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La alhambra; leyendas árabes

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XVI

– ¡Oh! ¡hermoso lucero de mi oscura noche! esclamó el infante asiéndose á la reja y mirando con ansia á la hermosísima doña Catalina.

– Mirad no os equivoqueis caballero, dijo con seriedad la doncella, y no digais esas palabras creyendo que yo soy la hermosa infanta que habeis traido de Granada.

– ¡Oh! no: no: se que sois vos: vos la alegría de mi alma, el agua regalada que mi sed desea.

– Si vuestro caballo no se hubiera espantado, hubiérais vencido á mi hermano, hubiera sido vuestra la infanta, y no os hubiérais acordado de mí. Sin duda que me hablais de amor por vengaros de mi hermano, y si yo he consentido de veros ha sido para deciros por mí misma, que os habeis engañado torpemente al elegirme por medio para vuestra venganza.

– ¡Ah! ¡partiérame una lanza el corazon antes de que yo escuchára de vuestros hermosos labios tan crueles palabras!

Pronunció el infante de una manera tan doloroso estas palabras, que doña Catalina repuso dulcificando su acento:

– ¿Me amais en efecto, no me engañais, puedo fiar en vuestro honor de caballero? ¿y si me amais, cómo es que habeis reñido en duelo la mano de la hermosa infanta granadina?

– Porque creia amarla, señora; pero me engañaba: yo no he amado hasta que os he visto, no: os lo juro por la santa piedra de la Kaba, por el arcángel Gabriel, por Dios, por mi alma. ¡Ah! yo no sabia lo que era morir por una muger hasta ahora; no, no, os lo juro.

– ¡Es singular! dijo doña Catalina: yo amaba á un hombre.

Y doña Catalina se detuvo ruborosa.

– Seguid, alegría de mi vida, seguid: dijo con anhelo el infante.

– Sí; continuó doña Catalina con la voz trémula: yo amaba ó creia amar pero… si es cierto lo que decís… me ha sucedido lo mismo que á vos…

Doña Catalina se detuvo de nuevo.

– ¡Me amais como yo os amo! esclamó el infante loco de alegría: hemos nacido el uno para el otro, vos cristiana yo moro, y al vernos hemos comprendido lo que es el amor; que no habiamos amado hasta que nos hemos visto.

Doña Catalina guardó silencio.

– Hablad, hablad, dijo el infante: ¿no veis que muero?

Y Abd-el-Rahhaman se asía á la reja para sostenerse y temblaba.

– Yo os amo, dijo doña Catalina con la voz apagada.

El infante reclinó su cabeza en la reja y rompió á llorar porque las lágrimas acompañan tanto á las grandes alegrías como á los grandes dolores.

Y al ver llorar á un hombre tan valiente y tan bravo, las entrañas enamoradas de doña Catalina se abrieron.

– Somos muy desgraciados, dijo.

– ¡Desgraciados! esclamó el infante levantando á doña Catalina los ojos nublados por las lágrimas en que reflejaba la luna. ¡Desgraciados! ¿y por qué?

– Vos sois moro; yo soy cristiana.

– Para los que se aman no hay mas Dios que el amor.

– Sois enemigo de mi hermano.

– Le perdono.

– Mi hermano no os perdonará.

– Le diré: amo á vuestra hermana, soy hijo de reyes.

– Mi hermano os pedirá lo que yo no os pido.

–¡Qué!

– Que renegueis de vuestra patria y de vuestro Dios.

– ¡Oh! ¡no! ¡nunca!

– Lo sé y por eso os amaré siempre: yo no podria amar á quien por mí se envileciese.

Guardaron entrambos silencio.

– ¿Me pediriais vos que renegase de mi Dios? dijo doña Catalina.

– ¡Oh! ¡no! respondió el infante.

– Pues bien, amémonos: dijo doña Catalina.

El infante quiso en la locura de su alegría asir una mano que la hermosísima cristiana tenia apoyada en la reja.

Doña Catalina la retiró.

– Amémonos pero desde lejos: guardemos cada uno dentro de nuestra alma, como en un santuario, nuestro amor.

– ¡Amarnos desde lejos! ¿y por qué no unirnos?

– No lo quiere Dios: vos sois moro, yo soy cristiana.

– Vos seguireis siendo cristiana y yo seguiré siendo moro.

Pronunció de una manera tan sentida estas palabras el infante, que doña Catalina no contestó.

Permaneció por un momento en silencio dominada por el amor que el infante la inspiraba.

– ¿Y cómo, cómo, dijo al fin, no separarnos?

– Seguidme.

– ¡Que os siga! ¡qué habeis dicho!

– Necesito veros contínuamente, teneros contínuamente a mi lado para vivir: sin vos los cielos no tienen luz para mi ni el sol resplandores, ni brillan las estrellas, sin vos moriré… ¡ah! ¡vos cuando os negais á seguirme no me amais!

– Amo antes que á vos á mi honra, contestó con voz severa doña Catalina.

Pero su voz temblaba.

– En fin, ¿no sereis mia? ¿no partireis conmigo á mi Granada?

– ¡No! esclamó doña Catalina.

Y guardando silencio por un momento, dijo:

– ¡A Dios!

– ¡A Dios! ¿es decir que me dejais?

– Me aparto de vos.

– ¿Y no volveremos á vernos?

– No nos debemos ver: á Dios.

– Esperad, esperad, vida de mi vida, ved que desdeñando mis amores, me matais.

– A Dios, repitió doña Catalina.

Y cerró la reja.

Abd-el-Rahhaman permaneció algunos momentos delante de aquella reja, mudo, y anonadado y luego alzó con resolucion la cabeza, y dijo:

– Por el Dios Altísimo y Unico, hermosa cristiana que has de ser mia.

XVII

– ¿Y lo fué? preguntó María con gran interés al mago.

– Sí; ¿no te he dicho que tú eres hija de doña Catalina de Cardona?

– ¡Ah!

– El infante de Granada insistió, suplicó, lloró, y al fin como tu madre estaba enamorada, se rindió.

– ¿Huyó con mi padre?

– Sí, con el infante de Granada Abd-el-Rahhaman, la misma noche en que se celebraban las bodas de Men Roger de Cardona, con la infanta Walidé. Asistamos á las bodas, voy á presentártelas. Mira.

Iluminóse el fondo de la habitacion, y María vió una sala rica, colgada de banderas y tapices, y reluciente de luces: al fondo de la sala habia un altar: á un lado del altar habia multitud de damas y al otro gran número de caballeros.

Se abrió una puerta, y entró una dama ya de edad provecta llevando de la mano á otra dama muy jóven, muy hermosa y magníficamente ataviada.

La una dama era la reina de Aragon, la otra la infanta Walidé.

Se abrió otra puerta y apareció otro caballero llevando á otro de la mano.

El que le llevaba, era el rey de Aragon: el que era llevado, Men Roger de Cardona.

Seguian á la reina y á la novia, multitud de damas: al rey y al novio, gran número de caballeros.

Cuando la infanta y Men Roger estuvieron delante del altar, se arrodillaron en unos almohadones.

Luego por una puertecita situada junto al altar, salió el obispo de Tarazona con sus clérigos y su báculo de oro, hizo una plática á los novios y despues les echó la bendicion nupcial.

Y á seguida, en otra cámara mas estensa y mas rica empezó el sarao, que duró hasta muy entrada la noche.

Al fin la reina asió de la mano á la desposada y la condujo á la cámara nupcial donde la dejó sola.

El rey llevó á aquella misma cámara al desposado y se despidió de él á la puerta.

Men Roger y la infanta Walidé quedaron solos.

La infanta no comprendia el dialecto aragonés, pero comprendia sí el lenguaje de los ojos.

Men Roger adelantaba hácia ella pálido de deseo.

La infanta estaba en medio de la estancia, delante del gran lecho nupcial, cruzada de brazos y con la vista inclinada al suelo.

Men Roger se acercó á ella y la abrazó.

Ella no resistió el abrazo.

Pero de repente, cuando Men Roger fué á estampar un beso en la boca de Walidé, dió un grito y cayó de espaldas. Walidé al ser abrazada le habia herido en un costado con un puñal que tenia prevenido, y luego cuando cayó, Walidé, horrible con su venganza, dió de puñaladas al infeliz, sacó de su seno un papel, y con la última puñalada le clavó sobre el pecho de Men Roger.

Aquel papel decia en letras arábigas:

– Las moras de Granada matamos ó morimos cuando nos entregan á un hombre á quien no amamos.

XVIII

– Pero lo que hizo aquella muger fué infame, dijo María.

– Escucha, escucha, continuó el mago, y verás hasta dónde puede llegar el amor de una mora.

María escuchó de nuevo y el mago continuó:

– Cuando Walidé vió ante sí muerto y ensangrentado á Men Roger, tuvo miedo. Buscó una puerta, y huyó á la ventura, atravesó una galería, llegó á unas escaleras, las bajó, se encontró en un huerto; iluminado por la luna, le recorrió buscando otra salida y encontró un postigo.

Aquel postigo tenia la cerradura rota y corridos los cerrojos.

Estaba abierto.

Walidé se lanzó, á la ventura siempre, por aquel postigo.

Pero de repente se encontró con un hombre.

La luna daba de lleno en su semblante, y Walidé arrojó un grito de alegría.

Porque aquel hombre era el infante Abd-el-Rahhaman, que mientras sus gentes ponian en salvo á doña Catalina, que habia huido, se habia quedado con algunos de los suyos cubriendo por sí mismo la salida, y resuelto á todo.

Del mismo modo que Walidé habia reconocido al infante, este la reconoció á ella.

Una intensa alegría inundó el alma de entrambos.

La de ella, porque se veia al fin salvada por el hombre que vivia en su alma; la de él, porque se vengaba de una doble manera de la falta de fé de Men Roger.

Walidé comprendió que no debia decir á su amante que habia matado á su esposo.

Abd-el-Rahhaman comprendió que debia encubrir el motivo porque se encontraba allí á tales horas.

– ¡He huido! ¡he huido, amado mio, aprovechando la confusion de la fiesta de mis bodas! dijo Walidé ¡pero vámonos de aquí, vámonos porque dentro de poco nos perseguirán!

– ¡Ah! dijo el infante asiendo de Walidé y llevándola consigo: yo creia que te habian avisado que encontrarias franco el postigo del huerto, y que yo te esperaba fuera para salvarte.

– ¡Oh! nadie me ha dicho nada, dijo Walidé siguiendo á buen paso al infante, al que á medida que adelantaba se iban incorporando sus gentes, que estaban apostadas en las calles inmediatas: pero antes de ser de otro hombre lo arrostré todo; sino te hubiera encontrado, sino hubiera podido huir, me hubiera dejado matar antes que faltar á tu fé.

 

– ¡Alma de mi alma! esclamó el infante.

Pero al pronunciar aquella esclamacion mentia: su amor hácia Walidé habia pasado vencido por el amor de doña Catalina de Cardona.

El infante y los suyos iban vestidos á la aragonesa: la infanta para no hacerse reparable, si por ventura los encontraban los guardas de la ciudad, se habia despojado de sus joyas y habia cubierto su rico trage con la capa del infante. Además de esto Abd-el-Rahhaman y los suyos llevaban puestas las manos en las empuñaduras de las espadas.

Muy pronto, franqueada por los guardas pagados una de las puertas de la ciudad, los fugitivos se encontraron en el campo.

El infante llamó á parte Abdelamar.

– Oye, le dijo: sigue tú adelante, muy adelante con la cristiana, de modo que durante el camino hasta Granada no pueda verla la infanta Walidé, con la cual seguiré yo el mismo camino. Que ninguno de los tuyos se quede atrás y pueda decir que contigo vá una muger. Adelante, adelante y á la carrera.

Y montando á caballo, tomó sobre el arzon á Walidé, y partió.

Muy pronto los fugitivos se perdieron entre el silencio y las brumas de la noche.

En vano el rey de Aragon quiso saber lo que habia sido de la infanta mora, y de la rica-hembra cristiana.

Parecia que el mar se habia tragado á Walidé y á doña Catalina.

Alonso IV, pues, hubo de contentarse con hacer unas ostentosas exequias á su favorito.

Hablóse de ello durante muchos dias en la córte, y al fin todos se olvidaron de Men Roger, de su hermana y de la infanta Walidé.

XIX

Durante una hermosa noche de verano, una sombra blanca, acompañada de otra sombra negra, penetraron por el claro de un vallado, en uno de los bellos y frondosos cármenes del Darro.

Los rayos de la luna, se detenian en la fronda de los árboles frutales, y bajo ellos encontraban un camino oscuro y oculto, la sombra blanca y la sombra negra.

Cuando las dos sombras llegaron á un punto desde el cual se veia una blanca casa en medio de un jardin iluminado enteramente por la luz de la luna, se detuvieron.

– Te habia prometido, dijo la sombra negra á la sombra blanca, traerte al lugar donde tu esposo viene á pasar las noches entre los brazos de una muger.

– Si me lo haces ver seré tuya, dijo con voz irritada y ronca la sombra blanca.

– ¿Ves aquella luz que brilla detrás de aquel ajimez?

– Sí.

– Pues allí reposa la cristiana que sacó de Tarazona el infante Abd-el-Rahhaman, la misma noche en que te libró de tu mal destino.

– Para condenarme á otro peor, dijo Walidé que ella era; para condenarme á la desesperacion de verme despreciada por otra muger. ¿Y es esa muger hermosa?

– Como el lucero de la tarde al principiar una noche de primavera.

– Pues bien, Abdelamar, despues de que haya visto á mi esposo salir de esa casa, quiero conocer á esa muger.

– Será necesario gastar algun oro.

– ¿Y qué importa? dijo la infanta: ¿no estoy muriendo de celos? ¡la vida que me pidieses la daria por vengarme!

– ¡Oh! ¡y cuánto amas al infante! dijo suspirando Abdelamar.

– Te juro que le aborrezco.

– ¿Y por qué no huyes de él y le desprecias?

– Quiero vengarme.

– ¡Ah! ¡mal haya la hora, dijo Abdelamar, en que el infante me puso á tu lado para servirte! ¡un dia y otro dia he dominado mi amor, que un dia y otro dia ha ido en aumento.

– ¿¿Y no te amo yo?

– ¡Tú no puedes amar á nadie!.. ¡tu alma no es tuya!

– Cuando me hayas vengado te convencerás de que el amor del infante ha pasado para mí.

– ¿Y por qué deseas la muerte de esa cristiana y no la del infante? dijo Abdelamar.

– Porque el infante la ama tanto, que preferiria morir á perderla: porque la pérdida de esa muger le desgarrará el corazon, y su recuerdo le quemará eternamente el alma. ¡Morir! ¡qué es morir! ¡un dolor breve! ¡una breve agonía! No: ¡yo quiero que viva! ¡yo quiero que llore! ¡yo quiero que sepa que me he vengado!

Walidé, aquella niña tan inocente, tan cándida, tan pura, tan dulce en otro tiempo, se habia convertido en un demonio por el amor.

Abdelamar, el amigo mas que el siervo de Abd-el-Rahhaman, puesto por él al lado de Walidé, enloquecido por la hermosura de la infanta, habia hecho traicion á su señor: él era el que habia revelado á Walidé los amores del infante con doña Catalina de Cardona, él era quien habia prometido, en cambio de su amor, á Walidé una venganza terrible; él era, en fin, quien la habia llevado á aquel frondoso y apartado cármen, donde ignorada de todos vivia doña Catalina, ardiendo en el amor del infante y de su pequeña hija.

Porque tú María, añadió el mago, acababas de nacer.

– ¡Ah! ¡Dios mio! ¡y mi madre! ¡qué fué de mi pobre madre! esclamó María.

– Tu madre cayó ante los celos de Walidé.

– ¡Cómo!

– Walidé no pudo tener duda de que el infante amaba á otra: le vió salir de aquella casa acompañado de una muger, que llegó con él hasta cerca del bosquecillo donde estaba oculta con Abdelamar. Oyó hablar á su esposo y á aquella muger un habla estrangera, vió á la luz de la luna la incomparable hermosura de doña Catalina, y se decidió á todo.

Algunos dias despues, cuando el infante trasportado de amor fué una noche á embriagarse entre los brazos de tu madre, la encontró muerta.

– ¡Muerta!

– Sí: Abdelamar habia comprado á fuerza de oro á la esclava cocinera de doña Catalina, y la infeliz fué envenenada. Tú misma estuviste á punto de muerte, y fué necesaria toda la ciencia de los mas famosos médicos para salvarte.

– ¡Yo!

– Sí: tú te habias alimentado del pecho de tu madre despues de haber sido esta envenenada.

– ¡Ah! ¡Dios mio! ¡Dios mio! ¡y quedó sin castigo tanto crímen!

– El crímen continúa en la raza de Walidé.

– ¡En la raza de Walidé!

– Sí; en su hija Ketirah.

– ¡En su hija! ¿Y dónde está esa muger?

– En los brazos de tu hermano: en la cámara que está bajo esta.

– ¡Mi hermano! ¿y quién es mi hermano?

– El generoso caballero que te amparó en Martos: el que recogió á tu amante, á tu Gonzalo, y le hizo conducir á Hins-aleux donde vive, y muere de impaciencia pensando en tí.

– ¡Que vive Gonzalo! esclamó trémula de alegría la jóven.

– Sí, vive, y te rescatará y será tu esposo: pero es necesario para ello que tú misma contribuyas á tu libertad.

– ¡Dios mio! ¿y cómo? ¡sola, abandonada!

– Oyendo los amores de Masud-Almoharaví.

– ¡Oh! ¡nunca! esclamó María.

– Engáñale, domínale…

– Yo no sé mentir.

– Tu mentira servirá para castigar el crímen.

– ¿Para castigar el crímen de quién?

– De la muger que está entre los brazos de tu hermano, de la miserable que por ser sultana, se unió en una infame alianza con un hombre miserable y ambicioso y mató al que creia su padre.

– ¿Pues quién era el padre de esa muger?

– Esa muger era hija de Walidé y del infante Abd-el-Rahhaman.

– ¡Pero entonces, el infanta Ebn-Ismail, esa muger y yo, somos hermanos!

– ¡Ya se vé, tienen los moros tantas mugeres! Dos años antes de conocer á Walidé, tuvo Abd-el-Rahhaman un hijo de su primera esposa: ese hijo es el infante Ebn-Ismail: poco despues de su vuelta de Aragon con Walidé y con tu madre, tuvo Abd-el-Rahhaman una hija de Walidé que se llamó Ketirah, y algunos años despues de sus amores con tu madre, que resistió mucho tiempo á sus deseos á pesar de su amor, y que á pesar de su amor pasó tambien algunos años sin darle hijos, naciste tú. De modo que tu hermano Ebn-Ismail, infante de Granada, tiene veintisiete años; Ketirah, veinticinco, y tú quince, y todos sois hermanos hijos de un mismo hombre y de distinta madre cada uno. Zobeya la primera muger de Abd-el-Rahhaman, murió al dar á luz á su hijo: doña Catalina, tu madre, fué envenenada por Walidé, y al envenenarla, Walidé huyó, temiendo verse vendida por Abdelamar su cómplice sino cedia á sus amores: huyó y se refugió en la casa de un pariente suyo, wazir del difunto rey Abul-Walid, que se llamaba Abul-Fath-Nazir-el-Ferih. Ocultóla este, tuvo amores con ella, y viéndola triste, porque era madre, y no tenia consigo á su hija, la robó de los palacios de Abd-el-Rahhaman, la ocultó tanto como habia ocultado á su madre, y Ketirah, cuando asesinó á Abul-Fath-Nazir-el-Ferih, creyó que asesinaba á su padre.

– Pero esa es una sucesion de crímenes horrorosa.

– Ketirah estaba maldita en su madre, que habia muerto al fin devorada por el remordimiento; Ketirah es el demonio bajo la figura de un arcángel: si Ketirah sabe que su amante, su hermoso Ebn-Ismail, te libró del rey Abul-Walid y le mató por tí, en sus celos, en su rabia, te matará.

– ¿Y quién puede decir eso á esa muger?

– Masud-Almoharaví, si le desprecias.

– Yo la diré que soy su hermana.

– Aunque te creyese, ¿piensas que se detendria mucho en matar á su hermana, la que no se detuvo en matar al que creia su padre?

– ¡Oh! ¡qué muger tan horrible! ¡parricida, incestuosa!..

– Y adúltera.

– ¿Y cómo salvarme de ella?

– Primero escribiendo á tu padre.

– ¿A mi padre?

– Sí, al walí de Algeciras, el noble, el poderoso, Mohammet-Abd-el-Rahhman.

Y Abu-Jacub, sacó de entre su hopalanda un pergamino enrollado, y un tintero.

– Pero yo no sé escribir.

– No importa: yo escribiré por tí. Al fin, yo llevaré tu mano para que escribas tu nombre.

María estaba fascinada, pendiente de las palabras del mago que desenvolvió el pergamino y se puso á escribir sobre sus rodillas.

Lo que escribia el mago, era la historia de la sorpresa de Illora por los fronteros de Alcaudete acaudillados por Sancho de Arias: el robo por este de la hija de doña Catalina, y la existencia de las alhajas de aquella infortunada en poder del infante Ebn-Ismail.

«Además, señor, decia la carta: solo con verme me conocereis; porque los que conocieron á mi madre, á quien tanto amasteis, dicen que soy una viva imágen suya.»

La carta concluia diciendo al walí de Algeciras el peligro en que se encontraba su hijo penetrando todas las noches en la Alhambra para ver á la sultana Ketirah, y esponiéndose si era visto á ser preso y muerto como asesino del rey Abul-Walid.

– Firma: dijo el mago, cuando hubo leido esta carta á María.

– Pero ya os he dicho que yo no sé escribir.

El mago se apoderó de la mano de la jóven, y la hizo escribir al pie del pergamino y con caracteres arábigos su nombre.

– Tu padre vendrá á salvarte, dijo el mago, y tu hermano te entregará á tu amante.

– ¿Pero quién llevará esta carta á mi padre?

– La recibirá dentro de un momento, dijo el mago guardándola entre su ropon talar.

– ¡Qué! ¿está mi padre en Granada?

– ¿Y qué te importa? Lo que te importa, es entretener con esperanzas á Masud-Almoharaví para dar tiempo á que llegue tu padre.

– No.

– Acuérdate de Gonzalo.

– ¡Ah! ¡Dios mio!

– Acuérdate de que tu hermano, amando á la sultana Ketirah, está entregado á Satanás.

– Pues bien; mentiré.

– Pues es preciso que te prepares, porque siento ya los pasos de Masud-Almoharaví que se acerca. A Dios.

Y el mago se levantó, adelantó hácia la puerta, y se desvaneció en su penumbra.

María quedó entregada á una fascinacion incomprensible.