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La alhambra; leyendas árabes

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XIV

Llegó, no la primavera del año, porque en el alcázar encantado todo el tiempo era una perpétua primavera para Asenéth, y un abrasador estío para Jamné, sino la primavera de la vida de Asenéth.

Faltaba únicamente un dia para que la doncella maldita cumpliese los quince años.

Aquella noche, cuando Jamné dormia á los pies del diván de su hija, Asenéth fijó en él una mirada sombría.

– Mañana, dijo, el diablo, mi esclavo, se pondrá á pescar en el rio, y si pasa por allí el amado de mi alma, le traerá á mis brazos.

Y si para entonces, tú eres leon, despedazarás á mi amado.

Pero si eres perro, mi amado le despedazará á tí y yo quedaré libre de mi encanto.

Y Jamné bien ageno de la crueldad de su hija, dormia.

Asenéth se levantó, fué á un ajimez de su retrete, y miró á las estrellas.

– Hablad para mí, dijo.

Y las estrellas temblaron en su inmensidad y enviaron á Asenéth trémulos resplandores.

Asenéth, leyó en aquellos resplandores las siguientes palabras:

– «Evoca al génio de la vida.»

– Poderoso génio de la vida, dijo Asenéth asiendo un amuleto obra del sábio rey Salomon, ven.

Apareció un génio horroroso.

Tenia cuatro pechos, cuatro ojos, cuatro manos y una cabellera de fuego.

En la una mano tenia una llave de oro, y en la otra una llave de plomo.

Su cabeza era de jóven, su pecho y sus brazos de hombre, su vientre hinchado y sus pies vacilantes.

Andaba en paso lento, pero no cesaba de andar.

Asenéth, siguió tras él, porque el génio no se detenia.

A medida que adelantaba, su paso se hacia mas rápido; marchaba por un camino rodeado de jardines.

– Poderoso génio, le dijo Asenéth: ¿sabes para que te he llamado?

– Sí. Tú temes a tu padre, tienes poder para trasformarle, para debilitarle y entregarle al furor de tu amante.

– Y dime: ¿mi amante le matará?

– No, dijo el génio, porque tú padre no ha cumplido aun su destino.

– Y dime, ¿cuál es el destino de mi padre?

– El de llevar al último límite la maldicion de su raza. Tu serás la ramera de tu padre.

Se estremeció Asenéth.

– ¿Y no puedo evitarlo?

– Sí, si tienes valor para ello.

– ¿Y qué he de hacer?

– Cuando mañana llegue á tí Ervigio…

– ¿Se llama Ervigio, el amado de mi alma?

– Sí, y por tí morirá, ó por tí será rey.

– ¡Será rey! dijo con altivez Asenéth, y yo seré reina.

– Tú serás la ramera de tu padre, si Ervigio no muere delante de tí despedazado por él.

– ¿Y si yo eso hiciere?..

– Tú, has nacido destinada en tu pureza á Ervigio, tú le amas desde antes de nacer; tú por él has enloquecido; consentir en su muerte seria lo mismo que matar tu alma: Dios aceptaria tu sacrificio, te perdonaria por él, y perdonaria á tu familia. Tú habrias sido la víctima espiatoria.

– ¡Matando á Ervigio!

– Sacrificándote en él.

– No, dijo con una inmensa valentía Asenéth.

– Tú y los tuyos caereis en el fuego eterno.

– No importa.

– ¿Entonces para qué me has llamado?

– Para preguntarte cuantos son los dias de mi padre.

– Mas que los tuyos.

– ¡Ah! ¿y cómo podré yo hacer para que los dias de ese maldito terminen mañana?

– De ningun modo.

– ¿Pero puedo dejarle encantado en mi palacio?

– Dios romperá el encanto cuando llegue la hora del castigo.

– ¿Pero Ervigio, será mi esposo?

– Será tu amante…

– ¿No mas que mi amante?

– Ervigio cuando sea rey te abandonará.

– No le haré rey.

– No puedes, á no ser que le dejes despedazar por tu padre.

– Yo soy sábia, soy hechicera…

– Lo que está escrito, se cumplirá.

– Desaparece de mi vista, génio maldito.

El génio de la vida desapareció con estruendo en las entrañas de la tierra.

Asenéth se sentó pensativa bajo un árbol de sus jardines.

Brillaba una luna plácida y tranquila.

Y apenas se sentó, oyó cantar un ruiseñor.

Asenéth comprendia el lenguaje de las aves, y oyó que el ruiseñor decia:

– ¿Qué haces tú ahí, hermana golondrina, desvelada en un nido ageno?

– Estoy muy cansada y no he podido llegar al alcázar de Toledo; me he parado en este ciprés, y sin embargo no he podido dormirme.

– ¿Te ha sucedido algo que te aflija, hermana?

– Sí; esta mañana con el alba salí de Africa; allí quema ya el sol, y los manantiales están secos, rugen los leones sedientos y los vencejos caen sofocados de calor.

Yo habia dejado mi nido en el alcázar de Toledo, y dije á mi esposo:

– Amado mio, yo me voy á España, sígueme.

– Tengo que arreglar aquí unos negocios con nuestro rey, se acerca la grande partida, pero vete tu sola si el calor te sofoca, ya sabes el camino, arregla nuestra casa para cuando lleguemos.

Me despedí de él, y llegué á España cuando ya el sol quemaba.

Estaba muy cansada.

Volaba entonces sobre la hermosa tierra del Iliberis.

Mis alas estaban doloridas.

Abatí el vuelo sobre un frondoso bosque y me escondí con delicia en un sicomoro.

¡Ay hermano ruiseñor! estaba escrito que yo no reposase.

Apenas habia plegado mis alas y esponjado mis plumas, cuando he aquí que de una negra sima que se veia á poca distancia desde el sicomoro, salió un culebron enorme.

Yo me aterré y me dí por perdida, y no pude moverme.

Creí morir.

Pero el culebron, no reparó en mí.

Empezó á silvar, y yo entendia sus silvidos.

El culebron decia:

– Hermano lagarto, el de las escamas blancas, verdes y azules, ven.

Ven, hermano lagarto, el de las escamas azules, verdes y blancas.

Y se oyó ruido entre la yerba, y un lagarto enorme se asomó al borde de la sima y se puso á mirar á la culebra agitando la cola.

– ¿Qué sucede, hermana mia? dijo el lagarto.

– ¿Te acuerdas? dijo la culebra.

– ¿De qué?

– De la tarde de horrores.

– ¡Ah! ¿de aquella tarde en que un anciano de barba blanca, que venia montado en un asno, y acompañado de sus dos hijos, hombre y muger, se detuvo al pié de la acacia junto á la fuente?

– Sí. ¿Te acuerdas?

– Me acuerdo de que el viejo se apeó, se sentó junto á la fuente, sacó su hijo provisiones de unas alforjas, comieron él y su padre y su hermana, y luego el viejo se tendió bajo la acacia y se durmió.

– ¡Sí! ¡sí! veo que te acuerdas, y te acordarás tambien de que los dos hijos del viejo eran muy jóvenes: el tendria veinte años y ella catorce. El era hermoso y fuerte, y ella delicada y pura como una flor.

– Sí, es verdad, dijo el lagarto; él se llamaba Jamné y ella Zelpha.

– ¿Y eran judíos?

– Y malditos.

– ¿Te acuerdas?

– El asno que era muy fuerte iba muy cargado y pacia la yerba; pero paciendo, paciendo, no quitaba ojo del viejo que dormia.

– ¿Y no te acuerdas de mas? dijo la culebra.

– ¡Vaya! me acuerdo de lo que dijeron los dos malditos, ¿y tú?

– Yo tambien.

– Jamné se acercó á su padre y le examinó atentamente: el viejo no se movia: entonces Jamné sacó de entre su hopalanda un largo y reluciente puñal, y acercó su hoja á la entreabierta boca de su padre.

La brillante hoja del puñal no se empañó.

– Nuestro padre no despertará, dijo Jamné á Zelpha.

– ¿Y por qué? dijo Zelpha.

– Porque nuestro padre ha comido un dátil que yo traia guardado para él desde Africa.

Zelpha se encojió de hombros.

– De modo que, dijo, lo que el asno trae sobre sí, es nuestro.

– Nuestro es el tesoro de perlas, diamantes y telas preciosas que trae sobre sí el asno.

– ¿Y dónde iremos á llevar esas riquezas?

– A la córte imperial de los godos, á Toledo. Pero para que no interrumpan el sueño de nuestro padre, acostémosle en un lecho eterno.

– ¿Y cómo abriremos ese lecho? no tenemos mas hierro que tu puñal.

– Aquí hay una ancha sepultura, dijo Jamné señalando á la sima.

– ¡Ah! es verdad. El diablo nos esperaba, dijo sonriendo de una manera horrible Zelpha, y ha abierto la sepultura de nuestro padre.

– Ayúdame á arrojarle en ella, hermana.

– ¿Y no temes que algun dia nos llame á esta sepultura la voz de nuestro padre? dijo Zelpha:

– Dios es Satanás, dijo impíamente Jamné, ¿te acuerdas, hermano lagarto?

– Vaya si me acuerdo, y me acuerdo tambien de que al escuchar aquella blasfemia me estremecí: los hombres son impíos, porque son soberbios, y una poca de ciencia les hace revelarse contra Dios: los dos hermanos malditos eran sábios, conocian la ciencia del mal, y como el dios del mal era quien les inspiraba, creian que no habia mas Dios que Satanás: Satanás, á quien el asesinato, el parricidio y la impureza son agradables. ¡Vaya si me acuerdo! Luego, los dos hermanos asieron el cadáver de su padre, el uno por los pies, y el otro por la cabeza, le mecieron un momento y le arrojaron en medio de la sima.

– Y luego, añadió la culebra, los dos miserables se acercaron al asno: ¿te acuerdas de lo que sucedió?

– Sucedió que el asno al acercarse el parricida, se volvió y le dió una coz en la frente y no le hizo daño, pero marcó sobre su frente maldita una mancha roja é indeleble.

– Así fué, así fué, hermano lagarto. Luego Jamné castigó al asno, montó en él á su hermana Zelpha, tiró del jumento y desaparecieron entre los árboles.

– Yo me quedé horrorizado, dijo el lagarto.

– Y yo tambien, añadió la culebra.

– Y yo, dijo la golondrina, que escuchaba todo esto, sentia que las plumas se me arrancaban de la carne, amigo ruiseñor.

– Los hombres son infames y réprobos, añadió el ruiseñor; se gozan en el mal: yo no los puedo ver.

– Ni yo: el año pasado me destruyeron mi nido.

– Y á mi hace pocos dias me mataron mi compañera, por eso canto tan tristemente.

 

– ¡Pobre ruiseñor!

– ¿Y no dijeron mas el lagarto y la culebra?

– Sí, sí dijeron: y yo los escuchaba, porque aunque tenia mucho miedo, tenia mas curiosidad.

– Hembra al fin, dijo el ruiseñor.

– Pues como decia, continuó la golondrina desentendiéndose en la observacion del ruiseñor, el lagarto y la culebra siguieron hablando, y yo escuchándolos.

– Tú y yo, dijo la culebra, cuando desaparecieron los dos infames, nos despedimos escandalizados y llenos de horror por lo que habiamos visto, tú te metiste en tu grieta y yo me bajé abajo á lo profundo, donde tú no has querido nunca bajar.

– Está aquello muy lóbrego y muy oscuro; y aunque tú me has dicho que en pasando de lo oscuro hay maravillas, he tenido miedo: en una ocasion quise bajar, y al llegar á cierto punto me volví asustado: se oia un ruido atronador, sordo, espantable.

– Es el alma de Abraham, el padre de Jamné y de Zelpha, que se revuelve rugiente y maldice de contínuo á sus hijos y á las generaciones de sus hijos.

– Y tiene razon, dijo el lagarto.

– Pero él se tuvo la culpa de lo que le sucedió: bien claro se lo dijeron los astrólogos.

– ¿Y qué le dijeron los astrólogos? preguntó el lagarto.

– Oye la historia de Abraham.

El lagarto se acomodó en la yerba para oir mejor, y yo apliqué mi oido con cuanta atencion pude; mi curiosidad crecia.

– Hace veinte años, un médico judío que ya pasaba de los treinta, entró montado en un asno por una de las puertas de Damasco.

Aquel médico era Abraham.

Conocia las virtudes de las yerbas, y sabia hacer filtros; pero nunca habia hecho venenos ni invocado á Satanás: era demasiado caritativo para que pudiese hacer lo uno, y harto temeroso de Dios para que pudiese hacer lo otro. Siendo muy niño habia perdido á sus padres, y entrado á servir para que lo sustentase á un famoso médico árabe. Le acompañaba á las montañas y á los valles á buscar yerbas salutíferas, y luego á ver á los enfermos: en doce años que estuvo al lado del médico se hizo tan sábio como él, y conoció todas las yerbas que él conocia, y aprendió á curar todas las enfermedades que él curaba. Con el ejemplo del sábio árabe, que era muy religioso, se hizo creyente, temeroso de Dios, y caritativo y buen hombre.

El médico árabe le queria como á un hijo.

Y sin embargo, el mismo dia en que Abraham cumplia sus treinta años, y siendo ya muy viejo el médico árabe, éste le dijo:

– Ya eres hombre crecido, sabes todo lo que yo sé y no es bien que continúes en la servidumbre: te compraré un asno, una bolsa y yerbas medicinales, y te irás por el mundo á probar fortuna.

– Pero yo no quiero separarme de tí, que eres mi padre, dijo Abraham: quédante pocos años de vida y quiero estar á tu lado para cerrarte los ojos.

– Tú no puedes permanecer en mi casa, dijo el médico, porque si permaneces vendrá sobre tí y sobre mí una gran desgracia.

– ¿Pero qué desgracia puede sucedernos, siendo como lo somos, piadosos y guardadores de los preceptos de Dios?

– No puedes permanecer en mi casa, dijo el anciano.

– Si tú me arrojares de ella, me iré, pero permaneceré en la ciudad esperando que pase tu enojo y que me llames á tí.

– Yo no estoy enojado contigo, pero te aconsejo y te mando que salgas de mi casa. Dios lo quiere.

– ¿Y no me dirás el secreto de tu resolucion?

– No debo decírtelo. Vé, hijo mio, vé, que donde quiera que fueses, irá contigo mi bendicion.

Era tal y tan firme la resolucion del anciano médico, que Abraham se vió obligado á obedecer: tomó la bolsa y algunas ropas que le dió el viejo, montó en el asno y se alejó llorando y desolado; pero no salió de Alejandría, en cuya ciudad moraban, sino que se fué á vivir á un barrio fuera de los muros, y se dió á conocer como médico, y empezó á curar y adquirir fama, hasta el punto de que se hizo en muy pocos dias el médico mas famoso de la ciudad.

– ¿Quién te ha contado esa historia, hermana culebra? dijo con acento de incredulidad el lagarto.

– Me la ha contado el alma del mismo Abraham, hermano lagarto, dijo ofendida la culebra; y si tú no hubieses sido cobarde y hubieras bajado al último suelo de la sima, al palacio encantado y maravilloso donde pena Abraham por desobediente á Dios, el alma de Abraham te hubiera contado tambien esta historia.

– No te ofendas, amiga culebra, dijo el lagarto; pero es tan maravilloso lo que me cuentas…

– Pues aun quedan mas maravillas.

– ¿Y dime, por qué amando de tal modo á Abraham el viejo médico árabe le echó de su casa?

– Por que el viejo tenia una hija hermosísima.

– ¡Ah! ¿y se habia enamorado de ella Abraham?

– No, porque Abraham no la conocia. El médico tenia escondida á su hija como un tesoro.

Porque Abraham era avaro y fundaba en su hija grandes esperanzas.

Leila-Fatimah92 era una doncella de diez y seis años.

Parecia que Dios se habia complacido en ella.

Si algun hombre la hubiera visto hubiera desfallecido de amor como á la vista de una hurí.

Su frente era un arca de pureza, sus ojos dos lumbreras de amor, sus cabellos redes de almas, y su cuello, y su seno, y su talle, atractivo de corazones.

Al verla en sus primeros años tan hermosa, el avaro médico dijo:

– Mi esposa me ha dado una perla: pues bien, embellezcamos esta perla; rodeémosla de atractivos, pulámosla y hagámosla tan hermosa que sea inapreciable.

Y la enseñó todo lo que sabia, que no era poco, y quiso que aprendiese lo que él no sabia, que era mucho.

Buscó á una maga y la pagó espléndidamente para que enseñase á Leila-Fatimah la ciencia de los astros y de lo infinito; pero del infinito que viene de Dios, no de lo infinito del mal, que viene del diablo.

Pero la maga era mala, y sin que lo supiese el viejo médico enseño á Leila-Fatimah la ciencia de lo oculto, y la hechicería y la cábala.

Y la ciencia hacia cada vez mas hermosa á Leila-Fatimah, dando á su mirada un brillo sobrenatural, á su frente una magestad irresistible, á su sonrisa un poder del infierno.

Y el anciano médico, cada vez que veia crecer á su hija en ciencia y en hermosura, se frotaba alegremente las manos y esclamaba:

– Cuando tú hayas llegado á la fuerza de tu juventud y á la cumbre de la ciencia, yo te llevaré á Damasco y te presentaré al califa. Y el califa se enamorará de tí, porque no podrá menos de enamorarse, y tú serás sultana, y yo seré wazir del califa, y tendré alcázares y tesoros, y esclavos, y recojeré al fin el fruto digno de mis vigilias durante tantos años.

Y cuando el codicioso médico vió que su hija era sábia, aunque era todavía niña, quiso que tuviese todo lo que hace amable á una muger, y buscó bayaderas y las llevó á su casa, y las bayaderas, espléndidamente pagadas, enseñaron á Leila-Fatimah las danzas lúbricas que ellas bailaban en las plazas, agitando sus panderetas al son de sus guzlas.

Y al poco tiempo Leila-Fatimah, bailaba como la mejor bayadera, tocaba la guzla y la tiorba y la guitarra, y repicaba las castañuelas como una hija de Egipto, y hacia hermosos versos, y cantaba como una alondra.

Y era mas: Leila-Fatimah amaba, porque el diablo la habia enseñado á amar.

Y era el amor de Leila-Fatimah ardiente y voluptuoso, como inspirado por el diablo.

Y soñaba con sus amores, sin objeto y se abrasaba en ellos, y como no veia á nadie, por que su padre la tenia casi emparedada, un dia en que el delirio de su amor de vírgen era mas intenso, evocó al diablo.

El diablo se la presentó en la figura de Abraham.

Abraham era muy hermoso, y Leila se enamoró de él.

Y fué á arrojarse en sus brazos.

Pero como el diablo era un espíritu, se le huyó.

– ¿Por qué huyes de mí, luz de mis ojos, alegría de mi alma, agua fresca y cristalina de mi sed, dijo llorando Leila-Fatimah.

El diablo, que se habia propuesto representar á Abraham, la dijo:

– Yo no puedo ser tuyo, mientras viva tu padre.

– ¿Y por qué?

– Porque entre estas paredes desfallezco, me ahogo; yo no puedo darte mi amor si no en medio de los jardines, á la luz de la luna, libres tú y yo como los pájaros que vuelan de una enramada á otra enramada.

– ¿Y quién eres tú?

– Yo soy un discípulo de tu padre, médico como él, y como él sábio. Yo no puedo ser tuyo, porque como tu padre te guarda, me he valido de la ciencia para meterme en tus habitaciones convertido en un soplo de aire por las rendijas dé las puertas, y me he dejado el cuerpo fuera.

– Pero yo te veo; veo tus ojos, veo tu boca que me sonrie.

– Sí, sí, eso es verdad; es que mi espíritu toma la apariencia de mi cuerpo, pero para que te convenzas, llega á mí y áseme si puedes.

Leila-Fatimah se dirijió al diablo, disfrazado con la figura de Abraham, y aunque el diablo no huyó, solo cojió Leila aire.

– ¿Y cómo te llamas? dijo jadeante de deseo la hermosísima doncella.

– Abraham.

– ¿Y vives en la casa de mi padre?

– Sí.

– ¡Oh! pues yo haré que mi padre abra las puertas de mis habitaciones para que pueda entrar tu cuerpo.

– Tu padre no consentirá, porque te guarda para el califa de Damasco.

– ¡Para el califa, que será un señor muy sério y muy déspota que me tratará como á una esclava! dijo Leila-Fatimah; no, yo te amo á tí, y solo seré tuya: mi padre me ama y no me negará el ser tu esposa.

– Tú no serás mi esposa mientras tu padre viva.

– Mi padre me ama.

– Tu padre ama mas al oro, y espera que el califa le pague esplendidamente tu hermosura.

– ¡Oh!¡oh! dijo Leila-Fatimah, en cuyos ojos apareció una espresion terrible: pues si eso es verdad, mi padre no me venderá al califa. Yo soy sábia, mas sábia que él, ¡oh! ¡oh! mi padre no me venderá al califa, y tú serás mio, yo te le juro.

– Ya eres muger y hermosa, y dentro de tres dias, tu padre te meterá en un palanquin y te llevará á Damasco.

– No me llevará.

– Lo veremos; tu padre se acerca, y yo me voy, quédate en paz.

Y el diablo, se desvaneció como humo.

Leila-Fatimah, se quedó desesperada.

Poco despues, sonaron llaves y cerrojos y puertas, y el severo médico entró en el retrete donde acurrucada en un diván estaba su hija llorando.

Al verla el médico, pálida y desolada, se aterró.

– ¿Qué te contrista, alegría de mi vida, esperanza de mis canas? dijo el médico.

– Amo á un hombre, buen padre mio, dijo Leila fijando en él sus hermosos ojos negros llenos de lágrimas.

El médico, á pesar de sus años, dió un salto.

– ¡Que amas!.. ¡que amas á un hombre! esclamó temblándole la barba de miedo y de cólera. ¿Mas cuándo has visto á un hombre?

– Yo amo á tu discípulo Abraham.

– ¿Pero dónde has visto tú á mi discípulo? esclamó en el colmo de su cólera, el médico.

– Yo le amo, y quiero ser su esposa, contestó Leila-Fatimah llorando como un niño voluntarioso.

– Tú no has nacido para ese perro judío, esclamó completamente fuera de sí el médico.

– Yo le amo y le quiero, repitió Leila llorando mas fuerte.

– Pero ¿cómo, cuando, donde le has visto?

Leila no quiso decir la verdad á su padre porque amaba á Abraham, y no queria esponerle á la cólera del viejo.

– Yo soy sábia, padre: un dia mi corazon se abrasaba en un fuego dulce y desconocido: tenia sed en el alma. Entonces evoqué á un génio y le dije:

– ¿Por qué mi sueño es fatigoso; por qué lloro sin causa; por qué mi corazon se estremece, y mi alma está triste?

– Tú amas, me dijo el génio: has llegado á la edad en que el corazon de una vírgen se abre como el capullo de una rosa para recibir el rocío de la mañana.

El médico se desesperó porque no habia contado con la naturaleza, que habla al alma de las niñas aunque se las guarde en el fondo de un pozo.

Porque el amor nace con ellas, y llega un dia en que habla, y seduce y enloquece.

Y se arrepintió de haberla hecho sábia.

Pero quiso saber hasta el fin todo el secreto de los vírgenes amores de su hija.

– ¿Y dónde has visto á Abraham? la dijo.

– ¡Soy sábia! dijo con énfasis Leila.

– ¡Ah! has buscado un hombre y ha venido á tí la imágen del que tenias mas cerca: pues bien, yo apartaré de tí ese peligro.

– Si le apartas de mí moriremos, padre, dijo con acento solemne Leila.

– ¡Que moriremos! esclamó con espanto el médico.

– Sí, porque yo moriré sin su amor, y el remordimiento de haber causado mi muerte, te matará.

 

Leila, invirtiendo su pensamiento se habia sentenciado.

Un terror vago llenó de un frio apenador el alma del médico, y huyó encerrando de nuevo á su hija.

Procuró dominarse, sin embargo, y llamó á Abraham, y sin decirle la causa de su resolucion, le despidió.

Abraham, pues, que nada sabia, tomó la bolsa que le dió su maestro, el médico, montó en el asno, y se alejó de la casa.

92Noche hermosa.