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La alhambra; leyendas árabes

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XX

Apenas el mago habia salido ó desaparecido, cuando se abrió la puerta, y deslumbrante de galas y de brocados, entró Masud-Almoharaví.

María se estremeció; pero recordando las últimas palabras del mago dominó su conmocion.

– Hermosa sultana del amor, dijo Masud-Almoharaví; que Allah te guarde y te bendiga. Héme ante tí, que vengo á ofrecerte mi amor y mi alma.

– ¡Tu amor y tu alma! lo mismo me dice el rey, y tú eres su siervo.

– El rey ha muerto, dijo con voz lúgubre el wazir.

– ¡Que ha muerto el rey!

– ¿No has oido hoy rumor de combate?

– Sí.

– ¿No has visto correr los esclavos negros por los adarves?

– Sí.

– ¿Y nada has sospechado?

– He creido por un momento que los cristianos…

– ¡Llegar los cristianos á la Alhambra! ¡cuando los cristianos lleguen á sus muros, los montones de cadáveres serán mas altos que las sierras, y la Vega se habrá convertido en un mar de sangre!

– ¿Y quién ha matado al rey?

– Yo, dijo Masud-Almoharaví, mintiendo porque no queria decir á María que el infante Ebn-Ismail habia matado por ella al rey.

– ¿Y por qué le has matado? dijo María.

– ¡Le amabas!

– ¡Amarle yo! esclamó con horror María.

– Agradéceme entonces su muerte, porque con ella te he librado de una suerte horrible.

María, recordando siempre las últimas palabras del mago, se dominó.

– Sí, sí, es verdad, dijo: el rey Abul-Walid era un tirano. Anoche… ¡oh que horror!.. pero siéntate, siéntate junto á mí.

Masud-Almoharaví se sentó trasportado de deseo junto á María.

Y la jóven, con el magnífico trage musulman que la habia obligado á vestir el rey Abul-Walid, quitándola sus ropas castellanas; con sus ricos cabellos rubios agrupados en anchas y largas trenzas; con su blancura nacarada, con sus resplandecientes ojos negros, y con el encendido color que asomaba á sus megillas, escitado por la situacion difícil en que se encontraba, era el hermosísimo trasunto de un sueño de amores.

Masud-Almoharaví contrastaba enérgicamente con ella: era ya viejo, estaba pálido y demacrado: sus enormes ojos, en que se traslucia la raza africana, tenian un no se qué de terrible, de fiero, de amenazador, aun cuando querian dulcificarse y espresar el amor ó la amistad: sobre su frente habia impreso una profunda arruga el remordimiento, y sus ricas galas hacian contrastar esta fealdad del cuerpo y del alma que aparecian en su semblante.

Masud-Almoharaví no habia amado hasta entonces mas que á su ambicion; pero desde un dia en que acompañando al rey Abul-Walid vió á María, su corazon se abrió al amor, y á un amor tan violento cuanto habia tardado en conocerle su corazon.

En el breve espacio que habia pasado entre el dia en que el rey Abul-Walid habia traido de Martos á la jóven, hasta que el rey murió, Masud-Almoharaví la habia visto algunas veces.

La última la habia hablado de amor.

María le rechazó.

Por esta razon María conocia a Masud-Almoharaví.

Por el anterior desdén de María, el enamorado wazir se maravillaba de que la jóven le sonriese y le hubiese mandado sentar á su lado.

– La muger, como el hombre, dijo para sí Masud, tiene ambicion: cuando el rey la enamoraba, esta rosa de Hiram rae despreció: ahora que el rey ha muerto es distinto: yo puedo ser para ella el prendido de perlas que ciña su cabeza, los perfumes que suavicen su cuerpo, las telas brillantes que realcen su hermosura: yo daré á esta doncella cuanto quiera, y será mia.

Y obedeciendo á este pensamiento, Masud la dijo:

– Esta torre es muy triste, ¿no es verdad?

– No, no señor; dijo María: por el contrario, ¡es tan bella esa quebrada que serpea al pie de la torre! ¡suena tan blandamente el arroyo que por esa quebrada se despeña! ¡cantan con una música tan regalada los ruiseñores que anidan en los laureles del cercano monte, y es esta torre tan hermosa! Desde aquella ventana veo salir el sol, y por esa otra le miro ponerse: la luna parece mas hermosa en medio de este silencio: solo estaría mejor que en esta torre…

– ¿En dónde?

– En los lugares donde nací… ó al menos donde me crié, añadió María recordando que habia nacido en uno de los cármenes de Granada.

– ¡Oh! ¿vivirias mas alegre en Martos? dijo Masud.

– ¡Oh! si señor, allí reposan los restos de mi padre.

Y los ojos de María se llenaron de lágrimas á la memoria del buen Sancho de Arias.

– ¿Y no dejaste allí un amante?

María se acordó de las palabras del mago, y replicó sin vacilar:

– ¡Ah! no señor; nunca he amado.

– ¿No has amado tampoco al rey Abul-Walid?

– ¿Si le amara, no lloraria por su muerte?

– El rey era hermoso y jóven aun, y galan y enamorado: dijo Masud-Almoharaví dominando un estremecimiento, porque no podia alejar de sí el recuerdo del instante en que vió ante sí á Ketirah, lavando el puñal con que habia acabado de malar al rey.

– Sí, sí, dijo María; el rey moro era hermoso, y tierno y enamorado: ¿pero no era yo su cautiva? ¿no me habia arrancado de mi patria? yo no puedo amar lejos de mi patria: yo mientras esté en prisiones solo puedo gemir como el ruiseñor, aun cuando esté encerrado en una jaula de oro.

– Pues bien; si solo en tu patria puedes amar, cristiana, yo acaudillaré mis ginetes é iré á apoderarme de Martos, construiré en él para tí un alcázar, y vivirás en él.

– ¿Pero Martos no estaba en poder de los moros?

– El rey Abul-Walid dejó en él poca guarda y los fronteros de Alcaudete y de Jaen han vuelto á apoderarse de la villa. Pero no importa, yo llevaré á Martos mi bandera, yo reduciré de nuevo aquella villa, te llevaré á ella y viviré á tu lado.

Presentóse de repente á la vista de María, Martos entregado de nuevo al degüello y al incendio, sus viejos y sus niños muertos, sus doncellas, las que hubiesen quedado del rebato anterior, hechas cautivas, y se estremeció.

– No, no, dijo: creo que lo que me impide amar, no es el estar separada de mi patria, sino el dolor que siento por la muerte de mi padre.

– ¡Oh! esclamó Masud: yo seré á un tiempo para tí, tu padre, tu esposo, tu hermano, si tú quisieres: yo haré venir para tí de Oriente los perfumes mas preciados, la púrpura mas encendida, las telas de oro y plata, cuantas preciosidades crió Dios y descubrieron los hombres; yo te daré mi alma, y tú serás mi arcángel y mi hurí, sobre la tierra.

– Espera, dijo María.

– ¡Que espere! ¡tú no sabes lo que es esperar cuando se ama! ¡tú no sabes lo que es vivir muriendo en la duda! yo no lo sabia tampoco hasta que te ví, cristiana; pero desde que le he visto, en mis sueños, en mi vela, donde quiera que estoy me persigue tu imágen: por tí vivo y por tí muero: sin tí el mundo me es odioso y triste; contigo la mansion mas lóbrega seria para mí un paraiso.

– ¡Espera! repitió María.

– ¿Y llegará un dia en que me ames?

– Yo no he amado nunca, dijo María recordando las palabras del mago.

– Pues bien; yo haré tanto, que tú me amarás, dijo Masud.

Y enamorando á María, y contenido por un poder incomprensible, pasó con ella gran parte de la noche hasta que oyó tres palmadas.

Era la seña de la sultana Ketirah, que le avisaba de que ya era hora de volver al alcázar.

Empezaba á alborear.

Masud-Almoharaví salió, prometiendo á María que volveria á la noche siguiente.

Cuando María se quedó sola, se arrodilló y oró á Dios, primero por el alma de su madre, luego por la de Sancho de Arias, y al fin por su Gonzalo y por su amor.

XXI

Y pasaron algunas noches, y todas ellas la sultana fué á la torre de la Cautiva á recibir entre sus brazos al infante Ebn-Ismail, y Masud á decir sus amores á María.

El infante se mostraba cada vez mas enamorado de Ketirah.

María decia siempre á Masud:

– ¡Espera!

Y la sultana moria de amor entre los brazos del infante, y Masud de impaciencia y de amor al lado de María.

Habia llegado aquella noche, en que, como dijimos al principio de esta leyenda, Masud estaba delante de María.

De María, que mas pálida y mas triste que de costumbre, doblegaba la cabeza bajo uno de esos presentimientos oscuros que nos oprimen el corazon, porque no sabemos si vá á acontecernos una gran ventura, ó una gran desgracia.

La sultana Ketirah, por su parte, en la habitacion inferior, estaba consternada.

Al entrar el infante por el ajimez la habia rechazado, y su semblante estaba lívido y sombrío.

Para que nuestros lectores comprendan lo que pasó aquella noche en la torre de la Cautiva, es necesario que retrocedamos á la noche aquella en que el mago tuvo su última entrevista con María.

XXII

Pero al retroceder vamos á encontrarnos, no en la Alhambra, sino en la cámara de un fuerte castillo; no en Granada, sino en Algeciras.

Es ya tarde.

Los atalayas del muro entonan de tiempo en tiempo un grito de alerta.

La luna se sepulta en el mar, que abrillantado por su reflejo, parece una inmensa llanura de plata.

A lo lejos se vé á Gibraltar saliendo como un negro fantasma sobre las ondas.

En la magnífica cámara de la torre del homenage del alcázar de Algeciras, sobre un divan de pieles de tigre, duerme un hombre.

Es ya casi anciano, pero hermoso todavía.

Su sueño parece agitado, y la cercana luz de la lámpara deja ver la contraccion de su semblante.

Sueña, y su sueño le tortura el alma.

Sueña con su hijo.

Con el infante Ebn-Ismail.

Porque el hombre que duerme es Mohammet-Abd-el-Rahhaman, infante de Granada y walí de Algeciras.

El amante de Walidé y de doña Catalina de Cardona.

El walí sueña con su hijo:

Con su hijo, que despues de haber muerto al rey de Granada, no se sabe dónde para.

 

Su padre cree verle entre los brazos de una muger.

Y aquella muger le horroriza.

Porque cree conocerla, aunque no la ha visto nunca.

En la hermosa frente de aquella muger le parece leer una maldicion.

Y que su hijo, uniéndose á ella, está maldito.

Y el sueño vá condensándose en la imaginacion del walí, hasta convertirse en una horrible pesadilla.

Parécele que aquella muger devora á su hijo… que mas que una muger es un vampiro, una mala hada.

El walí despierta aterrado y salta del divan.

Y para refrescar la fiebre de su frente con las auras nocturnas, se asoma á un ajimez.

La luna ha acabado de ponerse; el mar no brilla, la noche ha quedado densamente lóbrega.

– Asi está mi alma, dice el walí; sin luz, sin alegría, como esta noche: pero esta noche pasará, y primero la blanca aurora, y despues el esplendente sol brillarán en la mar, y todo estará alegre menos mi corazon.

El walí suspira.

– ¡Oh! continúa: ¡desde el dia en que la ví muerta! ¡mi cristiana, mi amor!

El walí inclina la cabeza, doblegado por el pesar.

– ¡Han pasado catorce años, y no he podido olvidarla! aun soy jóven y ya mi barba está blanca, y arrugadas mis megillas. Es que el llanto las ha blanqueado, es que al pasar por mis megillas ha dejado en ellas un surco de fuego.

Calló un momento Abd-el-Rahhaman y lanzó su mirada al inmenso espacio, como pretendiendo anegar en él su alma.

– ¡Mi hija! ¡mi pobre hija! esclamó; no la hija de aquella muger maldita; de aquella terrible Walidé, que era tan horrible como su madre; sino la hija de mi cristiana, de la luz de mi alma, de mi perdida Catalina: la hija de mis entrañas; mi hermosa María.

Calló de nuevo el infante.

– Su madre, continuó, quiso que se llamase así, que fuese cristiana… y yo la hice bautizar en secreto por un sacerdote cautivo, á quien dí la libertad… y me robaron á mi pequeña María en aquella funesta sorpresa de Illora. ¡Oh! ¿qué habrá sido de ella?

El walí se retiró de la ventana y se puso á pasear agitado por la cámara. De repente, sus ojos se fijaron en un objeto blanco que habia sobre el diván.

Se acercó y lo tomó: era un pergamino enrollado.

Acercóse á la luz de la lámpara, tomó aquel pergamino, y le leyó.

A medida que le leia, una conmocion profunda le agitaba, y se ponia cada vez mas pálido.

– ¡Mi hija! ¡mi hija! esclamó: ¡conque mi hija vive, y está cautiva en la Alhambra de Granada, y mi hijo se aduerme entre los brazos de esa sultana adúltera! ¡Oh! ¡es necesario correr, volar, salvarlos á los dos! ¡Zuleka! ¡Zuleka!

Y á la voz del walí se abrió una puerta y apareció un moro.

– Pronto, Zuleka, mi caballo, el tuyo, cien ginetes: vamos á partir ahora mismo á Granada.

Zuleka desapareció: poco despues, el walí Abd-el-Rahhaman, su katib ó secretario Zuleka, y cien esclavos, cavalgaban á la carrera por un oscuro camino.

XXIII

Al tercer dia de viage, el walí Abd-el-Rahhman entró en el reino de Granada por la parte de la frontera de Murcia.

Era un caloroso crepúsculo de verano: el sol, que ya habia traspuesto, habia dejado anchos girones rojos en el horizonte: relámpagos producidos por el calor, se mezclaban momentáneamente á aquel color rogizo, tiñendo con él el espacio y las montañas, en cuyos altísimos picos reflejaba el postrer rayo del sol, que ya se habia ocultado para los valles.

Negros nubarrones avanzaban por el mediodía, impulsados por un viento abrasador, y roncos y pesados truenos retumbaban en la inmensidad.

– ¡Arriba, arriba, señor! esclamó Zuleka dirigiéndose al walí y tomando con su caballo uno de los repechos de la montaña: la tormenta avanza, y muy pronto la rambla será un torrente. ¡Arriba, arriba, señor!

Abd-el-Rahhman, que iba profundamente distraido, tornó en sí á la voz de Zuleka, vió que el cielo se ponia rojo; vió las negras nubes que avanzaban en escuadron cerrado; escuchó los roncos bramidos del trueno y el sordo silvar del viento, y empezó á trepar por la ladera en que se habia aventurado ya Zuleka.

Los cien ginetes de su resguardo le siguieron.

Trepaban por la tortuosa senda de una asperísima montaña.

Aquella senda que serpeaba por la falda no llegaba hasta la cumbre, sino que iba á parar á la oscura boca de una caverna, situada á la mitad del acceso.

Los caballos trepaban con trabajo.

Los del walí y Zuleka, iban mucho mas delanteros que los de los ginetes moros, no porque fuesen mas fuertes, sino porque los moros refrenaban á sus caballos procurando, aunque simuladamente, que no adelantasen.

Lo que producia esta resistencia á adelantar en los ginetes, era una voz que habia corrido entre ellos en el mismo momento en que entraban en el sendero que conducia á la caverna.

– Vamos á la cueva de las trescientas cincuenta y cuatro malas hadas, habia dicho uno de ellos, que era del pais por el cual marchaban á la sazon.

– ¡De las trescientas cincuenta y cuatro malas hadas has dicho! replicó otro moro.

– Sí; de las malditas, que salen de noche de su caverna, roban de sus cunas á los niños, los devoran, y á la noche siguiente van á poner sus corazones roidos envueltos en sus ropas ensangrentadas, en las mismas cunas de donde los robaron, para que los vean sus madres.

– Pero nosotros no somos niños, dijo otro de los soldados.

– Pues peor; mucho peor, dijo el que referia: somos hombres… y no sabeis lo que las malas hadas que moran en la caverna hacen con los hombres.

– No.

– ¿Qué hacen?

– Cuando un hombre jóven, ó aun cuando no sea jóven, cuando un hombre fuerte, pasa por este desfiladero, la mayor, esto es, la primera nacida de las hadas, sale á la puerta de la caverna y arroja al viento un puñado de sal diciendo: ¡Hermana mia, la tempestad, ven! y apenas la maldita, la condenada de Dios, dice estas palabras, cuando sucede lo que está sucediendo ahora: el viento zumba, las nubes salen no se sabe de donde, retumba el trueno, arden los relámpagos, el cielo se cubre y se pone negro, y cae en medio de las mas profundas tinieblas un aguacero violento que dura á veces algunas horas: cuando pasa, el torrente producido en la rambla por la lluvia parece sangre.

– ¿Y para qué llama la hermana mayor de las hadas malas á su hermana la tempestad?

– Y para que el viagero á quien la tempestad sorprende busque albergue en la caverna.

– ¡Ah!

– ¿Y qué hacen con el viagero?

– Las hadas que moran en esa caverna, continuó el narrador, son los espíritus de trescientas cincuenta y cuatro doncellas, cuyas madres murieron enamoradas de su padre antes de darlas á luz. Sienten una sed de amor rabiosa, que procuran satisfacer sin conseguirlo, con todos los que pasan este desfiladero, y que ignorando el peligro, se olvidan de llevar consigo, para que los defienda de la impureza de las hadas, el sello cabalístico del poderoso Salomon.

– Pues yo no lo llevo.

– Ni yo.

– Ni yo.

– Y acaso tampoco lo lleve nuestro señor, que ya está cerca de la gruta, dijo el narrador.

– ¿Y por qué no le avisamos?

– ¿Y quién se atreve? Ya sabeis que nuestro señor castiga á sangre á quien le habla cuando él no le pregunta: ya sabeis que dice que el que se entromete á hablar á su señor cuando él no le habla, comete un atrevimiento, y que siervo que se atreve á su dueño, está muy cerca de ser traidor. Si yo le hablara, á la primera palabra me tenderia á sus pies. ¿Le hablaria alguno de vosotros?

– ¡No!

– ¡No!

– ¡No!

– Pues ni yo tampoco. ¡Que Dios tenga piedad de él!

A pesar de que los ginetes refrenaban un tanto sus caballos, habian llegado cerca de la gruta á una especie de plataforma de la montaña.

Zuleka entonces se volvió y dejó oir en medio de los mugidos de la tempestad la voz, de su corneta, que en dos toques consecutivos, mandó á los ginetes hacer alto y echar pie á tierra.

Los ginetes obedecieron, y teniendo de las bridas á los caballos, se agruparon alrededor del que contaba el cuento.

Abd-el-Rahhaman y Zuleka, seguian ya á pie y llevando los caballos del diestro, porque la senda se hacia muy áspera hácia la gruta.

– ¿Y qué? ¿qué sucede á los que entran en esa caverna? dijeron algunos.

– ¡Oid! ¡oid! ya la tormenta se echa encima y empieza á llover: amparémonos de la saliente de esta roca, y entretengamos la espera con un cuento maravilloso.

– Sí.

– ¡Cuento!

– ¿Es la historia del encanto de la caverna?

– Si por cierto, la historia de un rey mago, que fué el padre de las trescientas cincuenta y cuatro hadas.

Y los ginetes fueron á ponerse bajo el resalto gigantesco de una roca, y se agruparon en torno del cuentista.

La tempestad descargó entonces en todo su furor, y empezó á oirse el mugido de las aguas que se despeñaban por la rambla y que crecian á cada momento mezclando su bramido cada vez mas ronco y poderoso, al pujante bramido de lo tempestad.

XXIV

– Habeis de saber, amigos, dijo el cuentista, con la importancia y el placer del que tiene pendiente de su palabra la atencion de muchos hombres, que habia en esta tierra, no se sabe cuando, pero sí que hace mucho tiempo, un rey muy poderoso, que habia pasado los años de su vida estudiando la astrología, y la ciencia maldita de lo oculto: era pues, muy sabio, y muy poderoso, pero no era feliz: no tenia que necesitaba, y para procurárselo, conjuró á Satanás.

– ¿Y Satanás obedeció?

– Sí, porque el rey habia estudiado los siete libros mágicos de Salomon, y se habia hecho mago.

– ¿Y que pidió el rey mago á Satanás?

– ¡La felicidad!

– ¿Y se la dió Satanás?

– Le dió lo que él creia la felicidad, esto es, riquezas, y vasallos; poder invencible contra sus enemigos, y una juventud y una hermosura inauditas, durante trescientos cincuenta y cinco años.

– ¡Oh! ¡y qué rey tan feliz! dijo un ginete de barba blanca: ¡un hombre que durante trescientos cincuenta y cinco años, seria jóven, rico, invencible y hermoso, y no sirviendo á nadie.

– Te engañas, dijo el cuentista: el rey mago era esclavo de sí mismo.

– ¡Ah!

– ¡Oh!

– ¿Y cómo?

– Ya vereis: el rey mago estaba cansado de todo; porque hacia mucho tiempo, que las aves del aire, los animales de la tierra, los peces del mar, y los frutos de todo el mundo le servian por su ciencia de manjares, y no encontraba nada que no le repugnase y que pudiese escitar su apetito.

– ¡Ah!

– Además de esto, el mago era soberbio, y queria tener un palacio como no le hubiera en el mundo, y en aquel palacio un harém en que hubiera las mugeres mas maravillosamente hermosas de la tierra. Era además cruel y se gozaba con la sangre, con la muerte y el estrago.

– ¡Ah, maldito!

– En el mismo punto en que pactó con Satanás, que durante trescientos cincuenta y cinco años le tendria por esclavo, con la condicion de que pasados los trescientos cincuenta y cinco años, él seria esclavo suyo por toda una eternidad…

– ¿Tanto valía el alma del rey mago?

– El diablo habia tratado con él de mala fé, porque si el diablo fuese una vez honrado, dejaria de ser el diablo. Ya vereis. En el mismo punto en que estuvo hecho aquel trato, que se hizo por cierto en aquella gruta, el rey mago, dijo á Satanás: – Quiero tener un alcázar como no lo haya tenido el poderoso Salomon.

Apenas dijo el mago estas palabras, cuando sobre la cumbre de esta montaña, apareció un alcázar… yo no puedo deciros como era el alcázar, porque no hay palabras en lo humano para encarecerle. Pero era mas bello, mucho mas bello que la Alhambra, y eso que dicen que la hicieron las buenas hadas del rey Nazar.

– ¡Oh! ¡oh! esclamaron todos los ginetes en coro.

– Y eso que Satanás habia construido el alcázar en un momento.

Repitióse el murmullo de asombro.

– Cuando el rey mago vió aquel palacio tan maravilloso, dijo al diablo: – Satanás, tengo hambre, los frutos y los animales de la tierra me enojan: dame un fruto que no le haya ni en la tierra, ni en el cielo, ni en el infierno.

Y Satanás desapareció por un momento, y volvió á aparecer con una hermosa manzana en la mano. Habia ido por ella al jardin de Hiram y la habia cogido del árbol de la vida.

– ¡Ah!

– Cuando el rey mago comió la manzana, su corazon ardió, sus ojos se pusieron rojos, le devoró una sed terrible, y gritó: – Satanás, quiero recrear mis ojos en ver el esterminio; quiero ver los cadáveres hechos pedazos sobre el campo de batalla, y devorados por los buitres; tengo sed, y quiero aplacarla con sangre humana. – En el mismo punto, Satanás tomó al rey sobre sus alas de murciélago, y en un solo instante le condujo á un campo donde se embestian los egércitos de dos reyes enemigos: y cuando el horno de la pelea estaba encendido y bravo, Satanás se mezcló con el rey entre los combatientes, y el rey veia morir, las unas á las manos de las otras, criaturas de Dios: y se recreaba en cada herida, se alegraba con cada muerte, bebia la sangre de los moribundos, y luego, cuando se hubo acabado la batalla y traspuso el sol, vió á los buitres venir en bandadas, caer sobre el campo de batalla y devorar los cadáveres desnudos. Y entonces esclamó: – ¡Satanás! la noche empieza; tengo sueño; la sangre me ha embriagado; quiero dormir mi embriaguez entre los brazos de la doncella mas hermosa del mundo; llévame donde yo repose y temple mi sed de amor. – Y como Satanás era su esclavo, le tomó sobro sus hombros y le llevó á una cabaña.

 

– ¡A una cabaña!

– Las mugeres mas hermosas, son las que respiran el aire saludable de las montañas, las que se egercitan apacentando sus rebaños, las que templan su sed con el agua pura de los manantiales, y satisfacen su hambre con los sazonados frutos de los árboles; las que nunca se han pintado con alheña las uñas y los cabellos, las que nunca han oprimido con el ceñidor su cintura, ni con el borceguí su pie; las que no han olido otro perfume, que el de los romeros y el que los vientecillos arrancan de las flores; las que para enamorar no conocen el artificio, ni mienten ni tienen celos, ni las devora la envidia: ¡oh! ¡sí! las montañesas de mi tierra son las mugeres mas hermosas del mundo. – Pues, como decia, el diablo llevó á la cabaña de una de estas vírgenes al mago, y como el mago era hermoso y parecia jóven, y le ayudaba Satanás, la pobre muchacha, aunque estaba enamorada de otro, se enamoró de él y le sonrió amorosa, y el mago satisfizo su sed de amor, y durmió entre sus brazos su embriaguez de sangre; y cuando despertó, dijo á Satanás: – Esta muchacha me enoja; llévame á mi alcázar. – Y el diablo le llevó, y este fué el primer dia del pacto del rey mago con Satanás. – Y cuando la muchacha despertó se encontró sola, y buscó enamorada al rey y no le encontró, y empezó á empalidecer y á enflaquecer, y murió á los pocos dias y con ella murió antes de nacer, y teniendo ya un alma impura, la hija que la desdichada habia concebido en sus breves amores con el rey mago.

Y el segundo dia de su pacto con el diablo, el rey comió otra manzana del árbol de la vida, y vió otra batalla, y bebió sangre, y tuvo otra doncella, y la doncella murió, y con ella una hija no nacida.

Y durante el primer año de su pacto con el diablo, comió el rey mago trescientas cincuenta y cuatro manzanas del árbol de la vida, y vió otras tantas batallas, y se embriagó otras tantas veces con sangre humana, y el diablo le dió otras tantas doncellas, que murieron abandonadas, y con ellas, antes de ver la luz, sus hijas. Y el dia en que se cumplia el año, todas estas hijas no nacidas vinieron al palacio del rey mago convertidas en unas hermosísimas hadas, engalanadas con vestiduras tales, tan sútiles, tan trasparentes y tan ricas, como no hay artífice que las hiciese iguales, y adornadas con oro, perlas y diamantes, como no se encuentran ni en los senos de la tierra, ni en las entrañas de las rocas, ni en los abismos del mar. Y el mago vió alrededor de sí, trescientas cincuenta y cuatro hijas, una por cada año de la vida que le habia concedido Satanás, y todas tan hermosas, tan resplandecientes, tan magníficas como el rey mago no habia podido soñar en sus mas ardientes sueños de deseo. Sucedió que cuando el mago vió delante de sí á su primera hija se enamoró perdidamente de ella, y su hija de él; pero por mas que hacian por unirse, los separaba siempre un muro invisible, impenetrable, que les impedia tocarse: y el mago y la hada gemian y giraban alrededor el uno del otro, siempre separados por un muro tan delgado como un cabello y tan claro como el diamante, y como el diamante tan duro. Y cuando el mago vió su segunda hija mas hermosa que la primera, se obstinó más, y así sucesivamente hasta que, rodeado de las trescientas cincuenta y cuatro, y rodeándose todas ellas, y siempre sin poder tocarse, llamó desesperado á Satanás. – Yo muero, dijo; dame la mas hermosa de mis hijas. – Por cada hija tuya, un año de tu vida, dijo Satanás. – Te lo doy, dijo el mago. – Y Satanás rompió el muro de diamante que le separaba de la primera hija, y el uno y el otro se estrecharon en sus brazos.

– ¡Ah, malditos, malditos!

Pero apenas tocó el mago á su primera hija, sintió cansancio de ella y le pareció mas hermosa la segunda. – Dáme mi segunda hija, Satanás, dijo el mago. – ¿Me darás por ella otro año de tu vida? – Sí, contestó el mago. – Ten, pues, dijo Satanás, y le entregó su segunda hija. Pero apenas la tocó el mago, la aborreció. Pidió una tercera á Satanás, y Satanás le pidió otro año de su vida. – Y así, pidiendo una á una sus hijas á Satanás, y dándole por cada una de ellas un año de su vida, y aborreciendo á sus hijas apenas las tocaba, desde el anochecer de una noche de horror, hasta el amanecer de un dia de tormenta, el diablo dió al mago sus trescientas cincuenta y cuatro hijas, y el mago gastó sus trescientos cincuenta y cuatro años sin haber apagado su sed de amor, sin haber cometido un solo incesto. Dios no lo quiso permitir, y el diablo se alegró de ello, porque en un año que llevaba de servir al rey mago, habia conocido que su esclavitud era insoportable. Cuando el mago rechazaba á su última hija, cantó el gallo en la alborada. – Eres mi esclavo, dijo Satanás al mago; tus vicios han sido mas poderosos que tu ciencia, y has gastado en una noche de deseo los trescientos cincuenta y cuatro años que yo te dí por tu alma. – Y asiéndose del rey mago, le arrebató consigo á los abismos, y con el rey mago se hundió su negro palacio, y solo quedó esa caverna, donde sedientas de amor, penan las trescientas cincuenta y cuatro88 hadas malas, sus hijas. Y por su sed de amor, cuando un hombre que no lleva sobre si un amuleto entra en la rambla, las hadas malas llaman á la tempestad, y el viagero, huyendo de ella, trepa á la gruta, y cuando está dentro las hadas se apoderan de él y todas le quieren para sí, y lo despedazan pretendiendo arrebatárselo las unas á las otras, y en el momento en que el desdichado muere, mordido, arañado, sofocado, estrangulado, despedazado, cesa la tempestad y se vé el torrente que se precipita por la rambla, rojo como sangre humana.

¡Y nuestro señor ha entrado en esa maldita caverna!

– Dios tenga piedad de él si no lleva consigo un amuleto.

– ¿Y quién te ha contado ese cuento?

– ¡Qué! ¿dudareis de él?

– No dudo; ¿pero cómo se sabe lo que pasa en esa caverna, si todos los que entran en ella mueren?

– Yo no sé quien lo habrá contado; algun varon justo y temeroso de Dios.

– Además de eso, ¿crees tú que sea falso un cuento que tiene tan provechosa enseñanza?

– ¿Y qué enseñanza es esa?

– Que al hombre le matan sus vicios, le hacen odioso á Dios, y le condenan.

– ¡Ah! ¡ah!

– Pero ved que la tempestad pasa y sale la luna.

– Es verdad; pero nuestro señor no sale de la caverna.

– Sí; pero su katib Zuleka, está sentado tranquilamente á su entrada.

– ¡No importa! ¡no importa! ¿qué habrá sucedido á nuestro señor?

88El año de los árabes, es lunar y consta de 354 dias, escepto el año intercalar, que se cuenta de 34 á 34 años y tiene 355.