La quimera

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—¿No podré yo? —Silvio cruzaba las manos con angustia.

—¡A saber!… De antemano córtese usted las alas de cera; disciplínese la voluntad; precava el desengaño. ¡Beba cada día un sorbo de decepción: el vaso entero, de una sentada, es dosis mortal! Un sorbo es muy provechoso; aunque mejor sería no necesitarlo, no haber soñado, y ser como los ciápodos, que tienen la cabeza junto al suelo, lo más bajito posible; rasando la tierra; tanto, que sus pelos se vuelven raíces.

—Habla usted así porque ya ha llegado.

—¡Hablo así porque estoy en un momento de sinceridad, virtud o cualidad antipática por esencia, presencia y potencia…! Y quizás estoy en un momento de sinceridad, porque anochecerá pronto, porque el aspecto del campo es solemne, y la humareda de las cabañas flota con magia sobre el telón de selva. El paisaje, en mí, determina el estado de alma. No me haga usted caso.

Silvio, al contrario, se impresionó. Era un océano amargo y hondo, sin límites, lo que se asomaba a los ojos, a la fisonomía de la compositora, lo que gemía en su voz. Creyérase escuchar el murmurio fúnebre, amplio, del mar de Cantabria.

—¡Aun así! —exclamó el artista—. ¡Aunque me cueste eso y más!

—¡Taikun! —llamó Minia, cambiando de tono, recluyéndose en sí—. ¡Aquí, monigote! Vamos, quieto… Ya tienes la lana llena de hojas, tonto; ven, te las quito para que te luzcas —y con placidez afectuosa, volviéndose al pintor—: Su aspiración de usted, ¿conformes, supongo?, es incompatible con la felicidad, que consiste en desear cosas accesibles, pequeñas, vulgares, corrientes, en cultivar manías inofensivas y oscuras, como reunir variedades de claveles y tulipanes, coleccionar botones o hebillas de cinturón… Y usted renuncia a ser feliz: convenido. ¿Renuncia usted también al triunfo? ¡Ah! Renuncie. ¡Sea modesto, fórmese un corazón humilde y puro, como los de los grandes artistas desconocidos de la Edad Media… y quizás…! Usted, hoy pastelista, sería antaño miniaturista y monje. En su celda, después del rezo, diseñaría y policromaría lirios y mariposas; nacería una primavera en la vitela, un jardín sobrenatural como el del Cordero místico de Van Eyck. Cuando sonase el ángelus, ¡que está sonando ahora!, ¿no lo oye?, allá en la parroquial de Monegro, vería usted entre el azul de las lejanías una figura escueta, virginal, y un ser de alas tornasoladas, divino: ambos descenderían de sus pinceles a la página del horario. Nadie conocería su nombre de usted: muda la infame fama… la imprenta por inventar… ¡Oh delicia! ¿Qué falta hace el nombre? El arte anónimo es el romancero, son las catedrales… Usted, de seguro, está dispuesto a batallar por la victoria de unas letras y unas sílabas: ¡Silvio Lago! Veneno de áspides hay en el culto del nombre. Por el nombre nos despeñamos tras la originalidad, y el arte uniforme, poderoso, se acaba; solo hay el picadillo, falta la redoma que nos integre y amase con el gigote la persona.

—¿Y usted se ha contentado con arte anónimo?

—No… Por eso he recibido en mitad del pecho todas las puñaladas. El arte anónimo era como el sayal: vestidura idéntica, que identificaba aparentemente. Dentro latía el corazón, el cerebro funcionaba, la inspiración nada perdía. Hoy… es un infierno. Y en usted, además, ¡la complicación económica! Cuenta usted veintitrés años, batalla desde los catorce, y aún no ha carretado su grano de trigo, pendiente de que en Madrid le demos a conocer por… por el aspecto industrial… ¿Me excedo?

—No, no; siga… ¡Al fin, alguien que me habla así! Pegue usted fuerte, no duele; al contrario.

—Le damos a conocer, retrata usted… ¿a cuánta gente necesitará retratar?

—Cuatro retratos al mes, a doscientas pesetas; ocho o diez días de trabajo… y me bastará. Los restantes veinte días… para dibujar mucho; academias, desnudos. ¡Dibujar! la ortodoxia, la probidad de la pintura. Así que dibuje… como aspiro, ¡a un estudio de notabilidad!, ¡a postrarme ante Sorolla, por la luz, el aire, la pincelada!

—¿Sorolla? —repitió con extrañeza Minia.

—¿No le admira usted? ¡Pinta tanto o más que Velázquez!

—No se trata de pintura ni de admiración. Sorolla es enteramente adverso, me parece, a los gérmenes que usted lleva en sí. Cada cual debe abundar en su propio sentido, desarrollar sus tendencias. ¿No estima usted la elegancia, la distinción? ¿No era Van Dyck, ante todo, un aristócrata?

—No; yo solo estimo la fuerza. O pintaré como un hombre, virilmente, o soy capaz de pegarme un tiro.

El ángelus seguía sonando; sus lágrimas de plata caían en la atmósfera acolchada de bruma transparente. Los obreros que trabajaban en terminar la torre de Levante, la más alta de las tres de Alborada, se escurrieron de los andamios y cruzaron en fila de hormiguero dando las buenas noches, zuequeando y haciendo crujir la arena. Eran picapedreros, mozos la mayor parte; y el sábado les alborozaban la cobranza, el descanso, el bailoteo en perspectiva. Oscurecían la terraza con sus cuerpos vestidos de telas pobres; olían acremente a sudor; el ambiente se enturbió cuando ellos desfilaron.

—Tal vez estos —observó Silvio—, si consiguen lo que se proponen, si llevan adelante sus colectivismos, traerán, andando el tiempo, otra etapa de arte anónimo. Encasillados los artistas, cubiertas sus apremiantes necesidades, trabajarán sin exasperación de la vanidad, sin el aguijón del nombre. En Buenos Aires he conocido a bastantes socialistas… Los anarquistas, sin embargo, nos salvarán del anonimato, idea a que no me puedo habituar.

—Porque es usted todavía medio chiquillo. Si vive y paladea las ambrosías… ya me contará el sabor de boca que le dejan.

Un imperceptible orvallo, un soplo frío que extinguió la hoguera lejana del Poniente. La noche. Un globo de oro que al elevarse palidecía, se convertía en enorme perla gris y nacarada: la luna. Y la gran escenógrafa traía su telón romántico preparado, la fachada lateral de las torres toda en sombra, el frontispicio luminosamente blanco, los detalles de arquitectura adquiriendo un realce y una significación de misterio, el bosque ensanchado por la oscuridad, las acacias más grandiosas con su desmelenado ramaje, y allá en último término, el valle anegado en una nebulosidad azul que borraba los contornos y le daba apariencias de lago encerrado entre nubes y vapores de una delicadeza etérea.


El domingo siguiente oyeron misa en la capilla de Alborada. Llovía, llovía; plantas y flores se bañaban voluptuosamente, agradecidas; el otoño había sido bochornoso y seco. De las fauces de piedra de las gárgolas, un chorro continuo descendía a estrellarse en la enarenada tierra. El capellán no consintió, sin embargo, quedarse a comer en espera de la escampada. Despachado el caliqueño, trasegado el último sorbo de agua donde se disolvían caramelosos residuos de azucarillo, se encasquetó el sombrero de ala ancha, se colgó el rudo capotón, y encajándose a lomos de su montura, salió hacia la carretera, a trote corto, protegido por un paraguas monumental. Silvio presentó a Minia una hoja de álbum con la donosa caricatura ecuestre del clérigo.

—¡Pobre hombre! —sonrió la compositora—. ¡Bah! Su misa vale exactamente como si la dijese Lacordaire, que era tan elocuente y tan apuesto. Nuestro corazón es soberbio; lo tenemos asediado por los sentidos. No nos basta Cristo en cuerpo y sangre; nos lo ha de consagrar un cura pulido, un cura bien, que no sea ese casi labriego con tierra entre las uñas.

—¡Quién tuviese fe religiosa! —suspiró Silvio—. A mí el corazón, como le dije a usted, se me ha encallecido: otro inconveniente para ser el monje miniaturista, apacible en su celda.

—Sí, la fe era una de las felicidades; y probablemente, la única que no sabe a ceniza. Suponer que hoy no cabe tener fe, es igual a suponer que ya no nacen las azucenas aunque las sembremos. No repita usted esa muletilla cargante de la fe deseada e inaccesible. Humildad, purificación, preparar el nido a la golondrina: ella vendrá.

—¿Y si no se comprenden ciertas cosas?… Vamos a ver: ¿cómo se arregla uno si los dogmas repugnan a la razón?

Minia guardó silencio un instante. Silencio desalentado. La paralizaba aquel argumento pobre y mísero, pero que, para ser rebatido, exige una transfusión de alma del creyente al incrédulo; y pensaba que las almas son solitarias, incomunicables, huertos cerrados, selladas fuentes… Silvio se equivocó: creyó que Minia, vencida, callaba por imposibilidad de contestar; y se excusó, temeroso de incurrir en desagrado.

—No debí discutir de tales materias con usted…

—¡Discutir! —repitió Minia alzando los hombros—. No hay discusión de este género que no sea un esfuerzo estéril; ¿sabe usted por qué? Por la misma causa que impide a los enamorados, en la mayor ansia de íntima comunicación, trocar espíritu por espíritu. Somos nosotros mismos; lo somos desesperadamente, fatídicamente, hasta la última gota, la última fibra. Y lo inefable es lo que más nos guardamos: el pomo de esencia divina, incrustado de gemas que fueron llanto, lo queremos en el seno a toda hora, tibio de nuestro calor. Diga usted, Silvio: ¿discutiría usted acaloradamente de estética con Dalín, el bizco, que tiene en Areal un almacén de paños y zarazas? ¿O con el cura que acaba de decirnos la misa?

Silvio se puso encendido hasta las orejas.

—¿Soy, según eso, como Dalín? —pronunció resentido.

—No; al contrario: es usted una naturaleza afinada, quintaesenciada; está usted en las cimas; su vehemente aspiración artística le sitúa en la región donde habitan los aguiluchos: podrán volar, o cansarse, o caer atravesados por el plomo; aguiluchos eran, con pico y garras… No se sobresalte usted: lo único que quise expresar es que un lado, un aspecto de su sensibilidad permanece tan rudimentario como la sensibilidad estética de Dalín el bizco. Usted no ha perdido la fe; no la siente: no perdemos un brazo cuando se nos queda tullido. No le ha faltado a usted sino negar el milagro y es milagro todo. ¿Por qué me contesta usted razón cuando digo azucenas? La razón, ¿le explica a usted el misterio de una azucena, que es el mismo misterio de la vida universal? ¿Es que no advierte usted hasta qué punto enraízan nuestros pies, aletean nuestros pulmones y descansan nuestros ojos en el misterio? No hay sino él; en él nos movemos, vivimos y somos. Él nos refresca, nos arrulla, desarrolla nuestro embrión en las entrañas que nos abrigan y disuelve nuestro cuerpo en la fosa que nos recoge cuando caemos, no siempre tan sosegadamente como las hojas amarillentas de las acacias. ¡La razón! ¡Vieja chocha, sentenciosa, que no sabe sino cuatro casos de sucedidos y cuatro máximas roídas de orín! Su báculo tiene mugre secular; sus pies los calzan zapatos con suela de plomo. Lo mejor que hace el hombre suele ser contra la razón. He oído que el mundo rueda porque le empuja la locura o, mejor dicho, la superrazón, que es fe. La razón, en arte, es el neoclasicismo académico; en ciencia, los sistemas que cierran el paso a la libre indagatoria. ¿Quién ha reunido en haz, a modo de cordeles de disciplina, los dictados de esa lógica con la cual nos quieren azotar? No lo sé. Nadie. Cada cual con su razón, que decía el gran dramaturgo; y es que a la razón, si la concedo mucho, la concedo que sea (como la fe) esperanza, otro subjetivismo.

 

—¿Y si los subjetivismos se contradicen? —arguyó Silvio.

—Calma, y a vivir; ya se concertarán cuando usted necesite, de verdad, creer, y más todavía esperar; y esa hora llega para todos los que no son Dalín el bizco, ni se reducen a roncar, comer y digerir con pachorra…

—¡No hable usted mal de la digestión! —imploró festivamente el pintor—. Digerir es la beatitud.

—¡Contento se quedaría usted si una sibila le predijese que su único porvenir era perfeccionar la función digestiva!

—¡Quién sabe lo que eso vale! ¡Sin eso, me río de lo demás! —respondió Silvio con alarde de prosaísmo brusco—. ¿Sabe usted que escampa y clarea? Voy a leer un rato en el cenador de las pasionarias. ¿Me presta usted el librito que leía ayer?

¿La tentación de san Antonio? Voy a casa y se lo envío.


Provisto del volumen; sorteando los charcos que la tierra embebía poco a poco, el artista se refugió en el largo cenador tupido de trepadoras; allí no se oía más ruido que el cadencioso del caño de agua desahogando en el pilón semicircular para afluir después al estanque. Silvio alzaba la cabeza de vez en cuando; el chorrito ritmaba sus ideas, al menor soplo de aire, gotas frescas se descolgaban de las ramas; algunas se detenían en la cabellera del lector. Por la abertura circular practicada en el follaje, se veía la señorial tristeza del jardín antiguo, de recortados bojes, de árboles ya senadores; y las zuritas, descolgándose de la repisa del hórreo-palomar, bajaban a trancos cortos, inquietas, las escaleras del estanque, para llegar a sumir el pico en el agua revuelta por el aguacero, y donde flotaban, con lentitud graciosa, peces de laca carmínea, de exótica estructura, de nadaderas azul empavonado, compatriotas de Taikun.

—Las palomas —calculó Silvio— de seguro acostumbran beber en este pilón, y las estorbo. Me apartaré para que no tengan recelo.

Se desvió. Era exacto. Apenas las aves vieron franco el camino, se precipitaron, se atropellaron al borde del pillón semicircular, riñendo a picotazos por la vez, como las aguadoras en las fuentes públicas. El pintor, abandonado el libro, sacó su carterita y su lápiz y apuntó el rebullicio de las aves, el pilón sobre el cual se erguían esbeltas y lanceoladas, semejantes a plantas de mayólica, las lustrosas hojas y las flores duras y tersas de los arum o cartuchos. Encontrábase en lo mejor del apunte cuando llegó la baronesa.

—Hoy no se va usted: el tiempo está inseguro; a lo mejor cae otro chaparrón.

—Baronesa, ya abuso de su hospitalidad; mejor sería irme ahora, aprovechando la mañana.

—¿Sin almorzar? ¿Está usted en sí? En Alborada no es costumbre despachar a la gente con el estómago vacío. Pero ¿qué prisa tiene?

—¡Si al menos me utilizara usted para algo! ¿Quiere permitirme que la retrate? Ha quedado un pedazo de papel, y lápices no faltan.

—¡Bah! Descanse; no se ocupe en retratar viejas… y al pastel mucho menos. Ya me retratará usted otra vez, si Dios quiere. Porque se me figura que, vuele adonde vuele, ha de recaer aquí, aunque sea sin ganas.

—Ganas sobrarían; pero aún más de irme lejos, hacia donde encuentre lo que tanta falta me hace. ¡Tengo que trabajar mucho!

—Para esa vida de trabajo, salud, salud y salud es lo que conviene. Quédese usted aquí hasta que nos vayamos a Madrid; duerma, coma y engorde. Hoy le daré pimientos fritos, que le gustan, y empanada de robaliza, ¿se entera? Y muy rica que estará, si la amasan con manteca fresca, como he dispuesto.

—Lo que me gusta —declaró Silvio riendo de complacencia— es la cordial franqueza que encuentro aquí. ¿Son así las señoras en Madrid? ¿Cómo son?

—¡Qué sé yo! ¡Las hay de mil maneras! En fin, no sea usted tonto, y píntelas a todas muy guapas. Así ganará usted dinero; ¡el dinero es tan indispensable!

—¿Usted cree, baronesa, que me saldrán retratos en Madrid?

—Todo será que las señoronas se den unas a otras el santo y seña y que usted las saque preciosas. Esos retratos de la escuela moderna, exagerando la fealdad y con chafarrinones azules y verdes en la cara, vamos, ¡no concibo cómo hay quien se gaste una peseta en ellos! ¡Para verse más horroroso de lo que uno es! Figúrese: la gente se muere; al cabo de algunos años, nadie se acuerda ya de cómo era nadie; y siempre un retrato bonito…

—¡Ay! ¡Si comprendiese usted cómo me carga lo bonito, señora!

—¿Cómo? Pues no es usted especialista en…

—¿En mentiras?… Ya le dije a su hija de usted…

—¡Ah! Mi hija… ¡Le aconseja a usted mal, de seguro! ¡Es tan novelera aquella cabeza! De fijo no le predica para que en primer término se gane el dinerito…

—No por cierto… —repuso riendo otra vez el pintor—. No es eso lo que me predica. A mí tampoco el interés, así, descarnadamente, como interés, me arrastra. No voy para millonario. Quisiera ganar, a ver si junto para estudiar en Francia, en Inglaterra, donde se pinta… en gordo. Tengo necesidades; pero al mismo tiempo sé pasarlo mal, y hasta ayunar…

—¡Ayunar! ¡Eso es locura! Lo primero, la buena comida.

—¡Si viese usted qué poco me dura un duro! —continuó Silvio con indolencia indiferente—. Ahora venderé unas finquillas…

—¡Vender! —clamó la baronesa, horripilada—. ¡Por Dios, conserve usted lo que haya heredado, poco o mucho! Su madre tenía alguna renta. Casitas…

—¡Pch! Casi no recojo un céntimo de ellas. Entre reparos, contribuciones, administración… En fin, para que no ponga usted esa cara tan asustada, conservaré una casa, muy pequeña, en Zais, donde mi padre pasaba los veranos. Tiene su huerto, ¡vaya! y agua, y tres perales… Si algún día me hago célebre y opulento (dos bicocas), ahí me vendré a disfrutar. Su hija de usted dice que si he de acabar retirándome a Zais, que empiece por el final y me ahorraré un mundo de penas. ¡Tal vez!

—¡Sí, sí, tal vez estoy en lo firme! —exclamó Minia, apareciendo precedida de Votán, el corpulento danés—. ¡Votán, al agua, pícaro! —mandó imperiosamente. El perro ladró de entusiasmo, tomó vuelo, y se oyó el chapoteo de su zambullida en el estanque—. ¿Pues quién lo duda? ¿No espera usted en Zais tranquilidad y reposo? Cóbrese usted adelantado. Ninguna cosa buena debemos aplazar: nos la podría escamotear el destino. No, no; por si acaso… ¡Eh! ¡Votán! ¿Qué es eso de querer salir? Quietecito en el agua. Así; ¡guapo perro!

—¡Qué afán de desalentar a la gente! —exclamó la baronesa.

—¿Desalentar? Sí; ¡cualquiera desalienta a cualquiera! No vaticinamos para desalentar; se habla, como se grita cuando se recibe un golpe: es involuntario. ¡Afuera, Votán! Basta de baño, buen mozo… Y a sacudirte lejos, ¿eh? lejitos, que nos rocías. ¡Allá, allá! Oiga usted, haragán de artista, ¿no quería ilustrarme hoy un plato al humo?, ¿hacerme una caricatura?

—Con la cabeza enorme y los pies invisibles —respondió Silvio—. En cambio, me interpretará usted al piano una de sus Sinfonías campestres.


Silvio, recostado en el sillón, entornados los párpados, se encontraba todavía bajo el conjuro de la música, mejor dicho, de las músicas interiores que una combinación de sonidos evoca. La compositora, sin alardes de virtuosismo, sin descoyuntar las notas ni obligarlas al paso al través de aros ni al salto mortal; sencillamente, de corazón, acababa de derramar en las ondas del aire, temblantes aún, el aroma rústico de la tierra germinatriz. Silvio había percibido el olor húmedo de las fragas, después de que la lluvia las viste con una capa de hongos de terciopelo castaño y fulvo; el de los saúcos en floración, equívoco, extraño; el de las agridulces fresillas silvestres: el de la recién guadañada hierba; el de las colmenas, que reúne el deleite de la miel al misticismo del cirio; el de madera apolillada, caduca, que se exhala de los viejos Pazos; el del humo que envuelve a las casuchas sin chimenea en túnica de gasa gris; el del mosto nuevo, que emberrenchina; el del rancio Borde, que conforta; y, dominando a todos, hercúleo, bravío, el del mar de Cantabria, sal, yodo, fósforo, vitalidad disuelta en la respiración, y también nostalgia, la melancolía de las playas y las costas; sentimiento de penumbras, inquietud de las razas antiguas superiores y decadentes… Y Silvio escuchaba la cavernosa risa de Poseidón, agrandada hasta el bramido al retorcerse en las volutas de la caracola, y recordaba estrofas de Heine, la Pregunta del mar del Norte: «Explicadme el arcano…».

A lo lejos, en la paz de la tarde, el chirrido de un carro de bueyes penetró por la ventana abierta; a distancia no es inarmónica la queja interminable del eje sin ensebar. Silvio creyó que oía tan familiar ruido por primera vez, y lo escuchó con alma, con sentimiento, asociándolo a la música. Su imaginación se pobló de imágenes conocidas que, en aquel momento, eran rudimentos de arte; vio labriegos y labriegas de duras piernas desnudas, arrancando del pardo terruño la patata; javanes sudorosos, dejando caer el mallo sobre la extendida mies, viejas rugosas, a frunces, como manzanas tabardillas, rezuqueando o pidiendo limosna; vio en el playal a los pescadores, negruzcos de cuello y cara, blancos de espalda y pecho, jalando del bou, que, como bolsa rellena de monedas de plata, quiere reventar al peso argentado de la sardina… Un transporte, una especie de deliquio de un instante, puso al artista de pie, le obligó a acercarse a la ventana, porque en la habitación no entraba aire suficiente para respirar: ahogábase; pero el dogal era tan suave que la sofocación parecía caricia.

—¿Qué tiene usted? —preguntó Minia levantándose del taburete.

—Que me veo ya cómo he de ser dentro de pocos años; con la obra realizada, ¡con mi obra! Haré en el lienzo —añadió palpitando— lo que usted en la música. Interpretaré la luz, el color, la esencia de este país, que no ha tenido intérpretes, hasta la fecha, en la pintura.

—Verdad es, y quisiera darme cuenta de la causa —asintió Minia—. Aquí no se han producido pintores… Ello es que apenas los produjeron las demás regiones de la zona cantábrica. Casto Plasencia ha sorprendido bien el tono de los verdes húmedos de Asturias. Beruete, que es un realista sincero ha reproducido exactamente algunos paisajes de aquí: vea usted en mi estudio una Ribera de Vigo…

—Muy buena, muy seria —exclamó Silvio con la ardiente espontaneidad que caracterizaba sus elogios a los del oficio—. Solo que yo no me reduciré al paisaje. Lo completaré con el hombre. Revelaré todo lo que hay aquí; la poesía bucólica de este pedazo del mundo, como otros, por ejemplo usted, la revelaron en la música y en el verso. Descubriré la hermosura de esta ninfa dormida, para que se la admire. Me conquistaré un reino. Haré verdad, verdad. ¡Hurra! ¡Solo de pensarlo bailo!

 

Como lo dijo lo hizo. ¡Hip! Rompió a danzar, a lo marioneta, uno de esos bailes ingleses extravagantes, cómicos —zapateando el piso con las botas gruesas de becerro, y castañeteando sus dedos largos, huesudos, ágiles, habituados a tender el color—. La compositora le miraba danzar, y, en vez de reírse, experimentaba una especie de susto. El repentino arrebato de Silvio descubría la nerviosidad mal dominada, profunda como una lesión orgánica, el desequilibrio de aquel temperamento de artista. Lo desmedido del júbilo, la imposibilidad de moderarlo parecíanle a Minia —idolatra del self control—síntoma de debilidad. «¿Es lo físico? ¿Es lo moral lo que se opondrá a que este muchacho de dotes tan extraordinarias llegue a ser artista completo? ¿O me equivoco, y no sé reconocer en el desequilibrio la marca del genio? ¡Ojalá!». Deseó, con piedad inmensa. «¡Dios le dé también el método, la paciencia, la perseverancia!».

Silvio ya se sentaba, secándose la frente con el pañuelo, acortado el resuello, entrecortada la risa, excusándose.

—No me diga usted nada; conocida es esa fiebre…

—Es que hay momentos… hay ideas… ¡Si se me ocurre que yo podría abrirme mi surco, el mío, el mío solo! Porque el resto… patarata. Seguir a este, al otro, al de más allá… porquería. ¿Verdad que sí?

—¡Sí, criatura! Seguir, nada más que seguir, no vale la pena. Solo que por ahí se principia. ¡Y se ha pintado tanto, y se pinta tanto y tan bien que no será pequeñez eso del surco propio! Calma, calma; aspirar; pero con serenidad resignada de antemano; si no, va usted a padecer como un réprobo.

—No importa sufrir. Se sufre por algo, ¡qué diantre! ¿Quiere usted hacerme el favor de abrir este libro de Flaubert y que leamos un poco en él? Ahí, ahí, en las últimas hojas, el diálogo de la esfinge y la quimera…

Minia hojeó, sujetó al fin con el pulgar la página donde principia el diálogo.

—¿Traduce usted bien a libro abierto? —preguntó la compositora.

—No; me costaría trabajo.

—Entonces, yo…

Y Minia, con su voz llena y clara, recitó. Veíase que el paisaje se lo sabía de memoria; el libro servía únicamente para darle la certeza de no comerse un renglón ni un vocablo… Excepto los que suprimiese de propósito.

Y frontera, a la otra orilla del Nilo, he aquí que aparece la Esfinge. Estira las patas, sacude las vendas de su frente y se tumba vientre a tierra.

Saltando, volando, espurriando fuego por las fosas nasales, azotándose las alas con su cauda de dragón, la Quimera de glaucos ojos gira y ladra.

Los anillos de su cabello, de un lado se entretejen con el vello de sus ancas, de otro barren la arena y oscilan al balancearse el cuerpo.

La Esfinge. (Inmóvil, mira a la Quimera). —Detente: ¡aquí!

La Quimera.—¡Jamás!

La Esfinge.—¡No corras tanto, no vueles tan alto, no ladres tan recio!

La Quimera.—¡No te vuelvas a llamarme, para que al fin te calles muy buenas cosas!

La Esfinge.—¡No me soples fuego a la cara, no me ladres al oído: de piedra soy!

La Quimera.—¡No me atraparás, pavorosa Esfinge!

La Esfinge.—¡No te quiero conmigo, loca de atar!

La Quimera.—¡Ahí te quedes, pesadota!

La Esfinge.—¿A dónde bueno tan aprisa?

La Quimera.—A dispararme por las revueltas del laberinto, a cernerme sobre las cimas, a rasar los mares, a brincar en el hondón de los despeñaderos, a agarrarme a la faldamenta de las nubes. Con mi rabo arrastradizo rayo la arena de las playas; las colinas remedan la forma de mis hombros. Y tú, ahí, eternamente quieta, o dibujando alfabetos en la arena con las uñas de tus garras…

La Esfinge.—Es que guardo mi secreto: calculo y reflexiono. El mar se revuelva en su lecho, los trigos ondean, las caravanas pasan, el polvo vuela, desmorónanse las ciudades y la mirada fija de mis pupilas, más allá de los objetos, escruta inaccesibles horizontes.

La Quimera.—¡Yo soy rauda y regocijada! Descubro al hombre deslumbrantes perspectivas, paraísos en las nubes y dichas remotas. Derramo en las almas las eternas locuras, planes de dicha, fantasías de porvenir, sueños de gloria, juramentos de amor, altas resoluciones… Impulso al largo viaje y la magna empresa… Busco perfumes nuevos, flores más anchas, goces desconocidos…».

Detúvose Minia: su instinto femenil la impedía continuar, y, por otra parte, ya había recitado los párrafos decisivos. Silvio, con los ojos muy abiertos, conteniendo la respiración, bebía el contenido del diálogo maravilloso. El hálito de brasa de la quimera encendía sus sienes y electrizaba los rizos de su pelo rubio ceniza; las glaucas pupilas del monstruo le fascinaban deliciosamente, y su cola de dragón, enroscándosele a la cintura, le levantaba en alto, como a santo extático que no toca al suelo. El artista se echó atrás, alzó los brazos y suspiró desde lo más secreto del espíritu:

—¡Triunfar o morir! Mi quimera es esa, y excepto mi quimera… ¿qué me importa el mundo?

Callada como la Esfinge, que enmudece justamente porque sabe, Minia se levantó; Silvio la siguió, pues la compositora le había hecho una seña con la mano. Tomó hacia la derecha; caminaba despacio, sin volver la cabeza atrás.

Empujó la puerta de la sacristía que comunicaba con la sala, y estaba semioscura, alumbrada por una lamparilla de aceite ante un crucifijo tétrico, de tamaño natural, de cabellera de mujer, también natural, enredada, como empapada de sudor; y de allí cruzó a la capilla, donde negreaba el alto retablo de talla borrominesca, en contraste con la blancura de las paredes caleadas y del granito de los arcos. Dirigiose al de la izquierda, que era un sepulcro. En la imposta del arco aparecían, toscamente cortadas en el granito, las pifias de pino bravo y las veneras, símbolo de toda la naturaleza de Galicia, las selvas y las costas; el hueco que había de ocupar el sarcófago encontrábase vacío. La mirada de Minia, deteniéndose en aquel hueco y volviéndose después hacia el artista, fue tan elocuente que Silvio entendió igual que si leyese un rótulo escrito en clara letra.

—¡La única verdad!… —murmuró.

—¿Es usted de los que encuentran desconsoladora la perspectiva del no ser? —articuló bajito Minia, que se cubrió la cabeza, por respeto al lugar sagrado, con el chal de lana ligera que llevaba al cuello para preservarse de la humedad.

—Francamente, ¡sí! No concibo el fin de mí mismo: estoy por decir que la muerte me parece absurda —y miró al arco de nuevo, como si le fascinase—. Mejor dicho, ¡ni aun consiento pensar en eso! Déjeme usted que cargue conmigo la quimera y me lleve a la luna, al sol, a las islas fantásticas… —repentinamente horripilado, se echó atrás y gritó—: Salgamos de aquí. Ese hueco vacío me hace señas también… ¡Vámonos: al aire, al soto… adonde se vea cielo!

Ya en el soto, paseando por ancha calle abierta entre castaños y alfombrada de hojas y secos erizos entreabiertos, Minia, arrepentida, pidió excusas y bromeó para disipar la impresión que empalidecía más las mejillas delgadas de Silvio.

—Acabo de cometer una tontería. No recordé que es usted supersticioso… Procedí impremeditadamente al enseñarle la isla de reposo, que dijo Espronceda… Me parecía tan estético mirarla sin temor, y hasta recostarse en ella, y deshojar en ella rosas como homenaje a las Parcas, a quienes pintan feas y viejas, pero que deben ser, en realidad, unas ninfas seductoras. A mi edad, bueno… cabría que uno se impresionase… ¿A la de usted? A su edad la marea de la vida sube, sube, y es calor en las venas, intrepidez en el corazón. ¡Bah! ¡Está usted entregado a las carcajadas y a los ladridos de la quimera!

—Le juro a usted —declaró Silvio— que nunca creería que iba a sucederme cosa tal; debe de haber pasado por mí algo que no sé explicarme. En América he velado a compañeros muertos, he presenciado escenas realmente trágicas, y me considero insensible… y lo soy en mil cuestiones: de una insensibilidad de hipnotizado, según la frase de un médico amigo mío. ¡Nunca nos conocemos! Lo que usted me enseñó nada tiene de espantoso: un arco románico de piedra labrada, parecido a los de San Francisco de Brigos… Un hueco vacío… ¿Será por eso, por vacío, por lo que me espantó? Sudo frío aún —añadió, enjugándose con la mano las sienes.