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La alhambra; leyendas árabes

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VIII

Cuando concluyó la comida, doña Catalina se retiró y el baron catalan y el infante granadino quedaron solos.

Despues de hablar de varios asuntos, Abd-el-Rahhaman dijo á Men Roger:

– Tú eres valido del rey tu señor.

– El noble rey don Alonso conoce mi lealtad y la premia concediéndome su confianza, contestó el aragonés con cierta reserva porque no sabia á donde iba á parar el moro.

– ¿De modo que si tú pidieras una gracia para mí al rey tu señor, para mí que desde ayer soy su vasallo?..

– ¿Y qué gracia es esa?

– Una muger.

– ¿Una vasalla del rey?

– Sí; mas que eso aun; una sierva.

– ¿Para hacerla tu esposa?

– Sí.

– ¿Y quién es?.. ¡sierva del rey! ¡no puede ser noble!

– El rey puede concedérmela.

– Te prometo que si concedértela puede, te la concederá.

El infante estrechó la mano del baron catalan, y poco despues se separó de él.

IX

Al dia siguiente se presentó Abd-el-Rahhaman con toda la ostentacion de su embajada al rey de Aragon.

Le precedian los presentes del rey de Granada.

Entre ellos iba Walidé maravillosamente vestida y cubierta con un velo de gasa que sin cubrir su hermosura la aumentaba, como una ligera nubecilla aumenta la belleza de la luna.

El infante adelantó con ella llevándola asida de la mano y la presentó al rey, levantando su velo con una mano y dando con la otra á Alfonso IV una cédula en pergamino, en que constaba la voluntad del rey de Granada respecto á su sobrina la infanta Walidé al presentarla al rey de Aragon.

Un interprete leyó aquel pergamino.

Al escuchar los caballeros de la córte de Alfonso IV, que estaban presentes, que el rey de Aragon podia dar en matrimonio, con su rico dote aquella muger, aquella niña de tan maravillosa hermosura, todas las miradas se fijaron con codicia en Walidé, especialmente la de Men Roger de Cardona.

Despues Abd-el-Rahhaman notificó al rey el objeto de su embajada.

Las treguas que el rey de Granada pedia, convenian tambien al de Aragon, y fueron concedidas y estipuladas sin dificultad. Cuando el tratado estuvo concluido, Abd-el-Rahhaman dijo á Alonso IV:

– Recordarás noble y poderoso rey que soy tu vasallo.

– Es cierto, dijo el rey de Aragon: hace tres dias me rendiste pleíto homenaje, y yo le recibí: ¿pero por qué me recuerdas eso?

– El rey de Granada al entregarte la infanta Walidé, ha sido con la condicion de que la tengas para tí, ó de que la dés por esposa á uno de tus vasallos. Ahora bien: ¿guardas tú para tí á la infanta?

– Yo no tengo ni tendré mas que una esposa, dijo el rey.

– Pues entonces, señor, replicó el infante, yo te pido por esposa á la infanta Walidé.

Y antes de que el rey pudiese contestar, Men Roger de Cardona adelantó pálido y trémulo hácia el dosel del rey y esclamó:

– Y yo la pido tambien á vuestra señoría, yo que soy rico-hombre de solar, y que he vertido mi sangre en cien batallas matando moros.

– ¡Ah! ¡tú eres un perro traidor, sin fé y sin lealtad en sus palabras! dijo el infante á Men Roger.

– Pídeme mi hermana y te la daré, infante, dijo el baron catalan: pero yo pido al rey esa doncella.

– Y me la pides tú tambien infante de Granada, mi vasallo? dijo Alfonso IV.

– Sí, si señor, esclamó con toda su alma Abd-el-Rahhaman: es mi prima, la amo y ella me ama.

La incertidumbre hacia temblar á Men Roger.

– Yo os la concedo á los dos, dijo el rey: á tí canciller de mis reinos, valiente y leal vasallo mio, á tí infante de Granada mi noble vasallo.

– Pero señor, esclamó Abd-el-Rahhaman, la infanta no puede dividirse en dos: sobra pues uno.

– Dices bien, esclamó todo descompuesto Men Roger: sobra uno de los dos.

– Pues caballeros, dijo el rey, que Dios y San Jaime decidan vuestra contienda: dentro de tres dias en la Tela, en un palenque cerrado, obtendrá por premio de su victoria la infanta de Granada, cualquiera de los dos que venza.

Y el rey despidió á su córte, y Walidé se quedó en el alcázar del rey, y Abd-el-Rahhaman y Men Roger salieron cada cual por su lado, convertidos en los enemigos mas implacables del mundo.

X

Pasaron los tres dias del plazo.

Fuera de los muros de Tarazona se habia levantado un palenque.

Aquel palenque era el campo cerrado donde las armas debian dirimir la contienda de dos hombres enamorados de una muger.

Aunque el plazo habia sido breve, la fama del duelo habia cundido; gran número de damas y caballeros de las ciudades y villas cercanas á Tarazona habian acudido á presenciar aquel raro litigio entre un cristiano y un moro, que debia sentenciarse por Dios y por San Jaime.

Desde muy temprano los estrados y las barreras estaban llenos de gente: en los primeros se veian hermosas damas, hidalgos, caballeros y mesnaderos, todos engalanados, todos impacientes porque llegase la hora del trance. En las barreras se agolpaba el popular ruidoso, que á cada momento crecia, y los ballesteros del rey guardaban aquellas barreras y aseguraban el palenque.

A un estremo de él estaba un tablado cubierto de hermosos tapices, y sobre aquel tablado dos doseles; el uno mas rico y mas bello que el otro.

Pero es de advertir que en el dosel menos rico estaban recamadas las armas de Aragon, y en el otro mas adornado, mas bello, se veia entre flores una aljaba, un arco y un cendal, armas del amor.

Al pie de estos dos doseles habia una larga gradería cubierta de almohadones rojos y alfombras á los pies, donde debian sentarse, en la primera grada las damas de la reina, en la segunda y tercera los oficiales de la casa del rey.

A la derecha de estos dos doseles, habia un estrado cubierto por paños rojos; aquel estrado debian ocuparle los jueces del campo, los heraldos, los farautes, los persevantes, los escuderos y demás oficiales de armas: á la izquierda se levantaba otro estrado cubierto de paños turquíes con estrellas de plata, donde debian presenciar el duelo los caballeros granadinos que habian venido acompañando en su embajada al infante Abd-el-Rahhaman.

Al otro estremo del palenque habia dos tiendas de las mejores que se habian visto en mucho tiempo, aunque diferentes entre sí: la una era cuadrada, de tafetan verde con galones de oro, y sembrada toda de un blason rojo con cuatro vástagos de oro, armas de la casa de Cardona, lo que demostraba que aquella tienda, en la cual habia guarda de hombres de armas con el mismo blason que se veia en la tienda al pecho, estaba destinada á Men Roger de Cardona, rico-hombre de Aragon y gran privado del rey Alonso IV.

La otra tienda era redonda y resplandecia por su tela de oro y seda recamada de ricas labores arabescas y rodeada de una alfombra de Persia: á su puerta habia, dando la guarda, esclavos negros con marlotas y capellares rojos y arneses dorados, lo que decia claro que aquella era la tienda del infante de Granada Abd-el-Rahhaman.

Y todo esto, los dos nobles doseles, los estrados, las graderías, las tiendas, la arena igualada y estendida dentro de las barreras, la multitud noble y plebeya que llenaba andamios, estrados y graderías: las galas de las damas, las empresas de los caballeros, el aspecto feróz de los ballesteros aragoneses, las brillantes armaduras de los hombres de armas y escuderos de Men Roger, y los ostentosos trages y las armaduras doradas de los esclavos del infante de Granada, ofrecian vivos matices, y brillantes destellos, y cien cambiantes de color y de luz, bajo el sol que salia por un horizonte azul y despejado.

XI

Apenas habia asomado el sol en el oriente, como si aquella fuese una señal, oyóse fuera del palenque una ruidosa y alta trompetería, á cuyo sonido todos los que esperaban desde el amanecer rompieron en una aclamacion ruidosa.

La corte se acercaba.

Al fin se abrió una poterna y entraron cuatro reyes de armas á caballo, con sus estoques dorados en las manos.

Seguian detrás cuatro heraldos con sus dalmáticas de terciopelo rojo guarnecidas de oro, y con sus mazas al hombro.

Luego una turba de farautes, persevantes y escuderos, á caballo tambien, despues diez y seis trompeteros y otros tantos timbaleros, ginetes en caballos blancos, tocando á un tiempo sus instrumentos:

Luego el Condestable con la espada real, y junto á él el Alférez mayor con el estandarte de Aragon, y todos los oficiales de la casa del rey.

Luego en unas andas muy vistosas, cubiertas de paños de brocado y flores, y deslumbrantemente engalanadas, precedida de muchachas vestidas de blanco, que bailaban acompañándose de sus panderetas, rodeada de doncellas nobles de la reina, en hacancas blancas, llevada cada una de la rienda por un caballero, entró Walidé, confusa y ruborosa, suspendiendo á los hombres y haciendo morir de envidia á las mugeres con su hermosura.

Despues venian á caballo el rey y la reina, él en su corcel de batalla, ella en su blanco palafren; los rico-hombres, los pages, los escuderos, y por último un escuadron de hombres de armas.

Toda esta comitiva atravesó lentamente el palenque; cuando llegaron á la gradería del estrado donde estaban levantados los doseles, el mismo rey en persona descabalgó, fué á las andas en que era llevada la infanta Walidé, que bajó de ellas, y conducida de la mano por el rey, subió la gradería, y fué á ocupar el trono del amor en medio de los murmullos y de las aclamaciones que arrancaban á todos los presentes la hermosura y las resplandecientes galas de que iba cubierta Walidé.

Al pie del dosel se estendieron pages y doncellas, y cuando la infanta de Granada se hubo sentado, el rey bajó de nuevo la gradería, y llevó su esposa al trono, donde se sentó á su lado; los rico-hombres, los mesnaderos, los pages, se estendieron á los pies de la grada, donde estaban sentadas en almohadones las damas de la reina, los jueces del campo y los reyes de armas, y los demás oficiales ocuparon el tablado que les estaba destinado, y la comitiva mora del infante Abd-el-Rahhaman el suyo.

 

Entonces á una señal del rey don Alonso, el rey de armas Cataluña, á caballo, seguido de sus oficiales de armas y precedido de los trompeteros y timbaleros, dió una grida ó pregon en que manifestó á todos los circunstantes:

«Cómo el rey moro de Granada habia enviado al señor rey de Aragon una doncella mora, infanta de su casa, para que la casase con aquel de sus vasallos que mas le pluguiese.

»Otro sí: cómo habiendo venido por embajador del rey de Granada el noble infante, su primo, Abd-el-Rahhaman, el infante habia rendido pleito homenaje y vasallaje al señor rey de Aragon.

»Otro sí: cómo el infante de Granada Abd-el-Rahhaman, y el noble, alto y poderoso señor Men Roger de Cardona, vasallos ambos del señor rey de Aragon, habian pedido á un tiempo á dicho señor rey les concediese por esposa la infanta Walidé, que se hallaba presente en el trono de la hermosura.

»Y finalmente, que el susodicho señor rey de Aragon habia ordenado que para no ofender á ninguno de los dos pretendientes, riñesen á la infanta Walidé, en palenque cerrado de poder á poder, en trance de muerte, si necesario fuese, ante Dios y el bienaventurado apóstol San Jaime.»

El rey de armas Cataluña repitió este pregon en los cuatro ángulos del palenque, y luego leyó los capítulos del combate.

Segun ellos se tendria por vencido:

«El que se saliere del palenque dejando en él á su contrario.

»El que cayere del corcel al suelo.

»El que pidiere suspension del duelo.

»El que usare de malas artes, prohibidas por las leyes de la caballería.

»El que hiriere de mala manera á su contrario.»

Y otros muchos y prolijos capítulos que se leian en tales ocasiones, y que estaban autorizados por la ley y por la costumbre.

Despues de esto se dió otro pregon para que nadie fuese osado, por cosa que sucediere á cualquiera de los dos caballeros, á dar voces ó aviso, ó á hacer seña con la mano, so pena de que al que hablare se le cortaria la lengua, y al que hiciere seña se le cortaria la mano.

A seguida se retiraron el rey de armas y sus oficiales, y los jueces del campo mandaron tocar las trompetas y los timbales, á cuyo son salieron cada cual de su tienda á caballo y armados, el infante Abd-el-Rahhaman y Men Roger de Cardona, rodeados cada cual de sus escuderos y caballeros.

Llevaba el infante de Granada un bonete forrado de oro ricamente labrado, y coronado por una garzota de plumas verdes en señal de esperanza; un arnés tunecino redoblado, forrado de tela de oro; una túnica de brocado de rica labor, y un capellar de grana con flecos y borlas de oro; montaba en un caballo andaluz poderoso, que hacia retemblar la tierra bajo sus cascos; embrazaba una adarga de cuero de Marruecos, perpuntada y bordada de oro y seda, y empuñaba una lanza de ébano, de dos hierros, de Toledo.

Men Roger mostraba las resplandecientes armas, la marlota y la lanza de dos hierros que le habia regalado el infante, y montaba el hermoso caballo de Arabia que habia acompañado á aquel regalo, lo que el infante tomó por insolencia, y el rey y todos los circunstantes por descortesía, porque aquello era lo mismo que decir al infante:

– Te combato con tus propias armas.

El infante tomó por un lado de la liza, y el aragonés por el otro, y al pasar por delante de los reyes y de la infanta Walidé, para saludarlos, se cruzaron, y despues fueron á ponerse uno frente al otro, cada uno á un estremo de la liza.

Entonces bajaron los jueces del campo y les partieron el sol87, reconocieron sus armas, las dieron por buenas, y les tomaron juramento por su honor de que no llevaban sobre sí amuletos ni hechizos en daño de su contrario, despues de lo cual se retiraron.

Entonces, cuando los caballeros habian quedado en sus puestos, teniendo el freno de cada uno de sus caballos un faraute, el rey hizo una señal con su baston y las trompetas y los timbales rompieron en alto alarido.

A este primer son los caballeros pusieron sus lanzas en los ristres, se adargaron é inclinaron el cuerpo sobre el arzon delantero.

Entonces sonó el toque de arremetida, los farautes soltaron los frenos, y el moro y el catalan partieron el uno contra el otro como dos rayos, y se encontraron con terrible pujanza y estruendo en medio de la liza.

Las dos lanzas se rompieron contra las adargas, sin que ninguno de los dos adversarios se descompusiese.

Pasaron y todos aplaudieron, porque entrambos, el moro y el cristiano en aquella primer carrera, habian sido muy buenos caballeros.

Los escuderos del campo les dieron nuevas lanzas, y volvieron á partir y á encontrarse.

El infante de Granada hizo dar un rodeo al catalan, falseándole la adarga é hiriéndole ligeramente por la parte falsa del arnés, debajo del brazo, y el catalan pasó sin tocar al moro.

La ventaja estaba de parte del infante.

La sangre corria á borbotones de la herida de Men Roger, y los que habian apostado por su triunfo empezaron á dar por perdido su dinero. Pero de repente el caballo del infante, sin que nadie pudiera dar con la causa, se inquietó, empezó á encabritarse, mordió el freno, y escapó de la liza sin que pudiese estorbarlo su ginete.

Todos lo tuvieron á hechicería, tal vez á malas artes del baron catalan; pero como uno de los capítulos del duelo era que el caballero que se saliera de la liza fuese declarado vencido, fúelo el infante, y el rey declaró que Men Roger de Cardona habia ganado buena y lealmente á la infanta, y se la concedió por esposa.

Al saber esto Walidé, palideció intensamente y murmuró:

– No ha vencido al amado de mi alma sino valiéndose de Satanás, que le ha ayudado con malas artes. Pues bien, esposo mio, yo te juro, no solo no ser tuya, sino vengar al infante de la traicion que has obrado con él.

Y todos se engañaron en lo de las hechicerías; la verdad era que al errar el golpe el catalan habia herido sin quererlo en un hijar al caballo del infante, y este irritado por el dolor de la herida habia partido.

XII

Entre tanto Abd-el-Rahhaman, sin poder contener á su caballo, era llevado por él con la velocidad del huracan á través de los campos.

Nadie supo en Tarazona lo que habia sido del infante.

A los tres dias los caballeros y las gentes y los esclavos que habian acompañado á Abd-el-Rahhaman en su embajada, partieron de Tarazona.

El rey, antes de que partiesen, les preguntó por el infante.

– No sabemos lo que ha sido del bravo Abd-el-Rahhaman, señor, respondió un xeque que habia acompañado al infante.

– Dios le ayude, dijo el rey de Aragon, porque es un buen caballero.

XIII

Tres dias despues se efectuaron las bodas de Men Roger de Cardona y de la infanta Walidé.

La hermosa jóven se habia presentado alegre y riente, dejadas sus ropas moras por otras magníficas á la usanza de los cristianos, y mas hermosa que nunca.

Men Roger llevaba vendado el brazo izquierdo, y suspendido de una venda de seda que se sujetaba en su cuello.

La infanta, por medio de un intérprete, declaró que voluntariamente se instruiria en la religion cristiana y se bautizaria apenas estuviese instruida, todo por amor á su esposo.

– ¡Lo que son las mugeres! esclamó para sí el rey al ver que tan pronto olvidaba sus amores la infanta. ¡Una aragonesa se hubiera dejado matar!

XIV

Pero al dia siguiente dieron una terrible nueva al rey, por la cual no supo decir si la infanta amaba como toda muger debe amar, ó si amaba demasiado.

En la cámara nupcial, se habia encontrado muerto, cosido á puñaladas, á Men Roger de Cardona.

Sobre su pecho, sujeto por un puñal, se veia un pergamino y en él escrito en árabe lo siguiente:

«Las moras de Granada matamos ó morimos, cuando nos entregan á un hombre á quien no amamos.»

El rey se aterró por la muestra que habia dado de sí aquel amor terrible, y mandó prender á la infanta.

Pero la infanta habia desaparecido.

Y lo que era mas estraño; la hermosa doña Catalina de Cardona, la hermana del difunto, habia desaparecido tambien.

XV

– ¿Y cómo aconteció eso? dijo María, que escuchaba con sumo interés al mago.

– De una manera muy sencilla. El infante cuando pudo dominar á su caballo, comprendió la situacion en que se encontraba: no le cupo duda de que su enemigo habia sido declarado vencedor y de que se le habria entregado la infanta Walidé.

Al pensar esto, la venganza lució como un relámpago sombrío en el alma del infante.

– ¡Oh! dijo, tú me has robado mi amante, yo te robaré tu hermana, la hermosa doncella de las crenchas de oro.

Y desde que el infante adoptó esta resolucion, como que le pareció menos dolorosa la pérdida de Walidé.

Pero para ello era necesario ser muy prudente. Se encontraba en medio de los campos y se dirigió sin vacilar á un caserío.

Un labriego le salió al encuentro.

– Tú eres pobre: le dijo el infante, que hablaba bien el español.

– Ni pobre ni rico, le contestó el labriego.

– Pero no te vendria mal que yo te cambiase este hermoso caballo mio por uno de tus rocines.

– No por cierto, señor.

– Ni que yo trocase todas mis galas por un vestido tuyo.

– ¡Ah! no por cierto.

– Pues bien, dijo el infante descabalgando, entremos en tu casa.

Allí se efectuó el cambio.

– Escucha, le dijo el infante: cura á este caballo, la herida es ligera, y bien merece por hermoso y bravo que se cuide de él.

– ¡Ah! si señor, dijo admirado el labriego.

– Oye aun: mete este caballo en tu establo y guarda estas armas y estas ropas; mañana vendrán á comprártelo todo, y te darán por ello un monte de oro.

– ¡Ah! señor.

– Y á persona viviente digas que me has visto.

– Descuidad, señor.

Y el infante montando en el rocin de labor que le habia cambiado el campesino por su magnífico caballo de batalla, y vestido como un rústico, se alejó hácia Tarazona; esperó á que cerrase la noche, y cuando esta hubo estendido su sombra entró en la ciudad, sin que nadie reparase en él á causa de su disfraz y se entró en la casa donde estaban las gentes de su embajada.

– Abdelamar: dijo á uno de sus escuderos favoritos, tú no me has visto: guarda un profundo secreto, y búscame una de esas viejas embaucadoras que dicen que hay en todas las poblaciones de los cristianos.

Abdelamar salió y poco despues volvió con una de esas viejas que viven de ser corredoras del amor, y favorecedoras de doncellas y galanes.

El infante se encerró con ella, y la dijo:

– Amo á una noble dama de esta ciudad y no puedo decirla mi amor: ¿quieres tú, buena muger, encargarte de llevarla un mensage mio?

Y puso en manos de la vieja un bolsillo.

– ¿Y cómo se llama esa doncella, hermoso señor?

– Doña Catalina de Cardona, contestó el infante.

– ¡Ah, señor! ¡que es mas dura que una peña! ¡tiene amores con un caballero muy noble y muy rico, que se llama Men Jorge de Ariza, y diz que se vá á casar con él; muchos enamorados me han encargado de lo mismo que vos me encargais; pero aunque la he hablado, porque yo tengo un compadre que es escudero de su hermano, no he podido recabar nada de ella: ni aun siquiera que se asome á los miradores para que la vea el enamorado!

– No importa, dijo el infante: id, puesto que podeis hablarla y decidla que un caballero estrangero á quien vió hace cinco dias en el alcázar, y que hace cuatro comió á su mesa con ella y con su hermano, muere por ella; que no ha podido olvidarla un momento y que la ruega le permita la ventura de hablarla á solas.

– Iré, hermoso señor, iré; pero mucho me temo que mi ida sea en vano como tantas otras.

Y la vieja salió, y el infante se quedó entregado á su rabia y á su duda, y despues de haberse dado á conocer á los principales caballeros de su embajada, de haberles recomendado el secreto, y de haberles mandado que se despidiesen del rey de Aragon, como si él no hubiese parecido, se encerró en un aposento y se acostó para no dormir.

 

Al dia siguiente al medio dia, Abdelamar avisó al infante de que la vieja que habia hablado con él la noche anterior estaba en el zaguan.

El infante mandó que tragese á la vieja y se encerró con ella.

Revosaba la alegría del semblante de aquella muger.

– ¡Ah, señor! esclamó: ¡y qué dichoso sois! ¡doña Catalina os ama! ¡una doncella tan noble, y tan hermosa, y tan rica! ¡oh! ¡qué buena ventura os acompaña, señor!

– ¡Que me ama! ¡os lo ha dicho ella! esclamó el infante cuyo corazon se habia abrasado al recibir aquella noticia, en un fuego para él desconocido.

– Ella no me lo ha dicho, señor, dijo la vieja: pero yo no necesito que me digan las cosas: cuando la dí vuestro recado me contestó poniéndose muy pálida: – ¿Es un caballero jóven, moreno, que tiene los ojos negros? – El mismo, señora mia, la contesté. – ¿Y decis que quiere hablarme? – Por veros muere. – Guardó algun tiempo silencio aquella luz de los cielos, y luego poniéndose muy colorada me dijo: – Id y avisadle, que aprovechando el estar mi hermano en el lecho guardando una herida, le veré esta noche por la reja del huerto, á la media noche. Que venga solo y disfrazado. – Y cuando yo oí esto vine deshalada á avisároslo, mi hermoso señor.

Informóse el infante de las señas del lugar de la cita de doña Catalina, dió otro bolsillo á la dueña y la despidió.

Cuando llegó la hora de la cita, que el infante esperó con una impaciencia mortal, salió, atravesó las calles desiertas iluminadas á medias por la luz de la luna, y llegó á un lugar, despues de haber andado mucho, donde en una tapia, por cima de la cual se veian árboles frutales, vió una ancha reja.

Pero aquella reja estaba cerrada.

Acercóse á ella el infante y esperó muriendo de ansiedad.

Pasó algun tiempo y ya temia que la vieja le hubiese engañado, cuando sintió por dentro de la reja unas pisadas de muger, que se acercaron, y detrás de la reja se detuvieron.

Al fin, y pasado un corto espacio rechinaron los postigos, se abrieron y apareció á la luz de la luna una muger vestida de blanco.

Era doña Catalina.

87Por partir el sol se entendia poner á los caballeros de tal modo que el reflejo de los rayos del sol en las armaduras no favoreciese al uno y perjudicase al otro, y ponerlos á cierta distancia con iguales condiciones, para que ninguno tuviese ventaja sobre el otro.