365 días con Francisco de Asís

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(Compilación de Asís, 60-61: FF 1588-1589)

18 de marzo

Había un hermano que, a juzgar por las apariencias, se distinguía por una vida de santidad excepcional; pero era él muy singular. Entregado a todas horas a la oración, guardaba un silencio tan riguroso, que tenía por costumbre confesarse no de palabra, sino con señas. Con las palabras de la Sagrada Escritura concebía un gran ardor, y, oyéndolas, daba signos de una extraña dulzura. Pero, ¿a qué continuar? Todos lo tenían por tres veces santo. Llegó un día al lugar el bienaventurado padre (Francisco), vio al hermano, escuchó al santo. Y como todos lo encomiaran y enaltecieran, observó el Padre: «Dejadme, hermanos, y no me ponderéis en él las tretas del diablo. Tened por cierto que es caso de tentación diabólica y un engaño insidioso. Para mí esto es claro, y prueba de ello es que no quiere confesarse». Muy duro se les hacía a los hermanos oír esto, sobre todo al vicario del Santo. Y objetan: «¿Cómo puede ser verdad que entre tantas señales de perfección entren en juego ficciones engañosas?». Responde el Padre: «Amonestadle que se confiese una o dos veces a la semana; si no lo hace, veréis que es verdad lo que os he dicho».

Lo toma aparte el vicario y comienza por charlar familiarmente con él y le ordena después la confesión. El hermano la rechaza, y con el índice en los labios, moviendo la cabeza, da a entender por señas que en manera alguna se confesará. Callaron los hermanos, temiendo un escándalo del falso santo. Pocos días después abandona este, por voluntad propia, la Orden, se vuelve al mundo, retorna a su vómito (cf Prov 26,11). Y, después de innumerables pecados, quedó privado de la penitencia y de la vida.

Hay que evitar siempre la singularidad, que no es sino un precipicio atrayente. Lo han experimentado muchos tocados de singularidad, que suben hasta los cielos y bajan hasta los abismos (cf Sal 106,26). Atiende, en cambio, la eficacia de la confesión devota, que no sólo hace, sino que da a conocer al santo.

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 2: FF 615)

19 de marzo

Creía pecar gravemente si, estando en oración, se veía alguna vez agitado de vanas imaginaciones. En tales casos recurría a la confesión, para expiar cuanto antes la falta. Le era tan habitual ese cuidado, que rarísimamente le molestaban semejantes moscas.

Durante una Cuaresma, con el fin de aprovechar bien algunos ratos libres, se dedicaba a fabricar un vasito. Pero un día, mientras rezaba devotamente tercia, se deslizaron por casualidad los ojos a mirar detenidamente el vaso; notó que el hombre interior sentía un estorbo para el fervor. Dolido por ello de que había interceptado la voz del corazón antes que llegase a los oídos de Dios, no bien acabaron de rezar tercia, dijo de modo que le oyeran los hermanos: «¡Vaya trabajo frívolo, que me ha prestado tal servicio, que ha logrado desviar hacia sí mi atención! Lo ofreceré en sacrificio al Señor (cf Sal 53,8), cuyo sacrificio ha estorbado».

Dicho esto, tomó el vaso y lo quemó en el fuego. «Avergoncémonos –comentó– de vernos entretenidos por distracciones fútiles mientras hablamos con el gran Rey durante la oración».

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 63: FF 684)

20 de marzo

Día a día se iba llenando de consuelo y gracia del Espíritu Santo el bienaventurado Francisco, y con la mayor vigilancia y solicitud iba formando a sus nuevos hijos con instrucciones nuevas, enseñándoles a caminar con paso seguro por la vía de la santa pobreza y de la bienaventurada simplicidad.

En cierta ocasión, admirando la misericordia del Señor en tantos beneficios como le había concedido y deseando que Dios le mostrase cómo habían de proceder en su vida él y los suyos, se retiró a un lugar de oración, según lo hacía muchísimas veces. Como permaneciese allí largo tiempo con temor y temblor ante el Señor de toda la tierra, reflexionando con amargura de alma sobre los años malgastados y repitiendo muchas veces aquellas palabras: ¡Oh Dios, sé propicio a mí, pecador! (Lc 18,13), comenzó a inundar poco a poco lo íntimo de su corazón una indecible alegría e inmensa dulzura. Comenzó también a sentirse fuera de sí; contenidos los sentimientos y ahuyentadas las tinieblas que se habían ido fijando en su corazón por temor al pecado, le fue infundida la certeza del perdón de todos los pecados y se le dio la confianza de que estaba en gracia. Arrobado luego y absorto enteramente en una luz, dilatado el horizonte de su mente, contempló claramente lo que había de suceder. Cuando, por fin, desapareció aquella suavidad y aquella luz, renovado espiritualmente, parecía transformado ya en otro hombre.

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 11: FF 363)

21 de marzo

Volvió lleno de gozo y habló así a los hermanos: «Confortaos, carísimos, y alegraos en el Señor; no os entristezcáis al veros tan pocos; ni os asuste mi sencillez ni la vuestra, porque, como me ha mostrado en verdad el Señor, Dios nos hará crecer en gran multitud y nos propagará hasta los confines de la tierra. Para vuestro provecho, me siento forzado a manifestaros cuanto he visto; lo callaría gustosamente, si la caridad no me obligara a comunicarlo. He visto una gran multitud de hombres que venían deseosos de convivir con nosotros bajo el mismo hábito de nuestra santa vida y bajo la Regla de la bienaventurada Orden. Resuena todavía en mis oídos la algazara de quienes iban y venían según el mandato de la santa obediencia. He visto caminos atestados de gente de toda nación que confluía en estas regiones. Vienen los franceses; aceleran el paso los españoles; corren los alemanes y los ingleses, y vuela veloz una gran multitud de otras diversas lenguas». Al escuchar todo esto, los hermanos se llenaron de gozo saludable, sea por la gracia que el Señor Dios había concedido a su Santo, sea porque, anhelando ardientemente el bien de sus prójimos, deseaban que estos multiplicasen a diario el número de los hermanos para ser salvos todos juntos.

Luego añadió el Santo: «Hermanos, para que “fiel y devotamente” demos gracias al Señor Dios nuestro de todos sus dones y para que sepáis cómo hemos de comportarnos con los hermanos de hoy y con los del futuro, oíd la verdad de los acontecimientos que sucederán. Ahora, al principio de nuestra vida, encontramos frutos dulces y suaves sobremanera para comer; poco después se nos ofrecerán otros no tan suaves y dulces; pero al final se nos darán otros tan amargos, que no los podremos comer, pues, aunque tengan una presencia hermosa y aromática, nadie los podrá gustar por su desabrimiento. Y en verdad, como os he dicho, el Señor nos hará crecer hasta ser un gran pueblo. Pero al final sucederá como al pescador que lanza sus redes al mar o en un lago y captura una gran cantidad de peces; cuando los ha colocado en su navecilla, no pudiendo con todos por la multitud, recoge los mayores y los mejores en sus canastos y los demás los tira».

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 11: FF 364-365)

22 de marzo

En esa misma época ingresó en la Orden otro hombre de bien, llegando con él a ser ocho en número. Entonces, el bienaventurado Francisco los llamó a todos a su presencia y platicó sobre muchas cosas: del reino de Dios, del desprecio del mundo, de la negación de la propia voluntad y del dominio de la propia carne; los dividió en cuatro grupos de a dos y les dijo: «Marchad, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados. Y permaneced pacientes en la tribulación, seguros, porque el Señor cumplirá su designio y su promesa. A los que os pregunten, responded con humildad; bendecid a los que os persigan; dad gracias a los que os injurien y calumnien, pues por esto se nos prepara un Reino eterno».

Y ellos, inundados de gozo y alegría, se postraban en tierra ante Francisco en actitud de súplica, mientras recibían el mandato de la santa obediencia. Y Francisco los abrazaba, y con dulzura y devoción decía a cada uno: Pon tu confianza en el Señor, que Él te sostendrá (Sal 54,23). Estas palabras las repetía siempre que mandaba a algún hermano a cumplir una obediencia.

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 12: FF 366-367)

23 de marzo

San Francisco iba de paso, en una pequeña barca, por el lago de Rieti al eremitorio de Greccio. El pescador le ofreció una avecilla de río para que se solazara en el Señor con ella.

Tomándola gozoso el bienaventurado padre, la invitó mansamente, abiertas las manos, a volar en libertad. Pero como ella no quería irse, sino que se recostaba en las manos del Santo como si estuviera en un nido pequeño, el Santo, con los ojos alzados, se sumergió en oración. Después de mucho tiempo, vuelto en sí como quien viene de otro mundo, mandó con dulzura a la avecilla que volviera sin temor a la libertad de antes. Con este permiso y una bendición salió volando, mostrando, con un ademán del cuerpo, una alegría especial.

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 126: FF 753)

24 de marzo

Mientras el bienaventurado Francisco, huyendo, según costumbre, de la vista y el trato con los hombres, estaba en cierto eremitorio, un halcón que había anidado en el lugar entabló estrecho pacto de amistad con él. Tanto que el halcón siempre avisaba de antemano, cantando y haciendo ruido, la hora en que el Santo solía levantarse a la noche para la alabanza divina. Y esto gustaba muchísimo al santo de Dios, pues con la solicitud tan puntual que mostraba para con él le hacía sacudir toda negligencia.

En cambio, cuando al Santo le aquejaba algún malestar más de lo habitual, el halcón le dispensaba y no le llamaba a la hora acostumbrada de las vigilias; y así –cual si Dios lo hubiere amaestrado (cf 2Tim 3,17)–, hacia la aurora pulsaba levemente la campana de su voz.

 

No es de maravillar que las demás creaturas veneren al que es el primero en amar al Creador.

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 127: FF 754)

25 de marzo

Un noble del condado de Siena envió al bienaventurado Francisco, que estaba enfermo, un faisán. En la alegría de recibirlo, no por el apetito de comerlo, sino por la costumbre que tenía de alegrarse siempre en tales casos por amor del Creador, le dijo al faisán: «Hermano faisán, alabado sea nuestro Creador». Y a los hermanos: «Hagamos ahora prueba de si el hermano faisán quiere quedarse con nosotros o volver a los lugares a los que está hecho y que le son más convenientes».

Y, por orden del Santo, un hermano lo llevó lejos y lo dejó en una viña; pero el faisán volvió con paso veloz a la celda del padre. El Santo ordena de nuevo que se le aleje más; pero el faisán volvió a toda prisa a la puerta de la celda y logró entrar en ella como forcejeando, amparándose bajo las túnicas de los hermanos que estaban en la puerta. Después de esto, el Santo, abrazándolo y acariciándolo mientras le decía palabras de ternura, mandó que se le diese de comer con diligencia.

Presenciando esto un médico gran devoto del santo de Dios, pidió el faisán a los hermanos, no para comerlo, sino para alimentarlo por reverencia al Santo. Y, ¿qué? Lo llevó consigo a casa; pero el faisán, igual que si hubiese recibido una injuria, al verse separado del Santo, no quiso comer nada todo el tiempo que estuvo separado de él. Se maravilló el médico y, devolviendo enseguida el faisán al Santo, contó al detalle todo lo que había pasado. En cuanto el faisán, una vez dejado en el suelo, vio a su padre, comenzó a comer con gusto.

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 129: FF 756)

26 de marzo

En la Porciúncula, cerca de la celda del santo de Dios, una cigarra que se aposentaba en una higuera cantaba muchas veces con suave insistencia. La llamó un día bondadosamente hacia sí el bienaventurado padre, extendiéndole la mano, y le dijo: «Hermana mía cigarra, ven a mí». La cigarra, como si estuviera dotada de razón, se pone al momento en sus manos. Le dice: «Canta, hermana mía cigarra, y alaba jubilosa al Señor, tu creador».

Obediente enseguida, la cigarra comenzó a cantar, y no cesó hasta que el varón de Dios, uniendo su alabanza al canto de ella, la mandó que volviese al lugar donde solía estar. Allí se mantuvo, como atada, durante ocho días seguidos. Y el Santo, al bajar de la celda, la acariciaba con las manos, le mandaba cantar; a estas órdenes estaba siempre dispuesta a obedecer.

Y dijo el Santo a sus compañeros: «Liberemos a nuestra hermana cigarra, que bastante nos ha alegrado hasta ahora con su alabanza, para que nuestra carne no pueda vanagloriarse de eso». Y al punto, con el permiso del Santo, se alejó y no apareció más en el lugar. Los hermanos testigos del hecho quedaron admirados sobremanera.

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 130: FF 757)

27 de marzo

(Francisco) custodiaba, con todo interés y con la mayor solicitud, la santa y señora pobreza; para que no se llegase a tener cosas superfluas, ni permitía siquiera que hubiera en casa un vaso, siempre que se pudiera pasar sin él sin caer en extrema necesidad. Solía decir que era imposible satisfacer la necesidad sin condescender con el placer. Muy rara vez consentía en comer viandas cocidas, y, cuando las admitía, las acompañaba muchas veces con ceniza o las volvía insípidas a base de agua fría. ¡Cuántas veces, mientras andaba por el mundo predicando el evangelio de Dios, invitado a la mesa por grandes príncipes que le veneraban con afecto entrañable, gustaba apenas un poco de carne, por observar el santo Evangelio (cf Lc 10,8), y todo lo demás, que simulaba comer, lo guardaba en el seno, llevándose la mano a la boca para que nadie reparase lo que hacía! Y, ¿qué diré del uso del vino, cuando ni bebía el agua suficiente aun en los casos en que se veía atormentado por la sed?

Dondequiera que se hospedase, no permitía que su lecho fuera cubierto de ropas, sino que sobre la desnuda tierra extendía la túnica, que recibía sus desnudos miembros. Cuando concedía al débil cuerpo el favor del sueño, dormía muchas veces sentado y no se tendía, poniendo de cabezal un leño o una piedra.

Si, como ocurre, sentía que se le despertaba el apetito de comer alguna cosa, difícilmente se avenía a satisfacerlo. Sucedió en cierta ocasión que, estando enfermo, comió un poco de carne de pollo; recobradas las fuerzas del cuerpo, entró en la ciudad de Asís. Al llegar a la puerta, mandó a un hermano que le acompañaba que, echándole una cuerda al cuello, lo llevase como a ladrón por toda la ciudad, proclamando en tono de pregonero: «Aquí lo tenéis; mirad a este glotón, que está bien cebado de carne de gallina sin que vosotros lo supierais». Ante semejante espectáculo, corría la gente y decían entre lágrimas y suspiros: «¡Pobres de nosotros, que pasamos toda la vida manchados con sangre y alimentamos nuestros corazones y cuerpos con lujurias y borracheras!». Así, compungidos de corazón ante ejemplo tan singular, se sentían arrastrados a mejorar su vida.

Casos como este los repetía con frecuencia, ya para despreciarse perfectamente a sí mismo, ya también para estimular a los demás a apetecer los honores que no se acaban. Se miraba a sí mismo como objeto de desecho; libre de todo temor, de toda solicitud por su cuerpo, lo exponía a toda clase de afrentas para que su amor no le hiciera desear cosa temporal. Maestro consumado en el desprecio de sí mismo, a todos lo enseñaba con la palabra y con el ejemplo. Celebrado por todos y por todos ensalzado, sólo para él era un ser vil, sólo él se consideraba con todo ardor objeto de menosprecio.

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 19: FF 411-414)

28 de marzo

Viajaba otro día con un hermano por las lagunas de Venecia, cuando se encontró con una gran bandada de aves que, subidas a las ramas, entonaban animados gorjeos. Al verlas dijo a su compañero: «Las hermanas aves alaban a su Creador. Pongámonos en medio de ellas y cantemos también nosotros al Señor, recitando sus alabanzas y las horas canónicas».

Y, adentrándose entre las avecillas, estas no se movieron de su sitio. Pero como, a causa de la algarabía que armaban, no podían oírse uno a otro en la recitación de las horas, el santo varón se volvió a ellas para decirles: «Hermanas avecillas, cesad en vuestros cantos mientras tributamos al Señor las debidas alabanzas». Inmediatamente callaron las aves, permaneciendo en silencio hasta tanto que, recitadas sosegadamente las horas y concluidas las alabanzas, recibieron del santo de Dios el permiso para cantar. Y así reanudaron al instante sus acostumbrados trinos y gorjeos.

(Buenaventura, Leyenda mayor, VIII, 9: FF 1154)

29 de marzo

Con frecuencia se veía honrado por todos, y por ello se sentía tan profundamente herido, que, rehusado todo halago humano, se hacía insultar por alguien. Llamaba a un hermano y le decía: «Te mando por obediencia que me injuries sin compasión y me digas la verdad, contra la falsedad de estos». Y mientras el hermano, muy a pesar suyo, le llamaba villano, mercenario, sin substancia, él, entre sonrisas y aplausos, respondía: «El Señor te bendiga, porque dices la verdad; esto es lo que necesita oír el hijo de Pedro Bernardone». De este modo traía a su memoria el origen humilde de su cuna.

Con objeto de probar que en verdad era digno de desprecio y de dar a los demás ejemplo de auténtica confesión, no tenía reparo en manifestar ante todo el público, durante la predicación, la falta que hubiera cometido. Más aún: si le asaltaba, tal vez, algún mal pensamiento sobre otro o sin reflexionar le dirigía una palabra menos correcta, al punto confesaba su culpa con toda humildad al mismo de quien había pensado o hablado y le pedía perdón. La conciencia, testigo de toda inocencia, no le dejaba reposar, vigilándose con toda solicitud en tanto la llaga del alma no quedase enteramente curada. No le agradaba que nadie se apercibiera de sus progresos en todo género de empresas; sorteaba por todos los medios la admiración, para no incurrir en vanidad.

¡Pobres de nosotros! Te hemos perdido, digno padre, ejemplar de toda bondad y de toda humildad; te hemos perdido por justa condena, pues, teniéndote con nosotros, no nos esforzamos en conocerte.

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 19: FF 415-416)

30 de marzo

Que Dios concede muchas veces su gracia a los pobres evangélicos que por amor de Cristo abandonan el mundo es algo que se demostró en fray Bernardo de Quintavalle, quien, después que tomó el hábito de san Francisco, con frecuencia se vio llamado por Dios a la contemplación de las cosas celestiales. En una de aquellas ocasiones, estando en una iglesia oyendo misa y teniendo toda su mente puesta en Dios, quedó de tal manera absorto en la contemplación que no advirtió la elevación del Cuerpo de Cristo, ni se arrodilló ni se quitó la capucha, como hacían los demás que estaban allí, sino que permaneció insensible y mirando fijamente, sin pestañear, desde la mañana hasta la hora nona. Y después de nona, cuando volvió en sí, andaba admirado, gritando por el lugar: «¡Oh hermanos!, ¡oh hermanos!, ¡oh hermanos! No hay hombre en esta comarca, por muy grande y noble que sea, que si le prometiesen un palacio bellísimo lleno de oro, no aceptase fácilmente llevar un saco lleno de estiércol, para ganar un tesoro tan valioso».

A este celestial tesoro, prometido a los que aman a Dios, fue elevado el espíritu de fray Bernardo, que durante quince años seguidos anduvo siempre con la cara y la mente levantadas al cielo; y en todo ese tiempo jamás sació su hambre en la mesa, aunque comía un poco de lo que le ponían delante, pues decía que de lo que el hombre no gusta, no hace perfecta abstinencia, y que la verdadera abstinencia consiste en moderarse en aquellas cosas que son buenas al paladar. Con esto alcanzó tal claridad y luz del intelecto que hasta los grandes clérigos recurrían a él en busca de soluciones ante intrincadas cuestiones y pasajes difíciles de la Escritura; y él les aclaraba cualquier dificultad.

Y puesto que su entendimiento estaba del todo libre y abstraído de las cosas terrenas, e, igual que las golondrinas se remontaba muy alto en la contemplación, a veces pasaba a solas veinte y hasta treinta días sobre la cumbre de montes muy altos, contemplando las cosas celestiales. Por eso decía fray Gil que a nadie, como a fray Bernardo da Quintavalle, le era dado alimentarse volando, como hacen las golondrinas; y por esta excelente gracia que le había dado Dios, san Francisco gustaba frecuentemente de hablar con él de día y de noche, y alguna vez se les encontró juntos, extasiados en Dios, toda la noche, en el bosque, donde se habían retirado para hablar con Dios.

(Las florecillas de san Francisco, XXVIII: FF 1862)

31 de marzo

Los nuevos discípulos de Cristo (...) llegaron a un lugar solitario; estaban muy cansados por la fatiga del viaje; tenían hambre, y no podían hallar alimento alguno, porque aquel lugar estaba muy alejado de todo poblado. Pero al punto, por divina providencia, les salió al encuentro un hombre que traía en sus manos un pan; se lo dio y se fue. Ellos, que no lo conocían, quedaron profundamente maravillados, y mutuamente se exhortaban con devoción a confiar más y más en la divina misericordia. Tomado el alimento y ya confortados, llegaron a un lugar próximo a la ciudad de Orte, y allí permanecieron unos quince días. Algunos de ellos entraban en la ciudad en busca de lo necesario para la subsistencia, y lo poco que podían conseguir de puerta en puerta lo llevaban a los otros hermanos y lo comían en común, con acción de gracias y gozo del corazón. (...) Aquel lugar estaba desierto y abandonado, y pocos, por no decir ninguno, se acercaban allí.

Grande era su alegría cuando no veían ni tenían nada que vana y carnalmente pudiera excitarles a deleite. Comenzaron a familiarizarse con la santa pobreza; y, sintiéndose llenos de consuelo en medio de la carencia total de las cosas del mundo, determinaron vivir perpetuamente y en todo lugar unidos a ella, como lo estaban al presente. Ya que, abandonada toda preocupación por las cosas terrenas, les deleitaba sólo la divina consolación, establecieron –y se confirmaron en ello– no apartarse nunca de sus abrazos por muchas que fueran las tribulaciones que los agitasen y muchas las tentaciones que los importunasen.

 

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 14: FF 378-379)

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