Juan Antonio Montenegro

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Juan Antonio Montenegro
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Firma de Montenegro en su defensa. AGN, Inquisición, 1342, exp. 1, f. 142 r.



Marco Antonio Cortés Guardado

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Primera edición electrónica, 2009

Textos © 2009, Gabriel Torres Puga

D.R. © 2009, Universidad de Guadalajara


Editorial Universitaria

José Bonifacio Andrada 2679

Guadalajara, Jalisco 44657

www.editorial.udg.mx

01 800 UDG LIBRO

TORRES Puga, Gabriel

Juan Antonio Montenegro. Un joven eclesiástico en la Inquisición / Gabriel Torres Puga.

1ª ed. -- Guadalajara, Jal. : Editorial Universitaria, 2009.

(Colección Jalisco. Serie Biografías)

ISBN 9786074501315

ISBN 978 607 450 131 5

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Agosto de 2009

Imágenes de guardas tomadas de Guía Rojí, Ciudad de Guadalajara, México 2006.

Se prohíbe la reproducción, el registro o la transmisión parcial o total de esta obra por cualquier sistema de recuperación de información, existente o por existir, sin el permiso previo por escrito del titular de los derechos correspondientes.

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El arresto

La vida del joven teólogo Juan Antonio Montenegro dio un vuelco la noche en que lo tomaron preso. Se encontraba de vacaciones en Sayula, su pueblo natal, cuando recibió un llamado urgente de su maestro y protector Antonio Roca y Guzmán, deán de la catedral y gobernador provisional del obispado. Montenegro se despidió de su padre, y marchó de inmediato a Guadalajara, pensando que el aviso podía deberse a una oferta de trabajo. Nunca pasó por su cabeza que, al presentarse ante el deán, la noche del 23 de octubre de 1794, éste procediera a arrestarlo en nombre del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.

El deán Roca y Guzmán cumplía órdenes sin saber la causa. Hasta ese momento, él había creído que ese eclesiástico tenía un futuro prometedor en la Iglesia. A sus veinticinco años, Montenegro ostentaba un título de licenciado por la Universidad de México y otro de doctor por la de Guadalajara; era vicerrector del colegio de San Juan Bautista en esta última ciudad y estaba próximo a ordenarse de presbítero. Parecía talentoso: un candidato apropiado para conseguir un curato y, con suerte, en unos cuantos años, una prebenda en la catedral.

El deán desconfiaba ahora de sus primeras impresiones. Le extrañaba que los inquisidores le advirtieran que Montenegro era un reo peligroso y que, incluso, le hubieran enviado un “despacho auxiliatorio”, firmado por el virrey, para que, sin pérdida de tiempo, se pusiera al reo en un coche y se le trasladara con custodia a la ciudad de México.

Montenegro se entregó sin resistencia, alegando que él mismo habría acudido al tribunal, sin necesidad de guardias, si hubiera sabido antes que éste lo solicitaba. Imaginaba el dolor de su viejo padre y temía que muriera al conocer la noticia de su arresto. Por ello, suplicó al deán que lo consolara. No era para menos. La carrera ascendente del más exitoso de sus hijos sufriría, cuando menos, la vergüenza de haber pasado por las cárceles de la Inquisición.

Apenas un cabo de milicias y un soldado escoltaron el coche, tirado por mulas, que cruzó sin incidentes el peligroso camino de Guadalajara a Valladolid, infestado por cuadrillas de bandidos. La comitiva atravesó las montañas y logró arribar a México en menos de quince días. Durante el trayecto, Montenegro debió preguntarse una y otra vez cuál era la razón de su desgracia.

Recordaba sus deslices en materia de castidad en México y en Guadalajara. Pero sabía también que eran pecados menores, algunos ya confesados, y que no constituían un delito de fe. En cambio, algunos comentarios imprudentes podían haberse prestado a malentendidos. Varias veces había dicho, entre bromas y veras, que era una desgracia que los sacerdotes fueran célibes y que esperaba el día en que un Concilio anulara tan absurdo requisito. ¿Sería posible que algún malqueriente exagerara la importancia de estas expresiones para denunciarlo? En otras ocasiones había hecho algunos comentarios sobre religión que habían incomodado a sus interlocutores. También le venía a la cabeza un disgusto con el rector del colegio de San Juan Bautista, quien le había reprochado una mala broma. Ahora como entonces, Montenegro se arrepentía de haber llamado “pan ácimo” a una hostia consagrada. Había sido una ocurrencia disparatada. ¿Pero sería ese asunto tan nimio la razón del proceso? ¿Habría sido el rector el denunciante?

Recordaba también que el año anterior, recién salido del Colegio de San Ildefonso en la ciudad de México, se había acercado a varios individuos que discutían las noticias sobre las revoluciones de Francia, sobre la ejecución de Luis XVI y sobre la guerra entre Francia y España. Él mismo había propiciado reuniones y había opinado en contra de la manera en que la Corona española administraba los reinos americanos. Tal vez había hablado más de la cuenta, pero había amigos o conocidos que se expresaban con mayor libertad y peores críticas. ¿Tendrían que ver estas conversaciones políticas con la acusación que pendía en su contra? No creía haber dicho nada que constituyera un delito grave contra la fe, así que podía suponer que su prisión provenía de una denuncia malintencionada. No sabemos qué tan tranquila estaba la conciencia de Montenegro. Pero es seguro que debió encomendarse con fervor a Dios para superar la prueba a la que sería sometido.

Llevaba en la mano un relicario, con un astilla de la santa cruz, cuando ingresó a las cárceles secretas del Santo Oficio, el 8 de noviembre de 1794.1

De Sayula a Guadalajara

Nació Juan Antonio Montenegro un día después de la Navidad de 1768 en el próspero pueblo de Sayula, situado a unas treinta leguas (120 kilómetros aproximadamente) al sur de la pujante ciudad de Guadalajara, sede de obispado y capital de intendencia.

Sayula era cabecera de la provincia del mismo nombre o de Ávalos, en la que existían unos treinta y cinco pueblos y numerosas haciendas. La provincia era cálida y el maíz se daba en abundancia. Pero en la cabecera la tierra era seca y había periodos de recurrente escasez. En compensación, la cría de ganado porcino era abundante, lo mismo que la de gallos de pelea. La comparación de un par de testimonios sugiere que la población iba en aumento y que, al tiempo que llegaban más familias de origen español o criollo, decrecía la población indígena. Contrastaba con la sencillez de Sayula el imponente convento franciscano, cuya iglesia servía de parroquia. Las diversiones del pueblo se limitaban a las festividades religiosas y al mercado que cada semana congregaba a los habitantes de toda la provincia.2

Los padres de Juan Antonio eran de calidad española y tenían raíces en la región de Nueva Galicia por línea materna. El padre, Diego Montenegro, era hijo de un emigrante gallego y de una señora de Guadalajara. Se había establecido en Sayula al casarse y se dedicaba al comercio. La madre, Margarita Arias, era hija de un asturiano y de una vecina de Sayula. Juan Antonio fue el mayor, o quizá el segundo, de cinco hermanos —José, Rafael, Vicente y Diego. Era querido por sus padres y por una tía de nombre francés —Gertrude Louisiana, esposa de su tío materno— a la que guardaría especial cariño. Pero su infancia no estuvo libre de peligros. Es probable que fuera en la terrible epidemia de 1779 cuando contrajo la viruela, que le dejó marcas indelebles en el rostro.

 

Como no había en la villa escuela de primeras letras, aprendió “a leer y escribir, y los primeros rudimentos de la gramática” —seguramente también el catecismo del padre Ripalda— con un Luis Ortega que enseñaba a los niños del lugar, reuniéndolos en la parroquia. El tío de Juan Antonio, el sacerdote José Montenegro, debió ayudarlo a perfeccionar sus primeros estudios.

Tiempo después, su padre decidió enviarlo a Guadalajara y consiguió que se le admitiera con una beca de merced en el real colegio seminario de San José, que dirigía el marqués de Pánuco, José Apolinario Vizcarra. Era, por cierto, el único colegio que había en Guadalajara desde la clausura del jesuita de San Juan Bautista. En 1782, con sólo trece años de edad, y quién sabe si a regañadientes, Juan Antonio se despidió de su familia, de su pueblo y de su niñez.

La beca, concedida por el obispo de Guadalajara, fray Antonio Alcalde, le exentaba el pago de la colegiatura y le proporcionaba comida y chocolate todos los días, así como un mínimo de ropa para mantenerse con decoro. La vida del internado constituía un aprendizaje en la vida colectiva, sometida a los rigores de una vigilancia permanente. El incómodo hábito talar, que vestían los alumnos desde su ingreso, era un signo representativo de la disciplina eclesiástica. El juramento de obediencia y respeto al rector, a los profesores y al alumno más antiguo o distinguido del colegio era un recordatorio del orden jerárquico del mundo.3

Al cuarto año de vivir en el seminario, Juan Antonio recibió la dolorosa noticia de la muerte de su madre. Alejado de Sayula, se resignó a compartir su duelo a través de la correspondencia con su familia. Durante años guardó una carta que le había enviado su hermano José:

Mi muy estimado hermanito de mi mayor aprecio:

Bien considero cómo te hallarás, pero considéranos cómo estaremos acá sin nuestra madre. Señor y tus hermanitos están buenitos y tu tía Gertruditas. Pídele a Dios que nos dé el consuelo y conformidad en su voluntá divina, pues en tan grande pena, sólo su divina majestad nos consuela. Pues, adiós hermanito y no más, sino que Dios guarde tu vida muchos años.4


La Real Universidad de México y la plaza del Volador. Detalle de una obra de Patricio Morlete, tomada del libro Plazas mayores de México. Arte y luz, México, Grupo Financiero BBVA Bancomer, Clío, Espejo de Obsidiana, 2002.

Afortunadamente, no todo fueron penas para el colegial de San José: en ese tiempo, hizo buenos amigos como Pedro Avendaño, Juan José Morett y José Antonio Bobadilla, y constató su inclinación por el estudio.

En los primeros años de escuela aprendió a conciencia la gramática latina, sirviéndose de diversas obras, como las Fábulas de Fedro, las Vidas de varones ilustres de Cornelio Nepote, las Epístolas de Cicerón o la Guerra de las Galias de Julio César. En los siguientes, tuvo que elegir las disciplinas correspondientes a su facultad.5

A los dieciocho años, Montenegro pudo haberse conformado con estudiar cánones y optar por una modesta carrera eclesiástica; pero prefirió tomar el difícil camino de la “retórica, filosofía y teología escolástica”. En 1788, uno de sus compañeros, con cierta sorna, lo felicitó por sus notables adelantamientos; pero lamentó “que eso sea en teología, pues yo quisiera que fuera en cánones, que ésta es buena facultad para todo, como es robar, enamorar y ser estimado de todas, que es alguna cosa”.6

Encaminado en la teología, Montenegro leyó con paciencia y cuidado muchos textos patrísticos y de teólogos modernos, casi todos en latín. Las obras de Aristóteles, Melchor Cano y Santo Tomás se convirtieron en lecturas recurrentes y casi familiares. A este último lo estudió con particular atención, apoyándose, como era costumbre, en los manuales del dominico francés Juan Bautista Gonet y del cardenal Vicente Luis Gotti, autores que, entre muchos otros puntos, discurrían sobre los límites que la religión podía imponer al poder de los reyes.7

Al término de sus cursos, con veintidós años de edad y casi nueve de residencia en el colegio de San José, podía iniciar ya una carrera eclesiástica, como deseaba su padre. Estaba decidido a no vivir más en Guadalajara. Pero, a unos meses de ordenarse, dudaba si lo mejor sería volver definitivamente a Sayula o continuar su carrera en la ciudad de México, como lo sugiere una carta que escribió en esos días.

Guadalajara y mayo 27 de 90

Estimado padre de mi mayor aprecio:

Me alegraré [de que] ésta halle a vm.8 con perfecta salud en compañía de [su] señora9 y de mis hermanitos, a quienes expresará vm. mi afecto. Señor, ya pienso habrá vm. tenido noticia por la esquela, que días pasados escribí con Madrueño, [de] que he concluido el curso de mis estudios desde el día dieciocho del próximo pasado abril; por lo que hallándome ya en la presente absolutamente ocioso, sin tener cosa alguna que hacer, sin destino aquí, ni cosa que esperar, he determinado así por esto como por hallarme algo incómodo y triste por la ausencia de algunos condiscípulos, el que con la mayor brevedad que sea posible, mande vm. por mí; con advertencia, que esto nada impide a la consecución de órdenes, porque los edictos, si se fijan, ha de ser hasta se[p]tiembre, y así, viniendo a fines de agosto, todo se hará, y vm. bien considerará el que yo no me había de esperar tanto tiempo sin salir de Guadalajara para ello, cuando no solamente no es necesario, pero ni aun útil.

Esto me parece más conveniente, así a vm. como a mí; a vm. por no estar gastando el dinero de balde, a mí por no estar perdiendo el tiempo a disgusto, mayormente cuando mi intención no es irme a dar a la pereza, sino ir a repasar filosofía y a estudiar Moral para los órdenes. Sobre esto de cerrar el colegio vm. me dirá lo más conveniente; a mí me parece que será mejor cerrarlo, porque si se han de pagar ocho o diez pesos a un colegial porque se quede [a] acolitar estos cinco meses, mejor será pagarlos cuando venga a ordenarme por veinte días, que me estaré aquí y se granjeará el que no venga con la molestia de venir acolitar, y la mala obra que se le hará a un pobrecito que pudiera estar con ella estos meses; porque yo de contado, según tenemos pensado, no he de volver acá, porque aunque no me fuera a México, en Sayula me quedaría y desde allí conseguiría órdenes.

Espero la respuesta ahora el miércoles venidero, en la que me manda vm. decir cuándo sin duda han de estar aquí por mí, y esto por vida de vm. que sea sin falta, porque además de que este no es asunto que permite dilación, yo me hallo sumamente acongojado (y como dicen) quasi desatinado, y nunca ha sido mi intento, ni será, espero en Dios, darle a vm. pesadumbre.

Esto no piense vm. que es niñería, porque todos me dicen, y yo bien conozco, pues es la razón clara y manifiesta que si yo no tengo aquí qué hacer, a qué fin me estoy aquí incomodando y pasando trabajos; bastan ya los que he pasado en nueve años que hace que estoy en este colegio, sin haberle dado a vm. disgusto alguno.

Para esto no es necesario el que vm. se incomode, sino que me escriba el miércoles su parecer para prevenir mis cosas, y el sábado si se puede mande el avío que vendrá proporcionado para llevar mi colchón, mi baúl y mis libros, y juntamente con él me hace vm. favor de mandarme un sombrero razonable para salirme, porque el mío está indecente y este que tenga la copa proporcionada a la cabeza de vm. para que me venga a mí, también tres pesos para comprar una obra de Goudin, que como ya dije arriba tengo ánimo de ir a repasar mi Filosofía a Sayula.

Y con esto finalizo, porque exponerle a vm. los demás motivos que tengo para emprender este viaje, fuera molestar a vm. mucho y así espero manifestárselos a nuestra vista, junto con los pensamientos que tengo acerca de mi ida a México.

Dios guarde la vida de vm. muchos años, su afectísimo hijo, que dese[a] verle y S[u] M[ano] B[esa]

Juan Antonio Montenegro

PD. Si me manda vm. el sombrero, mándeme una sombrer[er]a para llevarlo y no maltratarlo en el camino. Cuando digo arriba que manden por mí el sábado, entiendo de mañana en quince días, que es el día doce del próximo junio. La respuesta de ésta, sí [la] espero ahora el miércoles de la semana que entra.

En diciembre de 1790, Montenegro contaba ya con la certificación de su rector, con la del convento de la Merced, donde había realizado sus ejercicios espirituales, y con una certificación del cura de Sayula sobre su “arreglada conducta”: requisitos indispensables para recibir las órdenes menores y la primera tonsura. Poco después, logró que el obispo Alcalde lo ordenara como subdiácono a título de patrimonio, es decir, sin beneficio alguno, pues en el corto plazo dependería de los recursos de su padre para subsistir.

En estos años, don Diego Montenegro gozaba de solvencia económica, y estaba decidido a que su hijo continuara su carrera académica, pues era ésta el único camino para obtener un cargo dentro de la enorme estructura eclesiástica. Estudiar en la ciudad de México era el paso siguiente, y para darlo, el joven sayulense contaba con otro apoyo importantísimo, debido también a los negocios de su padre: el padrinazgo de don Tomás Domingo de Acha, regidor, alcalde ordinario y cónsul del comercio de México.10

Con buenos augurios, Montenegro solicitó a su obispo el permiso para trasladarse a la ciudad de México y matricularse en el colegio de San Ildefonso. En abril de 1791 ya estaba en camino con la licencia en la bolsa. Lo acompañaba su amigo y compañero del seminario, Pedro Avendaño, quien pretendía estudiar derecho civil y convertirse en abogado.

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