Londres

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Henry James

Londres


prólogo de iñigo garcía ureta

traducción de miguel martínez-lage

© del prólogo, 2007 by Iñigo García Ureta

© de la traducción, 2007 by Miguel Martínez-Lage

© de esta edición, 2020 by Alhena Media

Director editorial: Francisco Bargiela

Director de la colección: Juan de Sola Llovet

ISBN: 978-84-18086-12-0

Publicado por:

alhena media

Rabassa, 54, local 1

08024 Barcelona

Tel.: 934 518 437

alhenamedia@alhenamedia.info

www.alhenamedia.info

Reservados todos los derechos. Ningún contenido de este libro podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.

Contenido

Nota del editor

Prólogo: «London Calling», por Iñigo García Ureta

Londres

Browning en la Abadía de Westminster

Una Pascua inglesa

Londres en verano

Año Nuevo en Inglaterra

Londres: lugares de interés

La regata Oxford-Cambridge

Alrededores de Londres

Londres en temporada baja

Nota del editor

Los textos reunidos en este volumen proceden de Collected Travel Writings: Great Britain and America, publicados en 1993 por la Library of America bajo la dirección de Richard Howard. Todos aparecieron en periódicos y revistas de la época, y los cinco primeros fueron recogidos luego, junto con otros textos, en un volumen que James tituló English Hours, publicado en Londres en 1905 en la editorial de William Heinemann.

Las versiones que han servido para realizar la presente traducción son las que el propio James revisó incluso una vez aparecidos los textos.

«London Calling»

Son pocas las ciudades, ciudades de verdad, que carecen de historiadores dedicados a estudiarlas, pero sólo Londres cuenta con el lujo de tener un biógrafo como Peter Ackroyd. Después de escribir 800 páginas en las que se explayó sobre cualquier asunto londinense que se pueda imaginar, desde la pobreza hasta el alcantarillado, desde el suicidio a la guerra, vistos desde infinidad de ángulos, Ackroyd —que al parecer ve la capital británica con claridad diáfana, «con la forma de un joven con los brazos abiertos en un gesto de liberación… fresco y recién despierto»— sufrió un infarto. Quienes no olvidamos el dictum más famoso que sobre la capital británica se ha escrito, y que pertenece a Samuel Johnson —según transcribe un escocés, James Boswell, que se pasó media vida en Londres—, y es que «cuando un hombre se harta de Londres es que está harto de la vida, pues en Londres se encuentra todo cuanto la vida puede proporcionar», no nos sorprendemos demasiado: la tarea ingente de biografiar a un ser vivo como Londres puede acabar con cualquiera, pues Londres todo lo contiene y todo lo encierra, y sólo un insensato puede aspirar a confinar tamaña totalidad entre las páginas de un libro, antes de fracasar y tal vez poner en peligro, como fue el caso de Ackroyd, la propia salud.

El autor de Otra vuelta de tuerca no es una excepción: su Londres, que aquí presentamos, puede parecer incompleto. En esto nada hay que reprocharle: sería como amonestar a un retratista por haberse saltado dos o tres pestañas en los ojos verdes de su retratada. Y además, él ya nos lo ha advertido: «No posee uno la alternativa de hablar de Londres en cuanto totalidad, por la sencilla razón de que no existe esa totalidad. Es inconmensurable: los brazos con que se pretenda circundarla nunca llegarán a encontrarse.» Muchos años antes que el biógrafo, el Maestro era ya consciente de que los brazos abiertos del joven que acaba de despertar no eran sino un gesto de independencia, pues, ¿qué puede precisar quien ya lo es todo?

No obstante, que nadie se mese los cabellos, pues todo lo anterior no implica que este libro vaya a decepcionarnos por efímero o incompleto. Antes al contrario, debo sugerir que el Londres de Henry James inventa a sus precursores, anuncia a sus continuadores y, en definitiva, engloba a todos los distintos Londres pasados o futuros, pues, parafraseando a Borges, modifica «nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro». En efecto, el libro que tiene entre manos el lector, dudando tal vez si leer o no, o a la espera de la hora propicia, contiene en su interior todas las chimeneas de Mary Poppins; una librería en el 84 de Charing Cross; la torre de BT que se alza sobre Fitzrovia en un sábado de Ian McEwan; el 221b de Baker Street y el orwelliano Ministerio del Amor; el atardecer en Waterloo en la voz discreta de Ray Davies, que desemboca en una noche lluviosa en el Soho en la más cazallera de Shane MacCowan; un paso de cebra en Abbey Road y las crestas y tachuelas de Camden Town; la tumba de Marx en Highgate y la casa de Freud en Hampstead; el logo de la Thames Television en nuestros televisores años atrás; una puerta azul en Notting Hill y una tienda de discos —Championship Vinyl— en Holloway, en donde resuena ese London Calling que cantó Joe Strummer. Una vez más, la lista que ahora doy sólo podrá ser parcial, y el lector precisará completarla por su cuenta, caso de que no lo esté haciendo en estos momentos.

el observador

James llegó a Londres desde París, vía Liverpool, en el invierno de 1876 y de inmediato se mudó a un apartamento en Bolton Street con vistas a Green Park, apenas a unos pasos de Piccadilly Circus. La rígida sociedad inglesa de la época lo iba a atrapar de tal modo que, primero en Londres y más tarde en Rye, Sussex —es decir, no lejos de «la mayor y más grande ciudad de este mundo», que dijo Joseph Conrad, coetáneo suyo y refugiado también en la ciudad—, encontraría su lugar bajo el sol o en la niebla y escribiría sus novelas mejores, llegando a adquirir la ciudadanía inglesa en 1915, un año antes de morir. Si bien provisto de opiniones contundentes que no era parco en manifestar, James era sobre todo un observador, alguien capaz de llegar a su nueva morada y sentarse a «considerar» su habitación: en Vidas escritas, Javier Marías lo pinta en un inspirado retrato «con una terrible mirada, tan penetrante e inteligente que los criados de algunas de las casas que visitaba se estremecían al abrirle la puerta, con la impresión de estar siendo atravesados hasta el espinazo».

Esto, que se comprueba sin duda alguna en Daisy Miller o Retrato de una dama, aparece a las claras en su visión de la ciudad a la que ha venido a acogerse, la ciudad que lo acoge y que es a su entender «la capital de la raza humana», «el lugar preciso del mundo que con más fuerza comunica la sensación de estar vivo».

Encuentra, ya lo he apuntado, un Londres desmedido, de una inmensidad «provista de un encanto propio», lo cual le lleva a afirmar que «nada hay que no se pueda estudiar aquí» y a brindarnos un retrato fragmentario, y ajustadísimo por lo elíptico, de los ingleses: «En ningún otro país, digo yo, se encuentran tantas personas que hacen lo mismo, de la misma manera y al mismo tiempo», o «No hay en Inglaterra nadie que sea literalmente irresponsable […]. Todos son libres y todos son responsables. Precisar en qué hayan de ser responsables es, cómo no, ampliar en demasía la cuestión». Lichtenberg, otro que también pasó alguna que otra temporada en Londres, no lo habría dicho mejor.

Y ese mismo carácter observador lo lleva a sembrar este libro de perlas que parece haber acuñado para predecir lo que sería la vida futura. Como ésta, con motivo de un comentario sobre la penumbra, el humo y la luz de la urbe: «Todo tiene más o menos lustre, desde los cristales de las ventanas hasta los collares de los perros.» O esta otra, sobre las prisas de la vida urbana: «Escasean, y mucho, las monedas sueltas del tiempo; cada media hora tiene su empleo asignado de antemano, anotado mes a mes en una agenda.» O ésta, a propósito de la profusión de parques y zonas verdes en el corazón de la urbe: «[...] otorga al lugar una superioridad que ninguna de sus múltiples fealdades bastaría para teñir.» O esta última, sobre la importancia de la vida callejera y la tosquedad de la ciudad semivacía en vacaciones: «[...] muchas de las calles quedan desiertas, ajenas a la vida humana, y así es posible percibir en toda su magnitud su intrínseca falta de encanto propio.» No hace falta haber vivido en Londres, ni haberlo visitado, para apreciar la relevancia de dichos enunciados en nuestro nuevo siglo.

Lo comento por el siguiente motivo. Si bien se ha hablado mucho de su vacilación patológica a la hora de llamar a las cosas por su nombre (que, dicho sea de paso, y a juzgar por el testimonio de su amiga Edith Wharton, contrastaba con su pasión por empezar cada frase con expresiones como «En breve…», o «En dos palabras…», que iban inevitablemente seguidas por una larga perorata a menudo incomprensible), lo cierto es que en este libro el lector encuentra una vía de acceso a uno de los escritores menos ambiguos que se pueden leer. La prueba de ello es que James no podría contar lo que cuenta con menos palabras, algo que lo diferencia con mucho de otros escritores a simple vista más parcos, pero también infinitamente más banales. (Y, si se me permite, la traducción de James que hace Miguel Martínez-Lage, y que el lector tiene entre manos, lo separa asimismo de muchas otras traducciones del mismo autor. Para cerciorarse, basta con leerla en voz alta.)

 

este libro

Esto no quiere decir, ni con mucho, que todo lo que este libro contiene sea de plena actualidad. Al contrario, James nos habla de una sociedad en la que todos sus miembros acuden puntualmente a la misa dominical tras cepillarse el sombrero y en la que nadie ignora que el 13 de agosto empieza la temporada de caza del urogallo. Por descontado, entre los lugares de interés que cita no están ni el London Eye ni la Tate Modern, ni ninguna parada de un metro que aún no existía. Incluso fantasea sobre el remoto hecho de que alguien pudiera plantearse tomar un helado en una terraza de, pongamos, Oxford Street, hoy sin duda la calle comercial más atestada de Europa, en cuyas aceras a menudo no cabe ni un sombrero de ala ancha. Es lo que sucede cuando uno pretende congelar en una impresión un organismo vivo, que acaba quedándose obsoleto, como nos sucederá a cada uno de nosotros en cuanto nos descuidemos. Mientras tanto, aquella ciudad que en palabras de Joe Strummer se hundía, sigue en pie. Aquí es posible empezar a visitarla.

Iñigo García Ureta

Londres

I

Existe cierta velada que prácticamente cuento como si fuera una primera impresión: el final de un negro, lluvioso domingo, cerca del primero de marzo, de hace ya veinte años. Hubo una visión anterior, pero había virado al gris como la tinta desvaída, mientras la ocasión a la que ahora me refiero fue un comienzo desde cero. No cabe duda de que tuve una mística presciencia acerca del gran afecto que un buen día iba a profesar a la tenebrosa y moderna Babilonia; la verdad es que ahora, al rememorarlo, hallo cada una de las mínimas circunstancias de aquellas horas de acercamiento, de llegada, provistas aún de la misma viveza, como si la solemnidad de una época que entonces sólo se anunciaba hubiera insuflado su pleno aliento en todo ello. La sensación de acercamiento, de inminencia, ya fue insoportablemente fuerte en Liverpool, donde, según recuerdo, la percepción del carácter inglés de pura cepa que tenían todas aquellas cosas fue tan aguda como una sorpresa, aun cuando sólo pudiera ser sorpresa sin sobresalto. Fue la exquisita satisfacción de una mera expectativa, su sobreabundante confirmación. Existía cierta maravilla, desde luego, en el hecho de que Inglaterra resultara todo lo inglesa que, para mi disfrute, se estaba tomando la molestia de ser, pero esa maravilla habría brillado por su ausencia, y el placer habría sido inexistente, si la sensación no fuera violenta. Parece encontrarse aún presente como un visitante, tal como la encontré sentada frente a mí a la mesa del desayuno, una mesa pequeña, junto a la ventana, en el viejo café del hotel Adelphi, el Adelphi en aquel entonces aún sin ampliar, sin remozar, desvergonzadamente local. Liverpool no es una ciudad romántica, pero aquel sábado de humo regresa a mí como si fuera un éxito sin parangón, medido de acuerdo con la relación estrecha que posee con esa clase de emoción en espera de la cual más que de ninguna otra cosa decidimos viajar a países lejanos.

Asumió este carácter a hora muy temprana —mejor dicho, veinticuatro horas antes—, al asomarse uno al océano que barría el invierno, a la vista de la extraña, oscura, solitaria novedad de la costa de Irlanda. Mejor aún, antes que pudiésemos desembarcar en la ciudad, en donde los vapores de negros flancos cabeceaban en las aguas amarillentas del Mersey, bajo un cielo tan bajo que parecían tocarlo todos ellos con las chimeneas, y en la luz más espesa, más pesada. Se respiraba ya la primavera en el aire, en la ciudad; no llovía, pero aún había menos sol; era de preguntarse qué había sido, en aquella parte del mundo, del gran manchurrón blanquecino que ocupa el cielo entero, y la mansa grisura se desdibujaba a lo lejos virando al negro con cada pretexto, si bien ofreciéndose de un modo prometedor. De ese modo pendía sobre mí, entre la ventana de la calle y el fuego de la chimenea, en el café del hotel, a una hora relativamente tardía para desayunar, pues nos habíamos demorado en el desembarco. El resto de los pasajeros se había dispersado, tomando los más expertos el tren de Londres (no éramos más que un puñado). Así dispuse de todo el sitio para mí solo, y me sentí como si fuera propietario exclusivo de la impresión. La prolongué, me sacrifique a ella, y ahora es perfectamente recuperable, punteada por el sabor del muffin, esa magdalena nacional, y el rechinar de los zapatos del camarero que iba y venía (me pregunto si habrá algo tan inglés como su espalda intensamente gremial; en ella se ponía de manifiesto un país de arraigadas tradiciones), el crujir tembloroso del periódico que, palpitante de emoción, ni siquiera fui capaz de leer.

Seguí sacrificando el resto del día; no me pareció que fuera algo sensato y menos aún indicado, al menos de momento, inquirir sobre el medio idóneo para marchar de allí. Mi curiosidad a buen seguro debió de languidecer, pues al día siguiente me encontré a bordo del más lento de los trenes dominicales, que traqueteaba camino de Londres sin paradas ni interrupciones, lo cual podría haber resultado tedioso sin la conversación de un anciano caballero que viajaba conmigo en el mismo compartimento, y ante el cual mi carácter extranjero, así como relativamente juvenil, se había traicionado por sí solo. Me instruyó acerca de los lugares de interés que era preciso visitar en Londres, y me inculcó la idea de que nada era tan digno de mi atención como la gran catedral de St. Paul. «¿Ha visto usted San Pedro de Roma? San Pedro cuenta con mayor embellecimiento y más ornato, claro está, pero le puedo garantizar que St. Paul, de las dos, es el edificio más notable.» La impresión a la que comencé refiriéndome era, estrictamente hablando, la del trayecto desde Euston, después de anochecer, al hotel Morley de Trafalgar Square. No fue bonita; a decir verdad, me pareció bastante horrenda, pero al recorrer de nuevo las crepusculares y tortuosas millas que salvé en el grasiento coche de dos ejes al que mi equipaje me obligó a recurrir, reconozco en aquel primer paso una iniciación de las sensaciones placenteras que iban a abundar en las etapas sucesivas. En una gran ciudad resulta en cierto modo humillante no saber adónde va uno, y el hotel Morley era entonces, en mi imaginación, poco más que una nota de color en medio de la inmensidad indistinta. La inmensidad era lo más llamativo de todo, provista de un encanto propio; los tejados de las casas que se sucedían milla tras milla, los viaductos, la complejidad de los nudos ferroviarios y los sistemas de señalización por medio de los cuales fue avanzando el tren hasta la estación ya me habían dado idea bastante precisa de su escala. Se había puesto lluvioso el día, y así fuimos adentrándonos cada vez más en la noche del domingo. Las ovejas en los prados, en el viaje desde Liverpool, habían dado muestras por su comportamiento de una cierta conciencia del tiempo que hacía, del día en que estábamos, si bien el impetuoso trayecto en coche de punto fue una introducción con todas las de la ley en los rigores de la costumbre. Las casas bajas, negras, eran tan inanimadas como otras tantas hileras de cubos de carbón, salvo en algunas esquinas no infrecuentes, allí donde las tabernas se anunciaban con un destello de luz más brutal si cabe que las tinieblas circundantes. La costumbre de la taberna… era no menos rigurosa, y en una primera impresión esos locales públicos tienen un peso considerable.

El hotel Morley resultó en efecto una nota de color; brillante según mi recuerdo, más que luminoso, es el fuego del café, la acogedora madera de caoba, la sensación de que en la ciudad portentosa ése era, al menos a tenor de la hora, tanto un cobijo como un punto de vista. Mi rememoración del resto de la velada —es probable que estuviera muy fatigado— es sobre todo una rememoración de la vasta cama con cuatro columnas y dosel. La pequeña palmatoria de mi habitación, introducida en una honda cavidad, provocaba que semejante monumento proyectase una sombra enorme y que me llevara a pensar, sin saber por qué siquiera, en las Leyendas de Ingoldsby.1 Si al día siguiente y a una hora tolerable me encontré acercándome a las inmediaciones de la catedral de St. Paul no fue enteramente por obediencia al anciano caballero del tren: tenía un recado que hacer en la City, y la City era sin duda prodigiosa. Pero lo que recuerdo ante todo es la conciencia teñida de romanticismo que tuve al pasar ante Temple Bar, y el modo en que dos renglones de Henry Esmond se repetían en mi memoria a medida que me iba acercando a la obra maestra de Sir Christopher Wren.2 «La mujer robusta y de cara colorada» a la que vio Esmond al galope tras la jauría de lebreles que perseguían al corzo por las lomas de Windsor no se parecía en nada a la efigie «que vuelve su pétrea espalda a St. Paul y mira de frente a los coches que ascienden trabajosamente por Ludgate Hill». Miraba yo a la estatua de la reina Ana por en­cima del pescante de mi coche de punto —me pareció muy pequeña y bastante sucia, al tiempo que el vehículo subía por la cuesta poco pronunciada sin demasiados esfuerzos— y fue un pensamiento apasionante reparar en que esa estatua había sido muy familiar para el héroe de esa novela incomparable. Fue como si la historia misma reviviera de golpe, como si vibrase en mi espíritu la continuidad de las cosas.

Aún a día de hoy, cuando paso por el Strand vuelvo a dar el paseo que di aquella tarde. Hoy el lugar me encanta; recuerdo que ése fue el arranque de mi apasionamiento. Me pareció que presentaba fenómenos y que contenía objetos de toda clase, de un interés inagotable; se me antojó en particular deseable, por no decir indispensable, proceder a la adquisición de la mayoría de los artículos expuestos en la mayoría de los escaparates. Posé los ojos con cierta ternura en aquellos lugares en los que pude resistirme y en aquellos en los que sucumbí. Vuelve a llegarme a la nariz la fragancia del establecimiento de Mr. Rimmel; vuelvo a ver a la esbelta damisela que me atendió en el mostrador y oigo su pronunciación. Tengo por sagrado el muy especial aroma del champú que le compré. Me detengo ante el pórtico de granito de Exeter Hall (inesperadamente estrecho, en forma de cuña) y me evoca una nube de asociaciones que no son menos impresionantes por vagas que me resulten; provienen de no sé dónde, del Punch, de Thackeray, de los volúmenes encuadernados de la Illustrated London News cuyas páginas pasaba en mi niñez; parecen guardar cierta relación con Harriet Beecher Stowe y La cabaña del tío Tom. Memorable es la irrupción que hice en una tienda de guantes en Charing Cross, la que se pasa justo antes de doblar, camino al este, para penetrar en el vestíbulo de la estación; aquello, ahora que lo pienso, tuvo que ser sin embargo por la mañana, en cuanto salí del hotel. Aguzada en mi interior se hallaba muy despierta la sensación de la importancia que tendría el desflorar, el saquear la tienda.

Uno o dos días después, por la tarde, me hallaba sumido en la contemplación del fuego en el alojamiento del que había tomado posesión en previsión de pasar unas cuantas semanas en Londres. Acababa de entrar y, tras supervisar la distribución de mi equipaje, me senté a considerar mi habitación. Se encontraba en la planta baja, y la luz del día, difuminándose ya, penetraba en ella en una condición penosamente mermada. Se me antojó un interior sofocante y poco o nada propenso al contacto social, con un olorcillo a moho, una decoración a base de litografías y flores de cera, un agujero negro y de todo punto impersonal en medio de la general negrura de la ciudad. El murmullo constante del tráfico en Piccadilly llegaba desde el extremo de la calle, y el traqueteo de un coche de punto sin piedad rondaba muy de cerca mis oídos. Se apoderó de mí un repentino horror inspirado por todo el lugar, como si se me hubiese echado encima el tigre de la nostalgia del hogar, que esperaba armado con paciencia el momento oportuno. Londres era repugnante, era perverso, era cruel y, sobre todo, era abrumador; fuera o no una ciudad «cuidadosa con la especie», al decir de Tennyson en su In memoriam, era tan indiferente a la Naturaleza misma como a la vida del individuo. En el plazo de una hora tendría que salir a cenar, pues no se me servía la cena en la casa de huéspedes, y ese esfuerzo adquirió la forma de una empresa desesperada, erizada de peligros. Se me antojó que tal vez fuera preferible pasar sin cena, que estaba dispuesto incluso a perecer de inanición, antes que aventurarme en aquella ciudad infernal, en donde el destino natural de un extranjero sin conocidos no podía ser otro que morir atropellado o pisoteado en Piccadilly, para que alguien arrojase luego sus despojos al Támesis. Sin embargo, no perecí de inanición, e incluso desarrollé un estrecho apego, por medio de un centenar de vínculos de humanidad, a la temible, deliciosa ciudad. La momentánea visión de su rostro embadurnado y su corazón de piedra ha seguido siendo para mí memorable, aunque me alegra decir que con gran facilidad puedo convocar muchos otros rostros.

 

II

No cabe duda de que ni es ni puede ser del gusto de todos, pero para el verdadero amante de Londres la mera inmensidad de la ciudad tiene un papel importante en su sabor. Un Londres pequeño sería una abominación, tal como por fortuna es un disparate imposible, puesto que la idea y el nombre son por encima de todo una expresión de extensión y de número. Prácticamente, como es natural, uno vive en un barrio determinado, en una trama no muy extensa de calles; en su imaginación, y mediante un acto constante de referencia, el cazador acomodado disfruta de la totalidad que ronda y que frecuenta. Y sólo de él me parece que vale la pena hablar. Se imagina, como suelen decir, que es una partícula de esa agregación sin igual; su circunferencia inconmensurable, aun cuando no llegue a visitarla, aun cuando se pierda en el humo, le proporciona la sensación de contar con un margen social e intelectual. Hay un lujo innegable en el conocimiento de que puede ir y venir a su antojo sin que nadie repare en él, aun cuando sus idas y venidas no obedezcan a finalidad nefanda. No quisiera dar a entender con esto que las hablillas de Londres no son un miembro muy activo de la ciudad; las hablillas y la lengua misma de Londres, en efecto, bien merecerían por sí solas todo un capítulo. Pero los ojos que al menos en cierta medida alimentan esas actividades están por fortuna, y en beneficio de todos, solicitados casi en cualquier momento por un millar de objetos diversos. Si el lugar es grande, todo cuanto contiene dista mucho de serlo, pero esto al menos sí se puede decir, y es que si las pequeñas cuestiones desempeñan un papel, lo desempeñan sin hacerse ilusiones a cuento de su propia importancia. Son demasiadas las cuestiones pendientes, grandes y pequeñas, y cada día, nada más llegar, trae consigo a sus propios hijos como una especie de madre mendicante que viniera con ellos de la mano. Por tanto, es posible que la característica más general sea la ausencia de insistencia. Florecen y decaen los hábitos y las inclinaciones, pero nunca es la intensidad uno de ellos. El espíritu de la gran ciudad no es analítico, y, a medida que se van apiñando, los asuntos rara vez reciben de sus manos un tratamiento terriblemente serio o cabal por su mal gusto. No son muchos —de aquellos de los que dispone Londres con la convicción que engendra su amplia experiencia— los que no se prestarían a más tiernas manipulaciones en cualquier otra parte. Hace falta un asunto de grandes proporciones, una nueva vuelta de la tuerca irlandesa, un caso de divorcio cuya vista se prolongue durante muchos días, para que sea plenamente trillado. La mentalidad de May­fair, cuando aspira a mostrar de qué es capaz, reside en la esperanza de que se produzca una nueva demanda de divorcio, y una providencia indulgente —Londres sin lugar a dudas es en gran medida el niño malcriado del mundo entero— reconoce en abundancia esta particular aptitud y no contraría a quien tenga el capricho.

La compensación estriba en que surge material, en que hay gran abundancia, ya que no hay morbosas sutilezas, y en que toda la procesión de acontecimientos y de temas de conversación pasa por el escenario ante el cual tenga uno su palco. Por el momento hablo tan sólo de la inspiración que puede darse en la sensación de que las fronteras son lejanas. El amante de Londres se pierde en esta conciencia henchida, se deleita en la idea de que la ciudad que lo circunda es al fin y al cabo campo pavimentado, un estado en sí mismo. Ésta es la condición de su ánimo, tanto si se siente londinense de adopción como si lo es hasta las cachas. De ninguna manera tengo la seguridad de que sea preciso ser de ascendencia anglosajona y haber heredado por derecho de nacimiento la lengua inglesa; sin embargo, y por otra parte, no puedo poner en duda que estas ventajas son sobremanera conducentes a la estrechez de la lealtad que profese. La gran ciudad extiende su crepuscular manto sobre innumerables razas y credos, y dudo que a duras penas exista una sola forma de adoración que no tenga aquí algún templo (¿acaso no he asistido a la iglesia de la Humanidad, en Lamb’s Conduit, en compañía de una dama norteamericana, un anciano caballero de perfil más bien difuso y varias modistillas?), ni una sola comunidad de los hombres que no tenga aquí su club o su gremio. Londres, en efecto, es epítome del ancho mundo, y así como ya es moneda corriente decir que no hay nada que no se pueda «conseguir» aquí, no es menos cierto que nada hay que no se pueda estudiar de primera mano.

No pone uno a prueba estas verdades todos los días, sino que más bien forman parte del aire que respira (y que es bienvenido, dice quien aborrece Londres, pues existen también los amigos de estos perversos razonamientos, a la pestilencia de este recinto). Dan color a la espesura, a la tenuidad de las distancias que forman a mi entender las panorámicas urbanas más románticas del mundo; se entremezclan con la compungida luz a la que da paso el ventanuco recto y sin adornos de la casa anodina y mortecina en que uno reside, que a su vez constituye un interior de rincones afables, de tonos misteriosos, de ingenios sin traicionar, así como el medio bajo y esplendoroso del cielo, en donde el humo y la bruma y la climatología en general, la hora del día extrañamente indefinida, como la estación del año, las emanaciones de las industrias, los reflejos de las calderas, los brillos rojos y los chafarrinones que tal vez sean y tal vez no sean el crepúsculo —puesto que jamás se ve una sola fuente de la que provenga la radiación lumínica, es imposible saberlo—, penden superpuestos y en perpetua confusión, complejos, un dosel cambiante pero imposible de retirar. Forma todo ello el tono subyacente de la honda, perpetua voz con que nos habla el lugar. Uno lo recuerda cuando su lealtad lo pone a la defensiva, cuando surge la duda de proponer tantos rasgos llamativos como sea posible e incluirlos en la lista de las estupendas razones que uno a veces debe confeccionar, ese elocuente catálogo con el que uno hace frente a las acusaciones hostiles, al despliegue de las otras razones, que fácilmente puede alargarse tanto como un brazo. De acuerdo con esas otras razones, se afirma verosímil y concluyentemente que, como lugar en el cual ser feliz, Londres no se sostiene. No diré que sea necesario hallarse ante una alegación tan absurda si no es por la personal complacencia. Si la indiferencia, un organismo tan glotón, sigue siendo más vivaz que la curiosidad, bien puede uno apropiarse de la parte que le corresponda en ella lisa y llanamente percibiendo que tal o cual persona carece de sensibilidad propicia para la auténtica abundancia del espíritu, en cuyo caso, pues tanto peor para tal o cual persona. Pero de vez en cuanto el mejor de los creyentes reconoce el impulso de poner en orden su propia religión, de barrer del templo sus pensamientos, de asear el pábulo de la vela sagrada. Es en tales ocasiones cuando reflexiona con alborozo que la capital británica es el lugar preciso del mundo que con más fuerza comunica la sensación de estar vivo.

III

Percibirá el lector que no rehuyo siquiera la concesión extrema de referirme a nuestra capital y llamarla británica, haciéndolo además en vergonzante relación con la cuestión de la lealtad por parte de un hijo adoptivo. Me apresuro a aclarar que si la mitad de la fuente del interés que uno tenga proviene del sentimiento de que es propiedad e incluso hogar de la raza de los hombres —Hawthorne, el mejor de los norteamericanos, así se pronuncia en alguna parte, y pone esta apreciación al lado de la que Roma le merece—, la percepción que uno pueda tener de ella es antes que nada de una gran simpatía, de un amor comprensivo de la humanidad entera. En aras de una obra de caridad como ésta puede uno ampliar sus lealtades; los más recónditos de los londinenses de pies a cabeza, los cockneys que se llaman ellos, aun cuando tal vez se ericen y protesten vigorosamente ante quien dé a entender que Inglaterra ha impuesto su sello en ellos, gozan de entera libertad para reconocer con orgullo y a conciencia que se han sometido a su propia y muy natural «londonización». Para el país en cuestión es un auténtico golpe de suerte que la capital de la raza humana sea por azar británica. No cabe duda de que cualquier otro país tendría la suya siempre y cuando pudiera. Que los ingleses merezcan detentar esa capitalidad durante más tiempo seguramente podría ser campo abonado para una indagación interesante, pero como por el momento no han perdido esa propiedad, el autor de estas líneas declara sin escrúpulos que la actual disposición de las cosas es enteramente acorde con su gusto personal. A fin de cuentas, si allí es más intensa la sensación de estar vivos, se trata de una sensación acorde con la vida que lleva el pueblo que se expresa en nuestra sagrada lengua inglesa. La ciudad es sede y cuartel general de esta lengua de tan extraña elasticidad, y hago este comentario con pleno conocimiento del terrible modo en que el idioma es objeto de terribles usos por parte del populacho en general, mayor del que a pocas razas se ha dado impartir en conversaciones de un tono que posee bastante menos encanto. Para un hombre de letras que se esmera por cultivar, bien que sea con modestia, el medio que emplearon Shakespeare y Milton, Hawthorne y Emerson, y que tiene en altísima estima el concepto de lo que la lengua ha logrado y de lo que aún tiene por lograr, Londres poseerá siempre un grandísimo valor de ilustración y de sugestión, además de una cierta santidad. Es el único lugar en el que la mayoría de los lectores, en su inmensa mayoría amantes de la lengua, se encuentra reunida; es éste el público más incluyente y es la encarnación social más amplia de la lengua, de la tradición. Un personaje de tales características haría bien si se concentrase en esto y dejase que el alemán y el griego hablasen por sí solos, que expresaran sus terrenos predilectos, es de presumir que de un modo harto diferente.