El león y el unicornio y otros ensayos

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Fortnightly, noviembre de 1936

En defensa de la novela

A estas alturas, apenas será necesario señalar que el prestigio de la novela está completamente por los suelos, a tal extremo que la observación de que “nunca leo novelas”, palabras que hace una docena de años se pronunciaban por lo común con un deje de disculpa, ahora se proclama siempre con un tono de suficiencia manifiesta. Es cierto que todavía quedan en activo unos cuantos novelistas contemporáneos, o aproximadamente contemporáneos, a los que la intelectualidad considera permisible leer, pero lo que cuenta es que de la buena novela mala al uso suele hacerse caso omiso, mientras que los buenos libros malos al uso, sean de poesía o de crítica, aún se suelen tomar en serio. Esto significa que, si uno escribe novelas, automáticamente dispone de un público menos inteligente del que dispondría si hubiera elegido otro género. Son dos las razones, bastante obvias por otra parte, por las que esto en la actualidad imposibilita que se escriban novelas buenas. A día de hoy, la novela se deteriora a ojos vista, y se deterioraría mucho más deprisa si la mayoría de los novelistas tuvieran una cierta idea de quiénes leen sus libros. Es fácil sostener, cómo no (véase, por ejemplo, el extrañísimo y rencoroso ensayo de Belloc), que la novela es un género artístico despreciable y que su destino no tiene la menor importancia. Dudo que valga la pena poner siquiera en tela de juicio esa opinión. Sea como fuere, doy por sentado que vale la pena con creces salvar la novela, y que con la finalidad de salvarla es preciso persuadir a las personas inteligentes de que se la tomen con la debida seriedad. Es por consiguiente útil analizar una de las múltiples causas –a mi juicio, la causa principal– de este desprestigio que vive hoy la novela.

El problema está en que a la novela se la condena a gritos a no existir. Pregúntese a cualquier persona con dos dedos de frente por qué “nunca lee novelas”, y por lo común se descubrirá que, en el fondo, se debe a las nauseabundas paparruchas promocionales que se escriben en las cubiertas y contracubiertas. No hace falta poner demasiados ejemplos; baste tomar una muestra del Sunday Times de la semana pasada: “Si usted es capaz de leer este libro sin dar alaridos de placer, es que su alma está muerta”. Eso mismo, o algo muy parecido, es lo que ahora se escribe acerca de todas y cada una de las novelas que se publican, como bien se puede comprobar mediante un estudio de las citas que llevan en cubierta o en contracubierta. Para todo el que se tome en serio lo que dice el Sunday Times, la vida debe de ser una larguísima y muy dura lucha para estar al día. Las novelas nos caen encima al ritmo de unas quince cada día, y cada una de ellas es una inolvidable obra maestra: perdérnosla es poner en peligro nuestra alma. Así que decidirse por un libro en la biblioteca se vuelve muy difícil, y uno se sentirá muy culpable si no le hace dar alaridos de placer. En realidad, a nadie que importe se le engaña con esta clase de bobadas, y el desprestigio en que ha caído la reseña de novelas se extiende a las novelas mismas. Cuando todas las novelas que se publican son presentadas como obras geniales, es más que natural dar por sentado que todas ellas son paparruchas. Dentro de la intelectualidad literaria, esta suposición se da por sentada. Reconocer que a uno le gustan las novelas es hoy en día casi lo mismo que reconocer que a uno le encanta el helado de coco o que prefiere leer a Rupert Brooke antes que a Gerald Manley Hopkins.

Todo esto es obvio. No me parece tan obvio, en cambio, el modo en que ha surgido la situación en que nos encontramos. El robo a mano armada que suponen los libros es sencillamente una estafa de lo más cí­­nica. Z escribe un libro que publica Y, y que reseña X en el Semanario W. Si la reseña es negativa, Y retirará el anuncio que ha incluido, por lo cual X tiene que calificar la novela de “obra maestra inolvidable” si no quiere que lo despidan. En esencia, ésta es la situación, y la reseña de novelas, o la crítica de novelas, si se quiere, se ha hundido a la profundidad a la que hoy se encuentra sobre todo porque los críticos sin excepción tienen a un editor o a varios apretándoles las tuercas por persona interpuesta. Ahora bien, la cosa no es tan tosca como parece. Las diversas partes implicadas en la estafa no actúan conscientemente al unísono, y se han visto obligadas a participar de la situación actual en parte en contra de su voluntad.

Para empezar, no se debe asumir, como se hace a menudo (véanse por ejemplo, las columnas de Beachcomber,1 passim), que el novelista disfrute e incluso sea en cierto modo responsable de las críticas que reciben sus novelas. A nadie le gusta que le digan que ha escrito un relato de pasión palpitante que está llamado a perdurar tanto como perdure la lengua inglesa, aun cuando, ciertamente, sea una decepción que no se lo digan, ya que a todos los novelistas se les dice lo mismo, y verse privado de tales alabanzas posiblemente signifique que sus libros no se vendan nada bien. El reseñista que trabaja a destajo es de hecho una suerte de necesidad comercial, como lo es la cita incluida en la sobrecubierta del libro, de la cual termina por ser una mera prolongación. Pero ni siquiera el desdichado destajista de las reseñas ha de cargar con la culpa por las tonterías que escribe. En sus circunstancias particulares, es imposible que escriba ninguna otra cosa. Y es que aun cuando no mediara la cuestión del soborno, directo o indirecto, sería imposible que hubiera buena crítica de novelas, al menos mientras se dé por sentado que toda novela bien merece una reseña.

Un periódico recibe la consabida pila semanal de libros, de los que remite una docena a X, el reseñista a destajo, que tiene esposa e hijos y tiene que ganarse esa guinea, por no hablar de la media corona por volumen que conseguirá vendiendo a un librero de segunda mano sus ejemplares de cortesía. Hay dos razones por las cuales a X le resulta totalmente imposible decir la verdad acerca del libro que recibe. Para empezar, lo más probable es que once de cada doce libros no consigan prender en él ni la más mínima chispa de interés. No serán más que consabidamente malos, meramente neutros, inertes, sin demasiado sentido. Si no se le pagase por hacerlo, jamás leería ni un solo párrafo de esos libros, y prácticamente en todos los casos la única reseña verdadera y fiel a la realidad que podría escribir sería más bien ésta: “Este libro no me inspira pensamientos de ninguna clase”. ¿Le pagaría alguien por escribir una cosa así? Obviamente, no. De entrada, por lo tanto, X se encuentra en la falsa posición de tener que producir, digamos, trescientas palabras acerca de un libro que para él no ha significado nada. Por lo común, lo hace mediante un breve resumen de la trama (lo cual, a la sazón, ante el autor le delata: pone de manifiesto que no ha leído el libro) y unos cuantos halagos de cortesía, que a pesar de su empalago o exageración tienen el mismo valor que la sonrisa de una prostituta.

Pero hay un mal mucho peor que éste. De X se espera no sólo que diga de qué trata un libro, sino también que pronuncie su opinión y dictamine si es bueno o malo. Dado que X puede sostener una pluma con la mano, probablemente no es tonto, o no tanto como para imaginar que La ninfa constante2 sea la tragedia más sensacional que jamás se haya escrito. Muy probablemente, su novelista preferido, si es que las novelas le importan, sea Stendhal, o Dickens, o Jane Austen, o D. H. Lawrence, o Dostoievski, o, en cualquier caso, alguien inconmensurablemente mejor que cualquiera de los novelistas contemporáneos del montón. Tiene que empezar, de entrada, por rebajar de un modo abismal sus propios criterios. Como ya he señalado en otra parte, aplicar un criterio decente a las novelas ordinarias, del montón, es como ponerse a pesar una mosca en una báscula de muelles preparada para pesar elefantes. En semejante báscula, sencillamente no se registra el peso de las moscas; hay que empezar por construir otra báscula que sirva para poner de relieve que existen moscas grandes y moscas chicas. Y esto es aproximadamente lo que hace X. De nada sirve decir monótonamente, un libro tras otro, “este libro es una paparrucha”, porque, una vez más, nadie pagará nada por escribir una co­­sa así. X tiene que descubrir algo que no sea una paparrucha, y tiene que descubrirlo con una frecuencia relativamente alta, o arriesgarse al despido. Esto significa rebajar sus criterios a una profundidad a la que, digamos, El vuelo de un águila, de Ethel M. Dell, pase por ser un libro bastante bueno. Pero en una escala de valores en la que El vuelo de un águila pasa por ser un libro bastante bueno, La ninfa constante será un libro soberbio, y El propietario…3 ¿qué será? Un relato de pasión palpitante, una obra maestra sensacional, capaz de estremecer el alma misma del lector, una épica inolvidable, llamada a perdurar tanto como perdure la lengua inglesa, etcétera. (En cuanto a cualquier libro verdaderamente bueno, haría reventar el termómetro.) Tras comenzar por la suposición de que todas las novelas son buenas, el reseñista se ve impelido a seguir subiendo por una escalera de adjetivos a la que se le acaban pronto los peldaños. Y sic itur ad Gould.4 Se ve a un reseñista tras otro, todos por el mismo camino. En menos de dos años desde que empezó, con intenciones en cual­quier caso moderadas, proclama entre histéricos chillidos que Crimson Night [Noche carmesí], de Barbara Bedworthy,5 es la obra maestra más sensacional, incisiva, conmovedora, inolvidable de cuantas han sido en la tierra terrenal, etc., etc., etc. No hay salida de semejante laberinto cuando uno ha cometido el pecado inicial de fingir que un libro malo es bueno. Pero tampoco es posible ganarse la vida reseñando novelas sin cometer ese pecado. Entretanto, cualquier lector inteligente se da la vuelta y se larga, asqueado, y despreciar las novelas pasa a ser una suerte de deber irrenunciable entre los entendidos. De ahí ese extraño hecho de que sea posible que una novela de verdadero mérito pase sin pena ni gloria, meramente porque se haya alabado en los mismos términos que cualquier paparrucha.

 

Son diversas las personas que han sugerido que sería mejor para todos si no se hicieran reseñas de novelas. De ninguna clase. Es posible, pero la sugerencia es inservible, puesto que eso es algo que no va a suceder. Ningún periódico que dependa en mayor o menor grado de los anuncios de los editores puede permitirse el lujo de prescindir de las reseñas, y aunque los editores más inteligentes probablemente se hayan percatado de que no estarían mucho peor si la redacción de textos promocionales para cubiertas y contracubiertas estuviera abolida por ley, no pueden ponerle fin por la misma razón por la que no es posible un desarme completo de las naciones: porque nadie quiere ser el primero en empezar tal proceso. Así pues, durante mucho tiempo seguirán haciéndose y publicándose textos promocionales y reseñas muy similares, y seguirán yendo a peor: el único remedio consiste en ingeniar algún modo de que no se les preste atención y no se les tenga el menor respeto. Pero esto sólo puede suceder si en alguna parte se hiciera una crítica decente de novelas que sirviera como punto de comparación para todas las reseñas de medio pelo. Dicho de otro modo, existe la necesidad de un periódico (uno solo sería suficiente para empezar) que se especialice en la crítica de novelas, pero que se niegue a publicar paparruchas de ninguna clase, es decir, un periódico en el que los críticos, o reseñistas, lo sean de verdad, en vez de ser meros muñecos de ventrílocuo que baten la mandíbula cuando el editor tira de los hilos correspondientes.

Se podría aducir que esos periódicos ya existen. Hay unas cuantas revistas cultas, por ejemplo, en las que la crítica de novelas, o lo que de ella se publique, es inteligente y no se pliega a sobornos. Así es, pero lo que cuenta es que las publicaciones de esa clase no se especializan en la crítica de novelas, y desde luego no intentan siquiera mantenerse al corriente de la actual producción de obras de ficción. Pertenecen al mundo de la alta cultura, el mundo en el que ya se da por sentado que las novelas, en cuanto tales, son despreciables. Pero la novela es una forma artística popular, y de nada sirve abordarla con los presupuestos del Criterion, o del Scrutiny, según los cuales la literatura es un juego de puro amiguismo y compadreo (con guante de terciopelo o con garras afiladas, según sea el caso) entre camarillas cultas diversas. El novelista es ante todo un narrador, y un hombre puede ser un muy buen narrador (véanse, por ejemplo, Trollope, Charles Reade, Somerset Maugham) sin ser estrictamente un “intelectual”. Se publican cada año cinco mil nuevas novelas, y Ralph Strauss6 nos implora que las leamos todas, o lo haría desde luego si tuviera que reseñarlas todas. El Criterion quizá se digna tener en cuenta una docena. Pero entre una docena y cinco mil puede haber un centenar, o doscientas, o tal vez quinientas, que a distintos niveles posean un mérito genuino, y es en ellas en las que cualquier crítico al que le importe la novela debería concentrarse.

Ahora bien, la primera necesidad es un método de gradación. Hay un sinfín de novelas que jamás tendrían siquiera que mencionarse; imagínense, por ejemplo, los efectos perniciosísimos que sobre la crítica tendría el reseñar solemnemente cada novela por entregas que se publica en Peg’s Paper. Pero es que incluso las que vale la pena mencionar pertenecen a categorías muy distintas. Raffles es un buen libro, y también lo son La isla del doctor Moreau, y La cartuja de Parma, y Macbeth, pero son “buenos” a niveles muy distintos. Del mismo modo, Si llega el invierno y El bienamado y Un socialista asocial y Sir Lancelot Greaves son libros malos, pero a niveles distintos de “maldad”.7 Ésta es la realidad que el destajista de la reseña se ha especializado en difuminar del todo. Tendría que ser viable idear un sistema, tal vez un sistema muy rígido, que clasificase las novelas por clases A, B, C, etcétera, de modo que si un reseñista alaba o desdeña una novela, uno al menos sepa en qué medida pretende que se le tome en serio. En cuanto a los reseñistas, tendrían que ser personas a las que de veras les importase el arte de la novela (y eso probablemente significa no que sean de la alta cultura, ni de la baja cultura, ni de la cultura media, sino de cultura elástica), personas interesadas en la técnica narrativa y aún más interesadas en descubrir de qué trata un libro. Son muy numerosas las personas de tales características; algunos de los peores reseñistas, aunque ahora no tengan remedio, empezaron siendo así, como bien se ve echando un vistazo a sus primeros trabajos. Por cierto, sería buena cosa si los aficionados hicieran más reseñas de novelas. Un hombre que no es un escritor hecho y derecho, sino que simplemente ha leído un libro que le ha impresionado hondamente, tiene más posibilidades de contarnos de qué trata que un profesional competente, pero sumamente aburrido. Por eso las reseñas norteamericanas, a pesar de sus estupideces, son mejores que las inglesas: son más de aficionados, es decir, más serias.

Creo que, del modo en que he indicado, el prestigio de la novela podría recuperarse. La mayor de las necesidades sigue siendo la de un periódico o una revista que se mantenga al tanto de la ficción actual y que sin embargo se niegue a rebajar sus criterios. Tendría que ser un periódico poco conocido, pues los editores no se anunciarían en él; por otra parte, cuando hubieran descubierto que en un medio como ése hay elogios que son elogios de verdad, estarían más que dispuestos a citarlo en sus textos promocionales. Aun cuando fuera un periódico muy poco conocido, probablemente provocaría una mejora del nivel general de las reseñas, pues las paparruchas de los dominicales sólo se siguen publicando porque no hay con qué contrastarlas. Pero aun si los reseñistas siguieran exactamente igual que hasta ahora, no importaría tanto, al menos mientras también existiera una manera decente de reseñar y de recordar a unas cuantas personas que los cerebros más serios todavía pueden ocuparse de la novela. Así como el Señor prometió que no destruiría Sodoma si se pudiera encontrar en la ciudad a diez hombres de probada rectitud, la novela no será completamente despreciada mientras se sepa que en algún lugar hay siquiera un puñado de reseñistas que se han quitado el pelo de la dehesa.

En la actualidad, si a uno le importan las novelas, y todavía más si se dedica a escribirlas, el panorama es sumamente deprimente. La palabra “novela” suscita las palabras “genialidad”, “contracubierta” y “Ralph Strauss” de un modo tan automático como “pollo” suscita “asado”. Las personas inteligentes rehuyen las novelas de un modo casi instintivo; a resultas de ello, los novelistas establecidos se vienen abajo, y los principiantes que “tienen algo que decir” se pasan de manera preferente a cualquier otro género. La degradación subsiguiente es obvia. Mírense, por ejemplo, las noveluchas de cuatro peniques que se ven apiladas en el mostrador de cualquier papelería de barrio. Ésa es la descendencia decadente de la novela, que guarda con Manon Lescaut y con David Copperfield la misma relación que el perrillo faldero guarda con el lobo. Es harto probable que antes de que pase mucho tiempo la novela media no se distinga demasiado de esas noveluchas, aunque sin duda siga publicándose con una encuadernación de a siete y a seis peniques, con grandes fanfarrias por parte de los editores. Varias personas han profetizado que la novela está condenada a desaparecer en el futuro próximo. Yo no creo que llegue a desaparecer, por razones que sería largo detallar pero que son bastante evidentes. Es mucho más probable que, si los mejores cerebros de la literatura no se dejan inducir a regresar a ella, sobreviva de una manera superficial, despreciada, sin esperanza, en una forma degenerada, como lápidas modernas o espectáculos de polichinela.

New English Weekly, 12 y 19 de noviembre de 1936

Semanarios juveniles

Nunca se puede adentrar uno lo suficiente por un barrio empobrecido de cualquier gran ciudad sin toparse con una pequeña papelería o quiosco. La apariencia en general de estas tiendecitas es casi siempre la misma: fuera, unos cuantos carteles anuncian el Daily Mail y el News of the World; hay un escaparate cochambroso, con refrescos y paquetes de Players, y el interior es oscuro, huele a regaliz y a golosinas, y está festoneado del suelo al techo con semanarios de una pésima calidad de impresión que se venden a dos peniques, la mayor parte con chillonas ilustraciones de cubierta a tres tintas.

Con la excepción de los diarios matinales y vespertinos, las existencias de género en estas tiendas casi nunca se solapan con las de los grandes quioscos. Su principal línea de venta es la de los semanarios a dos peniques, que presentan una cantidad y una variedad punto menos que increíble. Todas las aficiones y pasatiempos –pájaros enjaulados, calado y marquetería, carpintería, apicultura, palomas mensajeras, filatelia, ajedrez– cuentan al menos con un semanario dedicado a sus asuntos, pero es corriente que haya varios. La jardinería, la ganadería, la horticultura y los animales domésticos cuentan al menos con una veintena de revistas. Luego están los periódicos deportivos, los periódicos con la programación de la radio, los tebeos infantiles, los periódicos de cotilleos como Tit-Bits, la amplia gama de revistas y periódicos dedicados al cine, que explotan en mayor o menor medida las piernas de las mujeres, las diversas revistas gremiales, las revistas con novelas para mujeres (Oracle, Secrets, Peg’s Paper, etc., etcétera), las revistas de ganchillo y punto de cruz –son tan numerosas que ocuparían por sí solas todo el escaparate–, y la muy larga serie de “revistas americanas” (Fight Stories, Action Stories, Western Short Stories, etcétera), que se importan en pésimas condiciones de los Estados Unidos y se venden a dos o tres peniques a lo sumo. Y los periódicos propiamente dichos imprimen también novelitas a cuatro peniques: las novelas de Aldine Boxing, la Biblioteca de Amigos del Muchacho, la Biblioteca de las Niñas y muchas más.

Es probable que toco lo que contienen estas tiendas de barrio sea el mejor indicio de que disponemos acerca de lo que siente y piensa la gran masa de la población inglesa. Desde luego, no existe nada ni la mitad de revelador en forma de documento. Las novelas que más se venden, por ejemplo, dicen mucho, pero es que la novela está destinada de manera casi exclusiva a un público que se encuentra por encima del nivel salarial de las cuatro libras por semana. Las películas son probablemente una guía mucho menos fidedigna sobre el gusto popular, porque la industria cinematográfica es prácticamente un monopolio, lo cual implica que no se vea en la obligación de estudiar atentamente a su público. Lo mismo cabe decir en cierta medida de los periódicos diarios y de la mayor parte de la radio. No es éste el caso de los semanarios de circulación bastante reducida y temática especializada. Periódicos como Exchange and Mart [Cambio y mercado], por ejemplo, o Cage-birds [Aves enjauladas], o el Oracle, el Prediction o el Matrimonial Times, existen única y exclusivamente porque hay una demanda de ellos, y por eso reflejan la mentalidad de sus lectores de una manera que un gran diario de circulación nacional, con millones de lectores, no podría reflejar.

Aquí tan sólo me ocuparé de una serie de periódicos, los semanarios juveniles de dos peniques, a menudo descritos, bien que con gran inexactitud, como “tostones de a penique”. Estrictamente dentro de esta clase figuran al menos diez publicaciones: Gem, Magnet, Modern Boy, Triumph y Champion, de las que es propietaria la firma Amalgamated Press, y Wizard, Rover, Skipper, Hotspur y Adventure, que pertenecen a D. C. Thomson & Co. Desconozco qué circulación alcanzan estas publicaciones. Los directores y propietarios se niegan a dar ninguna cifra. En cualquier caso, la circulación de una publicación que imprime relatos serializados a la fuerza ha de tener grandes fluctuaciones. De todos modos, no cabe duda de que el público en total de estas diez publicaciones es muy nutrido. Se hallan a la venta en todas las localidades de Inglaterra, y prácticamente cualquier muchacho con afición a la lectura pasa por una fase en la cual lee uno o varios semanarios de esta índole. Gem y Magnet, de largo los más antiguos, son de un tipo que se diferencia bastante de los demás, y es evidente que han perdido parte de su popularidad en los últimos años. Buen número de muchachos los consideran anticuados y “lentos”. No obstante, de ellos quiero ocuparme en primer lugar, porque psicológicamente son más interesantes que los demás, y también porque la mera pervivencia de estas publicaciones hasta la década de 1930 es un fenómeno cuando menos asombroso.

 

Gem y Magnet son publicaciones hermanas (los personajes de una a menudo aparecen en la otra), y las dos echaron a andar hace más de treinta años. En aquel entonces, junto con Chums y la vieja B[oy’s] O[wn] P[aper], eran las principales publicaciones para chicos, y siguieron conservando esa posición dominante hasta hace muy poco. Cada una de ellas contiene un relato de tema colegial de unas quince o veinte mil palabras a la semana, completo en sí mismo, aunque por lo común suele estar conectado en mayor o menor grado con el relato de la semana anterior. Gem, además del relato, trae una entrega de un folletín de aventuras. Por lo demás, las dos son tan similares que se les puede dar el mismo tratamiento, aun cuando Magnet haya sido la más conocida de las dos, seguramente porque posee un personaje realmente de primera clase, el rechoncho Billy Bunter.

Los relatos tratan sobre lo que pasa por ser la vida en los colegios privados, colegios (Greyfriars, en Magnet; St Jim, en Gem) que se representan como antiquísimas fundaciones muy de moda, del estilo de Eton o Winchester. Los personajes principales son muchachos de catorce o quince años, de modo que los mayores y los menores aparecen sólo en segmentos muy breves. Al igual que Sexton Blake y Nelson Lee, estos muchachos siguen igual semana tras semana, un año tras otro, sin envejecer jamás. Muy de vez en cuando llega un chico nuevo o desaparece un personaje secundario, pero lo cierto es que el elenco de personajes apenas ha sufrido alteraciones en los últimos veinticinco años. Los principales personajes de ambos semanarios –Bob Cherry, Tom Merry, Harry Wharton, Johnny Bull, Billy Bunter y todos los demás– ya cursaban estudios en Greyfriars o en St Jim mucho antes de que estallase la Gran Guerra, exactamente con la misma edad que tienen hoy, y con aventuras muy similares a las de hoy, además de hablar casi exactamente el mismo idiolecto. No sólo los personajes, sino también el ambiente de Gem y de Magnet se ha preservado sin un solo cambio, en parte mediante una estilización sumamente elaborada. Los relatos de Magnet los firma “Frank Richards”, y los de Gem “Martin Clifford”, aunque una serie con treinta años de duración difícilmente puede ser obra de una misma persona en todas sus entregas semanales.8 Por consiguiente, han de estar escritos en un estilo que sea sumamente fácil de imitar, un estilo extraordinariamente artificioso, muy repetitivo, completamente distinto de todo lo que ahora se hace en la literatura en lengua inglesa. Nos servirán de ilustración un par de extractos. He aquí uno del Magnet:

–Gruñido.

–¡Cállate la bocota, Bunter!

–¡Gruñido!

Callarse la boca no era en realidad algo propio de Billy Bunter. Rara vez se callaba la boca, aunque a menudo se le exigiera callar. En esta ocasión espantosa, el grueso Búho de Greyfriars se sintió menos inclinado que nunca a callarse la boca. ¡Y no se calló! Gruñó y gruñó y gruñó, y no dejó de seguir gruñendo.

Ni siquiera los gruñidos expresaron los sentimientos de Bunter. Sus sentimientos, en realidad, eran inexpresables.

¡Estaban los seis en el ajo! Sólo uno de los seis manifestó su irritación y sus lamentos de manera audible. Pero esa única excepción, William George Bunter, manifestó lo suficiente para cubrir la ausencia de todo el grupo, e incluso de alguno más.

Harry Wharton y compañía formaban un grupo iracundo y preo­­cupado. Estaban empantanados y atascados, atorados, hundidos, acabados. Etc., etc., etc.9

Y uno tomado de Gem:

–¡Ay, mielda!

–Ay, caray.

–¡Aaaaj!

–¡Urrgg!

Arthur Augustus se incorporó aturdido. Sacó el pañuelo y se lo llevó a la nariz, muy perjudicada. Tom Merry se incorporó sin poder siquiera respirar. Se miraron uno al otro.

–¡Por Júpiter! ¡Vaya pirula que nos han hecho, chaval! –barbotó Arthur Augustus–. ¡Me han puesto como un pingajo! ¡Aaaaj! ¡Qué tunantes! ¡Qué rufianes! ¡Qué malditos forasteros!

Etc., etc., etcétera.10

Ambos extractos son totalmente característicos: otros de la misma guisa aparecen absolutamente en todos los capítulos de todos los números de ambas publicaciones, ya sea hoy, ya sea hace veinticinco años. Lo primero que verá cualquiera es la extraordinaria cantidad de tautologías que se amontonan (el primero de los dos pasajes procede de un fragmento de doscientas veinticinco palabras que se podrían comprimir en unas treinta); en apariencia, el texto diseñado de modo que devane la madeja del relato, aunque en realidad desempeña su función en la creación del ambiente. Por idénticas razones, varias expresiones burlescas se repiten hasta la saciedad; “iracundo”, por ejemplo, es una de las más habituales, al igual que “empantanados y atascados, atorados, hundidos, acabados”. “¡Oooogh!”, “¡Grooo!” y “¡Yaroo!” (estilizadas exclamaciones de dolor) son recurrentes, igual que “¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!”, que siempre ocupa una línea, de modo que a veces la cuarta parte de una columna consta de “Ja, ja, ja” y nada más. El lenguaje coloquial (“¡Go and cat coke!”, “¡What the thump!”, “¡You frabjous ass!”, etcétera)11 no se ha alterado nunca, de modo que los chicos utilizan a día de hoy un argot que lleva treinta años desfasado. Asimismo, se aplican diversos apodos y motes a la menor ocasión. Cada pocas líneas se nos recuerda que Harry Wharton y compañía son “los cinco de la Fama”, Bunter es siempre “el Búho rechoncho” o “el Búho en la distancia”, Vernon-Smith es siempre “el ancla de Greyfriars”, Gussy (el Honorable Arthur Augustus D’Arcy) es siempre “el orgullo de St Jim”, y así sucesivamente. Hay un esfuerzo constante, incansable, por mantener intacto el ambiente, por cerciorarse de que cada nuevo lector aprenda de inmediato quién es quién. El resultado no ha sido otro que hacer de Greyfriars y St Jim un extraordinario mundillo fuera de este mundo, un mundo que nadie puede tomarse en serio si tiene más de quince años, pero que en cualquier caso no es fácil de olvidar. Mediante un intencional rebajamiento de la técnica de Dickens, se ha forjado una serie de “personajes” estereotipados, en algunos casos con éxito notable. Billy Bunter, por ejemplo, debe de ser una de las figuras más conocidas de la ficción en lengua inglesa; por la mera cantidad de personas que lo conocen se halla a la par de Sexton Blake, Tarzán, Sherlock Holmes y un puñado de personajes dickensianos.

Ni que decir tiene que estos relatos son fantásticamente ajenos a cuanto acontece en un verdadero colegio privado. Forman ciclos de un tipo muy distinto al del curso escolar, aunque en general son relatos divertidos, con una comicidad de sal gruesa, de modo que el interés se centra en las gamberradas, las bromas de gusto dudoso, los aprietos de todo tipo, las peleas, las palizas y azotainas, el fútbol, el críquet, la comida. Uno de los relatos más recurrentes es aquel en que a un chico se le acusa de una travesura que ha cometido otro, habida cuenta de que el primero es demasiado bueno para decir la verdad. Los “buenos” son “buenos” en la tradición limpia del inglés honrado: se entrenan a fondo, se lavan detrás de las orejas, nunca dan un golpe bajo, etc., etc.; por el contrario, hay una serie de chicos “malos”, como Racke, Crooke, Loder y otros, cuya maldad se cifra en que apuestan, fuman cigarrillos y frecuentan las tabernas. Todos ellos se encuentran de continuo al borde de la expulsión, pero como eso supondría un cambio del elenco, nadie es nunca descubierto en la comisión de un delito grave. El robo, por ejemplo, apenas es uno de los motivos temáticos habituales. El sexo es completamente tabú, sobre todo en la modalidad en la que de hecho se manifiesta en los colegios privados. A veces aparecen algunas chicas en los relatos, y muy rara vez hay nada que se acerque ni de lejos a un tibio flirteo, que, si se da, es sólo con el espíritu de la sana diversión. Un chico y una chica, por ejemplo, disfrutan de un paseo en bicicleta: a eso se llega como mucho. Los besos, por ejemplo, estarían considerados una simple muestra de “ternurismo”. Incluso los chicos malos pasan por ser totalmente asexuados. Cuando se lanzaron Gem y Magnet, es probable que existiera una intención sopesada de alejarse por completo del ambiente de culpa, y lastrado de sexo, que impregnaba buena parte de las publicaciones anteriores para chicos. En la década de 1890, el Boys’ Own Paper, por ejemplo, acostumbraba a llenar las columnas de cartas al director con aterradoras advertencias en contra de la masturbación, y libros como St Winifred’s y Tom Brown’s School days apestaban a sentimientos homosexuales, aunque es evidente que sus autores no fueran conscientes de ello. En Gem y Magnet, el sexo lisa y llanamente no existe como problema. La religión es otro tabú; en los treinta años de vida de ambas publicaciones, la palabra “Dios” seguramente sólo aparece en el contexto de “Dios salve al Rey”. Por otra parte, siempre ha existido una línea clara en favor de la templanza. La bebida y, por añadidura, el consumo de tabaco se consideran hechos deshonrosos incluso en un adulto (“turbio” es el adjetivo habitual), aunque al mismo tiempo pasa por ser algo irresistible y fascinante, una suerte de sucedáneo del sexo. En su ambiente moral, Gem y Magnet tienen mucho en común con el ideario del movimiento de los Boy Scouts, que tiene sus orígenes en la misma época.

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