Trilogía de Candleford

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From the series: Sensibles a las Letras #59
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Trilogía de Candleford
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FLORA THOMPSON



TRADUCCIÓN DE PABLO GONZÁLEZ-NUEVO



SENSIBLES A LAS LETRAS, 59

Título original: Lark Rise to Candleford, 1945

Primera edición en Hoja de Lata: febrero del 2020

© de la traducción: Pablo González-Nuevo, 2019

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2020

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]

info@hojadelata.net / www.hojadelata.net

Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

ISBN: 978-84-16537-60-0

Depósito legal: AS 00411-2020

ISBN del e-book: 978-84-16537-76-1

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ace Traductores.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

COLINA DE LAS ALONDRAS

I. Las casas de la gente pobre

II. La infancia en la aldea

III. Hombres en el campo

IV. En el Carros y Caballos

V. Supervivientes

VI. La generación hostigada

VII. Los errantes

VIII. La caja

IX. Hora de jugar en la campiña

X. Hijas de la aldea

XI. La escuela

XII. El inspector de Su Majestad

XIII. La fiesta de Mayo

XIV. El domingo a la iglesia

XV. El Festival de la Siega

CAMINO DE CANDLEFORD

XVI. Tal como eran

XVII. Un hogar en la aldea

XVIII. «Érase una vez»

XIX. Algo que contar

XX. La señora Herring

XXI. Camino de Candleford

XXII. Buenos amigos y parientes

XXIII. O nadas o te ahogas

XXIV. Laura observa

XXV. Vacaciones de verano

XXVI. Los bichos raros del tío Tom

XXVII. Candleford Green

XXVIII. Cosas de la edad

XXIX. Laura se despide

CANDLEFORD GREEN

XXX. De un pequeño mundo a otro

XXXI. Al servicio de Su Majestad

XXXII. La pradera de Candleford

XXXIII. Lecturas a penique

XXXIV. Vecinos

XXXV. En la oficina de correos

XXXVI. ¡Así es la vida!

XXXVII. Ta-ra-ra boom-de-ay!

XXXVIII. Repartiendo el correo

XXXIX. El cambio llega al pueblo

COLINA DE LAS ALONDRAS

I


Las casas de la gente pobre

La aldea estaba situada en lo alto de una suave loma en mitad de los plantíos de trigo del extremo noreste de Oxfordshire. La llamaremos Colina de las Alondras por la cantidad de alondras que usaban los campos de sus alrededores como plataforma de despegue y que tenían costumbre de anidar en los eriales entre las hileras de maíz.

A su alrededor, el terruño duro y arcilloso de los campos de cultivo se extendía en todas direcciones; árido, pardo y azotado por el viento durante ocho meses al año. Con la primavera llegaba la verde explosión del maíz, las violetas crecían bajo los setos y los sauces blancos florecían junto al arroyo, en el extremo de «Los cien acres». Pero solo durante unas semanas, a finales de verano, el paisaje era realmente bello. Entonces, el maíz maduro y cimbreante de los campos parecía crecer hasta alcanzar las puertas de las casas y la aldea se convertía en una isla en mitad de un mar de oro oscuro.

Un niño pensaría que las cosas siempre habían sido así, pero el arado, la siembra y la siega eran innovaciones recientes. Los más ancianos todavía recordaban los tiempos en que la loma, cubierta de arbustos de enebro, se alzaba en mitad de un páramo de tojo, tierras comunales que solo fueron surcadas por el arado tras la ejecución de las leyes de Cercamiento1. Algunos de los residentes más antiguos todavía vivían en casas construidas en tierras cedidas a sus padres en virtud de los «derechos de ocupación» y es probable que todas las parcelas pequeñas donde ahora había casas hubieran sido cedidas originalmente de ese modo. En la década de 1880 la aldea no tenía más de unas treinta casitas y una taberna que ni siquiera habían sido construidas formando hileras, sino que estaban desperdigadas aquí y allá esbozando algo parecido a un círculo. Un camino de carretas repleto de baches rodeaba el conjunto y las distintas casas o grupos de casas estaban conectados por una intrincada red de senderos. Cuando alguien iba de un extremo a otro de la aldea se decía que «se daba una vuelta por la Colina», y el plural de «casa» no era «casas», sino «lares». Había una sola tienda, muy pequeña, donde era posible encontrar todo tipo de productos y que ocupaba la parte trasera de la cocina de la taberna. La iglesia y la escuela estaban en el pueblo más cercano, a unos dos kilómetros y medio de distancia.

El corro de viviendas estaba achatado en un punto por una carretera. El corte había sido efectuado cuando el páramo se dividió en parcelas para facilitar el trabajo en los campos y conectar la carretera principal de Oxford con el pueblo más cercano a la aldea y otros pueblos más distantes. Partiendo de la aldea, conducía en una dirección hacia la iglesia y la escuela y en la otra hacia la carretera general —o carretera principal, como todavía la llamaban— y, por tanto, hacia el mercado de la villa, donde se hacía la compra de los sábados. Por lo general no había mucho tráfico cerca de la aldea. Algún carromato procedente de las granjas cercanas cargado de sacos o pacas cuadradas de heno; un granjero a caballo o a bordo de su carro; la vieja y pequeña carreta pintada de blanco del panadero; el ocasional grupo de cazadores envueltos en mantas y escoltados por sus mozos haciendo ejercicio a primera hora de la mañana, y un carruaje con gente adinerada de visita a media tarde, era todo lo que solía verse. Ni vehículos ni coches de línea, solo quizá uno de esos viejos biciclos altos muy de cuando en cuando. La gente todavía se asomaba apresuradamente a las puertas de sus casas para verlos pasar.

Unas pocas casas tenían tejados de paja, muros exteriores encalados y ventanas con cristales en forma de rombo; pero la mayoría eran edificios de ladrillo o piedra, de planta cuadrada y con tejados azulados de pizarra. Las casas más antiguas eran reliquias de los tiempos anteriores al cercamiento y en ellas aún vivían los descendientes de sus ocupantes originales, que ya eran ancianos por aquel entonces. Una pareja muy mayor poseía un burro y un carromato que utilizaba para llevar verduras, huevos y miel al mercado de la villa, y que a veces alquilaba por seis peniques al día a sus vecinos. Una de las casas estaba ocupada por un capataz de granja retirado, del que se decía que había «arreglado su nido la mar de bien» durante sus años de servicio. Otro hombre entrado en años tenía en propiedad un acre de tierra que él mismo trabajaba sin ayuda de nadie. Estos tres, más el tabernero y otro hombre, un albañil que caminaba cada día cinco kilómetros para ir a trabajar al pueblo y otros tantos para volver a su casa, eran los únicos que no estaban empleados como agricultores.

 

Algunas casas tenían dos dormitorios; otras, solo uno, en cuyo caso debía dividirse con un biombo o una cortina para acomodar a padres e hijos en la misma estancia. A menudo, los hijos mayores de la familia dormían en la planta baja o se acostaban en el segundo dormitorio de una pareja mayor cuyos hijos ya habían abandonado el hogar. Excepto en vacaciones, no había muchachas mayores que mantener, pues todas solían trabajar como internas fuera de casa. En cualquier caso, muchos de ellos vivían en la mayor estrechez, pues gran cantidad de familias tenían ocho, diez o incluso más hijos; y, aunque pocas eran las ocasiones en que coincidían todos en casa al mismo tiempo —por lo general, el mayor ya se había casado antes del nacimiento del más joven—, los jergones y los lechos improvisados solían estar tan apretujados que los inquilinos se veían obligados a trepar sobre una cama para llegar hasta la otra.

Sin embargo, Colina de las Alondras no era un arrabal asentado en la campiña. Sus habitantes disfrutaban de la vida al aire libre, las casas se mantenían limpias a base de mucho frotar con agua y jabón, y mantenían abiertas puertas y ventanas siempre que el clima lo permitía. Cuando el viento del este soplaba en la llanura o cuando aullaba procedente del norte, las casas debían cerrarse, pero incluso entonces, como solía decir la gente de la aldea, tenían aire fresco más que suficiente a través del agujero de la cerradura.

A lo largo de la última década habían sufrido dos epidemias de sarampión, y dos hombres, accidentados en el campo durante la cosecha, habían sido ingresados en el hospital. Pero, durante años, el doctor solamente se dejaba ver por allí cuando alguno de los mayores estaba a punto de morir de viejo o cuando algún primer parto se complicaba, desbordando las habilidades de la anciana que, como solía decirse, era testigo del principio y el fin de todo el mundo. En la aldea no había tullidos ni retrasados mentales y, con excepción de los pocos meses que duró la agonía de una mujer enferma de cáncer, tampoco inválidos. Aunque la comida era dura y nadie se preocupaba demasiado por sus dientes, la indigestión era un mal desconocido, mientras que los trastornos nerviosos, allí como en otras partes, aún no habían sido inventados. La misma palabra «nervio» era utilizada en un sentido muy distinto del moderno. «¡Por Dios, que nervio no le falta!», decían cada vez que alguien exigía injustificadamente más de lo que se consideraba razonable.

La mayoría de las casas solo tenían una estancia en la planta baja; en muchos casos pobre y austera, con poco más que una mesa y unas sillas o taburetes como únicos muebles, y un viejo saco de patatas extendido en el suelo haciendo las veces de alfombra junto al hogar. Otras habitaciones eran luminosas y acogedoras, con aparadores para la vajilla, sillas confortables, cuadros en las paredes y coloridas alfombras hechas a mano. En estas estancias también había macetas con geranios, fucsias y anticuados ambientadores caseros de almizcle de olor dulzón en el alféizar de la ventana. En las casas más antiguas aún conservaban los relojes de los abuelos, mesas plegables y figuritas de estaño; reliquias de una época en que la vida era más fácil para la gente del campo.

Los interiores variaban dependiendo del número de bocas que alimentar y de la capacidad de ahorro y habilidades de cada ama de casa —o la carencia de dichas cualidades—; pero todas las familias disponían de los mismos ingresos, pues en esa época el salario estándar de los jornaleros del distrito era de diez chelines semanales.

Al contemplar la aldea desde la distancia se podía ver una casa un poco apartada de las demás, de espaldas a las de sus vecinos, como si estuviera a punto de echar a correr campo a través en dirección a los prados. Era una pequeña casa de piedra techada de paja, la puerta delantera pintada de verde y un ciruelo que crecía junto a la tapia por encima de los aleros del tejado. Esta vivienda era conocida como «la última casa» y era el hogar del albañil y su familia. A principios de la década el matrimonio tenía dos hijos: Laura, de tres años, y Edmund, un año y medio más joven. En ciertos aspectos, estos niños eran más afortunados que sus vecinos, o al menos lo fueron durante su más tierna infancia. Su padre ganaba algo más de dinero que los jornaleros. Su madre había sido nodriza y estaban muy bien educados y atendidos. Les enseñaban buenos modales y salían a pasear; les compraban leche y se bañaban regularmente los sábados por la noche; y, después de rezar el «Jesusito de mi vida», los arropaban y les daban un caramelo de menta o de clavo. También iban mejor vestidos que los demás niños, pues su madre tenía buen gusto y era hábil con la aguja, y parientes más acomodados les enviaban paquetes de ropa cuando sus hijos ya no la necesitaban. Los chiquillos de la aldea solían provocar a la niña a cuenta de sus bragas con puntilla, hasta tal punto que en una ocasión la pequeña se las quitó y las escondió en un pajar.

En aquella época su madre solía decir que temía el día en que tuvieran que ir a la escuela. Los niños eran tan salvajes y rudos que eran capaces de dejar su ropa hecha harapos mientras recorrían los escasos tres kilómetros que separaban la aldea del aula donde estudiaban. Sin embargo, cuando les llegó el momento de asistir ella se alegró; pues, tras una pausa de cinco años, empezaron a llegar más bebés y a finales de la década de los ochenta había seis niños en la última casa.

Al crecer, los dos hijos mayores adquirieron la costumbre de hacer preguntas a todo aquel que estuviera o no dispuesto a responderlas. ¿Quién plantaba los botones de oro? ¿Por qué Dios permitía que el trigo se echara a perder? ¿Quién vivía en esta casa antes que nosotros y cómo se llamaban sus hijos? ¿Cómo es el mar? ¿Es más grande que el estanque de Cottisloe? ¿Por qué no se puede llegar al cielo en un carro tirado por burros? ¿Está más lejos que Banbury? Y así sucesivamente trataban de orientarse en el pequeño rincón del mundo donde les había tocado nacer.

Esa costumbre de hacer preguntas irritaba especialmente a su madre y los hizo impopulares entre los vecinos. «A los niños hay que verlos sin tener que escucharlos», les decían en casa. Y de puertas para afuera solían oír con frecuencia: «No hagas preguntas y no te contarán mentiras». En una ocasión una anciana le dio a la niña una hoja de una de las macetas del alféizar de su ventana. «¿Cómo se llama?», fue la inevitable pregunta. «Se llama métete en tus asuntos —fue la respuesta—. Y creo que debería darle un esqueje a tu madre para que lo plante en una maceta para ti». Sin embargo, los reproches no conseguirían quitarles esa mala costumbre, aunque pronto aprendieron a quién podían preguntar y a quién no.

De esa manera lograron aprender lo poco que había que saber sobre la aldea y sus alrededores. No necesitaban preguntar los nombres de las aves, las flores y los árboles que veían cada día, pues los habían aprendido inconscientemente; y ninguno de los dos era ya capaz de recordar la época en que no sabían diferenciar un roble de un fresno o un reyezuelo de un herrerillo común. De cuanto sucedía a su alrededor no había muchas cosas que se les escaparan, pues los chismosos hablaban sin tapujos delante de los niños, considerando evidentemente que del mismo modo que no debían hablar tampoco podían oírlos, y, puesto que todas las casas estaban abiertas para ellos y su propio hogar lo estaba a la mayoría de los vecinos, había pocas cosas que pasaran inadvertidas a sus oídos siempre atentos.

La primera cantidad que había que descontar de los diez chelines que ganaban los jornaleros era el alquiler de sus casas. La mayoría de las viviendas pertenecían a pequeños comerciantes de la villa y las rentas semanales oscilaban entre el chelín y la media corona. Algunos jornaleros de otros pueblos trabajaban en granjas o fincas, donde vivían en casas libres de alquiler. Pero la gente de la aldea no los envidiaba, pues «Es obvio —decían— que tendríamos que obedecer en todoo a los patrones o de lo contrario hacer el petate y salir por pies». A su modo de ver, un chelín, o incluso dos, a la semana no era un precio demasiado alto a cambio de conservar su libertad para vivir y votar como quisieran e ir a la iglesia o a la capilla o a ninguna de las dos según les viniera en gana.

Cada casa disponía de un buen huerto bien provisto de verduras y todos tenían su parcela, pero solo tres de las treinta disfrutaban de abastecimiento de agua. Los vecinos menos afortunados sacaban «su agua» de un pozo situado en una parcela vacía en los alrededores de la aldea, cuya casa había desaparecido. No había pozo público ni tampoco fuente, de modo que se veían obligados a conseguir el agua donde y cuando podían. Los propietarios no se hacían responsables del abastecimiento de agua.

Junto a la pared de cada casa cuidadosamente mantenida había una cubeta embreada o pintada de verde para recoger y almacenar el agua de lluvia que caía del tejado. Esto evitaba muchos viajes al pozo cargando con cubos, pues podían utilizar dicha reserva para la limpieza doméstica, para lavar la ropa y para regar los preciosos dones de su huerto. También se aprovechaba para el aseo diario, y las mujeres atesoraban las últimas gotas para ellas y sus hijos. Al parecer el agua de lluvia era buena para el cutis y, aunque no les sobraba dinero para gastarlo en embellecerse, tampoco eran tan pobres como para dejar escapar los escasos medios que tenían a su alcance para tal fin.

Cuando la reserva de las cubetas se terminaba, las mujeres iban al pozo a por agua para beber y para limpiar, ya lloviera, nevara o hiciera sol. Subían los cubos llenos con ayuda de un molinete y los llevaban a casa a hombros, colgados de un yugo. Así eran los agotadores viajes al pozo, que siempre propiciaban el «darse una vuelta por la Colina»; numerosas eran las pausas para descansar e interminables los chismorreos que intercambiaban, cada vez que se detenían para recuperar el aliento con sus grandes delantales blancos y sus chales cruzados sobre los hombros.

Algunas de las mujeres más jóvenes, que llevaban poco tiempo casadas y habían trabajado bien como sirvientas, aún no habían renunciado a la posibilidad de sentirse mejores que las demás y les decían a sus maridos que llenaran de agua cada noche la gran olla de barro de color rojo. Sin embargo, esto era considerado por el resto como «un pecado y una vergüenza», pues, tras un día de duro trabajo, lo que un hombre necesitaba era descansar y no ponerse a hacer «tareas propias de una mujer». Con el paso del tiempo se convirtió en costumbre que los hombres recogieran agua por las noches y no tardó en ser aceptado por todos. Desde entonces, la mujer que seguía «deslomándose» yendo a por agua demasiado a menudo era considerada una traidora a su propio sexo.

En los veranos más secos, cuando el agua de los pozos de la aldea escaseaba, los vecinos se veían obligados a recogerla en el surtidor de una granja situada a un kilómetro de distancia. Los que tenían pozo en su parcela no compartían ni una gota, pues temían que, de hacerlo, también su reserva se agotaría; de modo que cerraban a cal y canto las contraventanas para evitar a sus vecinos.

La única clase de retrete conocida en la aldea solía instalarse en un minúsculo cubículo con forma de colmena situado en un extremo del huerto o en una esquina del cobertizo de la leña y las herramientas, y era comúnmente conocido como «el cuchitril». Ni siquiera era un pozo ciego, tan solo un hoyo excavado en la tierra con un asiento encima, cuyo vaciado a mitad de año obligaba a sellar las puertas y ventanas de toda la vecindad. ¡Lástima que no se pudieran sellar también las chimeneas!

Los «retretes» eran un excelente ejemplo del carácter de sus propietarios. Algunos no eran más que horrendos agujeros, aunque también los había bastante decentes. Otros, que no eran pocos, se mantenían bien limpios, con el asiento restregado hasta quedar blanco como la nieve y el suelo de ladrillos muy gastado. Una anciana llegó incluso a clavar en la pared un pequeño texto como toque de distinción: «Oh, Dios que todo lo ves», algo cuando menos embarazoso para una chiquilla victoriana a la que le habían enseñado que nadie debía verla, ni tan siquiera acercarse, a la puerta del excusado.

 

En otras letrinas las máximas sanitarias e higiénicas solían garabatearse con lapicero o a tiza amarilla directamente sobre las paredes encaladas. Por lo general eran muestras de sensatez expresadas con cierto afán poético, aunque pocas veces estaban lo bastante bien redactadas como para ser impresas. Valga esta breve y enjundiosa sentencia a modo de ejemplo: «Come bien, trabaja bien, duerme bien y … bien al menos una vez al día».

En la pared de su «casita», la familia de Laura pegaba recortes de periódicos que cambiaban cada vez que se encalaban las paredes, por las que cronológicamente pasaron noticias como «El bombardeo de Alejandría», donde se podía ver una gran nube de humo, fragmentos de metralla voladores y deslumbrantes explosiones; «Terrible desastre en Glasgow: escenas de la tragedia tras el hundimiento del Daphne»; o «El desastre del puente ferroviario del Tay», con la cola del tren oscilando sobre un mar furioso desde lo alto del puente derrumbado. Estos acontecimientos tuvieron lugar antes del auge de la fotografía periodística, de modo que los artistas podían dar rienda suelta a su imaginación. Más tarde, el lugar de honor de la «casita» fue ocupado por «Nuestros líderes políticos», dos hileras de retratos en una sola lámina: el señor Gladstone, con su perfil aguileño y su penetrante mirada, en el centro de la hilera superior; y el afable lord Salisbury, de soñolientos ojos, en la otra. Laura adoraba ese recorte porque en él también estaba lord Randolph Churchill, que le parecía el hombre más apuesto del mundo.

En la parte trasera o en un lateral de la mayoría de las casas había un pequeño cobertizo donde se ubicaba la pocilga; y los desechos de la familia se apilaban cerca de allí en lo que denominaban «la montonera», que además estaba estratégicamente situada para que las filtraciones de la pocilga se drenaran en esa dirección, donde también arrojaban el estiércol cada vez que tocaba limpiarla. De modo que el conjunto de todos los residuos daba lugar a un apestoso y desagradable engendro que crecía a escasos metros de las ventanas. El viento sopla «de aquí o de allá —decía a veces la madre—, ya huele la montonera». Y entonces alguien le recordaba el dicho: «Todo lo que sale del cerdo es sano» o le decía que aquel era un olor muy saludable.

Y en cierto modo realmente lo era, pues tener a un buen cerdo engordando en la pocilga suponía la promesa de un buen invierno. Durante toda su vida, el cerdo era un importante miembro de la familia e incluso en las cartas que los padres escribían a los hijos que estaban lejos de casa se informaba regularmente sobre su salud, junto con las últimas noticias acerca de sus hermanos. Los hombres que aparecían de visita los domingos por la tarde no acudían a ver a la familia, sino al cerdo; y se pasaban más de una hora a la puerta de la pocilga con su propietario rascándole el lomo al animal y alabando sus bondades o torciendo el gesto cada vez que descubrían algún defecto. Entre diez y quince chelines era el precio habitual por un lechón recién destetado y todos disfrutaban tratando de conseguir una ganga. Algunos hombres apostaban por el «canijo», como llamaban al más pequeño de la camada, diciendo que era pequeño y bueno, por lo que pronto alcanzaría a los demás. Otros, sin embargo, preferían pagar unos chelines más por un cochinillo de mayor tamaño.

El cerdo de la familia era el orgullo de todos y todos se ocupaban de él. La madre pasaba horas hirviendo restos y mondas de patata en el caldo sobrante del último guiso para darle de comer al cerdo por la tarde y ahorrar así un poco de cebada, que tan cara resultaba. Al volver de la escuela los niños recogían cerraja, diente de león y pasto bien crecido o merodeaban entre los arbustos en las tardes húmedas recogiendo caracoles en un balde para la cena del animal, que se los comía encantado haciendo crujir sus conchas entre las fauces. Además de preparar la porqueriza, cambiar el heno, ocuparse de su salud y todo lo demás, a veces el padre de familia incluso olvidaba tomar su media pinta de por las noches cuando, hacia el final, el animal había crecido tanto que «incluso asustaba».

De cuando en cuando, si los ingresos semanales no alcanzaban para aumentar la ración de comida, se llegaba a un acuerdo con el molinero o el panadero para comprar cereal a crédito a cambio de una porción de carne después de la matanza. Bastante a menudo la mitad del cerdo quedaba hipotecada de esa forma y no era raro oír a alguna mujer decir: «¡El Señor esté con nosotros el viernes, porque mataremos medio cerdo!», dejando que los no iniciados creyeran que la otra mitad seguiría correteando por la pocilga.

Algunas familias mataban dos medios cerdos al año, otras uno solo o dos enteros, lo que aseguraba su reserva de tocino para todo el invierno o incluso durante más tiempo. La carne fresca era un lujo que solo se disfrutaba los domingos en algunas casas, cuando compraban piezas por valor de seis peniques para hacer pudin de carne. Si el sábado por la noche aparecía en la mesa una pequeña ración fruto de alguna ganga de última hora, los que no tenían parrilla para asar colgaban la carne sobre el fuego atada con un cordel mientras alguno de los chiquillos se ocupaba de vigilarla como lo habría hecho el ayudante de un asador. También podían preparar un «estofado» poniendo la carne sobre un poco de mantequilla o algo de grasa en una cacerola de hierro y removiéndola bien sobre el fuego. Pero entre todas las opciones, como solían decir, no había nada mejor que un buen «pastel de salchichas». Para prepararlo envolvían la carne en sebo y la cocían bien, de tal modo que conservara sus deliciosos jugos, para convertir la ganga del día en un excelente pastel. Cuando alguien de cierta categoría pretendía darles consejos, las mujeres solían decir: «Tú dinos cómo conseguir las viandas y nosotras nos encargaremos de prepararlas». Y vaya si sabían cómo hacerlo.

Cuando el cerdo estaba gordo —y cuanto más gordo mejor— había que decidir la fecha de su ejecución. Debía llevarse a cabo durante los dos primeros cuartos del ciclo lunar, pues si el cerdo era sacrificado con luna decreciente era posible que el tocino menguara al ser cocinado, y a todo el mundo le gustaba bien jugoso. El paso siguiente era poder contar con el carnicero ambulante —o matarife— que, puesto que trabajaba de día como techador, siempre hacía la matanza al anochecer, por lo que la escena se iluminaba con candiles y una fogata hecha con paja que en las últimas fases del procedimiento se utilizaba para chamuscar las cerdas que cubrían la piel de la víctima.

La matanza era un asunto ruidoso y sangriento, durante el cual se colocaba al animal en lo alto de un robusto banco para que se desangrara con el fin de preservar la calidad de la carne. A menudo el trabajo se complicaba, pues el cerdo se escapaba y había que perseguirlo. Pero la gente de aquella época no empatizaba demasiado con el sufrimiento del animal, y hombres, mujeres y niños se reunían ansiosos por presenciar la escena.

Después de chamuscar el cadáver, el matarife arrancaba todas las partes cartilaginosas que se podían despegar de las pezuñas, a las que la gente de la región se refería como «los zapatos», y las repartía entre los chiquillos, que se peleaban por ellas y después las chuperreteaban y mordisqueaban tal como estaban, recién salidas de la pocilga y chamuscadas por el fuego.

La escena en conjunto, con el barro y la sangre, las luces resplandecientes de los candiles y las oscuras sombras que acechaban en los rincones, no resultaba menos salvaje que cualquier atávico ritual de la jungla africana. Los niños de la última casa se levantaban sigilosamente de la cama para asomarse a la ventana. «¡Mira! ¡Mira! Es el infierno y esos son los demonios», susurraba Edmund, señalando a los hombres mientras levantaban montones de paja ardiente con sus horcas. Pero Laura enseguida se mareaba y volvía a meterse en la cama sollozando. El cerdo le daba pena.

Sin embargo, había otro aspecto de la matanza del cerdo que se ocultaba a los niños, pues meses de privaciones y duro trabajo por fin concluían con éxito esa noche. Eran momentos de regocijo, y con regocijo lo celebraban, brindando con abundante cerveza, mientras el primer plato de delicioso cerdo chisporroteaba soltando su grasa en la sartén.

Al día siguiente, cuando el cadáver del animal había sido troceado, se repartían las piezas del cerdo entre los vecinos que previamente habían compartido partes proporcionales de su matanza. Otros recibían pequeñas raciones de fritada y entrañas a modo de simple cumplido, y ninguna persona enferma o que estuviera pasando una mala racha era olvidada en estas ocasiones.

Entonces la mujer de la casa se ponía «manos a la obra», como solían decir. Los jamones y el tocino se salaban y más adelante se colgaban a secar en la pared junto a la chimenea, una vez retirada la salmuera. La grasa se secaba para hacer pastel de carne y los menudillos se lavaban a conciencia con agua corriente y se les daba la vuelta durante tres días seguidos, siguiendo la costumbre de un antiguo ritual. Era una época de mucha actividad, pero también de alegría, pues las despensas estaban llenas y siempre había algo que compartir, además del orgullo y el regocijo de poseer semejantes riquezas.

El domingo siguiente se celebraba oficialmente el «festival del puerco», cuando padres y madres, hermanas y hermanos, e incluso los hijos casados y los nietos que vivían a poca distancia acudían a cenar.

Si la casa no disponía de horno, los anfitriones pedían permiso a alguna de las parejas de ancianos que vivían en las casas con tejado de paja para utilizar el gran horno de pan que tenían en el lavadero. Era como un gran armario con puerta de hierro revestido de ladrillo y profundamente encastrado en la pared. Se encendían las astillas en su interior y se cerraba la puerta hasta que el horno estaba bien caliente. Después se sacaban las cenizas y se introducían las bandejas con carne de cerdo, patatas, púdines, pasteles de carne y a veces una o dos tartas para que se cocieran sin prestarles más atención.

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