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La alhambra; leyendas árabes

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Hubo un momento en que una horrible decision se pintó en su semblante, se apartó bruscamente del mirador; corrió á su cámara, tomó un pergamino y escribió en él apresuradamente algunas líneas.

Despues llamó á Kaib.

Este apareció de improviso como si hubiese estado detrás de la puerta.

– Ha llegado la hora de la tribulacion, Florinda, y me has llamado, héme aquí: ¿qué quieres?

– Es necesario que lleves esta carta á mi padre á Tanja.

– Iré, dijo Kaib.

– Pues bien, vete y que el nuevo sol te vea cabalgando hácia el oriente.

– Antes de partir es necesario que yo te deje segura y libre del infame.

– ¡Ah! esclamó Florinda cubriéndose de rubor: ¿sabes?..

– Lo sé todo: yo soy mago.

– ¿Y habias previsto la horrible desgracia que me iba á acontecer?

– Sí.

– ¿Y por qué no me salvaste? esclamó con desesperacion Florinda.

– Estaba escrito que tú fueses sacrificada, para que el pueblo godo fuese destruido.

– ¡Ah!

– Pero yo no puedo dejarte abandonada. El infame don Rodrigo arde en tus amores, su delirio por tí crece, siempre tendrá para enloquecerte un filtro, un ensalmo. La ciencia se vende al oro. Pero ven: yo te daré un amuleto que te libre de las asechanzas del rey. Ven hija de don Julian: ven.

Arrastrada por el acento solemne del esclavo, Florinda le siguió: salieron del castillo por un postigo, atravesaron el Tajo en una barca y llegaron á la torre maravillosa, apenas se habian alejado de ella el rey y sus gentes.

Kaib desnudó su puñal y tocó con el pomo en la gran puerta de hierro.

El eco despertó, como de las profundidades de un abismo, el ruido causado por la mano del hombre.

Una voz pujante como á la llegada del rey, gritó desde adentro.

– ¿Quiénes sois y qué quereis?

– Somos Florinda y Kaib, contestó el esclavo.

Entonces la puerta se abrió en silencio y por sí misma.

Una claridad lívida iluminaba el interior.

– No tiembles, Florinda, dijo con voz segura Kaib, porque si tiemblas, esa puerta se cerrará y no volverá á abrirse mas para nosotros.

Florinda procuró dominarse y lo consiguió, á pesar de que vagaban con paso lento, en torno suyo, sombras envueltas en sudarios blancos, pálidas y sombrías, como cadáveres insepultos; cada una de ellas fijaba sus hundidos ojos en la jóven de una manera horrible y cruel.

– Todos estos han llamado como nosotros á esta puerta, dijo Kaib: todos ellos han sucumbido al pavor y velan encantados aquí: mira, hay valientes guerreros y hermosas damas; todos han venido en busca del tesoro que encierra esta torre y ese tesoro está guardado para tí.

Florinda sentia dentro de su espíritu un poder superior; su corazon dominaba todos aquellos terrores; su vista se estendia sin vacilar por los ámbitos de la torre, abarcándolos con su mirada serena y poderosa.

Y era porque Florinda estaba desesperada, y no podia aterrarse porque tenia sed de venganza, y aquella ansiosa rabia la daba valor.

Kaib, llevando de la mano á Florinda, avanzó hasta el pié de la pilastra que sostenia la bóveda de la torre y puso la mano sobre la cabeza de un horrible jorobado de piedra, que estaba como incrustado al pié de la pilastra.

– Yo he leido en los astros, dijo: yo soy mago: los astros me han revelado que tú guardas un amuleto que defiende á las mugeres de la impureza de los hombres y de su propia impureza.

El enano rugió sordamente, levantó la cabeza y volteó en sus órbitas, mirando á Kaib y á Florinda, sus torbos ojos de piedra, que por un momento parecieron de fuego.

Ninguno de los dos tembló.

Entonces el jorobado se arrancó de la pilastra y caminó delante de los dos, haciendo resonar sobre el pavimento las secas pisadas de sus enormes piés de mármol.

– Hé aquí la piedra de los siete sellos, dijo deteniéndose en la parte oriental de la pilastra; si esa muger es la sentenciada por el destino á causar la ruina del pueblo godo, su mano romperá el encanto, y el precioso talisman será suyo.

Sobre la losa que servia de puerta á un arco, habia á cada lado tres signos, y otro en el centro: aquellos siete signos eran enteramente iguales entre sí, y parecian láminas de oro sobrepuestas al mármol; consistian estos sellos en dos triángulos cruzados, dentro de los cuales se leia en caracteres caldeos: ¡dios!

Florinda tocó con su dedo el signo del centro, que desapareció absorvido por el mármol, como una gota de agua que cae sobre una plancha de hierro caldeado.

Tocó el segundo, el tercero, hasta el sétimo y todos desaparecieron de igual modo.

– Hé aquí la Kaba de los árabes, dijo el enano: lo que estaba escrito se ha cumplido.

Y asiendo la piedra por uno de los bordes, la separó, á pesar de su enorme peso, con la misma facilidad que si hubiera levantado la hoja seca de un árbol.

Entonces quedó descubierto un precioso arco árabe de oro, calado, esmaltado y cincelado, que daba entrada á un pequeño retrete resplandeciente.

Una luz brillantísima emanaba de una caja de esmeralda, colocada sobre almohadones de púrpura, oro y piedras preciosas.

– En esa caja está el amuleto; dijo el enano: la muger que le tenga pendiente de su cuello, estará libre de la impureza, pero no de las desgracias, de las injurias, ni de la muerte.

Muger consagrada á Dios será y la muerte y la condenacion caerán sobre el hombre que ponga en ella su mano, mientras tenga sobre su seno el amuleto.

– Escrito está, murmuró Kaib: ¡cúmplase la voluntad del Dios grande y justo!

Florinda abrió la caja.

Dentro habia un collar de gruesas perlas y de inestimable precio y en el centro de él, pendiente de la perla mas gruesa, habia una manecita negra de ébano, sobre la cual y de una manera imperceptible, estaba grabado el sello de Salomon, en cuyo centro en caracteres caldeos, se leia la palabra ¡dios!

Nada teneis que hacer ya aquí, dijo el enano: el decreto del destino se ha cumplido: la Florinda de los godos, la Kaba de los árabes, ha roto los siete sellos que guardaban la ruina de un pueblo. Idos.

El jorobado fué á enclavarse de nuevo en el lugar que habia abandonado, tornando á su marmórea inmovilidad.

Florinda fué á ceñirse el amuleto.

– Espera, dijo Kaib: yo te amo.

Florinda miró con los ojos arrasados de lágrimas al esclavo.

– Yo te amo, continuó Kaib, como ama el hermano á la hermana, la madre á la hija, el dia al sol; pero Kaib no ha encontrado gracia en tus ojos, hija de don Julian; amas á un hombre que no puede ser tu esposo, y tu pureza ha sido arrebatada por un infame á quien no podias amar. Nos vemos por la última vez, Florinda.

– ¡Por la última vez!

– Sí; yo moriré pronto, moriré junto á tu padre que vendrá á vengarte.

– ¡Y mi padre!

– Morirá tambien.

– ¡Oh! ¡Dios mio! ¿y mi pueblo?

– Será esclavo.

– ¡Y todo por mí!

– ¡Estaba escrito!

– Pero el destino es injusto.

– Dios te ha elegido por víctima.

– Pues bien, que se cumpla la voluntad de Dios.

Y Florinda levantó la frente radiante de magestad y de valor.

– No volveremos á vernos mas, dijo Kaib: abrázame, hija de don Julian.

Florinda se arrojó entre los brazos del nubio, como pudiera haberse arrojado entre los brazos de su padre, y lloró sobre su robusto pecho.

Kaib la besó en la cabeza sobre los cabellos y la separó de sí.

Florinda rodeó á su cuello el amuleto.

Entonces pareció que su hermosura crecia: sus ojos brillaban con un resplandor sobrenatural: la blancura de su tez se habia hecho deslumbrante: el amor volaba en torno suyo, irresistible, impregnado de ambrosía y de pureza.

Kaib sintió abrasarse su corazon en un fuego infinito y voraz: Florinda no era entonces una muger: era mas que una hurí; era un arcángel.

A su vista se agitaron los millares de mónstruos enclavados en los muros y en la pilastra, y en la bóveda de la torre, sobre sus alveolos de piedra, chocaron sus duras cabezas, y un grito de guerra retumbó inmenso en las concavidades.

Pero lentamente volvió el silencio á dominar la torre, se apagó el crepúsculo frio y nebuloso que la iluminaba, y solo quedó el reflejo de la luz de la luna que penetraba blanca y débil por la ancha arcada de la puerta, por la que salieron los jóvenes.

La puerta se cerró inmediatamente.

– He cumplido con lo que me prescribian el destino y el amor, dijo Kaib. ¡Hija de don Julian! ¡un poder superior te protege, y en vano quiere envolverte en sus alas el negro espíritu de los amores impuros!

Florinda callaba; sus ojos, fijos en la luna, estaban llenos de lágrimas.

Parecia que su vista alcanzaba á leer en la inmensidad el porvenir.

– A Dios, dijo Kaib.

– ¿Cómo? ¿me abandonas aquí, sola, junto á esta terrible torre?

– Siento los pasos de un hombre que se acerca, y ese hombre te acompañará: ese hombre es Belay.

– ¡Belay! esclamó Florinda alentando apenas.

Y aprovechando su sorpresa y su conmocion, Kaib se alejó.

Poco despues apareció á los rayos de la luna un hombre.

Florinda habia quedado inmóvil junto á la puerta de la torre.

Por un secreto instinto, al acercarse aquel hombre, le reconoció.

– ¡Ah! ¡Belay! ¡Belay! ¿á dónde vas? le dijo.

– ¡Florinda! esclamó el jóven príncipe alentando apenas al escuchar la voz de su amada.

– Sí, yo soy.

– ¿Qué haces aquí?

– ¿A qué vienes tú?

– Vengo á penetrar en esta terrible torre; vengo á evocar al espíritu maldito que la habita: á preguntarle lo que debemos temer ó lo que podemos esperar. ¿Y cuando vengo aquí anhelando la salvacion de mi patria, te encuentro, Florinda, sola, junto á esta tremenda torre?..

– Yo no soy ya Florinda… tu Florinda, la que debia ser tu esposa… soy la manceba del rey don Rodrigo.

 

– ¡Tú! gritó Belay exhalando su corazon hecho pedazos en su grito: ¡tú, la manceba del rey!

– ¡Dios lo quiere!

– ¡Que Dios quiere que tú mancilles la honra de tus abuelos! esclamó Belay: ¡esa es una horrible blasfemia! ¡tú estás loca, Florinda!

Florinda aceptaba su destino de una manera heróica: amaba á Belay, y por lo mismo queria apartarle de ella: aborrecia de muerte al rey, y por lo mismo queria unirse á él.

¿No la habia dicho aquel terrible jorobado de piedra, que el hombre que pusiese sobre ella sus manos impuras, mientras tuviese pendiente de su cuello el amuleto de Salomon, perderia su cuerpo y su alma?

Florinda, por vengarse, queria buscar al rey; embriagarle con sus amores; ser su manceba; ser, en fin, para él un doble tósigo para su cuerpo y para su alma: el cuerpo ensangrentado: el alma condenada.

– Yo amo al rey, dijo con voz lánguida Florinda.

– ¿Y así olvidas tus promesas, mi amor, mi vida?

– Ama á otra hermosura.

– ¡Ah Florinda! ¡Florinda! ¡tú estás loca!

– ¡No, no! ¡recuerda bien! ¡esta noche!..

– ¡Ah! ¡esta noche!..

– El rey vino á mi castillo.

– Es verdad.

– El rey pretendió que yo le sirviese la copa.

– Es verdad.

– Tú quisiste oponerte á que yo quedase sola con el rey.

– Sí, sí, es verdad.

– Pues bien; yo habia llamado al rey.

– ¡Tú!

– Sí, yo. Yo que le serví la copa de mis amores.

– ¡Oh! ¡maldita seas tú, muger, que has herido de un solo golpe la honra del padre y el corazon del amante!

Y fuera de sí se volvió á la puerta de la torre, se arrojó contra ella y la golpeó con las manos.

La puerta se abrió y Belay se precipitó dentro.

Cuando salió empezaba á amanecer.

La frente de Belay se mostraba radiante de valor.

– ¡Que la causa de su pérdida es Florinda! esclamó con acento profundo: ¡que su padre el conde don Julian será traidor, que los árabes vencerán á los godos, y que yo, yo, Belay, duque de Cantábria seré el primer rey de otro árbol de reyes! ¡Oh! ¡hagamos callar nuestro corazon; ahoguemos en él la voz de nuestro amor y de nuestros celos; la patria necesita nuestro brazo, y nuestro amor es todo entero de la patria!

El generoso mancebo se encaminó á Toledo.

En aquellos momentos, Florinda engalanada como una reina, y sonriendo de amor, entraba en la cámara de don Rodrigo, y se arrojaba entre sus brazos.

Kaib galopaba sobre un potro negro, atravesando la España para ir á llevar al gobernador de Tanja, al conde don Julian, la carta en que Florinda le avisaba de su deshonra.

El sol habia descendido y aparecido ocho veces desde que Kaib habia partido con la carta.

Habia llegado al monte Calpe, á la ribera del estrecho de Alzacac, y habia entrado en una nave de mercaderes para trasladarse á Tanja.

Muy pronto la nave se acercó á las riberas de Africa.

Al lejos, Kaib inmóvil y de pié sobre la proa, vió en el horizonte de un mar abrillantado por los rayos del sol, una ciudad agarena, cuyos altos minaretes parecian desafiar á las tempestades.

Aquella ciudad era Tanja.

Fuera de los muros, junto á la espuma de las aguas, se veian levantadas algunas tiendas: multitud de árabes á caballo armados de lanzas, caracoleaban al rededor de las tiendas, ejercitándose en sus armas, como soldados que se disponen á una empresa cercana.

Mas próxima al mar que las otras, habia una tienda, sobre la cual ondeaba un pendon de seda roja y verde; á la puerta de esta tienda dos hombres paseaban amigablemente y miraban al mar, en cuyo lejano horizonte aparecia un punto negro.

Aquel punto negro era la nave que conducia á Kaib.

La edad de los hombres que paseaban delante de la tienda, parecia ser la de cincuenta años. Los dos mostraban en su semblante el sello de dominio que la costumbre del mando imprime en los caudillos.

El uno llevaba el capacete de oro y la clámide de púrpura de los nobles godos; su semblante pálido y triste parecia reflejar el presentimiento de una gran desgracia, y su paso era lento, grave y magestuoso.

El otro hombre que con él paseaba, era un árabe hijo de Damasco, cuya frente atezada, estaba cubierta por una toca roja y verde: causaba terror la mirada incontrastable, salvaje, cruel, de sus ojos negros como el ébano; vestia un alquicel blanco, un caftan rojo, y una lóriga de guerra; en su ancha faja de Persia escondia un corvo puñal, y sujetaba una larga espada con empuñadura de hierro.

Este árabe era Muza-ebn-Nosir, vasallo del califa Walid y conquistador del Magreb, hasta la Mauritania Tingitana.

Muza y el conde don Julian hablaban de gravísimos asuntos.

– Inútil es cuanto te esfuerzes, emir, en convencerme á que haga traicion á mi rey, decia el conde. Por él tengo el gobierno de la Mauritania Tingitana, y la defenderé á todo poder contra tí y contra todos los que enviare el califa tu señor. No me pidas que te abra las puertas de mi patria, que no vengo de raza de traidores, ni hay oro bastante en el mundo para obligarme á ser traidor.

– Nobles y leales son tus palabras, conde, y leal y noble eres, y es por cierto grande lástima que tan buen caballero sirva á un rey tan tirano como don Rodrigo.

– El reino le castigará como á Witiza y pondrá otro rey en su lugar, dijo el conde, si necesario fuese: por lo mismo, si yo te he recibido de paz, es porque de paz has venido, y porque yo siempre tenderé mi mano á los prudentes y á los esforzados.

Muza no insistió al ver la firmeza del conde, pero no dejó de mirar con anhelo, y sin saber por qué causa, á la nave que conducia á Kaib.

Durante algun tiempo el godo y el árabe continuaron paseando y hablando de sus respectivas patrias, señalando y ponderando cada uno las escelencias de la suya, como si hubieran sido los amigos mas grandes del mundo.

Entre tanto la nave habia llegado á la ribera y de ella habia saltado en tierra Kaib, que al ver á su señor corrió hácia él.

Una palidez sombría cubrió las megillas de don Julian al ver la precipitacion con que se acercaba á él uno de sus esclavos que habia reconocido.

Kaib no tardó en arrojarse á los pies de su señor.

– ¿Qué nuevas me traes? dijo alentando apenas el conde don Julian.

– Esta carta de tu hija te las revelará, señor, dijo Kaib sacando del seno el pergamino que le habia encomendado Florinda y entregándolo al conde don Julian.

Este rompió los sellos y leyó.

– ¡Oh! ¿que es esto, Dios, poderoso Dios? dijo el conde dejando caer el pergamino apenas le hubo leido, y llevándose las manos á la cabeza como si hubiese temido que se le escapase.

Muza recogió el pergamino, pasó la vista por la escritura, y luego, sonriendo con un gozo cruel, leyó en voz alta el contenido.

Decia así:

«Padre: la cólera de Dios ha caido sobre nuestras cabezas.

»El destino se cumple y la muerte acecha.

»Nuestro hogar ha sido profanado.

»El infame rey don Rodrigo ha mancillado, valiéndose de malas artes, la pureza de tu hija.

»Tu Florinda está deshonrada y morirá de vergüenza.

»Padre: desnuda tu espada, desnúdala y venga á tu hija.»

Mientras el árabe leia, los ojos de Kaib se inyectaban de sangre.

Al fin esclamó con una voz semejante á un rugido y como si hubiese ignorado lo que contenia la carta.

– Mientes tú, perro infiel; es imposible que esa carta diga lo que tú supones que dice.

Al verse insultado el soberbio Muza de tal modo por un esclavo, una palidez de muerte cubrió su semblante y desnudó trasportado de cólera su puñal.

Kaib no tuvo tiempo de huir ni de defenderse; el árabe le habia herido de una puñalada.

Kaib cayó murmurando:

– Estaba escrito.

Y espiró.

– ¡Oh! ¿que es esto? dijo don Julian volviendo en sí.

– Esto es, dijo Muza mostrándole la carta, tu hija deshonrada y tu esclavo muerto.

El conde don Julian arrebató el pergamino á Muza y se alejó frenético.

El emir entró en su tienda murmurando.

– Lo que no han hecho la ambicion ni el oro, lo hace la venganza, Gecira-Alandalus será esclava del Islam.

Pocos dias despues el conde don Julian decia á Muza en un aposento de su palacio de Tanja:

– ¡Emir de Africa! ¡caudillo del poderoso Walid, reune tus soldados! yo te abro las puertas de Tanja; yo te doy los galeones de los godos! ¡emir del poderoso Walid! ¡pisa las playas de España! ¡adelante, al galope de los caballos de tus feroces árabes! ¡yo voy contigo! ¡yo que voy por la cabeza de don Rodrigo!

Muza sonrió de una manera horrible y esclamó:

– ¡Estaba escrito! ¡lo que no pudo hacer la ambicion lo hace la venganza!

Algunos dias despues un ejército árabe pasaba en cien galeones el estrecho y pisaba las playas de la Bética.

Antes el walí Tarik-ebn-Zyad, con una caballería escogida, habia pasado en cuatro grandes barcos de Tanja á Sebta y de Sebta á Andalucía con éxito venturoso.

Tarik habia devastado algunas comarcas de la Bética y habia avisado á Muza de que podia pasar con su ejército.

Cuando el príncipe godo Tadmir54 supo esta invasion: escribió á don Rodrigo la carta siguiente:

«Señor: aquí han llegado gentes enemigas de la parte de Africa, yo no sé si del cielo ó de la tierra; yo me hallé acometido de ellos de improviso, resistí con todas mis fuerzas para defender la entrada, pero me fué forzoso ceder á la muchedumbre y al ímpetu suyo: ahora, á mi pesar, acampan en nuestra tierra. Ruégote, señor, pues tanto te cumple, que vengas á socorrernos con la mayor diligencia y con cuanta gente se pueda allegar; ven tú, señor, en persona, que será lo mejor.»

El espanto cundió entre los godos, y el rey don Rodrigo se levantó aterrado de entre los brazos de Florinda, donde le sorprendió la noticia.

El sangriento vaticinio de la horrible torre empezaba á cumplirse.

La corona de los godos y la cabeza de don Rodrigo estaban amenazadas.

Don Oppas veia con placer acercarse el dia en que fuese derrocado el enemigo de Witiza.

Los hijos de aquel rey gozaban ya con su venganza.

Florinda miraba ya próximo el momento en que el infame tirano caeria ensangrentado á los pies del conde don Julian.

Don Rodrigo, reuniendo cuantas gentes pudo, partió para la Bética y llegó con un innumerable ejército á Sidonia.

Tarik, la valiente espada del Islam, le salió al encuentro.

El trono de los godos cayó por tierra en la batalla de Wad-al-Lette55.

Don Rodrigo cayó muerto á manos de Tarik.

El traidor don Julian cayó tambien horrorizado de haber vendido á su patria por lavar su honor.

Pero Florinda estaba vengada.

Los árabes, por haber sido ella la causa de la pérdida de un reino, la llamaron la Kaba56.

Los árabes siguieron adelante en su triunfo, y la bandera del Islam tremoló sobre Toledo.

Solo quedaron algunos godos reunidos por Belay en las montañas de Asturias, sin rendir homenaje á los vencedores.

Las gentes de Damasco vinieron á buscar la tierra fértil de Gecira-Alandalus, y se dirigieron á la Bética, y en ella buscaron á Iliberis.

Porque así estaba escrito.

Y quiso Dios que cuando asomaron, viniendo de la parte de las marinas por la cumbre de un monte, á cuyo pie tiempo adelante se levantó la villa de Al-Padul, voló el arcángel de la vida y de la alegría con sus alas de oro y su flotante túnica celeste recamada de estrellas, sobre la tierra árida y seca de Iliberis y disipó los vapores que la cubrian, y dijo con una voz dulce y sonora como el murmurio de las auras entre las flores.

«Vuelve á ser lo que eras, tierra maldita, antes de la impiedad de tus antiguos moradores.

»Cúbrete de praderas y de fuentes, de bosques y de sotos.

Alégrate animal viviente y ave voladora.

 

Y cúbranse tus sierras de nieve.

Y tus montes de verdura.

Y muéstrate riente y engalanada bajo tu cielo azul.

Porque Dios te bendice para que seas el paraiso de su pueblo.

Pero quede en tí la señal de su maldicion, como recuerdo de una historia pasada.

Y que la parda sierra donde es Iliberis, no produzca ni yerba ni fruto.

Ni de asilo sirva á ave ni á fiera, sino á inmundo reptil y á vívora ponzoñosa.»

Y dicho esto, el ángel batió su ligera y dorada pluma.

Y se deshizo en lluvia de flores y aromas.

Y se alegró el cielo y regocijóse la tierra.

Brotaron las fuentes de las alturas y corrieron los rios.

Y columpiáronse las auras en las verdes frondas de las arboledas.

Y cantaron los pájaros.

Y balaron las ovejas en los altozanos.

Pero allá en el confin opuesto á Geb-el-Solair quedó la sierra de Iliberis infecunda y triste, despoblada de gentes y de animales y desnudas de verdor sus ásperas crestas, entre cuyas grietas asomaba su amarillenta luz el fuego de los volcanes.

Y cuando los de Damasco llegaron á la cumbre del alto del Padul, se creyeron trasladados á un jardin de delicias.

Y fijaron sus ojos asombrados en el monte de la Alcazaba, y en la Colina Roja y en la villa de los judíos.

Y al ver los castillos sobre los montes, al pié de otros montes mas altos.

Y la corona de nieve de la sierra.

Y la estendida alfombra de verdura de la vega, esclamaron:

– ¡Allah Kuakbar57 este es el Jardin-de-Delicias.

Y la ciudad de los castillos sobre los montes Al-Garb-Nat58.

Y llamaron desde entonces á la Alcazaba, y á la Colina, y á la villa, Garbnat.

Y las ocuparon y edificaron en ellas sobre las ruinas romanas torres y muros y una aljama á Dios dentro de los muros y defendida por las torres.

Y llamaron al monte de Iliberis Gebel-Elveira,59 á causa de su esterilidad.

Y llamaron al castillo antiguo que encontraron Hins-al-Roman60.

Y construyeron frente á él, al otro lado de la fortaleza, otro que se llama hoy alcazaba Cadima.

Y labraron esta alcazaba el año 148 de la Egira, en tiempos de Ased-ebn-Abd-el-Rajman-el-Schevaní, primer walí de Granada.

Nadab, á la llegada de aquellas gentes estrangeras, escondió mas á Yémina, trasladándola á una escabacion abierta en la cisterna de la Colina Roja, receloso de aquellas tribus de oriente que con las lanzas teñidas aun en la sangre de los godos, avanzaban á la carrera de sus caballos de Africa, en direccion á las montañas.

Y Ased-el-Schevaní era un sirio feroz, que, mancebo aun, habia venido con el caudillo Ocba-ebn-Nafe-el-Farih, sobre las tierras del Magreb, y habia ensangrentado su caballo hasta las cinchas en sangre berberisca treinta y cinco años antes de la conquista de España por los árabes.

Y así es que, al tiempo en que los de Damasco allegaron á las tierras de Granada, las nieblas del invierno y el sol del estío habian pasado ochenta veces sobre su cabeza.

Y era su barba blanca y su tez roja.

Y mostraba gran cuerpo y fuerza á pesar de sus muchos años.

Y era respetado por sabio y por valiente entre los mas doctos y esforzados de su tribu.

Nunca habia tenido mugeres, ni habia amado.

Ased-el-Schevaní decia que el amor era una enfermedad del espíritu, y la muger el demonio tentador que Allah ha arrojado sobre el camino del hombre para hacerle débil y apartarle de toda fuerza y merecimiento.

Pero como el amor es ley invencible, yugo inevitable, luz del cielo sin la cual el hombre seria una fiera, y la muger la antorcha de oro y perlas donde ha puesto Dios el resplandor de su hermosura, estaba escrito que Ased-el-Schevaní habia de arder alguna vez en su fuego.

Y ardió; pero de una manera voraz, insensata.

Hasta el punto de consumir en aquel fuego su corazon, y bajar á la tumba débil, desesperado y loco.

Y sucedió así.

Sobre la cumbre del monte fronterizo á la Colina Roja, los de Damasco, huyendo de la esterilidad de Elvira, buscando aires puros y aguas saludables, tierra fértil y pabellones de verdura; habian levantado la torre que hoy se vé ruinosa cerca de la plaza de Bib-al-Bonut, mirando al cerro donde mas tarde se levantó la torre del Aceituno61.

En aquella torre, labrada por cautivos cristianos, moraba el walí de Granada, y desde ella veia, durante el dia, levantarse lentamente las fuertes murallas de la Alcazaba Cadima y vigilaba las Torres-Bermejas, y se dejaba caer desde ella sobre los enemigos de su tierra, que en medio de las disensiones que habian empezado á arder entre los hijos del Islam, apenas conquistada España, corrian sus fronteras en algaras devastadoras, y pretendian encender la guerra civil, que mas tarde debia arrancar la España del dominio de los califas de oriente.

Velaba una noche Ased-el-Schevaní.

Apoyado en las almenas de su fuerte morada, contemplaba al lejos la altísima sierra ostentando su cándido velo de nieve á los rayos de la luna, y la Vega, dormida bajo el dulce reflejo, y silencioso todo en torno como si el genio del sueño hubiera batido sus blancas alas sobre Granada.

Recordaba Ased-el-Schevaní el apacible cielo de la Siria, sus fértiles campos; la luna, alumbrando blandamente las cúpulas y los almenares de la soberbia Jerusalem, su patria; suspiraba en su orgullo de guerrero porque no veia ante sí otras torres y otros muros semejantes en que la luna quebrase sus rayos, y el viento sus alas, y la sombra su manto de oscuridad.

Y parecióle cuando esto pensaba que en la cumbre de la Colina Roja se levantaba tromba de niebla, y que la niebla se condensaba y tomaba formas de muros y torres, que mostraban tras sus ajimeces luces y sombras, regocijo de zambra y ecos de armonía.

Creyó ver ginetear al rededor de aquel castillo, sobre la pelada vertiente de la colina hasta el lecho del rio, multitud de caballeros que parecian vagar en los aires como sombras, y esconderse en oscuras grietas como reptiles; parecióle que una aureola de luz coronaba aquel alcázar de los sueños, y de las hadas, y de los encantados, y llamó á su katib62, que dormia en su aposento sobre una piel de camello.

– ¿No ves Aruhm, le dijo, una corona de perlas y rubíes sobre la cabeza de aquel monte? parece que un manto de oro y resplandores se ha estendido sobre él, y que las hadas del quinto cielo han descendido á la tierra en una fiesta del Edem.

El viejo Aruhm se frotó los ojos y nada vió.

Porque estaba escrito que solo los señores de Granada alcanzarian á ver con sus ojos de hombre el Palacio-de-Rubíes.

– Yo nada veo, señor, contestó el katib; sino las ruinas del templo romano y una opaca luz que brilla entre sus pórticos destrozados.

Y así era la verdad: velando entre las ruinas, el sabio Nadab pronunciaba el conjuro que hacia ver á Ased-el-Schevaní aquellas maravillas.

Porque Nadab necesitaba atraer á la Colina Roja y á la cisterna donde estaba escondida Yémina á Ased-el-Schevaní.

Este comprendió al fin que en la vision perenne ante sus ojos se encerraba un misterio; despidió ágriamente á Aruhm, y tomando su alquicel, su arco y su aljaba, salió con recato de la torre, bajó el repecho de la Alcazaba, atravesó el rio sobre un puente romano, y empezó á trepar por la vertiente de la Colina Roja.

Cuando salió del bosque que la rodeaba y miró á su cumbre, nada vió: la Colina solitaria solo mostraba las ruinas, la torre y los anchos brocales de la cisterna.

Pero Ased-el-Schevaní andaba impulsado por el destino, y avanzó hasta la cumbre; parecióle escuchar un dulce y perdido canto de muger en las profundidades de la cisterna, y cuando puso el pié sobre el brocal mas inmediato, sintió sobre su cabeza un ruido sordo y ténue, semejante al que produce una tienda de seda que se despliega; brilló en sus ojos un resplandor vivísimo; alhagó sus oidos una música armoniosa sobre todas las armonías, aspiró un ambiente saturado de perfumes, y lánguidas y frescas brisas agitaron su barba y el flotante estremo de su toca.

El invisible Palacio-de-Rubíes se habia levantado en torno suyo con todo su esplendor oriental, pero mas bello, mas delicado, mas rico, que cuantos alcázares habia visto hasta entonces el Schevaní.

Aquel maravilloso palacio parecia ser una profecía de lo que con el tiempo serian los alcázares de la Alhambra, y el walí contemplaba absorto sus jardines, sus galerías, sus retretes, con todas sus galas, sus labores de oro, sus leyendas de amor y su voluptuosidad, y escuchaba con delicia sus blandos é incitantes rumores, que parecian emanar de huríes invisibles.

Ased-el-Schevaní, absorto de admiracion, avanzó por aquellos encantados ámbitos precedido de hermosas mugeres que bailaban la zambra al son de guzlas de marfil, y rodeado de silenciosos esclavos y seguido de feroces guerreros.

– ¡Oh señor Allah! esclamó Ased-el-Schevaní: ¿qué alcázar de luz es este que guarda tantas maravillas, sino es el jardin de Hiram que ve en sueños el justo cuando atraviesa el desierto en su peregrinacion á la santa ciudad?63 Yo le he visto una vez, señor, y no era tan fresco, ni tan sonoro como este, ni eran sus flores tan bellas, ni sus aguas tan claras, ni sus retretes tan magníficos. ¡Oh, señor Allah! ¿Qué quieres de tu siervo el Schevaní?

Calló el anciano porque cerca de él, á través de un arco primorosamente calado, escuchó unas voces juveniles que le nombraban departiendo alegremente.

– Sí, hermanas mias, decia una de ellas, Ased-el-Schevaní es un leopardo de Africa que siempre ha resistido á los alhagos del amor.

– Pero no resistirá á los encantos de la hermosura de Yémina, repuso otra de ellas.

– Ni á los filtros de su padre Nadab, añadió una tercera.

54Teodomiro.
55Rio del Olvido, hoy por corrupcion, Guadalete.
56La mala muger.
57Dios es grande.
58La hermosa del poniente.
59Sierra Elvira.
60Castillo de los romanos.
61Esta torre no existe hoy: sobre sus cimientos está levantada la ermita de San Miguel.
62Secretario.
63La Meca.