Read the book: «España: un país de cine »
El cine es un arte, pero también un documento histórico, un espejo que nos muestra cómo éramos. Este libro recorre el siglo XX a través de una quincena de películas que llevan en su interior el eco de lo que fuimos y también nuestra conciencia.
Superando el discurso de la decadencia y el pesimismo, Fernando García de Cortázar es la voz que mejor ha sabido conectar la historia de España con sus coetáneos. Su extraordinaria obra, fruto de décadas de trabajo y depuración del estilo literario, incluye libros tan destacados como Breve historia de España y Viaje al corazón de España.
España: un país de cine
© 2020, Fernando García de Cortázar
© 2020, Arzalia Ediciones, S.L.
Calle Zurbano, 85, 3°-1. 28003 Madrid
Diseño de cubierta, interior, ilustraciones y maquetación: Luis Brea
Producción del ebook: booqlab
ISBN: 978-84-17241-79-7
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.
Índice
Imágenes del 98
Ángel fieramente humano
Caminando entre fusiles
Canciones para después de una guerra
Árboles sin raíces
Americanos, os saludamos con alegría
Tierras de penumbra
El turismo es un gran invento
En una tierra baldía
En busca de un tiempo perdido
Los años que vivimos peligrosamente
Pérez Galdós, una pasión española
¿Qué he hecho yo para merecer esto?
Los gritos del silencio
Los lunes al sol
Anatomía de la corrupción
Fotograma de Un perro andaluz, de Luis Buñuel.
l siglo XX es el siglo de las dos guerras mundiales, el siglo de la bomba atómica, de la llegada a la luna y de los totalitarismos. Pero, en materia artística, es, principalmente, el siglo del cine. «Yo nací, respetadme, con el cine», escribió Rafael Alberti, resumiendo su vinculación y la de toda su generación con el séptimo arte, cuya capacidad para crear imágenes sobre la sábana blanca de la pantalla evocaría el origen del universo a otro poeta del 27, Pedro Salinas:
Al principio nada fue.
Solo la tela blanca
y en la tela blanca, nada…
Por todo el aire clamaba,
muda, enorme,
la ansiedad de la mirada.
La diestra de Dios se movió
y puso en marcha la palanca.
El cine ha creado mitos más poderosos que la vida misma; ha generado una nueva forma de cultura; y ha sido, además, un arma de manipulación político-social, como supo ver el doctor Goebbels, el siniestro ministro de Hitler, y probó la actriz, directora y fotógrafa Leni Riefenstahl con El triunfo de la voluntad, un documental perfecto y a la vez la pieza de propaganda más escalofriante de todos los tiempos. El comunismo, por supuesto, no se quedó atrás. A Stalin le encantaba verse en la gran pantalla y fue Lenin quien dijo: «El cine es, de todas las artes, la que más nos interesa». Otro dictador, Mussolini, creó los estudios de Cinecittá. Y Franco, como sabemos, llegó aún más lejos, al atreverse a escribir él mismo el guion de una película, Raza: un melodrama histórico que, dirigido con oficio por José Luis Sáenz de Heredia, primo del fundador de Falange, José Antonio Primo de Rivera, y realizador de la no menos propagandística Franco, ese hombre, muestra el inequívoco punto de vista del bando vencedor en la guerra civil.
El cine es una fuente de ilusiones, el verdadero opio del pueblo, como diría el periodista soviético Ilyá Ehrenburg. Pero también es una alfombra mágica capaz de trasladarnos a mundos que no hemos visto y a tiempos en los que no hemos vivido, una lente capaz de iluminar las emociones, una mirada que, al proyectarse sobre los lugares mismos que habitamos, consigue preservar nuestro país y nuestro presente de tal modo que, al cabo del tiempo, podemos ver una película y decir: así fuimos, así nos vestíamos, así eran las calles por las que caminábamos, así soñábamos, reíamos, amábamos, llorábamos, cantábamos…
El cine es como la magdalena de Proust. Me he conmovido con muchas películas que tratan de niños desvalidos y fantasiosos. Recuerdo, por ejemplo, La noche del cazador, el bello canto a la fortaleza interior de los más inocentes que dirigió Charles Laughton en 1955, con un Robert Mitchum realmente aterrador. Pero cuando veo Marcelino pan y vino o Mi tío Jacinto, del húngaro Ladislao Vajda, la universalidad del relato me llega más directamente al corazón, porque ese país en blanco y negro que aparece en la pantalla es el de mi infancia y adolescencia, y porque ese niño de pantalones cortos remendados y flequillo recto que habla con un Cristo de madera —en el caso de Marcelino— o ayuda a un alcohólico y fracasado torero a conseguir las trescientas pesetas que cuesta alquilar un traje de luces por una noche —el tío Jacinto— representa una parte importante de mi educación sentimental en aquellos años en los que la lectura del Lazarillo de Tormes me permitía establecer paralelismos entre el resabiado servidor del ciego y el simpático sobrino del pobre diestro.
Nací, en efecto, cuando las películas eran como los sueños. En la penumbra de un desván, el tierno y travieso Marcelino imaginaba el rostro de su madre fallecida mientras la música del maestro Sorozábal se colaba en las galerías del alma. En la oscuridad de un cine nosotros vivíamos vidas ajenas, aventuras prodigiosas. Siempre en tinieblas, siempre con los ojos muy abiertos, porque también siempre la luz acababa surgiendo. Y con ella, la Roma de Quo Vadis, el lejano Oeste de Gary Cooper, el París de los tres mosqueteros, la selva de Tarzán… El espíritu de la colmena, la hermosa fábula poética y política de Víctor Erice sobre la inocencia, la fantasía y el aislamiento —un pueblo de la meseta castellana en 1940, un invierno muy crudo, una camioneta renqueante, un destartalado local del ayuntamiento, la luz de un proyector, una niña de grandes ojos curiosos que alimenta su imaginación con las escenas de Frankestein, el clásico de terror—, evoca magistralmente esto que escribo: lo que el cine fue un día, el asombro y el hechizo que Antonio Martínez Sarrión recuerda en uno de sus poemas:
… maravillas del cine de galerías
de luz parpadeante entre silbidos
niños con sus mamás que iban abajo
entre panteras un indio se esfuerza
por alcanzar los frutos más dorados
ivonne de carlo baila en scherezade
no sé si danza musulmana o tango…
Sí, el cine —no solo el americano, también el español— dejó una huella indeleble en los ojos de la generación de posguerra, mi generación: imágenes que perduran en la retina y en la memoria emotiva de muchos españoles. Yo nunca olvidaré, por ejemplo, El último caballo, de Edgar Neville, película ambientada en el mismo Madrid triste y hambriento que retrata Cela en La colmena, donde un soldado se hace cargo de un caballo que el ejército pretende vender para su uso en la plaza de toros. Y siempre recordaré el final de El verdugo, de Luis García Berlanga, cuando el desolado Nino Manfredi dice que nunca volverá a matar a un reo y José Isbert le responde con escepticismo: «Eso dije yo la primera vez».
El tiempo que vivíamos —pese al cerco de la censura, pese a la primacía de las películas folclóricas o el auge de las históricas del estilo Locura de amor, de Juan de Orduña y la productora Cifesa— ya estaba entonces en la gran pantalla; estaba en dramas como El inquilino, de Nieves Conde, sobre el problema de la vivienda; estaba en Muerte de un ciclista, de Javier Bardem, mucho más que la simple historia de un adulterio; estaba incluso en comedias como Historias de la radio, de José Luis Sáenz de Heredia, retrato oficial e ingenuo de una época —años cincuenta— que, sin proponérselo, presentaba una imagen más agria que dulce de una sociedad llena de miserias y privaciones; o en los recuerdos y confesiones de la viuda y los hijos del poeta de la generación de 1936 Leopoldo Panero, que Jaime Chávarri convirtió en la película documental El desencanto, la historia de un derrumbamiento, metáfora de la descomposición, tensa y mortuoria, del franquismo.
Y por supuesto, el cine, nuestro mejor cine, siguió reflejando —ya sin la necesidad de esquivar la censura— los problemas de nuestra sociedad, nuestras esperanzas y fracasos, nuestros silencios y olvidos, incluso nuestras nostalgias, después de la muerte de Franco. Lo hizo cuando estallaron los colores hirientes de las películas de Eloy de la Iglesia, duro retrato de la delincuencia juvenil en los comienzos de nuestra democracia; cuando José Luis Garci nos sumergió en el Madrid turbio y áspero de El Crack, película con la que consiguió hispanizar todas las referencias del cine negro de Hollywood; cuando Fernando Fernán Gómez nos contó El viaje a ninguna parte de unos cómicos ambulantes que, en su triste y hambrienta odisea por los pueblos de España, representaban la agonía del teatro; o cuando Carmen Maura, en Sombras de una batalla —de Mario Camus—, dio vida a una antigua y arrepentida militante de la banda terrorista ETA que ve cómo el pasado, que durante años ha tratado de olvidar, irrumpe con violencia en el presente, intentando destruir su vida en un perdido pueblo de Zamora.
El cine es un arte, pero también es un documento histórico, un testimonio sociológico, una máquina del tiempo…, un espejo: un espejo que mira del pasado al presente, y del presente al pasado, que nos muestra cómo éramos y nos dice cómo somos e incluso cómo recordamos los acontecimientos que han forjado nuestra identidad. Ese es el sentido de este capítulo: recorrer nuestro siglo XX y el primer tercio del XXI a través de la mirada del cine, a través de un puñado de películas que llevan en sus imágenes, en sus diálogos, incluso en su música, el eco de lo que fuimos, la historia más reciente de España, y también su conciencia, nuestra conciencia.
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