Read the book: «El grito del silencio»

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Prólogo

Este libro es un reflejo de una vida intensa y extensa de amor y de lucha, donde el autor, nuestro amigo y compañero Fernando Bermúdez, dirige una mirada retrospectiva a todo lo vivido, en un ambiente de silencio profundo, de desierto, donde se reencuentra consigo mismo y vuelve a curar sus heridas de tantos años de cercanía, acompañamiento y compromiso con los más empobrecidos, con una esperanza renovada que, en algunos momentos de su vida, se ha visto resquebrajada por el sufrimiento ante tantas injusticias que han causado un dolor de muerte. Fernando, junto a su entrañable compañera de amor y lucha, Mari Carmen, ha vivido la muerte de amigos, ha recorrido caminos donde se encontraba cadáveres en las cunetas a manos de opresores y represores. Este libro es una reflexión desde la vida, una vida honda, que expresa vivencias que nos conmueven y nos desgarran, pero que no se queda aquí, sino que nos abre a una tierra y un cielo nuevos.

El grito del silencio nos invita silenciar nuestra vida, a buscar espacios de reflexión, huyendo de los ruidos y del consumismo, para darnos cuenta de cómo vivimos y qué podríamos aportar a la propia vida. Fernando lanza, desde este silencio, un grito, pero un grito de vida en abundancia, para seguir caminando por las sendas de la justicia, la libertad, la paz y la fraternidad. Es un silencio que nos comunica, que nos abre a la esperanza, que nos invita a ser nosotros mismos, lo que Dios quiere de nosotros, que es construir una humanidad nueva. Es un silencio que arranca de la experiencia del autor, que quiere expresar que otro mundo es posible, que la última palabra y la última acción no la van a tener los poderosos de este mundo, sino el ser humano en su dignidad y el Dios liberador, para que la crueldad de este mundo se transforme en humanidad.

Fernando nos dice que esta sociedad de desesperanza y oscurecida no es una realidad nueva, sino que la hemos vivido en muchas épocas de la historia. Por eso nos remonta al Apocalipsis, donde habla de ese monstruo que fue el Imperio romano, donde confluyen la resistencia y la esperanza, y nos invita a esa esperanza y a esa resistencia en la actualidad contra ese otro monstruo que es el neoliberalismo, que quiere enriquecer a los ya enriquecidos y empobrecer cada vez más a los empobrecidos, destruyendo cualquier esperanza y resistencia. Nos invita el autor a una revolución espiritual que transforme y humanice la realidad histórica desde una espiritualidad que rompa el materialismo y la sumisión personal y social, y que conecte con los derechos humanos.

El grito del silencio es el grito para que despertemos nuestra conciencia social y ecológica, para que seamos profetas y poetas sociales, como afirma el papa Francisco, para que nuestro corazón rezume misericordia, esa misericordia que empatiza con el dolor humano, que nos hace vivir y convivir con el que sufre, que nos hace sentirnos ciudadanos del mundo, que lucha contra todo tipo de racismo, xenofobia y rechazo del pobre, que hace de la solidaridad y de la justicia social expresión de la ternura entre los pueblos, como afirma Pedro Casaldáliga.

El grito del silencio es el grito por la utopía, por recuperarla, por hacerla horizonte de vida, una utopía que abarca la vida de la persona y la del planeta. Es el grito por convertir nuestro estilo de vivir desde el amor y la sencillez, haciéndonos rebeldes frente al mal.

Es un libro que merece la pena leer, pero leer poco a poco, reflexionando y haciéndolo vida, amando, luchando, soñando y cuidando la vida.

Termino este prólogo dando las gracias a Fernando por haberme pedido que lo escribiera, porque, para mí, Fernando y Mari Carmen son expresión de rebeldía y de ternura. Son signos de esperanza y de lucha por todo lo que han sembrado a lo largo de su vida en tantos rincones del mundo.


JOAQUÍN SÁNCHEZ,

sacerdote

Introducción

Desde joven sentí una atracción especial por el silencio. Buscaba espacios para estar solo, reflexionar, encontrarme conmigo mismo y con el Misterio que nos trasciende. A medida que han ido pasando los años, he encontrado en el silencio un espacio de luz para visualizar y analizar críticamente los acontecimientos de la vida, desde lo más próximo y cotidiano hasta lo que sucede a nivel mundial. El silencio me ha posibilitado saborear multitud de experiencias y diferenciar las luces y sombras que hay en este mundo. Crea un clima sereno para analizar y discernir los acontecimientos de la vida.

Hoy somos testigos de una de las mayores crisis de la historia. Vivimos, a nivel mundial, una situación compleja y conflictiva. Estamos sumergidos en una crisis global y sistémica, en una crisis de humanidad, crisis de civilización y climática que pone en riesgo la existencia humana sobre el planeta. La globalización neoliberal, la creciente desigualdad socioeconómica, el vertiginoso desarrollo de la tecnología, la explosión demográfica y el deterioro ecológico han llevado al mundo a un desequilibrio.

Existe el riesgo de vivir la vida superficialmente, atrapados y alienados por el materialismo neoliberal, preocupados tan solo por el afán de tener y la búsqueda del máximo confort, despreocupados del crecimiento humano y espiritual y del sufrimiento de multitud de hombres y mujeres.

Vivimos llenos de ruidos que ahogan los sonidos del espíritu, generando una crisis todavía más profunda: la pérdida del sentido de nuestra existencia. La política ha sido contaminada por dirigentes que secuestran la verdad, y con este secuestro la mentira se ha instalado en el poder y en los medios de comunicación. Las redes sociales, en gran medida, han sido también contaminadas. Lo cual desasosiega, crea confusión y hace correr el riesgo de generar una crisis de confianza, arrebatar la paz interior y golpear la esperanza.

La gran tragedia del hombre moderno, retomando el pensamiento del teólogo Paul Tillich, es haber perdido la dimensión de profundidad. Ya no se es capaz de estar solo, en silencio consigo mismo, ni de preguntarse quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Hemos perdido la capacidad de interrogarnos sobre lo que hacemos y debemos hacer de nosotros mismos en este breve lapso de tiempo entre el nacimiento y la muerte.

Estas preguntas no encuentran ya respuesta alguna en muchos hombres y mujeres. Más aún, ni siquiera son planteadas cuando se ha perdido la dimensión de profundidad. Parece que las generaciones actuales no tienen el coraje de plantearse estas cuestiones. Prefieren seguir caminando entre ruidos y tinieblas.

El ser humano siempre se ha interrogado sobre el sentido de su existencia. Pero hoy siento que muchos tratan de echar tierra sobre estos planteamientos. Por eso considero como un apremiante reto volver a preguntar por el sentido de la vida y de la historia y estar abiertos a una respuesta, aun cuando no la veamos de manera precisa.

Durante muchos años he servido como misionero en América Latina y después en España como activista de derechos humanos. Han sido años de lucha incansable por la justicia y la paz, siempre con la esperanza de ver un cambio y una sociedad alternativa donde todos los seres humanos seamos socialmente iguales, aunque diferentes, y totalmente libres, de manera que a nadie le sobre para que a nadie le falte y todos podamos vivir dignamente.

Habiendo superado los 75 años, visualizo que el mundo sigue igual o peor, con una escandalosa y creciente desigualdad social. Mientras una minoría acapara la mayor parte de la riqueza del planeta, multitudes de personas siguen sumidas en la extrema pobreza y el hambre. Continúa en los países del Norte global la fiebre por la carrera armamentista y la venta de armas a los países del Sur, generando guerras, destrucción, muerte y sufrimiento.

Me mueve a adentrarme en el silencio la necesidad de pensar, evaluar el pasado y analizar el presente histórico para situarme en él. Necesito retornar a las fuentes de la vida para generar un cambio de conciencia y una transformación interior que anime la esperanza en la utopía de un mundo nuevo. Yo no soy más que un insignificante granito de vida en una historia inmensamente más grande que mi existencia y la de mis coetáneos.

Este libro ha sido escrito a fuego lento. Es fruto de largos períodos de silencio aun en medio del compromiso por la defensa y promoción de los derechos humanos al servicio de las comunidades campesinas e indígenas de Centroamérica y Chiapas, y después en el trabajo con los refugiados de Oriente Medio y de África. Por eso he querido titularlo El grito del silencio, que es, en gran medida, el grito de aquellos que no pueden hablar. Este silencio es el grito más fuerte.

En el silencio se encuentra uno consigo mismo, con sus debilidades y fortalezas, con las tristezas y alegrías del pueblo y, sobre todo, con la luz para ver la realidad con ojos nuevos.

No entiendo el silencio como una evasión cobarde, pues callar ante la injusticia lo convertiría en un delito, sino como un grito profético de anuncio y denuncia que arranca de la experiencia interior sobre el sentido de la vida y de la historia y sobre la dolorosa realidad del sufrimiento humano.

Este libro es una invitación a la reflexión, a la interiorización y a la toma de conciencia de que nuestro paso por la vida tendrá sentido si pasamos por ella liberándonos de apegos, para amar, hacer el bien y contribuir a que este mundo sea un poquito más humano y feliz que el que nosotros encontramos.

A la luz del silencio trataré temas que en la oscuridad de los ruidos del sistema neoliberal no tendrían la misma comprensión. Abordaré las crisis tanto personales como históricas, la realidad socioeconómica, política, ecológica y religiosa, la espiritualidad más allá de las religiones, el sufrimiento humano, el grito de la Tierra, el final de la vida…

El silencio es el clima donde surgen estas reflexiones, que deseo compartir con aquellas personas inquietas que anhelan vivir su existencia con sentido y esperanza, que no aceptan el mundo como está y que sueñan nuevas alternativas para la humanidad al lado de los empobrecidos de la tierra, como señala el papa Francisco.

Las semillas de este libro fueron sembradas a lo largo de muchos años. Algunos de los capítulos son reflexiones y poemas que fui escribiendo años atrás, y hoy me nace, desde lo más profundo, compartirlos con vosotros.

1

El sonido del desierto

El desierto es un lugar inhóspito, árido, vacío, solitario, imponente y de silencio absoluto. Solo se escucha el sonido del viento y, en los días de calma, el de mis propios pasos, el de mi respiración y los latidos del corazón. El sonido del desierto es silencio. No hay nada que nos distraiga.

En el desierto no hay caminos. La arena arrastrada por el viento los cubre. Ahí nos entra la duda. ¿Qué dirección seguir? Escogemos una que parece segura, pero después se pierde entre la arena. El camino es uno mismo. «Yo doy mis pasos al sendero y el sendero me da el eco de todo lo eterno que vive en mí» (Antonio López Baeza).

Y es que el desierto no es solo un lugar geográfico. Es sobre todo una experiencia humana y espiritual. Su esencia es la interioridad. El silencio del desierto nos insta a descender al interior de nosotros mismos y reconocer y aceptar humildemente nuestras limitaciones, debilidades y fortalezas. Y como experiencia espiritual no significa huida del mundo ni alejamiento de los hombres, sino liberación interior y presencia de Dios como plenitud humana. Así lo han vivido los místicos del desierto.

Hay un santo al que le tengo singular devoción por ser el patrono de mi pueblo: Onofre, un anacoreta del desierto del siglo IV. Su imagen refleja toda una espiritualidad. Aparece vestido con hojas de palmera, de rodillas sobre la roca desnuda ante un ángel de Dios, que le lleva el pan de Jesús. Está en una actitud contemplativa frente al Misterio. Su rostro irradia paz y serenidad. Solo tiene la Biblia y el crucifijo como fuentes de inspiración. A un lado aparece una calavera, símbolo de la caducidad de las cosas, y una corona y un cetro de oro tirados por el suelo, como rechazo al poder y a la riqueza que se incrustaron en la Iglesia.

Este hombre se dejó interpelar por la llamada de Jesús, quien «poniendo en él los ojos, le amó y le dijo: “Una sola cosa te falta, vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme”» (Mc 10,11). Onofre se desprendió de las riquezas y las repartió entre los pobres, y, movido por el Espíritu, se retiró al desierto, en la región de la Tebaida, en Egipto. Allí vivió como anacoreta en la gruta de una peña, cerca de un oasis, en la más cruda pobreza, dedicado al trabajo manual, entregado a la oración y al servicio de la gente que habitaba en los pequeños poblados del desierto.

Hoy, para ser hombre o mujer del desierto no es necesario retirarse a la Tebaida o al Sinaí. El desierto puede hallarse en todas partes, aun en medio de las actividades más comprometidas de la ciudad. Los anacoretas antiguos se fueron al desierto movidos por la búsqueda de una mayor radicalidad y coherencia en su fe. Al igual que Jeremías y Elías, bastantes cristianos se retiraron al desierto después de experimentar la desilusión, el ambiente decadente y la insatisfacción por las formas de vida prevalentes en la sociedad de cristiandad posconstantiniana. Estos hombres del desierto nos enseñan que la vida es un éxodo, una peregrinación, un nomadismo espiritual que no permite instalación. Vivimos a la intemperie. Somos caminantes. «No tenemos morada permanente aquí», dice Pablo de Tarso. Bernanos señala que la tentación de la instalación es tan fuerte en el ser humano que hasta somos capaces de acomodarnos a la sombra de la cruz de Cristo.


El desierto, una actitud espiritual


Caminamos por la vida buscando la plenitud y el sentido de la historia. Este éxodo es ante todo interior. Es el éxodo de Abrahán cuando dejó su tierra de Ur de Caldea y se lanzó a caminar por el desierto a la aventura de Dios, en busca de una tierra nueva. Es el éxodo de Moisés caminando, en la soledad del desierto, hacia la tierra prometida. Es el nomadismo de los profetas y sus «noches oscuras». Es el retiro al desierto de Juan Bautista para, desde ahí, llamar al pueblo a un cambio de vida. Es la itinerancia de Jesús de Nazaret y su pasión por el Reino. Es el éxodo misionero de los apóstoles y de todos los misioneros de la historia. El desierto y la misión tienen una misma raíz espiritual: la desinstalación como actitud permanente.

El desierto es parte de la condición humana. Es la experiencia de vacío, soledad, frustración... Pero es también una actitud espiritual de purificación y liberación. El desierto nos lleva a descender al fondo de nuestro ser y encontrar ahí el rostro de Dios y del hermano. En él palpamos el desafío inquietante del silencio total, desnudo, con una fuerza sobrenatural. Como actitud espiritual requiere del marco externo: vacío de los sentidos, ausencia de personas y de ocupaciones, austeridad de vida, pobreza de medios... El desierto es el gran desapego de todo, donde estamos solos frente a nosotros mismos y frente a la trascendencia. Esto nos lleva a la experiencia de lo absoluto y lo relativo de todo lo demás, incluidos las personas y nosotros mismos.

La espiritualidad del desierto acentúa lo relativo de las cosas y la búsqueda y encuentro con el Misterio trascendente, que llamamos Dios, el Inabarcable, el siempre mayor: mayor que nuestro corazón, mayor que nuestros proyectos, mayor que nuestra familia, mayor que nuestra Iglesia, mayor que todo modelo social, por perfecto que sea, mayor que cualquier mediación.

El desierto nos purifica. Nos hace experimentar nuestra fragilidad, y, a partir de ahí, descubrimos nuestra misión en la vida. Dios no necesita de nuestras cualidades o capacidades, sino de nuestra pobreza y miseria. Cuenta Pablo de Tarso que, en su desánimo al experimentar su impotencia y debilidad, el Espíritu se le reveló diciéndole: «Te basta mi gracia, pues mi poder se manifiesta en tu debilidad» (2 Cor 12,9). El desierto es purificación y liberación interior, donde «Dios habla al corazón» y nos hace nacer de nuevo, para ver a las personas y las cosas con ojos nuevos y amarlas con corazón nuevo.

Según la lógica humana, Moisés parecía más apto para realizar la misión que Dios le iba a encomendar de liberar a su pueblo siendo príncipe de Egipto, pero tuvo que abandonar el palacio del faraón, el poder y la riqueza y huir al desierto. Lo abandonó todo. Se convirtió en un exiliado, un perseguido. El faraón le buscó para matarlo. Desde su experiencia de sentirse nada y desde la soledad del silencio, propia del desierto, Dios actúa. «Te basta mi gracia, pues mi poder se manifiesta en tu debilidad».

El desierto es espacio de soledad, silencio y verdad. Ahí se experimenta quiénes somos. Se toma conciencia de nuestra pequeñez y de la grandeza del amor del Misterio que nos envuelve. El desierto nos abre a la compasión, a la ternura y a la solidaridad con los pobres y desheredados de este mundo. Nos enseña a amar. Carlo Carretto cuenta que, cansado de tanto activismo como militante cristiano en Italia, sintió una fuerte necesidad de retirarse al desierto. Y se fue al Sahara. En la soledad de aquella desolada región reencontró el verdadero rostro de Dios y del hermano. Después de doce años, el Espíritu lo regresó al «corazón de las masas», al ajetreo del mundo. De nuevo en la ciudad contempló en los hombres y mujeres otros rostros diferentes. Veía el mundo con los ojos de Dios, con mirada de misericordia y ternura. Desde entonces fue un «contemplativo en la acción», un hombre del desierto en la ciudad.

2

Bajo las alas del silencio

Peregrino soy,

caminando voy

por senderos de color de tierra.

Atravieso horizontes de arena

y el desierto se me hizo silencio

en las profundidades del alma.

Bajo un sol inclemente,

paso a paso voy siguiendo

por el desierto de Judá,

tras las huellas de Yeshúa.

Soplan vientos huracanados

en el desierto del Sahara,

de jaima en jaima comparto

el dolor y la esperanza

de saharauis refugiados,

huyendo de la muerte.

De noche desafío el cansancio

en horas robadas al sueño,

ascendiendo a la luz de la luna

y rasgando las cumbres rocosas del Sinaí;

en silencio revivimos la tradición mosaica,

leyes de la fraternidad.

Los sueños ensanchan mi corazón

y de repente el pensamiento

me traslada a la selva del Petén,

en la cintura de América.

Desierto y selva,

dos realidades aparentemente opuestas,

¿qué tienen de común?

El desierto es silencio callado,

solo la música del viento se escucha

y el vacío de la existencia.

En la selva, el silencio es plenitud de vida,

explosión de sonidos,

pájaros, insectos, animales salvajes,

árboles que sollozan en la sombra;

dos silencios que hablan de misterio,

dos silencios que arrastran

y cautivan al sentirme perdido

entre horizontes de arena o en la jungla,

dos silencios que evocan eternidad

y llaman a mirar más allá de las cosas.

No atarse a nada ni a nadie,

no absolutizar ni idolatrizar

nada ni a nadie,

ser libre como el viento

solo para amar, servir

y ofrecer mi mano a quien lo necesite.

El silencio me enseña que

en la vida todo pasa;

pasan las cosas, pasan las personas

pasan las alegrías, pasan las tristezas,

éxitos y fracasos, todo se deshace,

solo Dios permanece,

plenitud inabarcable

de libertad y de amor.


Cuando yo era estudiante de teología, caminaba bajo el sol abrasador de una mañana de verano con otros compañeros por el desierto de Judá, desde Jerusalén hacia Hebrón. Íbamos en silencio, memorizando las huellas de Yeshúa el Nazareno, quien «se dejó guiar por el Espíritu a través del desierto» (Lc 4,1).

Después de varias horas de camino, entramos en la mezquita de los Patriarcas. Directos fuimos a la tumba de Abrahán y Sara. Multitud de creyentes, musulmanes, judíos y cristianos de las distintas Iglesias nos unimos en silencio en una sola plegaria ante el padre del monoteísmo. En mi interior me interrogaba sobre el porqué de las discordias y luchas entre estas confesiones religiosas, si todos tenemos el mismo padre Abrahán y el mismo Dios. No sé cuál sería la plegaria de los allí reunidos, pero la mía fue una súplica por la armonía entre las religiones, para que se abran veredas de paz en el mundo.

Años después volé a Tinduf, y desde esta ciudad argelina viajé a los campamentos saharauis. Quince días en Smara, a orillas del desierto. Llanuras infinitas de arena y pedruscos. Silencio amasado con el sufrimiento de refugiados y caminantes solitarios, lejos de toda civilización. De noche, en la inmensidad del desierto, la bóveda celeste cubierta de estrellas de norte a sur y de oriente a occidente me envolvía como un gran manto cósmico. Me veía vigilado por un número incontable de estrellas, algunas tan luminosas y cercanas, casi al alcance de la mano.

Y todavía, años más tarde, dejando las arenas del desierto del Sinaí, ascendimos a la montaña sagrada del Horeb. Era de noche. Después de cinco horas de empinada ascensión entre rocas desnudas llegamos a la cumbre. Silencio. Aquí se le reveló a Moisés el Misterio que hoy es Roca para judíos, cristianos y musulmanes. No hay palabras. Solo el silencio habla en medio de la brisa de la mañana, acariciando las cumbres del Sinaí. Al atardecer descendimos al ritmo del sol poniente, contemplando el rojo y ardiente resplandor que se hundía en el horizonte de las desnudas y desérticas montañas sinaíticas.

Dejé el desierto. La misión me llevó a la selva del Petén, acompañando a las Comunidades de Población en Resistencia del norte de Guatemala. El latido de la jungla es una explosión de vida. Un silencio sonoro y elocuente. Las noches son un concierto de sonidos de animales y aves nocturnos. Por las mañanas, la brisa húmeda que llega del río La Pasión refresca el ambiente denso, tropical, mientras los rayos del sol buscan filtrarse entre los gigantescos árboles. Todo es vegetación, una lujuriosa explosión verde: verde por arriba, verde a mi alrededor, verde bajo mis pies. Entre esa espesura verde de la selva se esconden los latidos de miles de seres vivientes. En la selva tampoco hay caminos. El camino es uno mismo. También entre el sonido de la selva se halla el silencio del alma.


El silencio es el grito del alma


Hay personas que viven la vida inconscientemente. Nacen, crecen, envejecen y mueren. Pasan por la historia como un soplo.

Dentro de cada ser humano hay una parcela que muchos no han llegado a descubrir. Es el espacio interior, de silencio, donde nos encontramos con nosotros mismos. Es nuestro yo subterráneo. Nadie puede entrar en ese espacio privado de nuestro yo. Ahí encuentras un refugio donde puedes retirarte en cualquier momento, estar solo contigo mismo. Ahí puedes conocer secretamente lo más profundo de tu ser, que no es solo el cuerpo, sino tu esencia, la auténtica esencia de tu alma, lo que tú eres desde antes de tener uso de razón. Es ahí donde escucharás la voz de la conciencia, que es la voz de Dios, y donde se desarrolla «el resplandor del misterio que nos permite ver más allá de cuanto alcanzan nuestros sentidos», en palabras de Antonio López Baeza.

El silencio nos revela la experiencia impronunciable y, por tanto, nos lleva a lo más trascendente de la existencia. El silencio es el grito del alma, como diría el filósofo Francisco Jarauta.

Cuando las preocupaciones traten de doblegarte, hundirte o llevarte por salidas evasivas, busca refugio y paz en tu espacio interior. Desde este lugar tuyo, íntimo, observa la realidad que te rodea. Contempla con compasión y comprensión a las personas con quienes convives y te encuentras. Desentraña qué hay dentro de ellas, sin juzgarlas. Lo cual no significa que haya que dejar de denunciar los hechos que se opongan a la ética universal.

En el silencio, todo reposa y se remansa: el pasado, las expectativas, las cicatrices, las borrascas, las tempestades, las agitaciones, las debilidades, las dudas, las incertidumbres, las noches de oscuridad espesa, los desengaños y frustraciones.

En la vida, todos los hombres y mujeres tenemos problemas, sean de una índole o de otra. El secreto está en cómo afrontarlos. El silencio nos ofrece esa posibilidad, serenando la mente y el corazón, liberándonos de todo deseo alienante y de las preocupaciones que nos angustian. Y nos aporta luz, sabiduría y fortaleza para tomar opciones.

Todos los días, a ser posible, haz un rato de silencio (algunos lo llaman meditación). Siéntate en un lugar tranquilo. Respira hondo. Aplaca tus pensamientos y sentimientos. Haz un vacío dentro de ti. Quédate en un estado de quietud, sin prisa. Así lograrás la superación de recuerdos, deseos, imaginaciones, apegos o sentimientos de culpabilidad por los errores o fallos cometidos. Perdónate a ti mismo.

Suelta las amarras. Deja todo lo que te hace daño y lo que impide que vivas en paz y con sosiego. Despréndete de resentimientos y rencores. Despójate de todo lo que te impide ser feliz y vivir la vida positivamente. Que solo te indigne la injusticia que se comete contra los débiles, los pobres, los indefensos, los niños…