De Weimar a Ulm

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II.

La fundación de la Bauhaus y el manifiesto de 1919

La cultura de Weimar representó para muchos alemanes un tiempo de esperanza y modernización. A partir de la influencia norteamericana y de su mezcla explosiva con las vanguardias y la revolución social se creó un ambiente propicio para las grandes transformaciones. Por ello era imposible que la Bauhaus se limitara a ser un paso más en el reformismo del Arts and Crafts sobre el que Gropius había pergeñado su proyecto antes de la guerra. En 1919 Gropius, como tantos otros, se dio de bruces con el siglo XX y no tuvo más remedio que acomodarse a los nuevos tiempos, al incesante dinamismo de una sociedad sometida a enormes cambios.

“Recuerdo cuando volví de la Primera Guerra Mundial, pensé que todo volvería ser como había sido siempre. Hasta que un día, de repente, me di cuenta de que nada sería igual a como lo había sido antes. Hubo un momento en mi vida que no puedo olvidar. No sé por qué, pero de repente me di cuenta de que tenía la obligación de participar en algo completamente nuevo, algo que cambiara las condiciones en las que habíamos vivido hasta entonces” (Gropius, 1968).

La guerra y la revolución terminaron con muchas de las discusiones que arrastraban las artes y la arquitectura desde finales del siglo XIX. Como miembro del Arbeitsrat für Kunst, Gropius fue consciente del impacto que las ideas políticas tendrían sobre la nueva sociedad in dustrial, y comprendió que las aspiraciones sociales se habían situado por delante de los viejos problemas formales heredados del movimiento reformista.

El decisivo papel de Walter Gropius

Gropius había nacido en Berlín en 1883 en el seno de una familia de la alta burguesía. En 1903, con veinte años de edad, inició sus estudios de arquitectura bien lejos de su ciudad natal, en la Technischen Hochschule de Múnich, pero al poco lo dejó para seguir un año de instrucción militar en Hamburgo. En 1906 intentaría reanudar su formación, en este caso, en la Technischen Hochschule de Charlottenburg, cerca de Berlín, aunque dos años después abandonó por completo los estudios, sin recibir ninguna titulación. Parece que su incompetencia para el dibujo, por entonces, una destreza imprescindible, fue (entre otras) una de las razones que le llevaron a dejar los estudios de arquitectura. A pesar de carecer de título, empezó a construir edificios sencillos para algunos familiares en Pomerania, donde mostró su inclinación por un nuevo lenguaje arquitectónico todavía poco definido.

Fue entonces, entre septiembre de 1907 y abril de 1908 cuando, acompañado de Helmuth Crisebach, realizó un viaje a España que influyó en su formación personal e intelectual. Se sabe que escribió a su madre una carta desde Medina del Campo en octubre de 1907 donde relataba su visita al castillo de Coca y la profunda impresión que le produjo (Medina Warburg, 2018). Con ese mismo motivo escribiría un artículo que mostraba su interés por la arquitectura española como una forma de síntesis entre lo oriental y lo occidental (MacCarthy, 2019). Este viaje contribuyó a despertar su interés por el análisis arquitectónico que le acompañó toda la vida y fue esencial en su posterior carrera como docente.

En los meses que recorrió la península llegó a adquirir un conocimiento suficiente de la lengua castellana que le permitiría, años más tarde, impartir varias conferencias en España (Bal y Gay, 1930). En aquel primer viaje Gropius llegó a conocer a Antoni Gaudí en Barcelona, pero no consiguió entablar una verdadera relación con el arquitecto catalán, dada su personalidad introvertida y su completa implicación por entonces en el proyecto de la Sagrada Familia.


La villa Metzler, construida por Walter Gropius hacia 1906 en la localidad polaca de Drawsko Pomorskie (antigua Dramburg durante su partencia al reino de Prusia). Tarjeta postal de la época.

Peter Behrens y la Deutscher Werkbund

A su vuelta, se incorporó al estudio de Peter Behrens donde llegaría a trabajar junto a Ludwig Mies van der Rohe (con quien siempre tuvo una relación complicada) y con otros importantes arquitectos del siglo pasado, entre ellos, Le Corbusier. Entre 1910 y 1915 se ocupó en la construcción de la fábrica Fagus en Alfeld, su obra más relevante hasta entonces, que apuntaba ya algunas ideas arquitectónicas que definirían los edificios de la Bauhaus en Dessau.

Pero esos años fueron para Gropius, como para tantos otros, los años de una guerra que retrasaría su ya iniciado proyecto de la Bauhaus. Su actuación en el frente occidental, donde sería herido de gravedad, le haría merecedor de la Cruz de Hierro.

En 1915 contrajo matrimonio con Alma Margaretha Maria Schindler, viuda del compositor austriaco Gustav Mahler, con quien había iniciado una apasionada relación en vida de su marido, y con la que tendría una hija que moriría de poliomielitis a los dieciocho años. El matrimonio terminaría en 1920 y, tras un periodo de relaciones más breves, se casaría en 1923 con la periodista Ise (Ilse) Frank, que permanecería a su lado hasta su muerte en 1968 (MacCarthy, 2019). Ise Gropius tuvo gran importancia en la vida pública en los años de Dessau, donde llegó a ser una especie de primera dama, consciente del carácter esencial de la Bauhaus y del papel de su marido como fundador.


La fábrica Fagus, en la pequeña ciudad de Anfeld en Baja Sajonia, fue proyectada por Walter Gropius y Adolf Meyer y construida entre 1911 y 1915. Fotografía de Carsten Janssen.

Como ya se ha comentado, en 1918 Gropius pasó a formar parte del Arbeitsrat für Kunst, organización que llegaría a presidir en su etapa final tras la marcha de Bruno Taut. Su pertenencia a este movimiento es un claro ejemplo más de los intereses diversos y cambiantes de Gropius durante toda su vida. Cuando se disolvió en 1921, la Bauhaus ya estaba abierta.

Al contrario que Hannes Meyer, Gropius fue ante todo un pragmático sin principios ideológicos definidos, un hombre capaz de adaptarse a los cambios, y dispuesto a hacer las piruetas necesarias para mantener el equilibrio. Creía, ante todo, en si mismo y en su capacidad para sobrevivir en circunstancias adversas. Como demostró en los años de Weimar y en su larga estancia en Estados Unidos, su pragmatismo era el único medio de sobrevivir en un siglo de grandes transformaciones. Esta actitud le permitió en 1918 alinearse con la revolución republicana, y aparecer como un digno representante de la neutralidad conservadora desde su posición en el departamento de arquitectura de la Universidad de Harvard.

En una carta a Tomás Maldonado escrita en 1963 (y publicada en la revista ulm en 1964) acusaba de “falta de intuición política” a Hannes Meyer durante el poco tiempo que dirigió la escuela. Eso es lo que nunca le faltó a Gropius: intuición política y capacidad de adaptación. (Gropius, ulm, 1964). Supo casi siempre de dónde venía el viento y no tuvo reparos en reinterpretar los hechos para dar sentido al mito de la Bauhaus en las siguientes décadas.


Walter Gropius hacia 1919, en una fotografía de Luis Held (1851-1927).

La ofensiva política contra la Bauhaus

Entre 1919 y 1928 Gropius no tuvo otro interés que dirigir la escuela que había fundado, aunque no abandonó por completo su actividad como arquitecto. Era una tarea de gran envergadura, en primer lugar, porque dependía económicamente de la ciudad de Weimar y del estado de Turingia, administraciones con las que era obligado mantener relaciones cordiales. Pero la Bauhaus también supuso una constante tensión por las muchas innovaciones pedagógicas que trajo consigo y las discrepancias que generó su aplicación entre un variopinto cuadro de docentes.

Gropius fue acusado por algunos docentes (y por personas ajenas a la institución) de mantener un estudio privado de arquitectura dentro de la escuela y de utilizar a los alumnos como empleados, aunque tales acusaciones nunca fueron probadas. En todo caso, si parece que sus actividades profesionales pudieron en algún momento colisionar con su responsabilidad como director. En 1927 Fritz Hesse, alcalde de Dessau y en alguna medida responsable del funcionamiento de la escuela, llegó a llamarle al orden por ciertas ausencias injustificadas. Lo cierto es que, por la razón que fuese, en 1928 Gropius abandonó la Bauhaus para dedicarse plenamente a su trabajo como arquitecto y propuso a Hannes Meyer como sucesor. Su lejanía de la dirección no impidió que participase de algún modo en el cese del propio Meyer en 1930, y en el posterior nombramiento de Ludwig Mies van der Rohe.

Tras la llegada al poder del NSDAP en 1933 no mostró Gropius serias resistencias al cambio de régimen. Del mismo modo que otros miembros de la Bauhaus (y de tantos activistas de los movimientos de vanguardia) intentó “un acercamiento a la retórica nacionalsocialista” como demuestran algunas de las conferencias impartidas en 1934, cuando la dictadura era ya un hecho (Medina Warburg, 2018, 59). En esas intervenciones llegó a defender la naturaleza genuinamente germánica de la arquitectura moderna. Pero más que una verdadera convicción, lo que movió a Gropius (como a muchos otros) fue la necesidad de sobrevivir en un ambiente cada vez más adverso (Nerdinger, 1993). Como señalaba Medina Warburg (2018, 59), “no se han superado las narraciones épicas que identificaron el vanguardismo artístico con el compromiso político”, y más en concreto las que hacen referencia al fundador de la Bauhaus.

 

El sueño americano

A pesar de su prudencia política, Gropius se vio obligado a exiliarse, primero en el Reino Unido, y más tarde en Norteamérica. En Londres publicaría su libro, The new Architecture and the Bauhaus (La nueva arquitectura y la Bauhaus), de 1935, el primero donde inicia su tendencia a reescribir la historia de la escuela para adaptarla a su nueva condición de emigrado.

La manera en que Gropius impulsó una difusión políticamente interesada de sus ideas tras la Segunda Guerra Mundial quedó en evidencia en los viajes que hizo por Iberoamérica, “promovidos y financiados por el departamento de estado como iniciativas de propaganda cultural en el exterior” (Medina Warburg, 2018, 59). Si, como señala Fiona MacCarthy (2019), la arquitectura de Gropius carecía de la carga emotiva que caracterizó a Le Corbusier o de Mies van der Rohe, sus virtudes para relacionar cosas y personas, y crear fenómenos culturales fueron providenciales para quien, como él, tuvo que empezar una nueva vida en Estados Unidos.

Durante la segunda postguerra, Gropius fue nombrado consejero de las fuerzas de ocupación norteamericanas en Alemania con la misión de estudiar los problemas derivados de la reconstrucción del país. Su relación con el gobierno de Estados Unidos llegó a ser tan estrecha que la CIA sufragó la publicación de algunos de sus libros e impulsó su figura internacionalmente. El encargo de construir la embajada en Atenas no fue ajeno a esta peculiar posición de Gropius ante la administración norteamericana (Betts, 2009, 190).

En 1946 fundó TAC, The Architects Collaboratives, junto a varios arquitectos norteamericanos (Körte, 2019). De este periodo es de singular importancia el mítico edificio Pan Am, concluido a principios de los sesenta, y que despertó tanta controversia, hasta el punto de ser uno de los edificios más detestados por los neoyorquinos, tanto por su forma como por su ubicación (Banham, 1964). En 1964, en la revista ulm, Reyner Banham criticaba a quienes veían “a Gropius como un semidiós, a pesar del edificio de la Pan Am”.

Su estrategia de promoción en Estados Unidos había comenzado con la exposición del MoMA en 1938 que se ocupaba exclusivamente del periodo comprendido entre 1919 y 1928, es decir la época de Gropius. Y como cabría esperar, los posibles méritos de Meyer se resumieron de la manera más escueta en el catálogo de esa exposición donde él, por otra parte, tenía un evidente protagonismo.

Aunque la monografía de Wingler, aparecida en Alemania en 1962, proporcionaba ya una visión algo más amplia, Walter Gropius siguió liderando la interpretación de la Bauhaus hasta sus últimos días. El catálogo de la exposición organizada en 1968, 50 Jahre Bauhaus, presentaba el conocido diagrama circular con la estructura pedagógica de la escuela, ideado en 1922, como algo que estuvo en vigor durante todo el periodo de existencia de la escuela entre 1919 y 1933 cuando no fue así (Droste, 2009).

Gropius no solo consiguió asimilar las ideas de Meyer e incorporarlas a su interesado relato, hizo lo mismo con las de Mies van der Rohe y con cualquier otra aportación que fuera de interés para sus objetivos. Tales cambios fueron posibles gracias al enorme control que tuvo sobre el legado de la escuela que le permitió modelar paulatinamente el relato a su conveniencia. Esas maniobras sirvieron para que la Bauhaus pudiera insertarse en la construcción cultural de esa República Federal y contribuir a dar forma a la sociedad de consumo surgida del crecimiento económico. En tal sentido, no puede negarse su positiva influencia para que el proyecto de la Hochschule für Gestaltung de Inge Scholl, Otl Aicher y Max Bill recibiera el apoyo de Estados Unidos y fuera una realidad en 1953.

En 1968 LIFE dedicó un empalagoso reportaje al fundador de la Bauhaus con motivo de su 85 cumpleaños que apareció también en la versión de la revista en español. En un lenguaje carente del mínimo recato, el reportaje glosaba la figura de un hombre ejemplar y comenzaba con una declaración tan exagerada como innecesaria: “Cuando Walter Gropius, de vacaciones en Arizona, se divierte lanzando chorros de agua, las gotas caen trazando en el aire la trayectoria de un hermoso diseño”.

El resto de las páginas, ilustradas con grandes fotografías, mostraban al matrimonio Gropius completamente integrado en la vida norteamericana, lejos del frío de la costa este en la que vivían.

“Cuando llega el invierno, Gropius y su esposa se van de Massachusetts a Castle Hot Spring, estado de Arizona. Gran jinete, a veces cabalga hora tras hora por el desierto […] excelente tirador hace aquí unos disparos de práctica”.

El propio Gropius añade algunos elogios al país que lo acogió:

“Es imposible aburrirse cuando se anda por el campo […] ‘Me extraña mucho que los norteamericanos no recorran más este país. Encierra grandes maravillas”.

A estas líneas acompañaban unas reflexiones de Peter Blake, por entonces director del Architectural Forum, quien, en un lenguaje algo más sosegado, insistía en los argumentos del mito. Tras referirse a la importancia de Frank Lloyd Wright, Le Corbusier y Mies van der Rohe, Blake afirmaba sin pudor:

“Estos hombres, y quizá uno o dos más, fueron los héroes del movimiento moderno. Pero todos ellos eran, hasta cierto punto, especialistas. Gropius es el único universal. Se ha dedicado a todas las disciplinas y ha aprovechado todas las oportunidades comprendidas en el campo de su visión. Es uno de los principales arquitectos del siglo, el inventor, o poco menos, del proyecto industrial moderno; y sin reservas, el maestro más influyente de la arquitectura, la urbanización y el diseño de los últimos cincuenta años. Él y su viejo socio Marcel Breuer han revolucionado la enseñanza de la arquitectura en Estados Unidos desde que llegaron en 1937 a la facultad de diseño de Harvard” (Blake, 1968, 44),

Walter Gropius falleció el 5 de julio de 1969 en Boston, con 86 años de edad, como consecuencia de una intervención quirúrgica realizada unas semanas antes que no pudo superar por un fallo respiratorio.

Weimar, allí empezó todo

La historia de la Bauhaus dio comienzo en la primavera de 1919, cuando el recuerdo de la revolución aún seguía presente en las calles de Berlín. Fue entonces cuando Gropius puso en marcha un proyecto de integración de arte e industria que enlazaba con la vieja tradición de lo que se dio en llamar Arts and Crafts. Este movimiento, iniciado al final del siglo XIX por William Morris y otros inquietos victorianos, ejerció una desorbitada influencia sobre los artistas e intelectuales del cambio de siglo porque su impacto desbordó los pequeños círculos de artistas y críticos. Como señalaba Hobsbawm, “inspiró a quienes deseaban cambiar la vida humana, y también a individuos pragmáticos interesados en producir estructuras y objetos de uso, así como aquellos otros interesados en los aspectos pertinentes de la educación” y ejerció una poderosa atracción sobre un núcleo de arquitectos, imbuidos de una visión utópica (Hobsbawm, 2001, 239).

La pequeña ciudad de Weimar

Hacia 1919 Weimar tenía poco más de 37 000 habitantes, la mitad aproximadamente de su población actual, y distaba mucho de tener una actividad industrial digna de mención. Que la Bauhaus se fundara en esta pequeña ciudad de Turingia, ajena a la intensa vida cultural de la capital del Reich, se debe en gran medida a la tradición cultural que caracterizó de siempre a Weimar.

Desde antiguo la ciudad acogió a muchas figuras relevantes de la cultura alemana: Lucas Cranach el Viejo terminó allí sus días, y en el poco tiempo que Johan Sebastian Bach pasó allí se extendió su fama como intérprete de órgano. En la segunda mitad del siglo XVIII Johann Wolfgang von Goethe y Friedrich Schiller hicieron de la ciudad un símbolo de la nación germánica.

Tras las guerras napoleónicas Weimar se convirtió en la capital de un territorio próspero de lo que más tarde sería el Gran Ducado de Sajonia. Su condición de pequeña corte atraería artistas e intelectuales durante todo el siglo XIX. Franz Liszt pasaría allí largas temporadas y acogería en su casa a Richard Wagner tras los sucesos revolucionarios de 1848. Fue en el teatro de esa ciudad donde Liszt estrenó Tannhäuser y más tarde Lohengrin, dos de las más conocidas obras de Wagner, por entonces en el exilio. Friedrich Nietzsche pasó en Weimar sus últimos años en la villa Silberblick, una vivienda proyectada por el arquitecto belga Henry van de Velde quien hacia 1911 terminaría la construcción de la escuela de Bellas Artes de esa ciudad. Sería en ese edificio donde pocos años después se instalaría la Bauhaus.


Monumento a Goethe y Schiller levantado en la ciudad de Weimar hacia 1857, obra del escultor Ernst Friedrich August Rietschel. Fotografía de Andreas Trepte.

Ya antes de terminar la guerra, Walter Gropius recibió el encargo de fusionar la Großherzoglich-Sächsischen Hochschule für Bildende Kunst (la Escuela de Bellas Artes del Gran Ducado de Sajonia con la Kunstgewerbeschule (la Escuela de Artes Aplicadas) de la ciudad de Weimar.

“Esta idea de una esencial unidad que integre toda forma de diseño fue el estímulo que me llevó a fundar la Bauhaus […] Uní para ello la Großherzoglich Sächsischen Kunstschule (la Escuela Gran Ducal Sajona de Bellas Artes) con la GroßherzoglichSächsischen Kunstgewerbeschule (la Escuela Gran Ducal Sajona de de Artes Aplicadas), para formar una Hochschule für Gestaltung (Escuela Superior de la configuración), bajo el nombre de Staatliche Bauhaus Weimar” (Gropius, 1935).

Este proyecto de raíces románticas, en buena medida decimonónicas, fue concebido por Gropius en el ambiente que había llevado a la creación de la Deutscher Werkbund en los años de la Belle Epoque cuando la confianza en el progreso no había sido mancillada por la brutalidad de la guerra.

La Deutscher Werkbund, fundada en Múnich en 1907 por un grupo de artistas, arquitectos, artesanos, industriales y divulgadores, tenía por objeto mejorar la producción industrial mediante la cooperación entre la industria, las artes y los oficios, pero también gracias a la educación y la propaganda. Sus principales miembros eran entonces Peter Behrens, Theodor Fischer, Hermann Muthesius, Bruno Paul, Richard Riemerschmid y Henry van de Velde. La nueva asociación integraba las dos principales corrientes de la época: quienes defendían la estandarización industrial de los objetos de uso cotidiano, y quienes eran partidarios de la individualidad artística, como el propio Henry van de Velde.

Organizaciones similares, con esos mismos principios, se establecieron pronto en otros países: la Werkbund austriaco sería creada en 1910, la suiza en 1913, el Slöjdforenigen sueco entre 1910 y 1917, y la English Design and Industries Association en 1915 (Bürdek, 2019). El objetivo de todas estas instituciones era popularizar el buen gusto entre fabricantes y consumidores mediante el trabajo y la pedagogía, en la más pura tradición de Henry Cole. Pero Gropius reconocía que quienes (como él) volvieron del frente, y pensaron que la vida seguiría siendo igual, estaban equivocados.


Henry van de Velde en Weimar hacia 1911. Fotografía de Luis Held (1851-1927)

Weimar se convirtió a partir de la apertura de la Bauhaus en uno de los referentes de la modernidad, quizá a su pesar. El peso de su larga tradición cultural se manifestó durante los años que la escuela de Gropius permaneció en la ciudad en forma de conflicto. En enero de 1920, antes de que se cumpliera un año de que escuela abriera sus puertas, un grupo de notables de la ciudad hizo un llamamiento para mostrar su disconformidad con una experiencia tan ajena, según ellos, a la tradición de Weimar:

“Hombres y mujeres de Weimar! ¡Nuestra antigua y famosa Escuela de Arte está en peligro! Todos los ciudadanos de Weimar para quienes las sedes de nuestro arte y nuestra cultura son sagrados, están llamados a asistir a la convocatoria pública que tendrá lugar el jueves 22 de enero de 1920, a las 20.00 horas. Los comités, elegidos por los ciudadanos” (Gropius, 1938).

Inicio de las actividades lectivas

Aunque las clases se habían iniciado unas semanas antes, fue el 20 de abril de 1919 cuando Walter Gropius recibió el nombramiento como director de la nueva escuela que tenía su sede en el edificio proyectado por Henry van de Velde para la Escuela de Bellas Artes del Gran Ducado de Sajonia. La Bauhaus hubo de compartir, por tanto, ese espacio durante sus años de Weimar, lo que hizo inevitables algunos conflictos, como sucedió con motivo de los murales que Oskar Schlemmer realizó para la exposición que tuvo lugar en el verano de 1923.

 

Panfleto difundido por grupos nacionalistas convocando a un acto en contra de la Bauhaus. Enero de 1920.

Dos aspectos son relevantes al describir la Bauhaus como centro educativo y como factoría del diseño:

1. De una parte, no hubo una fórmula homogénea que diera a la escuela una práctica educativa coherente. La Bauhaus fue el resultado de diferentes corrientes aparentemente contrarias, que consiguieron convivir gracias a los equilibrios de Walter Gropius. En los primeros años esa tensión tuvo lugar entre el expresionismo encarnado por Johannes Itten y el ideal de una artesanía adaptada a la nueva sociedad industrial, representada por Walter Gropius. Más tarde, la discrepancia estuvo entre la tendencia formalista, vinculada al constructivismo, y una suerte de diseño social con conexiones políticas que estaba presente en la mente de Hannes Meyer. La salida de Gropius en 1928 marcó el inicio de una etapa, carente ya de equilibrios, en la que las tensiones internas se vieron acompañados de la definitiva presión que la situación política ejercería sobre la escuela.

2. Por otra parte, la Bauhaus vivió de una manera conflictiva el impacto de la cultura industrial del siglo XX y sus consecuencias sociales. La tradición de la que Gropius y muchos otros venían hacía difícil asumir la naturaleza industrial del sistema productivo. A pesar de que quiso ser también una factoría del diseño, utilizó para ello talleres cuya tecnología artesanal tenía más que ver con el siglo XIX que con la sociedad de consumo del nuevo siglo. Esta paradoja llegó al absurdo de que promocionaran como artículos industriales muchos objetos que habían sido realizados de forma manual en talleres artesanos.


Edificio de la Bauhaus en Weimar hacia 1911, en una fotografía de Luis Held (1871-1927).

El manifiesto fundacional

La apertura de la Bauhaus en 1919 se formalizó mediante un manifiesto fundacional cuya redacción ha de atribuirse en exclusiva a Walter Gropius, según reconoció años más tarde a Tomás Maldonado:

“El manifiesto de Bauhaus fue escrito por mí y soy completamente responsable de ello. Es necesario haber vivido en el peculiar clima de aquellos tiempos para poder comprenderlo. A la derrota en la guerra siguió una mezcla de profunda depresión, desorganización de la vida intelectual y económica, y la ardiente esperanza de construir algo nuevo sobre esas ruinas, sin el opresivo patrocinio estatal que se había soportado hasta entonces” (Gropius, 1964).

Para Gropius, en un tiempo de tanta zozobra como el que siguió a la derrota, no habría tenido sentido ninguno un frió llamamiento para llevar a cabo una iniciativa prudente. Fue el tono vehemente de aquella proclama lo que contribuyó a su eficacia:

“El éxito del manifiesto habla por sí mismo; tanto de Alemania como del extranjero llegaron jóvenes, no para diseñar lámparas eficientes sino para formar parte de una comunidad que quería crear un hombre nuevo en un entorno nuevo y liberar su espontaneidad creativa. Un comienzo así tiene siempre algo de utopía romántica, y como todo acto creativo en la vida biológica requiere siempre un componente de ruptura e imaginación” (Gropius, 1964).

En las líneas del manifiesto se plasmaban los principios ideológicos de la nueva escuela y se hacía hincapié en los objetivos que su creación perseguía. En un estilo acorde con el ambiente político en que nació, comenzaba señalando que “el fin último de toda actividad plástica es la construcción”, y que cualquier actividad artística quedaría supeditada a ese objetivo. La “colaboración consciente de todos los profesionales” era una condición necesaria para el futuro de las artes:

“Arquitectos, pintores y escultores deben volver a conocer y concebir la naturaleza compuesta de la edificación en su totalidad y en sus partes. Sólo entonces su obra quedará de nuevo impregnada de ese espíritu arquitectónico que se ha perdido en el arte de salón”.

Ilustraba el texto una litografía de Lyonel Feininger con el tosco dibujo de una catedral, en clara referencia a la idea medieval de obra de arte total que inspiraba a los movimientos reformistas. El manifiesto afirmaba que “las viejas escuelas de Bellas Artes no podían despertar esa unidad, ¿y cómo podrían hacerlo si el arte no puede enseñarse?”; en consecuencia, las escuelas no tenían más que remedio que volver a convertirse en talleres:

“Este mundo de diseñadores y decoradores que sólo dibujan y pintan debe convertirse de nuevo en un mundo de gente que construye. Cuando el joven que siente amor por la actividad artística vuelva a comenzar como antaño su carrera aprendiendo un oficio, el artista improductivo no estará condenado a un ejercicio incompleto del arte, pues su pleno desarrollo corresponderá al oficio, en el cual puede sobresalir”.

La convicción de que el arte era algo inasible y no podía enseñarse (compartida por muchos en la Bauhaus) llevó a poner la mirada en la artesanía, cuyas técnicas eran lo único que podía llenar de contenido la enseñanza:

“¡Arquitectos, escultores, pintores, todos debemos volver a la artesanía! Pues no existe un arte como profesión. No existe ninguna diferencia esencial entre el artista y el artesano. El artista es un perfeccionamiento del artesano. La gracia del cielo hace que, en raros momentos de inspiración, ajenos a su voluntad, el arte nazca inconscientemente de la obra de su mano, pero la base de un buen trabajo de artesano es indispensable para todo artista. Allí se encuentra la fuente primera de la imaginación creadora”.

Por otro lado, la pretensión social, ligada al momento histórico, y a los principios del Arbeitsrat für Kunst, se hacían evidentes en el llamamiento final, cargado de resonancias políticas:

“¡Formemos pues un nuevo gremio de artesanos sin las pretensiones clasistas que querían erigir una arrogante barrera entre artesanos y artistas! Deseemos, proyectemos, creemos todos juntos la nueva estructura del futuro, en que todo constituirá un solo conjunto, arquitectura, plástica, pintura y que un día se elevará hacia el cielo de las manos de millones de artífices como símbolo cristalino de una nueva fe”.

Aunque el manifiesto se fundara en algunos principios que animaron la escuela durante sus años de existencia, la práctica pedagógica fue tan diversa y contradictoria que no es fácil hablar (como, sin embargo, se ha hecho) de un método Bauhaus. En consecuencia, por esa falta de unidad en un propósito definido, la institución sufrió en su breve historia cambios profundos en cuanto a la orientación pedagógica y al contenido de sus enseñanzas. En tal sentido, cabe señalar tres principales periodos en la vida de la escuela que estructuran y justifican algunos de esos cambios de orientación.

Etapas de la Bauhaus

1. En una primera etapa se pusieron en marcha los principios ideológicos de la institución a pocos meses de iniciadas las clases. En el otoño de 1919 se instituyo el Vorkurs, un curso preparatorio que servía de introducción a todas las enseñanzas y era la base del plan de estudios. Por una parte, pretendía la experimentación y el hallazgo personal y, por otro, el acceso a una etapa posterior de formación. Fue dirigido por Johannes Itten entre 1919 y 1923 y más tarde por László Moholy-Nagy y Josef Albers, aunque también participaron en su impartición Klee, Kandinsly, Schmidt y Schlemmer. Tras este curso los estudiantes podían elegir talleres específicos al frente de los cuales estaban un maestro de la forma y un maestro del oficio (un artista y un artesano) que, en un principio, se situaban en un plano de igualdad pedagógica. Gropius defendía esta solución argumentado que en la práctica no había un docente que pudiera reunir las cualidades que requería esa formación dual. Sin embargo, a pesar de que, en teoría, ambas figuras tenían una misma relevancia, los maestros de taller estuvieron subordinados a los maestros de la forma que protagonizaban la acción docente. En esos talleres se realizaban prototipos únicos con técnicas artesanales que pretendían formar a los alumnos para las tecnologías de producción industrial. Como colofón a estos primeros años, en 1923 se realizó una gran exposición que recibió una buena acogida y el apoyo de la Deutscher Werkbund (Heskett, 1986, 109).