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La alhambra; leyendas árabes

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XLI

Segun lo habian predicho los astrólogos, Aidamarah tuvo dos hijos trascurridos tres veces siete meses desde el nacimiento de Zairah.

El uno se llamó Jacub; el otro Kaibar.

Aidamarah murió al dar á luz al último.

Era este tan monstruoso y tan feróz, como hermoso y apacible era Jacub.

Jask hizo que los astrólogos consultasen el destino de sus dos hijos.

Los astrólogos consultaron las estrellas y dijeron al rey:

– Señor, aparta de tí á tus hijos, críalos al uno lejos del otro, porque si crecieren juntos ó si algun dia se encontraren se despedazarán.

Jask envió á Kaibar á la parte oriental de Africa.

A Jacub á la parte occidental.

Pasaron tres veces siete años.

Un dia Kaibar, cuyos instintos salvages no habia podido contrariar una escelente enseñanza, vagaba por las montañas de la Abisinia, desnudo, con el carcaj á la espalda, y en las manos el arco entezado.

Seguia á una corza, á quien seguia jadeante y cansado su corcillo.

Tendió el arco, é iba á disparar, cuando entre la inofensiva bestia y su cria se levantó una forma humana.

Era una muger negra, pero hermosa, como no habia visto otra Kaibar.

Vestia una túnica roja, y sobre sus cabellos negros y brillantes llevaba una diadema de corales.

– ¿Quién eres? dijo Kaibar sintiéndose fascinado por primera vez por aquella imponente y negra belleza.

– Soy una sombra, dijo ella.

– ¡Una sombra!

– Sí, la sombra de una muger.

– ¿Esa muger ha muerto?

– No.

– ¿Vive?

– Sí. Contémplame bien: yo soy su espíritu, que vago buscando el amor sobre la tierra, y el destino me ha traido á tí.

– ¿Que buscas tú el amor?.. ¿Pues cómo no te busca el amor á tí?

– He nacido para vivir sola; para morir sola.

– ¡Ah! yo te amo, dijo Kaibar.

Y adelantó hácia la jóven.

Pero la jóven siguió delante de él ligera y feble como llevada á impulsos del vientecillo de la tarde.

– ¡Oh! ¡yo te amo, y si no eres mia… moriré! dijo Kaibar estendiendo los brazos hácia la hermosa.

– Consulta á un varon que encontrarás allá arriba, en la hendidura de aquella pared, y él te dirá lo que necesitas hacer para alcanzar el cuerpo de mi sombra.

Y la hermosa sombra negra desapareció como un vapor.

Kaibar habia quedado con el alma envenenada.

El sol ardia en lo mas alto del cielo.

Las palmeras y los nopales, inclinaban sus cabezas mustias bajo su rayo abrasador.

Kaibar empezó á trepar por la pendiente.

XLII

Cuando llegó á la entrada de la grieta, encontró dentro á un ermitaño.

Era viejísimo, encorvado, con una larga barba blanca, calzados los pies con unas sandalias de piel de camello, vestido el cuerpo con un sayo de lana y ceñidos los lomos con una cuerda.

Sobre sus rodillas tenia abierto un libro negro.

Aquel libro estaba escrito con caractéres rojos.

Cuando entró el jóven, el ermitaño clavó en él sus pequeños ojos grises y relucientes.

Kaibar retrocedió.

Aquel hombre le ponia espanto.

– Si eres cobarde, dijo el ermitaño con voz profunda y cavernosa, ¿por qué vienes á mí?

– ¿Quién eres? dijo Kaibar.

– Yo soy Eblís95, el viejo.

– ¡Tú! ¡tú Satanás!

– Yo soy.

– Y bien, dijo Kaibar; ¿me puedes tú dar los amores de la doncella negra?

– Sí; si tú los quieres.

– ¡Que si los quiero! por ella se estremece mi corazon.

– ¿Sabes quién es esa doncella?

– Debe ser hija de un rey poderoso ó de un poderoso genio.

– En efecto esa doncella es hija de un rey.

– ¡De un rey! ¿y cómo se llama?

– Jask-Al-bahul.

– Yo he oido pronunciar el nombre de ese rey.

– Ya lo creo, como que ese rey es tu padre.

– ¡Mi padre un rey!

– Sí, dijo el diablo; siéntate y escucha.

Kaibar se sentó.

Eblís le contó la historia de sus padres.

Kaibar le escuchó con atencion.

Cuando el diablo hubo concluido, preguntó á Kaibar:

– ¿Y á pesar de saber que esa sombra que te ha enamorado, es la sombra de tu hermana Zairah, insistes en tus amores?

– ¡La amo! ¡oh! ¡sí! ¡la amo! ¿pero por qué es negra la luz de mis ojos?

– Antes era blanca como la luna, pero desde que ha amado á tu hermano Jacub…

– ¡A mi hermano Jacub!..

– Sí, el que vive en el Cairvan.

Un pensamiento de muerte pasó por el corazon de Kaibar.

– Pues bien, dijo, yo quiero ver á mi hermana Zairah, quiero ser amado por ella.

– La verás, la arrebatarás de su prision, pero yo no sé si te amará.

– ¡Oh! ¡véala yo! ¡sea mia!

– Para ello necesitas mi ayuda.

– ¿Y no me la darás?

– Sí, pero dame tú tu alma.

– ¡Mi alma! ¿pues quién eres tú?

– Yo soy Eblís.

– ¿Y puedes tú darme lo que deseo?

– Sí.

– Pues toma en buen hora mi alma.

El diablo metió la mano debajo de su túnica y sacó un pedazo de caña, con la cual se habia hecho una especie de tubo, cerrado por un nudo natural en la parte inferior, y tapado con un pedazo de pino en la parte superior.

El diablo quitó aquel tapon y mostró á Kaibar el interior de la caña, relleno de una especie de pomada verde.

– Esta es la hiel de un enamorado loco que se ahorcó por una muger que no le amaba, dijo Satanás.

– ¿Y para qué sirve este unto?

– Cuando quisieres penetrar hasta Zairah, úntate con él las sienes, sobre el corazon, en las palmas de las manos y en las plantas de los pies y pronuncia su nombre.

El diablo entregó la caña con su contenido maldito á Kaibar.

Kaibar se untó inmediatamente con aquella verde pomada las partes que el diablo le habia dicho, y pronunció el nombre de Zairah.

Aun no habia acabado de pronunciarle, cuando se encontró sobre una montaña al pie de un castillo, junto al muro de unos jardines.

Una muger jóven, negra y hermosa, adelantaba sobre un caballo negro, precedida por un perro, y seguida por un caballero armado con armas negras, ginete en otro poderoso caballo.

XLIII

Al ver la dama á Kaibar se estremeció.

El perro-leon rugió.

El caballo se encabritó y luego partió á la carrera.

Tras el caballo que conducia á la jóven, partió el del caballero del arnés negro.

Kaibar con la pujanza de un jigante, siguió á la carrera al caballo que conducia la dama.

El destino habia reunido á los tres hermanos.

Muy pronto, y por distinto camino, se perdieron el caballo de la dama negra, y el del caballero del negro arnés.

– ¡Y cosa estraña!

Delante de Kaibar corria, corria, como pretendiendo guiarle, su tio, el hermano de su padre, el perro-leon.

¿Quién era el otro caballero de las armas negras?

¿Cómo habia podido apoderarse de la negra y hermosísima dama?

Aquel caballero era Jacub, el otro hijo del rey Jask-Al-bahul.

El hermano de Kaibar.

Una noche velaba Jacub.

Ya lo sabeis.

El mismo nos lo ha dicho.

La pálida luz de la luna iluminaba las almenas de la torre de la alcazaba de Kaibar, donde el jóven príncipe se encontraba.

Estaba triste.

Un sueño vago y misterioso de amor habia enlanguidecido su alma.

Ansiaba, y no sabia lo que ansiaba.

Tenia sed, y no sabia en qué fuente podia templarla.

Su corazon ardia, y Jacub buscaba en vano la causa de aquel fuego.

De improviso, allá á lo lejos, como viniendo del otro lado de los mares, resonó una voz dulcísima y oyó aquel romance de amores que decia:

 
Libres los vientos – zumbando vagan;
libres navegan – las nubes blancas,
del firmamento – la azul campaña;
libres batiendo – las leves alas,
las golondrinas – besan las aguas,
del ancho lago – que riza el aura;
libres las ondas – la curva playa,
amantes orlan – de espumas cándidas;
las mariposas – engalanadas
ora revuelan, – ora se paran,
entre las flores – de mi ventana,
y yo entretanto – me miro esclava,
me cercan muros, – puertas me guardan,
y en mis megillas – el sol vé lágrimas,
cuando aparece – por la mañana,
y aun vé mis ojos – que el llanto empaña
cuando á los mares – cansado baja.
 

Y el eco lánguido y cadencioso, repetia débilmente aquel cantar que parecia habian traido á los oidos de Jacub hadas invisibles.

Jacub habia sido educado en Cairvan, sin conocer su orígen, por un anciano kadí.

Cuando despues de haber permanecido largo tiempo en las almenas de la torre, despues de que se hubo perdido en el silencio el lejano y voluptuoso eco de la cancion, bajó á la cámara, encontró prosternado y orando al anciano kadí.

– ¿Qué tribulacion nos amenaza, mi buen Abu-Kair? dijo el jóven príncipe dirijiéndose al anciano.

– La tentacion vuela en torno de mí, dijo el anciano; Satanás ha rozado mi frente con sus alas de vampiro.

– ¿Y qué te ha dicho Satanás?

– ¡Oh! el pérfido me enseñaba una bolsa llena de oro.

– ¡Una bolsa llena de oro!

– Y un anillo con una gruesa esmeralda.

– ¡Ah!

– Y un rosario de coral y de diamantes.

– ¡Cosa estraña! dijo el príncipe; ¡yo tengo oro y un anillo con una esmeralda y un rosario de corales y diamantes!

– En efecto, el diablo para ofrecerme estas cosas, habia tomado tu figura.

– ¡Ah, el malo! ¡pues si yo estaba hace poco en lo alto de la torre!

– Ya lo sabia yo; y además habia conocido á Satanás, porque aunque habia tomado tu figura, no habia podido replegar de tal modo á sus espaldas sus negras alas que yo no las viese.

 

– ¡Ah! ¿y qué te decia?

– Yo amo á una muger, no la conozco; pero la siento en mi alma; debe ser muy hermosa, porque mis ojos la buscan ansiosos como el ciego busca la luz; muy jóven, porque mi alma al sentirla se refresca; muy pura, porque el fuego en que enciende mi alma es dulce y tibio como el sol del primer dia de la primavera.

– ¡Ah! pues yo amo así; yo siento así, dijo el príncipe. ¿Y qué mas te decia el condenado?

– Esa doncella debe ser princesa, porque al presentirla, mi alma se enorgullece; hija de un poderoso debe ser.

– Sí, sí, así lo siento yo. Pero continúa relatándome lo que decia el negro espíritu bajo mi figura.

– Me decia: yo no sé quien soy y quiero saberlo, hánme criado sin decirme el nombre de mi padre, pero debe ser poderoso y noble, y debe amarme mucho, porque yo tengo hermosos caballos de Arabia, y armas de oro, y túnicas preciadas, y joyas, y tesoros. ¿Quién es mi padre?

– ¿Y qué contestaste tú al diablo?

– Yo le dije, no te lo puedo decir. Entonces el diablo sacó una gran bolsa y me la mostró.

– ¿Era cómo esta? dijo el príncipe sacando una bolsa, y mostrándola al kadí; cuyos ojos brillaron.

– Como esa era.

– Toma, pues, dijo el príncipe; quiero que tu sueño se realice.

El kadí se apoderó con ánsia de la bolsa.

– Pero dime lo que dijiste al diablo en mi figura; dijo el príncipe.

– Yo, dijo el kadí, dije al diablo: tú eres hijo de un rey.

– ¡Hijo de un rey! ¡de un rey poderoso!

– Sí, de un rey que tiene sus dominios en los linderos del Desierto.

– ¿Y cómo se llama ese rey?

– Lo mismo me preguntó el diablo, pero yo no quise contestar; entonces me enseñó una hermosa sortija con una gruesa esmeralda y me dijo: tuya es si me declaras el nombre de mi padre.

– Hé aquí la sortija, dijo el príncipe quitándose de un dedo de la mano izquierda una magnífica esmeralda.

El kadí se apoderó de la sortija con doble ánsia que con la que se habia apoderado de la bolsa.

– Tu padre se llama Jask-Al-bahul, dijo el kadí.

– Y dime, ¿tiene mi padre otros hijos? y téngalos ó no, ¿por qué me ha separado de sí?

– Esta misma pregunta me hizo el diablo, repuso el kadí, pero yo callé; entonces el diablo me enseñó un largo rosario de corales y diamantes, y me dijo:

– Esta joya es preciosa; si me revelas mi historia te la doy.

– Toma, toma, dijo el príncipe sacando do su seno un hermoso rosario de corales y diamantes; pero cuéntame mi historia.

El kadí se apoderó del rosario, y contó á Jacub la historia de su padre y el horóscopo suyo y el de sus hermanos.

Jask á nadie habia revelado aquel secreto, pero lo sabia el diablo que todo lo sabe, y tomando la figura del kadí, que dormia en otro aposento, habia revelado al jóven príncipe su destino, y al revelárselo se habia valido de aquellas trazas para quitarle el bolsillo, la sortija y el rosario, que eran tres talismanes que debian proteger al príncipe contra la desgracia.

Cuando el príncipe supo su historia, dijo:

– ¡Ah! por noble y alta y poderosa que sea la princesa que me enamora, yo soy tambien alto, noble y poderoso; ¿pero dónde está esta princesa, cuya voz he oido dulce y enamorada, como viniendo de la inmensidad?

– Yo no puedo decírtelo, señor, contestó el falso kadí, esto es: el diablo que para perder al jóven, habia tomado la figura del kadí: pero puedo decirte donde hay un sábio, que te revelará lo que deseas.

– ¿Y dónde mora ese sábio?

– En la selva cercana á Kairvan.

– Pero yo no puedo salir de este castillo.

– Yo te sacaré de él: sígueme; pero es necesario que te dejes vendar los ojos.

Y el diablo vendó los ojos al príncipe, le asió de la mano, y le guió.

Estuvieron andando durante mucho tiempo; primero subiendo y bajando escaleras, despues atravesando subterráneos, al cabo marchando por el campo.

Despues de algunas horas de marcha, el diablo se detuvo, quitó de los ojos la venda al príncipe, y este se encontró en una inmensa caverna, á cuyo fondo se despeñaba un torrente que salia por la entrada de la caverna y se perdia en la selva.

A la márgen izquierda del torrente, sobre unas peñas, debajo de la bóveda natural de la caverna y como escondida en un negro seno, habia una choza formada por troncos de árboles y ramas secas.

Dentro ardia una luz rojiza.

Sentado junto á aquella luz habia un viejo, viejísimo, que cantaba tristemente:

«Está escrito: la torre se levantará sobre la sima.

»Y la torre tendrá siete suelos.

»Y cada uno de estos suelos estará habitado por un espíritu maldito.

»Y cuando ya estuvieren en la torre los siete espíritus condenados, la guardará otro ginete en un caballo sin cabeza, acompañado de un perro velludo.

»Así está escrito, y lo que está escrito se cumple.

»Faltan aun centenares de años para que se cumpla lo que está escrito.

»Pero finados que sean esos años, lo que está escrito se cumplirá.»

Jacub, que habia oido esto, se volvió al diablo que habia tomado la figura del kadí para conducirle allí, y no le encontró.

Entonces, decidido á todo, entró en la oscura cabaña donde cantaba el viejo.

– ¿Quién eres? le preguntó este al verle entrar.

– Yo soy el príncipe Jacub, hijo del poderoso rey Jask-Al-bahul.

– ¡Ah! ¿tú eres el que estás enamorado de tu hermana?

– ¡Qué! esclamó el príncipe: ¿es el de mi hermana Zairah, el dulce, el ardiente espíritu que vive dentro de mi alma?

– Sí.

– ¿Y cómo haré para llegar á mi hermana?

– ¿No te retrae de tus amores el saber que es hermana tuya?

– No.

– ¿No temes perder tu alma logrando tus deseos?

– Yo la amo.

– ¿Y si tu hermano la amase tambien?

– Mataria á mi hermano.

– ¿Y si yo te pidiese tu alma por el cumplimiento de tus deseos?

– ¿Pero quién eres tú?

– Yo soy Satanás.

– ¡Ah! ¿y necesitas mi alma á cambio de mi amor?

– Sí.

– ¿Y no me darás mi amor, si no te doy mi alma?

– No.

– Pues te la doy.

– Firma aquí, dijo el diablo, presentando á Jacub un papel en blanco.

Jacub enloquecido por su amor firmó.

– Dame mis amores, dijo despues de haber firmado.

El diablo hirió con el pie el suelo, tembló ligeramente la tierra, se oyó en sus entrañas un sordo bramido, y apareció saliendo de la tierra un caballo negro encubertado de batalla, llevando sobre su lomo una armadura negra completa, un escudo, una lanza, una hacha y una espada.

– Cíñete esas armas que están sobre el caballo, dijo el diablo.

Jacub se ciñó el arnés negro y reluciente.

Creyó entonces que su vida se aumentaba, que se aumentaban sus fuerzas, que se aumentaba su entendimiento. Sintióse mas jóven, mas ardiente, mas ágil.

Supo cosas que hasta entonces no habia sabido.

En una palabra: se trasformó en otro hombre y creció en hermosura.

– Monta á caballo, le dijo el diablo.

El príncipe montó, el caballo se encabritó feroz, pero el príncipe le contuvo, y le hizo piafar dócil á su mano.

– ¿Y qué he de hacer ahora para llegar á la amada de mi alma?

– Ese caballo te llevará veloz como el pensamiento.

– ¡Pero mi amada está encerrada tras fuertes murallas!

– Mientras lleves puesta esta armadura negra, no solo te defenderá ella de todos los peligros, de todos los golpes, de todas las asechanzas, sino que podrás entrar en donde quieras y salir cuando lo deseares. La persona que lleves asida de la mano, podrá entrar y salir del mismo modo, y asimismo las personas que vayan asidas á la que vaya asida á tí.

– ¿De modo que podrá penetrar hasta Zairah?

– En este momento sueña Zairah contigo, y te llama.

– Pues bien, caballo mio; llévame hasta el castillo donde mora mi amada.

Apenas habia pronunciado el príncipe estas palabras, cuando el caballo partió como una flecha, salió de la caverna, atravesó la selva, atravesó la sierra, llegó al mar, le pasó, puso los cascos en las playas de Andalucía, trepó por las verdes vertientes de las Alpujarras, y poco despues quedaba inmóvil delante de la puerta de un fuerte castillo.

Aquel castillo era el en que estaba cautiva desde su infancia Zairah.

XLIV

Velaba Zairah.

Una vision de amores la habia despertado de su sueño.

Veia ante sí un caballero blanco, pálido, hermoso, que la miraba intensamente, acariciándola con la dulce mirada de sus resplandecientes ojos negros.

– ¡Oh tú, vision de mi deseo, dijo Zairah, ó semejanza de un hombre! ¡oh tú, á quien mi corazon ama! ¡sino existes desaparece, pero si vives, si me escuchas, si me amas como yo te amo, ven!

Ven, porque me siento morir.

Mi cautiverio me es ya insoportable.

Mi soledad horrorosa.

Ven, amado de mi alma.

Dá vida á mi corazon y libertad á mi tristeza, y consuelo á mi desesperacion.

Ven que yo te amo.

Y mi amor es vírgen, vírgen como el primer perfume de las pequeñas violetas azules y amarillas que orlan los bordes de mis búcaros en la primavera.

Ven, amado de mi alma, que soy hermosa.

Ven, y yo seré para tí la paloma amante que arrullará tu sueño.

Tú serás para mí el cedro oloroso y fuerte donde anida la paloma.

Ven, amado de mi alma, si existes; y si no existes, huye de mi pensamiento, fantasma tentador, y no me atormentes.

De improviso calló Zairah.

Habia sentido pisadas, unas pisadas que la eran desconocidas.

Sonó una puerta, y las pisadas se sintieron mas próximas.

Abrióse por fin la puerta del compartimiento donde se encontraba Zairah, y apareció Jacub.

XLV

Zairah se puso de pie.

Al verla Jacub tan hermosa, tan deslumbrante, retrocedió y quedó inmóvil.

– ¿Quién eres tú? dijo Zairah con voz dulce, adelantando hácia él.

– Yo te amo, dijo Jacub saliendo á su encuentro.

Y Zairah vió en Jacub al amante de su vision.

Y Jacub vió en Zairah á la amada de su pensamiento.

– Y yo te amo, dijo Zairah, arrojándose en los brazos de Jacub.

Entonces resonó leve, amarga, distante como venida de la inmensidad una carcajada horrible.

Una carcajada del infierno.

Y los jóvenes no la oyeron, porque habian nacido para amarse y estaban trasportados de amor el uno en los brazos del otro.

Y tras la infernal carcajada, sonó una voz tan pavorosa como ella.

Y aquella voz esclamó:

«Lo que está escrito se cumple: la descendencia de Abraham vuelve á ser maldita.»

Y zumbó el huracan al rededor de los muros.

Y penetrando en un pujante remolino por los ajimeces, apagó la lámpara que alumbraba el retrete de Zairah.

XLVI

Empezó á amanecer.

Una blanca faja de luz orló el horizonte.

Aquella luz débil fué creciendo, creciendo, y al fin iluminó los objetos de la cámara de Zairah.

Zairah dormia en el divan.

En sus entreabiertos labios vagaba una sonrisa de deleite.

Y Jacub la contemplaba con espanto.

Porque Zairah, de blanca que era como el alba, se habia tornado negra como la noche.

Y sin embargo, su hermosura habia crecido hasta el punto de ser irresistible.

Del mismo modo que habia cambiado el color de su tez, habia cambiado el color de sus ropas.

Su túnica, de blanca que era se habia vuelto roja.

El collar de azabache que antes enaltecia la blancura de su garganta, se habia convertido en una gargantilla de perlas, cuya lasciva blancura contrastaba con el luciente negro de su cuello y de su seno.

Y Jacub la contemplaba con espanto y con adoracion á un tiempo.

Y como si la mirada fija y candente de Jacub hubiera tenido una fuerza sobrenatural, Zairah abrió los ojos.

¡Oh! ¡y qué mirada la de los ojos de Zairah!

Brillaban como astros de amor, enamoraban como las mas dulces palabras, como las mas regaladas armonías, como los perfumes mas suaves.

Jacub se sintió morir.

Y Zairah, al ver la luz del dia esclamó:

– ¡Huyamos, amado mio! ¡huyamos! si es que puedes sacarme por donde tu has entrado; ¡huyamos! porque si te encuentran aquí, te matarán.

Huyamos y vivamos siempre juntos.

No quiero volver á estar sola.

Si tu me dejases, aquí moriria; y moriria desesperada.

Y tú no querrás que tu Zairah muera.

– ¡Oh! ¡no!

Cuánto te amo. Creo que tu amor me ha dado una nueva vida.

Y sí, sí; me estoy viendo en mi hermoso espejo de plata y estoy mas blanca, mas blanca: y mis ojos y mis cabellos son mas negros.

 

– ¡Blanca! ¡blanca! esclamó con terror Jacub.

Y miró al espejo en que se miraba la jóven.

Y su terror se aumentó.

En efecto, en el espejo Zairah parecia blanca, de una manera deslumbradora.

Pero cuando la miraba Jacub, la veia negra.

¿Qué podia ser aquello?

Y Zairah esclamaba:

– ¡Huyamos, amado mio! ¡huyamos! porque si te encuentran aquí te matarán.

95El diablo.