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La alhambra; leyendas árabes

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Y así, curando él enfermedades malignas y diciendo el horóscopo, viviendo de limosna y perseguido siempre do quiera que ponia la planta, atravesó el Africa y llegó al estrecho de Gebal-Tarik donde se vió detenido por el mar, sin medios para embarcarse y espuesto á los rigores de su destino.

En tanto el mago de la Colina Roja, que por sus conjuros, al evocar ante sí á la muger mas hermosa del mundo, habia visto la imágen de Yémina, supo su llegada al otro lado del estrecho y consultó las estrellas.

– Esa muger que es tan pura, tan jóven y tan hermosa, guarda tu destino, le contestaron las estrellas.

El mago las contestó con una impía carcajada.

– ¿Acaso tengo yo destino? dijo: el porvenir es mio y será mi voluntad.

– Esa muger, repusieron las estrellas, causará tu destino sino te ama y traerá la esterilidad sobre esta tierra, porque así está escrito. Pero si logras sus amores serás inmortal y será tambien inmortal ella y eterno con vosotros el palacio mágico que has construido.

El mago avivó el fuego de sus hornillos, arrojó en ellos unos polvos mágicos, pronunció un conjuro, y en aquel momento Nadab y su hija fueron trasladados por un poder oculto, mientras dormian, á la Colina Roja.

Al despertar Nadab y su hija se miraron con asombro.

– ¿Qué tierra es esta tan fértil y tan hermosa, dijo Nadab: y qué palacio de maravillas el que tenemos ante los ojos?

– Tierra de bendicion es ciertamente, padre mío, dijo Yémina.

– Siento sed y una sed devoradora, dijo Nadab.

– Yo tengo los labios áridos y secos, dijo Yémina.

En aquel momento vieron el agua límpida y trasparente que brotaba por encima de los brocales de la cisterna maldita.

Hija y padre se precipitaron á los brocales y apagaron su sed bebiendo largamente de aquel agua envenenada.

Nadab sintió como todos los que antes que él habian bebido, abrasarse su corazon en un fuego impuro, arder su sangre y dilatarse su ser.

Yémina que no se habia contaminado con el insensato orgullo de su padre, que habia conservado su piedad, su fé en el Dios Altísimo y Unico, y la inmaculada pureza de su alma, bebió tambien, pero protegida por la mano de Dios, aquella agua terrible que hacia olvidarse de sus mas sagrados deberes á los justos y temerosos de Allah, solo sirvió para acrecentar en ella la pureza y la virtud, y para realzar su hermosura harto resplandeciente como la de una hurí.

Cuando el mago la vió ante sus ojos, sintió abrasarse su alma en el fuego eterno, quiso tocar la túnica de Yémina, y sus manos se secaron, quiso hablarla y quedó mudo, quiso anegar sus ojos en su hermosura y cegó.

El mago habia levantado altares á su hermosura y moría esterminado por su mismo deseo.

La sentencia de las estrellas de que se habia burlado el mago, se habia cumplido.

Y á la presencia de Yémina, huyeron las impuras rameras que poblaban el palacio mágico, y desaparecieron los viles esclavos, y las hadas libertadas del encanto volvieron al quinto cielo.

Y el ángel Azrael, tendió sus negras alas sobre el palacio, agitó su espada de fuego, y el palacio se hundió reduciéndose á polvo.

Y las antes claras y engañosas aguas de la cisterna maldita se cambiaron en turbias y cenagosas.

Y el ángel dijo:

– ¡Maldito mago, que tu espíritu condenado more desde ahora en la cisterna de las aguas maravillosas, y que solo puedas salir de su infierno durante las tinieblas de la noche!

El espíritu condenado del mago fué á morar en la cisterna, escondido en un oscuro ángulo, y el cielo antes tan diáfano se convirtió en un cielo de color de plomo, y la tierra antes tan fértil en un erial infecundo donde solo brotaban abrojos.

Nadab y Yémina quedaron solos, errantes en medio de una tierra desierta y maldecida por Dios.

Nadab llevando de la mano á su hija atravesó la pedregosa llanura, antes risueña vega, y en vano quiso salir de aquel pais donde sufria el castigo de su impiedad y de su soberbia: llegaba á los distantes valles, á las peladas montañas, pero montañas y valles presentaban para él y para su hija abismos insuperables que detenian su marcha, y les obligaban á tornar al punto de donde habian partido.

Desesperado Nadab y no encontrando otro albergue que la torre situada en la Colina Roja junto á la cisterna maldita, hizo en ella para Yémina una pequeña habitacion, y se dedicó á estudiar en el cielo y en la tierra las virtudes de las yerbas y de los reptiles ponzoñosos.

Y llegó á ser astrólogo estudiando en los libros cabalísticos del mago que habia encontrado en la torre, y conoció las virtudes de todas las yerbas y alcanzó á hacer filtros para matar, para enamorar y para enloquecer.

Si alguna vez un viajero errante ó un cazador estraviado penetraban en aquella tierra, cuya entrada y salida solo eran inaccesibles para Nadab y su hija; si este viajero ó este cazador entraban por acaso en la modesta vivienda de Yémina y veian su hermosura durante la ausencia de Nadab, este, sabedor de ello por sus conjuros, evocaba al desventurado, que enloquecia ó desaparecia tragado por la cisterna maldita.

Y crecia en encantos y en fuerza de juventud Yémina á pesar de que habian pasado muchos años desde el dia de su nacimiento.

Llegó el año 92 de la Hegira.

Reinaba en Damasco sobre las tierras de oriente el califa Walid-ebn-Abd-el-Melik, y era emir de Africa Muzay-ebn-Nosir, caudillo de gran fama, conquistador de Magreb49 desde las regiones del poniente hasta los desiertos del mediodía, que pasó el estrecho de Al-Zacab ó de las Angosturas50 realizando el ensueño de Ocba, gran guerrero que veinte y cinco años antes, no teniendo mas tierras que conquistar allende el mar, llegando á su orilla se metió en él con su caballo hasta las cinchas, y dijo:

– ¡Oh! ¡Señor Allah! ¡si estas profundas aguas no me detuvieran, yo seguiría para llevar mas adelante el conocimiento de tu ley y santo nombre!

Muza pasó en cien galeotas el estrecho, y su caudillo Tarik taló la Bética, y siguió hollando á los duques godos, arrasando sus castillos e incendiando sus ciudades.

Y no iba solo, como capitan de la hueste, Tarik.

Acompañábale un godo traidor, un conde miserable, que por vengar á una hija deshonrada, vendia la libertad de su patria, abriendo á los árabes la puerta de Gecira-Alandalus.

Aquel conde traidor se llamaba don Julian.

Su hija Florinda.

El hombre que habia deshonrado á su hija, don Rodrigo.

Don Rodrigo era rey de los godos.

Su último rey.

Esperad, esperad: vamos á contaros una leyenda maravillosa.

Despues volveremos á la cisterna maldita.

El destino nos llevará á ella.

Era don Rodrigo de noble sangre goda.

Antes que don Rodrigo habia reinado Witiza.

Witiza el maldito.

El que hacia sus concubinas á las mugeres y á las hijas de sus vasallos.

El que martirizaba á los sacerdotes que le reprendian por sus vicios; el que desangraba con tributos á sus pueblos para labrar alcázares de oro para sus mancebas.

Pero los nobles se avergonzaron de servir á tal rey y se sublevaron contra él.

Con los nobles se sublevó todo el reino.

Witiza fué vencido y muerto y elegido rey don Rodrigo.

Pero una vez rey don Rodrigo, dió el torpe ejemplo de los mismos ó mayores vicios que Witiza.

Sórdido y avaro acreció los tributos y no respetó nada.

Se entregó á los placeres, pasó la vida en las orgías sin apercibirse del poder árabe que desde la cercana ribera del Africa amenazaba á su reino ansioso de su conquista, y lo olvidó todo entre los festines y las monterías, sin tener en cuenta que habia subido al trono por la destitucion de Witiza, cuyos vicios y desórdenes continuaba, aumentándolos.

Era ya don Rodrigo hombre anciano, y á pesar de su avanzada edad, habia tomado por esposa á Aylat (Egila) noble doncella, hermosa y prudente; admirábanla sus vasallos, amábanla los mancebos y dolíanse todos, aun los mas adictos al rey, de que aquella hermosa flor, entonces en todo el brillo de su pureza, partiese su alhamí y su divan, con aquel hombre ya caduco, gastado por los escesos de su juventud, en los cuales no habia cesado, y con un pié ya al borde del sepulcro.

Don Oppas, arzobispo de Sevilla, que fué grande amigo del rey Witiza en los tiempos de su prosperidad, era uno de aquellos que creian una gran desdicha para Aylat, su union con don Rodrigo, hombre que por su carácter y por sus ideas no podia menos de hacerla desdichada. Creyó por lo mismo que la noble señora sería sensible al alhago de otros amores, y ansioso de envenenar el corazon de don Rodrigo, rodeó de asechanzas á Aylat, la puso delante hermosos mancebos y tentaciones infernales, y procuró, en fin, por todos los medios herir en el corazon á don Rodrigo.

Pero Aylat, pura y virtuosa, comprendió que su deber era sacrificarse al lado de aquel árbol viejo y corroido sin herirle por el pié, y desesperado don Oppas de vencer la virtud de Aylat, tomó otro camino para herir al rey.

Moraba por entonces en Tanja (Tanger) una raza de árabes hebraizantes venida del Yemen, que desde muchos años atrás moraban en el Magreb; aquella raza sujeta á la dominacion goda en la Mauritania Tingitana, habia sufrido grandes persecuciones desde el tiempo del rey Egica, se habia visto injuriada, despojada de sus haciendas, vendida por esclava, insultada en sus hijas y en sus esposas, y á trocar sus creencias musulmanas por la religion de Cristo.

 

Era una raza cautiva, llena de ódio, ansiosa de venganza y pronta á tomarla de los godos á la primera ocasion.

Dominando á esta raza estaba de gobernador de los godos en Tanger un hombre nobilísimo.

Llamaban á este hombre el conde don Julian.

Era costumbre entonces, que los que iban á gobernar por el rey tierras distantes y mal seguras, dejasen en la córte sus hijos como en rehenes.

Segun esta costumbre, el conde don Julian tenia en la córte del rey don Rodrigo, en rehenes, pero como doncella de la reina Aylat, á la única hija del conde don Julian.

Esta doncella se llamaba Florinda.

Nacida y criada en Tanger, Florinda tenia en su trage y en sus costumbres, por mas que fuese de pura sangre goda, mucho de las costumbres de los árabes.

Florinda no entraba en Toledo mas que cuando sus obligaciones la llamaban al lado de la reina; lo demás del tiempo vivia en un estrecho valle poco distante de la ciudad situado entre dos montañas bajo un cielo triste y sombrío; por medio de este valle pasaba el Tajo, lamiendo los cimientos de una altísima torre sombría y solitaria; su gran puerta de hierro estaba cubierta de signos estraños y en sus muros renegridos por los vientos y por las lluvias, no se veian ni un ajimez, ni una ventana; en torno de ella crecia la maleza tupida y enmarañada, sin señales que demostrasen que pié humano habia llegado á la puerta de la torre en centenares de años.

Contábanse acerca de esta torre terribles consejas: creíanla construida por Satanás, durante una tormenta, á la aparicion de las razas del norte sobre las tierras del mediodía, y que guardaba, por un poderoso ensalmo, el destino del pueblo godo: habia quien aseguraba que el dia que se abriese aquella puerta, unas gentes guerreras venidas de la parte del mundo por donde aparece el sol, acometerian la Europa por el estrecho de Hércules y se harian dueños de España.

Fuese por horror ó abandono, ningun rey se habia atrevido á abrir aquella puerta, y la terrible torre era aun en el año 92 de la Hegira, un objeto de terror.

Frente á ella, bañando sus muros en las aguas del Tajo, se alzaba un recinto almenado, defendido por cuatro torrecillas: la construccion de aquel castillejo era estraña: sus almenas puntiagudas, sus puertas ojivas, sus ajimeces calados y sus agudas agujas la hacian parecer tanto goda como árabe.

Aquel castillejo que pertenecia al conde don Julian, habia sido en efecto construido por árabes hebraizantes, enviados por el conde á Toledo con el solo objeto de esta construccion.

En aquel castillejo vivia Florinda, acompañada de un viejo servidor de su padre, y servida por algunas doncellas y esclavos.

A pesar de ser doncella noble de su esposa Aylat, el rey don Rodrigo no conocia á Florinda.

Pero conocíala por su desgracia don Oppas, que la habia elegido para ser el instrumento de perdicion del rey.

– ¿Por qué está triste el noble señor, gloria de los godos? decia una tarde de verano al trasponer el sol, el obispo don Oppas á don Rodrigo, mientras paseaba con él por las frondosas huertas de Toledo.

– Mi espíritu está triste, dijo el rey; en vano busco el agua que ha de calmar la sed de mi alma; en los festines, en las mugeres mas hermosas, solo encuentro un tósigo abrasador que aumenta mi sed y devora mis entrañas.

A tal punto habia llegado la corrupcion de aquellos tiempos, que un rey que debia representar la justicia de Dios sobre la tierra, y un hombre que debia ser todo virtud y santidad, hablaban sin avergonzarse de tales asuntos.

– Tal vez encontraremos, señor, algo que consuele tu tristeza, dijo don Oppas: algun raudal fresco y puro que temple tu sed sin abrasar tus entrañas.

– ¿Y dónde está ese manantial milagroso? dijo con ánsia el rey.

– ¿Conoces á las doncellas nobles de tu esposa? dijo don Oppas.

– Conozco á la hermana del conde Arnoldo, á la hija del duque de Cantábria, á la sobrina del marqués Euríco…

– ¿Pero no conoces á la hija del conde don Julian?

– No; respondió con ánsia el rey, y dicen que es muy hermosa.

– ¡Ah! es un sol de Africa: sus miradas queman, su sonrisa embriaga, cuando canta adormece el alma, cuando danza arrebata los sentidos: no es rubia, ni tiene los ojos azules como nuestras mugeres hijas del norte: sus cabellos y sus ojos son negros como la desesperacion de un enamorado, y su frente blanca y cándida como el primer sueño de amor de una virgen. ¿Pero para qué me esfuerzo? tú mismo puedes verla dentro de un momento.

– ¡Yo!

– Sí, tú, poderoso señor, y verla como no la ha visto hombre alguno.

– ¡Cómo!

– Allá abajo entre aquellas espesuras se baña con sus doncellas en un remanso del Tajo.

– ¿Y cómo sabes tú eso? ¿la has visto tú? dijo con acento celoso don Rodrigo.

– No, no me he atrevido ni aun á poner mis ojos en la que ha de ser la alegría y la ventura de mi señor, contestó servilmente don Oppas: pero he comprado á una de sus doncellas y sé el lugar donde se baña: para que puedas mirarla sin que turbes el sol de su hermosura te hé inclinado á que vengas á estos lugares, señor.

– ¿Y dónde? ¿dónde dices que se baña esa hermosura?

– Toma por aquel sendero entre los árboles, señor, y pronto darás con el lugar oculto que ha elegido para sus baños Florinda.

El rey tomó á gran paso por el sendero que don Oppas le habia señalado, y este quedó sonriendo de una manera horrible porque veia el principio de la realizacion de sus proyectos, que tenian por objeto vengar á Witiza y poner sobre el trono de los godos á sus hijos.

A poco que anduvo don Rodrigo por el sendero, llegaron á sus oidos risas y cánticos femeniles.

Guiado por ellos adelantó y llegó al fin á un lugar sombrío donde sin ser visto vió un espectáculo encantador.

En un remanso tranquilo y trasparente del rio, vió á una muger, mejor dicho, á una niña, en el momento de salir del baño.

Sus doncellas la esperaban con las ropas entendidas para cubrirla, pero no la cubrieron tan pronto que don Rodrigo no sorprendiese un tesoro de hermosura desnudo.

Por un momento el rey permaneció inmóvil y fascinado. Luego cuando Florinda y sus doncellas se perdieron entre los árboles, se volvió demudado, enloquecido, en busca de don Oppas.

– ¿La has visto, señor? le preguntó sonriendo de una manera infame don Oppas.

– ¡Oh! pluguiera á Dios que no la hubiese visto, porque he cegado, dijo el rey.

– Florinda te matará, murmuró de una manera ininteligible don Oppas y luego añadió en voz alta: esta noche puedes ser huesped de esa hermosura.

Era la hora del crepúsculo de aquella misma tarde.

El castillo del conde don Julian, la morada de su hija Florinda, aparecia iluminada por una leve luz rojiza á las orillas del Tajo.

En una habitacion reducida del castillo habia en aquellos momentos un hombre y una muger.

La muger era de gran hermosura y muy jóven; sus cabellos negrísimos estaban entrelazados á una faja de oro que ceñia su cabeza; la blancura de su frente se confundia con la de su velo, y sus cejas dilatadas, negrísimas y suavemente arqueadas coronaban sus ojos negros, grandes, brillantes, á que daban sombra y fuerza sus larguísimas pestañas; vestia una túnica larga hasta cubrir sus pies; baja lo bastante para dejar descubiertos en su parte superior un cuello deslumbrante de blancura, sus redondos hombros y el nacimiento de su seno; sus brazos, sus admirables brazos desnudos, estaban adornados con ajorcas de oro y perlas; un cíngulo, de oro tambien, rodeaba á su reducida cintura su túnica de lana blanca, y entre este cíngulo relucia el pomo de un puñal.

Esta jóven, que apenas contaria quince años, era Florinda, la hija única del conde don Julian, la hermosura á quien habia sorprendido en el baño el rey don Rodrigo.

El hombre dormia en un ángulo distante, ó fingia dormir, tendido sobre unos almohadones; era un nubio, negro como el ébano, y estaba envuelto en un ropon rojo; aquel hombre era sin duda un esclavo, á juzgar por la argolla dorada que tenia al cuello.

Este esclavo se llamaba Kaib.

Florinda hilaba sentada junto á un mirador desde donde se veia el rio, de tiempo en tiempo arrojaba una mirada distraida al lugar donde el esclavo estaba reclinado, y al sentir la mirada de Florinda, de los entreabiertos párpados del nubio salia un relámpago de amor desesperado, que ó no notaba Florinda ó fingia no notar.

Empezaba á oscurecer; Florinda dejó su rueca, se levantó del sillon de roble donde estaba sentada, fué á apoyarse en la balaustrada del mirador y fijó su mirada distraida en la corriente del Tajo.

La luna llena empezaba á salir entre las quebraduras.

El nubio se levantó lentamente y fué á apoyarse en la balaustrada donde se apoyaba Florinda.

– Hija de don Julian, la dijo señalándola el poniente teñido aun con las últimas ráfagas del crepúsculo; el cielo está ensangrentado, la muerte y el estrago adelantan por el oriente y el buitre olfatea ya los cadáveres. ¡Vírgen de los godos, nacida bajo el sol del Africa! ¡menguado fué el dia en que abriste los ojos á la luz! ¡hora de maldicion aquella en que mis ojos te vieron!

Florinda callaba aterrada por lo solemne de las palabras del esclavo, porque no era aquella la primera vez que la hablaba de tal modo, y le tenia por sábio y aun por hechicero:

– ¡Oh! ¡cuánto arnés roto, y cuánto caballero muerto, hija de don Julian! continuó Kaib: el oriente vendrá sobre el occidente y las gentes del norte empaparán con su sangre las campiñas del mediodia. ¡Oh! ¡y cuánto arnés roto! ¡cuánto caballero muerto!

Florinda siguió callando.

– ¡Huye, hija de don Julian! ¡huye! continuó Kaib despues de un instante de silencio: ¡huye! ¡yo te salvaré! ¡tú serás la reina allá en mi patria distante, y yo seré el último de tus esclavos! ¡huye, huye conmigo, hija de don Julian, porque el cielo mana sangre, y el buitre olfatea ya los cadáveres!

– ¿Qué me quieres anunciar Kaib? dijo Florinda volviéndose gravemente al esclavo.

– El imperio de los godos se hunde, y tú serás la causa, contestó Kaib.

– ¡La causa yo!

– Sí, un hombre funesto ha visto tu hermosura: ese hombre te hará su manceba.

– ¡Yo! ¡manceba yo de nadie, vil esclavo! esclamó con indignacion Florinda: ¡y así te atreves á insultarme porque te trato con misericordia!

– ¡Mata al esclavo, señora! dijo Kaib fijando de una manera poderosa sus resplandecientes ojos en Florinda: ¡mata al esclavo, pero escucha antes al sabio!

Florinda tembló.

– ¿Me amenaza algun peligro? dijo.

– Tú serás profanada por un hombre funesto, y tu profanacion producirá torrentes de sangre vengadora.

– ¡Tú me amas! dijo con altivez Florinda.

– Mi corazon y mi alma son tuyos, dijo Kaib: mis amores no tienen esperanza: sé que amas á Belay51, al noble Belay, y que él te ama: sé que sino te salvas caeré contigo, y que tu Belay te perderá.

– ¿Pero se salvará Belay?

– El será el único príncipe godo que se salve del estrago: él será rey por la virtud de su espada: él será el primero de los salvadores del pueblo español.

– ¡Oh! ¡si Belay se salva me salvaré con él!

– ¡Dudas de mi ciencia y la desprecias! dijo profundamente Kaib: pues bien, cuando desesperada y loca me llames en la hora de la desgracia, me tendrás á tu lado: esa hora se acerca: ¡hasta entonces, hija de don Julian!

Y el esclavo se apartó de la balaustrada y se perdió en el interior de la habitacion.

– ¡Oh! murmuró Florinda: ¿qué puedo yo temer amándome Belay, mi valiente Belay?

Y permaneció en el mirador, inundada por la luz de la luna, y resplandeciente de hermosura.

Entretanto, viniendo de Toledo avanzaba una cabalgata hácia el castillo de don Julian.

Al frente de aquella cabalgata venia el arzobispo don Oppas.

Florinda, que permanecia en el mirador, vió acercarse á aquellas gentes con un espanto instintivo.

Muy pronto resonó la voz de una vocina bajo los muros del castillo.

Entonces, Lotario, el antiguo servidor del conde don Julian á quien este habia confiado la guarda de su hija, se asomó á los adarves.

– ¿Qué quereis? dijo á los que llamaban.

 

– Somos cazadores que nos hemos estraviado, contestó don Oppas, y esperamos de tí hospitalidad por esta noche.

– La paz del Señor sea con vosotros, contestó Lotario en un acento que por lo bravío desmentia lo amistoso de sus palabras: voy á ordenar que se os abran las puertas.

Poco despues Kaib dejaba caer el puente sobre el foso, y entraban en el castillo don Oppas y dos gallardos mancebos, con sus monteros: estos últimos entraron en los aposentos bajos del castillo, y don Oppas y los dos jóvenes entraron en los aposentos de Florinda, acompañados de Lotario y seguidos del receloso Kaib: poco despues el esclavo cubria de viandas una ancha mesa, alumbrada por lámparas de bronce.

Lotario como huesped y Kaib como esclavo, empezaron á servir á don Oppas y á los dos jóvenes que se habian sentado en sillones de roble.

Era don Oppas un hombre como hasta de cincuenta años: vestia una túnica y un manto pardos, y bajo ellos se veia el reluciente hierro de un arnés, cuyo capacete cubria sus cabellos ya grises.

La espresion del semblante de este hombre era noble y benévola; dábale autoridad su barba larguísima y entrecana, y dificil era comprender en sus ojos una espresion de astucia y de doblez, que pasaba por ellos de tiempo en tiempo como un relámpago: don Oppas observaba con astucia desde que entró en el castillo, mientras sus compañeros observaban tambien, aunque con reserva, cuanto pasaba en torno suyo.

Lotario observaba tambien con la misma reserva, á los mancebos: vestian estos clámides de escarlata, sandalias de riquísimo cuero, capacetes, armas y acicates de oro: los dos eran tan semejantes, que vistos cada uno de por sí se les hubiera tomado al uno por el otro: como en sus trages y sus armas, habia mucho de régio en los semblantes de los mancebos: sus miradas eran fijas, severas, llenas de imperio y una nube fatídica parecia cubrir sus frentes magestuosas y rodearlas de una aureola.

Todos, los de adentro y los de afuera guardaban silencio: todos observaban y eran observados.

– Muy rico eres, dijo al fin don Oppas como por decir algo á Lotario, levantando una copa de oro llena de vino: oro es este mas acendrado que el del tesoro de don Rodrigo, y tu vino es vino de las Galias.

– ¡Don Rodrigo! dijo Lotario: es verdad: el oro de la copa en que bebes, es mas acendrado que el de la copa del rey, como es mas acendrada la lealtad del conde don Julian mi señor, cuya es la copa que tienes en la mano, que la de los magnates que rodean al rey en la córte: bebed hijos de Witiza: bebed el vino del conde don Julian y comed su pan; bebed y reposad y preparaos, porque se acerca el dia en que cada cual pruebe su lealtad.

Los dos jóvenes se levantaron, tomaron dos copas, las chocaron y las apuraron de una sola vez.

Don Oppas bebió lentamente la mitad del contenido de la suya y ofreció el resto á Lotario.

Este rehusó.

– He jurado al Señor, dijo, no beber mas que agua hasta que llegue el dia del esterminio.

– ¿Quién eres tú, le dijo el mayor de los hijos de Witiza, que conoces nuestro nombre, y nos auguras el porvenir?

Lotario miró al esclavo nubio, como si esperase de él la inspiracion de sus palabras; el esclavo le miraba de una manera fija y singular.

– Escuchad, dijo: yo aunque me llamo Lotario, no soy godo; aunque me confieso cristiano, mis padres no lo fueron; yo he nacido en una tierra muy distante de España, bajo un cielo ardiente, sobre un suelo siempre bañado por los rayos de un sol rojo y brillante: me he criado allí, he amado allí; mi único deseo ha sido reposar en aquella tierra bendita, en la fosa de mis padres y de mis hermanos: los sectarios de Mahoma me han arrojado de ella con mi raza hasta las regiones de occidente, y nos hemos visto pobres, desnudos, sujetos á la religion y á las costumbres de los godos en la Mauritania Tingitana; allí he conocido y he servido al conde don Julian, y de allí he venido para guardar y proteger á Florinda, la hija de mi señor.

– ¡Florinda! dijo como si escuchase un nombre estraño don Oppas: no la conozco.

– Pluguiera á Dios que no la hubieseis conocido, dijo con profundo acento Kaib; ella será el pretesto de una guerra terrible; un pueblo vendrá sobre otro pueblo y ella será la llave que abra al conquistador las puertas del Tanja. La cabeza del tirano caerá, pero sobre ella se levantarán otros tiranos, y el nombre de la Kaba zumbará en la posteridad como un eco de traicion. La hija de don Julian ha nacido en mal hora á la luz, porque su nombre será maldito y maldita la raza de los suyos y maldita la generacion de ellos.

Era terrible y solemne el acento de Kaib; sus ojos radiantes parecian tener fija su mirada en el porvenir, su negro rostro parecia dar una fuerza sobrenatural á su discurso.

– ¿Y acaso no pueden evitarse tantas desdichas? dijo don Oppas dirigiendo la palabra á Lotario, como en desprecio de Kaib.

– Lo que está escrito en los astros se cumplirá, dijo Kaib, aunque las palabras no se habian dirigido á él: has venido á ver á la hija de don Julian: hé aquí que el destino te la trae: mira.

Florinda habia aparecido en la puerta de la cámara.

– Pronto el conde don Julian tendrá una injuria que vengar: pronto la puerta de aquella torre se abrirá ante un rey, añadió dirigiéndose al mirador y señalando la torre solitaria que se veia al otro lado del rio iluminada fatídicamente por la luz de la luna: al abrirse aquella funesta puerta respetada por los hombres y por los siglos, las tribus del oriente caerán sobre el occidente; afilad vuestras espadas, hijos de Witiza y vengad á vuestro padre asesinado por don Rodrigo, pero olvidad su trono, porque está escrito que la raza de los godos sea esterminada: y huid: habeis venido creyendo encontrar hombres que se vendieran á la traicion: cuando tengamos que vengar una injuria la vengaremos ó la vengarán los que nos sobrevivan, pero no será una venganza vendida la que caiga sobre el causador de la injuria.

Kaib mas que un esclavo parecia el señor del castillo.

Florinda permanecia inmóvil en la puerta.

Don Oppas miraba con cólera al esclavo.

Los hijos de Witiza con asombro.

– Hemos venido, dijo don Oppas, á pediros hospitalidad, no insultos: la voz del esclavo ha resonado insolente en nuestros oidos: sea en buena hora: habeis llamado la tempestad sobre vuestras cabezas: vuestra será la culpa si las hiere el rayo.

Kaib no contestó á don Oppas, arrojó una triste mirada sobre Florinda y murmuró con voz ronca y conmovida:

– ¡Hija de don Julian, en mal hora nacida á la luz, lo que está escrito se cumplirá!

Despues añadió:

– Nada teneis ya que hacer aquí: el buitre ha visto á la paloma y afila sus garras: ¡idos!

– ¡Idos! repitió Lotario.

– ¡A Dios! dijo don Oppas levantándose: nos has dado hospitalidad é injurias; la hospitalidad y las injurias serán pagadas. A Dios.

Y salió con los hijos de Witiza.

Florinda permanecia inmóvil en la cámara.

– Hija del conde don Julian: cuando llegue la hora de la desgracia me tendrás á tu lado, dijo Kaib.

Y salió lentamente de la cámara.

Don Oppas y los hijos de Witiza regresaron á Toledo.

Los dos mancebos se perdieron por las altas y estrechas callejuelas de la ciudad, y el obispo, seguido de los monteros, llegó al palacio, descabalgó delante de la puerta de los Leones, y á través de la guarda, que se inclinó respetuosamente á su paso, se encaminó á la cámara del rey don Rodrigo.

Ante su puerta, jóvenes godos con mantos de púrpura y oro y hermosas mugeres con los cuellos y los brazos desnudos, departian de amores y cacerías, de galantes aventuras, de ruidosos banquetes; los soldados se apoyaban en sus lanzas, inmóviles como estátuas de hierro, á lo largo de los muros de la gigantesca antecámara, y los esclavos se veian tras ellos entregados á un silencio estúpido.

Poco tiempo antes de la llegada de don Oppas al palacio, se abrió la puerta frontera á la de la cámara real, y apareció en ella un viejo, alto, flaco, pálido, con escasos cabellos grises y barba blanca, cubierto por una hopalanda parda.

Este hombre adelantó hasta el centro de la antecámara, y sin dirigirse á persona alguna, dijo con acento grave y sonoro:

– Yo soy Gutz, el hebreo.

Agitóse el círculo de damas y caballeros, y de entre ellos adelantó hasta el recien llegado un noble cubierto con un arnés de guerra, caudillo al parecer, de la guarda del rey.

– ¿Eres tú el joyero de la calle del Sol? preguntó á Gutz.

– Yo soy, contestó el viejo.

– ¿El hechicero?

– Sí.

– ¿Te espera el rey?

– Sí.

Tras estas breves palabras el noble adelantó hasta la puerta de la cámara real, levantó su tapiz y dijo:

– ¡Señor! ¡Gutz el hebreo, joyero y hechicero!

Una voz gutural y débil, aunque imperiosa, contestó desde adentro.

– Mi leal Singiberto, deja entrar á ese perro infiel.

Singiberto hizo una seña á Gutz, y este, pasando con desden é insolencia entre los cortesanos, se perdió tras el tapiz que cubria la puerta de la cámara real.

Era tan frecuente entonces la entrada de embaucadores y magos en el palacio, que nadie tomó en aprecio la llegada de Gutz, y jóvenes y damas siguieron las pláticas interrumpidas.

49Poniente de Africa.
50Estrecho de Gibraltar.
51Pelayo.