La quimera

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—Mi pañuelo —y la compositora se lo presentó, estremecida también. Siguieron andando, pausadamente, metidos en sí; un espectáculo atrajo sus miradas. Más allá del soto, bastante cerca sin embargo, apoyando uno de los extremos del semicírculo colosal en las honduras de la cañada que cobija la presa del molino, la zona policroma del iris ascendía del suelo a lo más alto de la bóveda gris, y volvía a descender, diseñando un puente para titanes. No llovería más. Los aéreos colores, verdes, anaranjados, violados, de transparente y luminosa magnificencia, fueron apagándose con lentitud dulce; ya casi invisibles a fuerza de delicadeza, se esfumaron al fin completamente, y el paisaje quedó como abandonado y solitario, húmedo, escalofriado con la proximidad de la noche otoñal traidora y pronta en sobrevenir.

II

Madrid

Hojas del libro de memorias de Silvio Lago


Después de pasarme ocho días en la destartalada fonda de la calle de Atocha, al fin encuentro un taller, a precio aceptable, en la de Jardines. Tiene el defecto de que esa calle es del número de las que Balzac llama chauldes, y aún de las que echan lumbre: en mi vida he visto junta tanta paloma torcaz, y de plumaje tan sucio. No me importa lo que me arrullan cuando me retiro de noche; pero ¿y si acuden a retratarse bellas señoras? En esta calle no entran coches: las bellas señoras tendrán que cruzar a pie, rozando con las pájaras y oyendo sus retahílas… No hay qué hacerle: no hallo cosa mejor, dentro de mis posibles. Traía unas dos mil pesetas para empezar a vivir —primer plazo del importe de mis cuatro terrones; el resto no se cobra hasta qué sé yo—; pero he encontrado aquí a Crivelo, el pobre Crivelo, con su mujer, los niños, la suegra, el ama, y sin un céntimo: como que acaba de establecer una litografía… y tuve que arriar setecientas y pico, porque a no ser de bronce… Tiene razón la baronesa de Dumbría, al llamarme «el de la mano horadada». Razón: y, sin embargo, me ataca los nervios al darme consejos de economía; es como si a una adelfa la dijesen: «Maldita, sé garbanzo, que te conviene mucho».

A propósito de garbanzos: mi comida es una desolación y apenas digiero. Ando a salto de mata, hoy en un bodegón, mañana en Fornos; me desayuno con salchichón o queso; no tengo tetera, no tengo té, no tengo una criada que me ponga a hervir agua —¡el té, una de las contadas cosas que me sientan admirablemente!—. Me acuerdo de Alborada como los hebreos de las ollas de Egipto. La portera sube a arreglarme la cama en un diván, a tropezones; estas mujeres son muy astutas: ha visto que mis muebles se reducen a dos caballetes, una caja de lápices y veinte libros; que luzco un gabán raído, que no me ha visitado sino Crivelo… y olfatea propinas de cesante. La daré por adelantado dos duros, para que comprenda que el hábito no hace al monje.

Estoy, pues, en plena bohemia. Lo más bohemio es el frío. Me trajeron ayer un braserito. ¿Qué pinta un braserito en este inmenso taller? Se filtra un aire glacial por los paneles de cristales sin maderas ni cortinas; y la tubería de la chubesqui, sin chubesqui, aumenta la sensación polar. ¡Brrr! Aunque merme el fondo (vaya un fondo), habrá que comprar chubesqui. No: y lo diabólico es que después de la chubesqui necesitaré carbón. Las chubesquis debieran criar su combustible, como el borrego su lana.

He visto el museo. Volví de él aplanado y loco (estados que parecen difíciles de asociar). Entré a las diez, con ánimo de pasar dos horas, y a las tres todavía estaba allí, desfallecido y sin enterarme del desfallecimiento. Al volver a casa me harté de mortadela y queso gruyer: primeros momentos de estupidez: la digestión penosa del boa.

Entre los afanes de la pícara función fisiológica, restos de la fiebre de la mañana, un devaneo sin tregua, que va y viene, y vuelve y se enreda en tres nombres: Goya, Velázquez, Rubens.

Orden, orden, señora cabeza mía. ¿Qué piensa usted de esos tres tiazos?

En primer lugar, no experimento gran entusiasmo por la pintura antigua. Nos han fastidiado bastante con la admiración de lo antiguo, negro y embetunado, y con luz falsa. Los antiguos eran otros embusteros, igual que yo. Hasta nuestro siglo, y bien adelantado, no se supo lo que era verdad. Y no la tragan, no la tragan los condenados burgueses. ¡La luz cruda, dicen! ¿La quieren cocida, guisada? Mejor se pinta hoy que se ha pintado nunca. Y si es así, ¿por qué me he vuelto del museo destrozado de asombro?

Con Velázquez me pasa que reniego del cerebro. Ese tío no pensaba; lo que hacía era copiar, pintando de una manera bestial: la pincelada, la santa pincelada, el santo natural, el santo dibujo, y fuera ideas, que son una peste.

Velázquez no debió de sentir calenturas. Velázquez se reiría de nosotros. Sano, equilibrado, cortesano, creyéndose un funcionario y no un genio, no buscaba originalidad: ¿para qué? La originalidad es una tontería. Pintar más que Dios y dejarse de originalidades. Si pintásemos, ¿eh?, ¡digo pintar!, ya me entiendes, Silvio, ¡qué falta nos hacía discurrir! La naturaleza no presume de original, ni discurre; el sol, la luna, son lo más trivial. Velázquez es naturaleza pura.

Da gusto cómo trata a los dioses. Su Marte, un soldadote velludo; su Vulcano, algún herrero de la Ribera. ¿Y el chucho de las Meninas? Silvio, ¿te contentarías con haber manchado ese chucho?

¡Qué bárbaro soy! ¿Pues no estoy diciendo para mí: no, no me contentaba? Prefería ser Goya. El equilibrio y la indiferencia de Velázquez, bien; el desate de Goya, mejor. ¿Por qué mejor? No lo sé explicar; pero me gustaría tener un modo mío de sentir el natural, y me gustarían esas rarezas de sátiras y de delirios, el infierno y el cielo, el amor, la muerte, la horca, el fanatismo, los asnos dómines, las duquesas histéricas y tísicas, con colorete, las familias reales retratadas hasta el alma, hasta la misma médula de sus huesos, enseñando la sensualidad de la reina y la inepcia bonachona del rey. Me gustaría haber sido el primero a sorprender la luz rubia y acaramelada de las primaveras madrileñas, y los grises tonos, vaporosos, de las épocas de pelo empolvado y sedas tornasol. Me gustaría ser el primero que interpretase el colorido de España. ¡Goya! Sus cuadros patrióticos, sus fusilamientos, telones —telones divinos. ¡Qué arranque! ¡Qué ímpetu! ¡Ese colmillo de jabalí, ese navajazo feroz de baturro airado!—, ¡ah, qué envidia!

¿Y Rubens? Cuando me acuerdo de mis pastelitos, de mis cochinas cromotipias, y pienso en la carne flamenca de Rubens, me daría de cabezadas contra la pared. Materia, materia; esplendor de la carne: y arrodillarse y adorarlo.

El realismo de Rubens es más natural que si nos presentase gente pobre y famélica. Sus hombres sanguíneos, de barba terciopelosa, y sus mujeres de senos de manteca y nalgas rosa té, eran gente rica y bien alimentada; y así quisiera yo desnudar y pintar a la high-life. Afuera tules. La carne, compacta, fresca; albérchigos y pavías. Verano de la vida; y por debajo de esa piel tan bruñida y elástica, y por esas venas (¿no es triste que no tenga venas la gente que yo retrato?), por esas venas, circulando, el hierro y el calor de los siete pecados capitales.

De todo esto saco en limpio… poca cosa: que quisiera ver Velázquez, Goya o Rubens, ¡un nene! ¿Qué soy? Nada. Un farsantuelo; y ni aun mis farsas puedo hacer. Porque ¿quién va a venir a retratarse en esta calle sospechosa, en este taller desmantelado, sin un trapo antiguo, sin un sitial coquetón, sin alfombra… sin estufa?

No: estufa la habrá mañana, ¡viven los cielos!

Hoy tirito. La noche cae, y como no he de comer —no era la digestión del boa, era la indigestión—, no salgo; me quedo en mi rincón, me refugio en la alcoba, envuelto en mi poncho gaucho, que me sirve de manta de viaje y de cama. Me siento mal, muy mal; parece que dentro del estómago tengo una barra de plomo; la cabeza me duele… Trataré de dormir. A cerrar los ojos, a no acordarse de nada. ¡Qué nuca y qué hombros los de La hilandera! Lo asombroso de Goya, el misterio de las pupilas de sus retratos: tienen húmedo radical… Bueno, ahora lo de ene: bascas, escalofríos… ¿Si enfermaré de veras? ¡No me faltaba más que eso!

Quebrantado aún (¡qué indigestión, señores! ¡Yo creo que fue de admiración más que de otra cosa! Es bobo y ocioso admirar a los que ya pasaron: ¡arte nuevo, nuevo!) voy a la Sociedad de Acuarelistas a dibujar. Empiezo a conocer algunos del oficio; muchachos como yo, tal vez con las mismas esperanzas que yo. ¡Puede que no tan quiméricas! Los veo que fuman, ríen, hablan de mujeres, piensan con ahínco en algo más que el arte. Hay uno, sin embargo, rabioso, emberrenchinado como yo: se profesa impresionista (¡qué diablura!) y se llama Solano. Tiene unos ojos que giran, que miran azorados, insensatamente: ojos de raposo cogido en la trampa.

Me han preguntado mis proyectos. No les he contado palabra de verdad. Me daba vergüenza confesarles que espero a que las bellas señoras me hagan con sus deditos una seña: «Retrátanos… y que salgamos arrebatadoras, celestiales». ¿Y si, además, por encima de todo, ¡humillación doble!, ni aun eso encontrase; ni aun le comprasen al charlatán sus mentiras, su agua de rosa y su blanquete?

A bien que saldré de dudas pronto. Las de Dumbría me escriben que antes de principios de diciembre llegan.

Entretanto, como no debo perder tiempo, y como la labor de noche en la Sociedad no me basta y quisiera aprovechar algo las mañanas, que me paso tumbado en el diván leyendo o haciendo castillos en el aire —me determino a llamar una modelo y un modelo. Cuestan, pero no hay cosa mejor para formarse la mano y adelantar en estudios útiles— una mano, una pierna, la cabeza, el torso.

 

Por suerte, en la tienda de marcos, donde me surto de lienzos, pinturas, pinceles, un caballete mecánico, comprendo que no se darán prisa a pasar la cuenta. Les he insinuado que los meses de navidad y primeros de año no son a propósito para pagos, y enseguida comprendieron: debe de estar acostumbrados, por su clientela de artistas, a morosidades. Y si no, ¿cómo me las arreglo? Porque parece que no son nada estas fornituras —tubitos, frasquitos, pinceles, palitroques—, y solo el caballete representa un desembolso de treinta y cinco duros. El amigo que me he echado en la Sociedad, un chico paisajista, Marín Cenizate, que me ha tomado un apego decidido y se dedica a aconsejarme y protegerme, al saber mis adquisiciones me dice que anduve precipitado; que como la miseria siempre, y ahora más, es tan acuciosa entre nuestros compañeros, en el rastro y en las casas de préstamos encontraría por cuatro cuartos el caballete y las cajas. No le quise responder: «es que la tienda no me cobra ahora, y lo de lance se pagará al contado». La penuria de dinero a veces obliga a gastar doble.

La modelo… ¡pch!, un desnudo regular: de la cintura abajo, algo de morbidez; los brazos magros, los hombros puntiagudos, las manos encanalladas. Para estudiarla sinceramente y a trozos no me importa; pero si alguno quiere meterla en cuadros de ninfas o de damas, ¡con esas manos, a morir!

No sería yo quien me consagrase a damas o a ninfas, y eso que desde mi llegada a Madrid me parece que siento menos la naturaleza, y la verdad áspera y plebeya no me seduce tanto. Aquí no hay campo, y la ciudad, ni moderna ni majestuosamente antigua, no me atrae. Recorro sus calles, sus paseos; nunca salta la nota que me agradaría tomar. Vamos, ya estoy maduro para mi campaña de retratos.

El desnudo del viejo, infinitamente mejor que el de la mujer. Es un setentón que sería muy terne en sus mocedades, y que en vez de criar grasa se ha desecado lo mismo que un gajo de uvas colgado al sol. Se ha convertido en un Ribera. Creía yo que aquellos claroscuros y aquellos tonos de Ribera eran falsos. No: en la piel del viejo encuentro el mismo ocre amarillo, la misma tierra de Siena, la misma sombra calcinada de los ascetas riberescos; y su vello y su barba y su pelambrera —a las cuales los artistas la hemos prohibido tocar: es nazareno— son del mismo gris plomo, con toques blanco plata y los tonos y reflejos de una armadura. Al estudiar al viejo, cargo la paleta de colores a la española; mi pincelada se hace amplia, fuerte, y me voy al estilo franco y a las grandes masas. Hasta me sugiere asuntos castizos y anticuados; ayer le boceté de san Jerónimo, con su pedrusco en la derecha.


Final de noviembre

¡Llegan, llegan las de Dumbría! Preciso era; porque se me iban acabando el resuello y la esperanza y, además, en todo este mes no he comido cosa que digiriese; noto el estómago tan frío que —se lo conté ayer al hermano de mi amigo Cenizate, que es médico— padezco una aprensión rarísima (él la calificó de alucinación, engendrada por la dispepsia): la idea de que me lo cruza, sin interrupción, una glacial corriente de agua.

Como he adquirido una tetera, me inundo de té para digerir las porquerías; estoy muy nervioso, sueño dislates, y de día miro mi taller desmantelado, mi casa sin muebles, mis perchas sin ropa, y los planes de atraer aquí al gran mundo, y al gran mundo femenino, se me representan como delirios de la calentura.

Por cierto, a propósito de este delirio, que la carta de ayer de mi romántico amigo de Marineda, Florencio Goizán, es para desmigajarse de risa. Me ha cogido en un día de los de humor más negro, y me lo mitigó. Hay párrafos deliciosos.

«¡Mortal tres veces feliz!» —me escribe—. «De este aburridero, este rincón donde no se puede ni soñar en ilícitas aventuras —porque detrás de cada vidriera hay una vieja atisbando—, te envidio el jardín que ya empieza a brotar en tu taller. ¡Qué jardín! Desde la altanera flor de lis purpúrea, hasta la original orquídea modernista, no habrá flor de estufa que ahí no pueda lucir en el caprichoso búcaro oriental. ¡Qué mujeres, Cristo! Ya las miro subir tus escaleras con el corazón palpitante; llamar a tu campanilla con trémula mano enguantada de Suecia; entrar con ese delicioso ruge-ruge de sedas que él solo estremece; inundarte el taller de oleadas de ideal y de brisas rusas; reclinarse negligentes en el sofá Luis XV, mientras tú te hincas de rodillas a sus pies sobre un almohadón de terciopelo y empiezas a contar tus ansias. Habrás dispuesto (naturalmente, es de cajón) el refresco en el velador árabe; allí sus emparedados, sus bombones, y allí su vino de Málaga. Y si llegase impensadamente el celoso marido, la dama adoptará pose en el estrado, tú agarrarás tus lápices, el retrato seguirá viento en popa, y aquí no ha pasado nada, caballeros.

«Lo más sabroso ha de ser eso: engañar a un necio orgulloso de los retratos. ¡Porque cuidado que es socorrido! No es pretexto solo; es ardid de guerra. Si yo fuese padre, amante, marido, cualquier día consiento que tú la retrates y estéis solitos bebiéndoos a tragos largos la mirada horas enteras. Vamos, se necesita ser memo. ¡Ya que la memez es epidémica, incurable; triunfa, mortal tres veces feliz! No te pares en barras, no te achiques al tropezarte con las rimbombantes genealogías: la mujer es mujer, ya nazca en áurea cuna, ya en el arroyo; el flecherillo todo lo iguala; los antepasados de coraza o ferreruelo no se alzan de sus tumbas, y tú acuérdate de Goya, que prefirió pintar mejillas ducales y borrar luego con los labios el carmín, a legar a la posteridad un nuevo título de gloria. ¡Ah! ¡Quién pudiese estar en tu lugar unos meses siquiera! Desgarra encajes de Venecia, arruga sedas de Lyon, desabrocha collares de perlas, descalza esquifes de raso, y compadece a los amigos que se pudren leyendo cartas sin timbre y sin ortografía, no llevando sus ambiciones más arriba del taller de costura, los dedos picados y el zapato de cuero gordo. Más suerte tienes que un ahorcado; es de esperar que sepas agotarla, y que en el verano, a la sombra de los castaños de Zais o en la playa de Riazor, nos refieras episodios. ¡Digo, si es que te dignas volver a las natales costas, y no te arrastra el torbellino del gran mundo hacia la isla de Wight o los arenales de Trouville!».

Así, copiado al pie de la letra.

¡Gastan imaginación en Marineda, vaya si la gastan! ¡Y lo cómico es leer esto en el camaranchón que llamo taller amueblado, con una estufa que no tira y el caballete mecánico, y visitado solo —a tanto la hora— por la modelo, la Eladia, que deja caer, al desnudarse, un corsé muy usado, color lagarto mustio, del cual reniego!

—¿Chica, no tienes más corsé que este?

—No, señorito…

El tono es tan triste que arrío dos duros para un corsé nuevo y blanco; al otro día sube con el antiguo. Que su madre está enferma, que tuvo que comprar una medicina «barbaridá de cara…». ¡Bien, adelante! De rabia, la coloco, borrajeo un apunte, y me sale regular; la modelo, destacándose sobre la luz de la vidriera y ajustándose el corsé con un movimiento airoso de los brazos hacia atrás. No la vuelvo a dar propina: la guita se me va que vuela.


Diciembre

Me he reanimado al ponerme al habla con las Dumbrías. Me hicieron cenar allí la noche de la llegada, las provisiones que traían en el tren, que me supieron a gloria, y eran, sobre poco más o menos, lo que hubiese comido en mi taller —fiambres, pastas—. ¿Por qué digerí mejor ya? ¿Es que mis nervios mandan en mí tan absolutamente?

A la mañana siguiente me llamaron por teléfono —el teléfono del despacho de aguas minerales, en el piso bajo de mi casa—, para avisarme que vendrían a visitar mi instalación. Han venido, impresionando a la portera, que al cabo ve aquí unas señoras; se han reído mucho de ver cuántas cosas me faltan.

—Supongo —dijo Minia— que estará usted encantado porque esta escasez es poesía.

—No tal —grité—. ¡Ay, los soñadores! ¡Señora, esa fantasía de usted! Estoy perramente, y es imposible, aunque llegasen a enterarse de mi existencia, que ninguna dama ponga los pies en tal desván.

—Muchísimas gracias, por la parte que nos toca…

—Bueno; ustedes, es otra cosa. Ya me entienden…

Horas después llamaron a la puerta y entraron dos mozos cargados de trastos. Las Dumbrías, que justamente acaban de arreglar un salón-biblioteca y de cambiar parte de su mobiliario, me remitían estantes para libros, cortinas, una cama de madera, un sofá, algunas sillas. «No nos caben en casa», decía el billete. «Vaya usted a comer a las ocho, y no espere buen trato, estamos desorganizadas todavía… No tenemos más convidado que usted». Interpreto: puedo ir con esta ropa. ¡De perlas, la ropa! Es la misma con que vine de Buenos Aires; la hice a principios del verano de allí, que es el invierno de aquí y, por consiguiente, ahora, en otro invierno, después de dos veranos empalmados, porque en mayo me vine a España, cualquiera adivina el aspecto que ofrece y lo que abrigará. «Poesía, poesía…», dirá Minia… «Pulmonía…», digo yo. Y, además, el único gabán se ha vuelto del color indefinible del corsé de la modelo. Habrá que equiparse. ¿Habrá…?

Al salir de casa de Dumbría para ir a dibujar a la Sociedad, una digestión completamente feliz me despeja la cabeza. En fin, el caso es que dentro de unos quince días, el tiempo estrictamente indispensable para «arreglar» algo, darán tres reuniones por la tarde, a las cuales yo no asistiré; expondrán el retrato de Minia, y malo será —opina la baronesa— que no salten encargos.

—Sea usted, al principio sobre todo, muy transigente. Cobre poco: en Madrid no se atan los perros con longanizas; las necesidades de apariencia de la vida son muchas, y los más ricos y empingorotados miran al microscopio lo que gastan. Préstese usted a ir a las casas a trabajar, vale más, ya que tiene usted el taller en malas condiciones…

—Pero la luz…

—La verdadera luz son los cuartos. Déjese de historias.

De modo que ya se revela mi porvenir. Subir escaleras como los maestros de piano, esperar en la antesala a que me mande pasar la señora, retratar con luces de interior y a la hora que me ordenen… Y lo más vil es temblar, no a esas humillaciones, sino a que no llegue el caso de sufrirlas; a que, al exponerse mi retrato, se encojan de hombros y pasen a tratar de asuntos de actualidad, riéndose del mamarrachista y de la indiscreta bondad de las que le protegen. Ahora se me figura que infaliblemente sucederá esto último. En mi crisis de desaliento, me siento sufrir y rabiar, no por lo que temo que va a pasarme, sino (me ocurre muy a menudo) por cuanto de malo me ha pasado en la vida. Lo repaso, lo recuerdo, lo rumio, y las contrariedades difuntas resucitan; ni aún las grandes, no: las pequeñas, las ruines. Quisiera trocar mi suerte, ser carpintero o herrero, no hallarme aquí, emprender un viaje, recluirme en Zais; a pesar del contento del estómago, mi cerebro se ensombrece, y de puro nervioso echo chispas como los gatos. ¡Miseria, nulidad de la vida!

Orden, orden: a escribir sin temblequeo de pulso.

Salí de casa (con el pie derecho, por si acaso) y cuidé de sentar también el pie derecho, ante todo en el portal de Dumbría.

Asistí a los preparativos. Yo mismo acomodé el retrato sobre un caballete dorado, y drapeé la tela antigua, tul bordado de flores empalidecidas, con el cual hicimos un pabellón gracioso, arrugado por mano de artista, al marco dorado y color madera. Me alejé, me acerqué, le corrí, le encontré al fin el punto de vista bueno; y al sonar las cinco, me escondí, con huida de gamo a través de los matorrales, en las habitaciones interiores: Minia se reía, afirmando que en Madrid, cuando se avisa para las cinco, ni un alma antes de las seis y media. Y así fue. A las siete, apostándome impaciente detrás de una cortina, escuché un zumbido de colmena, y destacándose de él, palabras sueltas, exclamaciones. Servían el chocolate, y lo que pude entender se refería a tal operación gastronómica. «Qué bueno es este bizcochón…». A las ocho se fue acallando el mosconeo de la gente; a la media, silencio, y las señoras de las casas que venían a buscarme, con el rostro destellando satisfacción. A mi interrogación muda, Minia alzó un dedo.

 

—¿Un encargo?

—Uno solo, por ahora…; pero vale por cien. ¡Trae trébol de cuatro hojas! La condesa de la Palma. Lo mismo fue fijarse en el retrato, que exclamar: «Envíeme usted sin tardanza ese prodigio».

—¿Ha dicho prodigio?

—Textualmente.

—¿Y cómo es esa señora?

—Como le podía a usted convenir que fuese la primera gran señora que pide que la retrate. Moralmente, encantadora; culta, de una cortesía y una lealtad en sus amistades que escasean; con prestigio, con relaciones sobradas para imponerle a usted. Físicamente, un tipo para pastelista: rubia, blanca, ojos azules, facciones menudas, sonrisa de inteligencia, malicia mundana en la expresión. Ya aceptado por esa señora, podemos quitarle a usted los andadores. Ella le guiará. No se alarme usted, no alteramos el programa: habrá otros dos chocolates; verán mi retrato cuantos creamos que es conveniente para usted que lo vean; pero el paso inicial está dado con suerte.

—Con el pie derecho —murmuré, acordándome de mis precauciones y sintiéndome tan gozoso que me volvía niño—. De pronto, una inquietud.

—¿Así de ropa, cómo me presento en casa de la condesa?

—¡La condesa, ya le he dicho a usted que es buena e inteligente! —insistió Minia—. No será ella quien se fije en eso; es decir, fijarse sí, no se le escapará; pero se dará cuenta de lo natural del hecho y no se burlará ni por asomos. No por ella; por conveniencia general, encárguese algo. Le hace tanta falta como los pinceles.

¡Minia llama algo a un traje completo de sociedad, con abrigo; otro traje de mañana, corbatas, camisas, botas, guantes, el demonio! No hay remedio, el sastre sea conmigo. Parezco un pobre vergonzante: así no me admitirán. ¡Ah, mi gabán verdoso, mi pantalón color nuez, con rodilleras, mi sombrero blando, de fieltro, mi pelaje de artista! ¡Yo que aborrezco el frac!

Paciencia; si he de llegar a ser, a revelarme, necesito subsistir, y la subsistencia así viene, y entretanto a adelantar, a adquirir impecable dibujo; el colorido, después. Se me figura que he conquistado hoy el pan, y he vuelto a casa con el júbilo innoble de un perro que caza un hueso circundado de piltrafas.


Fin de diciembre

Además del retrato de la Palma —que, en efecto, es como me la ha descrito Minia— han salido de los dos chocolates de casa de Dumbría otros encargos: una señora quiere el retrato, de cuerpo entero, al óleo, de sus niños; otra, un pastel con manos y busto, envuelto en pieles de chinchilla.

¡Al óleo! Mi conciencia protesta. No sé pintar al óleo. En el pastel me desenredo; en el óleo estoy a ciegas. Antes de pintar al óleo un retrato, debo ir a lavarles los pinceles a Sala o a Sorolla, y a barrerles el taller dos años, después, hablaríamos. El óleo es la única pintura positiva. Estuve a pique de negarme en seco. Las quinientas pesetas de cada retrato al óleo me subyugaron. La baronesa de Dumbría no se explicaba mis escrúpulos; Minia, sí; ¡pero quinientas! y con el sastre amenazando…

En La Época, por primera vez, leo mi nombre, flanqueado de epítetos lisonjeros. Es una crónica de las reuniones de Dumbría; elogian el retrato de la compositora, anuncian el de la Palma, recuerdan las tradiciones aristocráticas del pastel, consignan que después de la muerte de Madrazo no ha quedado en Madrid un retratista de damas y pronostican que ese retratista puedo ser yo.

¡Lagarto, lagarto! Otro es mi sueño…

El Imparcial también me dedica un párrafo. Me llama «modesto artista». ¡Modesto! ¡Rayo! Modesto, no; ¡cargue Satanás con la modestia!

A la siguiente noche, en la Sociedad, mientras Cenizate me suelta un fogoso abrazo de felicitación, percibo en los demás, y especialmente en los que creía algo amigos míos, una ironía y una sorpresa malévola, gestos impertinentes. En un grupo se dan al codo y ríen; en otro bajan la nariz y se chapuzan en el dibujo. Solano, el impresionista, me da la espalda. No existo. ¿Envidia yo? ¿Envidia de qué? Ellos lo único que deben envidiar es la gloria; eso sí que lo envidio yo, con rabiosos transportes y con respeto fanático a los gloriosos (si es contradictorio, también es verdad). ¿Pero envidiarme el pan, y un pan tan triste? ¡Miseria, miseria, miseria!

Además de la envidia, percibo otra cosa todavía más mortificante, ¡el desprecio!

La simpatía de mis compañeros me animaba. Hoy parece que me miran por cima del hombro; no desdeñan mis aptitudes: desdeñan al tránsfuga, al intrigante.

—No hagas caso —aconsejó Cenizate cuando salimos juntos—. Tonterías. Uno de esos amaneramientos de taller. El estribillo de que para ser artista hay que ser un puercoespín, hablar en carretero y en chulo, no tratar sino a las modelos. Mejor si te llevan en palmas en los salones y te sonríen las deidades.

—¡Este ya se figura…! ¡Otro como Goizán!

La Palma —noto que aquí nadie dice la duquesa de Alba, sino la Alba, la Osuna, la Laguna—, la Palma me acoge con bondad suma, y está muy contenta de su retrato, del parecido, de todo. Su casa es un palacio, en una calle anticuada y solitaria, donde se ignora el ruido de los tranvías. En otras épocas se celebraron allí grandes bailes; ahora solo tertulias íntimas, tresillos, tal cual comida, según me dice la misma condesa. Ella ha hablado de mí a su círculo, y espera decidir a alguna elegante a que se deje retratar, en cuyo caso me pondré muy rápidamente de moda. Pregunto qué elegantes son esas, y en qué se diferencian de las otras damas; si son más bonitas, más ilustres, o se visten por otro estilo; qué tienen de particular para que si se encaprichan le pongan a uno en candelera. La Palma sonríe; sus ojos azules chispean picaresca e indulgente jovialidad.

—Amigo artista —me dice en su correcto y reposado tono habitual—, no quiero adelantarle impresiones de sociedad, porque usted no es de los que necesitan que les den la sopa con cuchara de bayeta. Me alegraría mucho, por usted, que Lina Moros consintiese; es una hermosura… Con Lina Moros triunfaría en toda la línea. Le conviene retratar a esas bellezas profesionales.

Pedí detalles, rasgos.

—¡Aguarde usted! Si tengo aquí la fotografía.

Quedé deslumbrado. Aunque conozco las triquiñuelas de los fotógrafos de alto copete, y cómo ponen y cómo hacen… lo propio que yo hago, ¡infeliz de mí!, sé también hasta dónde alcanza esa habilidad; sé descontarla. No es mujer, es una hurí. Las huríes me figuro yo que se diferencian mucho de los ángeles: estos tranquilizan y aquellas soliviantan. La Palma ve el efecto y me embroma.

—No vaya usted a prendarse; Lina hace estragos…

¡Prendarme! No tengo confianza bastante para explicarle a la condesa mi interioridad en estas materias; lo único que se me ocurre es exclamar:

—La semana que viene espero adecentarme; y entonces, ya que es usted tan bondadosa para mí…

El miércoles pruebo; el sábado me traen solo el traje de diario y el abrigo, lo que me corría más prisa. Las corbatas, las camisas, ¡maldición!, hay que abonarlas al contado. Mi bolsa, escurrida como tripa de pollo. Suerte que la Palma me envía en un sobrecito billetes, el precio de su retrato. Los óleos de los chicos adelantan: van desastrosos…, pero, ingreso en puerta. ¿Será verdad que el pan se ha conquistado?

Al retirarme de la Academia me acompaña siempre Cenizate; charlamos de mis esperanzas, y se toma por ellas interés vehemente. Frustrado en cuanto artista (se me figura que no irá más allá de lo que hace hoy, paisajitos grises, con troncos rojos, una lamedura de Haes) teniendo lo suficiente para vivir porque es económico, ha concentrado en mí la ilusión que tal vez no siente ya por cuenta propia. Un modo de engañarse a sí mismo como otro cualquiera, el imponer en cabeza ajena los sueños. Ello es que Cenizate se pelea desesperadamente por mí, defiende mis pasteles —que atacan sin haberlos visto— y se pasa en mi taller las horas muertas forjando planes y enunciando hipótesis. «Has de tener que abrir las ventanas para que se vayan los perfumes de tanta clientela…». Todo el mundo me envuelve en perfumes… y aquí no huele sino a carbón de cok y a colillas de cigarro. Ayer, por la tarde, subió con un recado de la portera, y Cenizate saltó: «La señá marquesa de Regis, por el teléfono, que cuándo podrá el señorito pasar por su casa…». ¿Marquesa de Regis? No sé quién es… Buenos oficios de la Palma, ¡de fijo! «¿Lo ves?», repetía Marín. Por la noche, en el café, viéndome en un instante de abatimiento, me interrogó: