonos primero a nosotros, para que no nos disgustáramos, con gran gozo interior y exterior daba a otros lo que necesitaba su propio cuerpo, y que los hermanos conseguían a veces con gran solicitud y devoción; privaba a su cuerpo de cosas que le eran muy necesarias.

Por eso, el ministro general y su guardián le tenían mandado que no diera la túnica a ningún hermano sin su permiso, pues algunas veces los hermanos se la pedían por devoción, y él al momento se la daba. También sucedía que, al ver él a un hermano enfermizo o mal vestido, a veces le daba su túnica; otras, como nunca llevó ni quiso tener para sí más que una túnica, la partía, para dar un trozo al hermano y quedarse él con el resto.

(Compilación de Asís, 89: FF 1625)

21 de enero

La piedad del Santo era aún mayor cuando consideraba el primer y común origen de todos los seres, y llamaba a todas las criaturas –por más pequeñas que fueran– con los nombres de hermano o hermana, pues sabía que todas ellas tenían con él un mismo principio.

«Pero profesaba un afecto más dulce y entrañable a aquellas criaturas que por su semejanza natural reflejan la mansedumbre de Cristo, y queda constancia de ello en la Escritura. Muchas veces rescató corderos que eran llevados al matadero, recordando al mansísimo Cordero, que quiso ser conducido a la muerte para redimir a los pecadores.

Hospedándose en cierta ocasión el siervo de Dios en el monasterio de San Verecundo, del obispado de Gubbio, sucedió que aquella misma noche una ovejita parió un corderillo. Había allí una cerda ferocísima que, sin ninguna compasión de la vida del inocente animalito, lo mató de una salvaje dentellada.

Enterado de ello el piadoso padre, se sintió estremecido por una extraordinaria conmiseración, y, recordando al Cordero sin mancha, se lamentaba delante de todos por la muerte del corderillo, exclamando:

«¡Ay de mí, hermano corderillo, animal inocente, que representas a Cristo entre los hombres; maldita sea la impía que te mató; que ningún hombre ni bestia se aproveche de su carne!».

¡Cosa admirable! Al instante comenzó a enfermar la cerda maléfica y, después de haber pagado su acción con penosos sufrimientos durante tres días, terminó por sucumbir al filo de la muerte vengadora.

Arrojada en la fosa del monasterio, permaneció allí largo tiempo, sin que a ningún hambriento sirviera de comida. Considere, pues, la impiedad humana de qué forma será al fin castigada, cuando con una muerte tan horrenda fue sancionada la ferocidad de una bestia; reflexionen también los fieles devotos con qué admirable virtud y copiosa dulzura estuvo adornada la piedad del siervo de Dios, que mereció incluso que los animales la reconocieran a su modo.

(Buenaventura, Leyenda mayor, VIII, 6: FF 1145-1146)

22 de enero

Un día, pasando de nuevo por la Marca (de Ancona) con el hermano Paolo, que gustoso le acompañaba, se encontró en el camino con un hombre que iba al mercado, llevando atados y colgados al hombro dos corderillos para venderlos. Al oírlos balar el biena-venturado Francisco se conmovió y, acercándose, los acarició como madre que muestra sus sentimientos de compasión con su hijo que llora. Y le preguntó al hombre aquel: «¿Por qué haces sufrir a mis hermanos llevándolos así atados y colgados?». «Porque los llevo al mercado –le respondió– para venderlos, pues ando mal de dinero». A esto le dijo el Santo: «¿Qué será luego de ellos?». «Pues los compradores –replicó– los matarán y se los comerán». «No lo quiera Dios –reac-cionó el Santo–. No se haga tal; toma este manto que llevo a cambio de los corderos». Al punto le dio el hombre los corderos y muy contento recibió el manto, ya que este valía mucho más. El Santo lo había recibido prestado aquel mismo día, de manos de un amigo suyo, para defenderse del frío. Una vez con los corderillos, se puso a pensar qué haría con ellos y, aconsejado por el hermano que le acompañaba, resolvió dárselos al mismo hombre para que los cuidara, con la orden de que jamás los vendiera ni les causara daño alguno, sino que los conservara, los alimentara y los pastoreara con todo cuidado.

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 28: FF 457)

23 de enero

Oh, santísimo Padre nuestro (Mt 6,9): creador, redentor, consolador y salvador nuestro.

Que estás en el cielo (Mt 6,9): en los ángeles y en los santos; iluminándolos para el conocimiento, porque tú, Señor, eres luz; inflamándolos para el amor, porque tú, Señor, eres amor; habitando en ellos y colmándolos para la bienaventuranza, porque tú, Señor, eres sumo bien, eterno bien, del cual viene todo bien, sin el cual no hay ningún bien.

Santificado sea tu nombre (Mt 6,9): clarificada sea en nosotros tu noticia, para que conozcamos cuál es la grandeza de tus beneficios, la largura de tus promesas, la sublimidad de la majestad y la profundidad de los juicios.

Venga a nosotros tu Reino (Mt 6,10): para que tú reines en nosotros por la gracia y nos hagas llegar a tu Reino, donde la visión de ti es manifiesta, la dilección de ti perfecta, la compañía de ti bienaventurada, la fruición de ti sempiterna.

Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo (Mt 6,10): para que te amemos con todo el corazón, pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu honor; y con todas nuestras fuerzas, gastando todas nuestras fuerzas y los sentidos del alma y del cuerpo en servicio de tu amor y no en otra cosa; y para que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, atrayéndolos a todos a tu amor según nuestras fuerzas, alegrándonos del bien de los otros como del nuestro y compadeciéndolos en sus males y no dando a nadie ocasión alguna de tropiezo.