La quimera

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Emilia Pardo Bazán

Triunfo

SINFONÍA

LA MUERTE DE LA QUIMERA


TRAGICOMEDIA EN DOS ACTOS, PARA MARIONETAS

PERSONAJES

BELEROFONTE, hijo de Glauco, rey de Corinto (30 AÑOS)

YOBATES, rey de Licia (60 AÑOS)

UN RAPSODA (40 AÑOS)

UN PASTOR (20 AÑOS)

A LA INFANTA CASANDRA, hija de Yobates (20 AÑOS)

MINERVA, diosa de la Razón (19 AÑOS)

LA QUIMERA, monstruo (No habla)

Acto Primero

El teatro representa una sala baja del palacio de Yobates. A través de la columnata se ven los jardines.


ESCENA I

CASANDRA, EL RAPSODA

CASANDRA.—Bienvenido. A ver si con tus canciones me distraes un momento. Estoy enferma de pasión de ánimo. Dicen que soy feliz… Nada me falta: tengo mis ruecas de marfil cargadas de lino finísimo; mis arcas de cedro, llenas de túnicas bordadas y de velos sutiles; los árboles del huerto me dan frutos en sazón; las vacas, densa y pura leche… y yo, ni hilo, ni me adorno, ni gusto las manzanas, ni voy al establo… Oprímese mi corazón; y cuando la pálida Selene cruza en su esquife de plata, y la brisa de primavera arranca perfumes a los nardos, siento que desearía morir, disolviendo mi alma en lo infinito.

EL RAPSODA.—Tu estado, infanta, es igual al de todas las doncellas y los mozos de este reino, desde que vivimos bajo el terror de la Quimera, cuyo aliento de llama engendra la fiebre y el frenesí. El monstruo, a quien nadie se atreve, se habrá aproximado a los jardines de tu palacio, rondando tus establos o buscando quizás presa más noble, y te ha inficionado con ese veneno de melancolía y de aspiraciones insanas. ¿Cuándo un héroe, un nuevo Teseo, nos libertará de la Quimera maldita?

CASANDRA.—Te aseguro que yo no tengo miedo a la Quimera. Al contrario, me agradaría verla y sentir su inflamada respiración.

EL RAPSODA.—Ahí está el mal. ¡La Quimera no es odiosa como el Minotauro! El ansia del misterio de su forma te consume. ¡Ah, princesa! Olvídala si quieres vivir. ¿Permitirás que, inmóvil ante ti como ante el altar de las divinidades, te recite una epoda?

CASANDRA.—¿Una epoda? No.

EL RAPSODA.—¿Un sacro peán? ¿Un alegre ditirambo?

CASANDRA.—Tampoco. ¿Por qué no me recitas la historia de Cálice?

EL RAPSODA.—Porque acrecentará tu pasión de ánimo.

CASANDRA.—Mejor. No quiero estar triste a medias, ni a medias regocijarme. Deseo ahondar en mí misma y rasgar el velo de mi santuario. Recita, recita esa historia de amor y lágrimas.

EL RAPSODA. (Recitando):

Venus cruel, divina y vencedora,

mira a Cálice, la infeliz doncella.

Fue su delito amar: y el insensible

a quien amó, la despreció riendo.

Ante tus aras, Madre de la vida,

Cálice se postró: tórtolas nuevas

y corderillos tiernos ofreciote.

Nada logró: que tú también, oh blanca,

pisas el corazón con pie de hierro.

Y Cálice, una tarde (cuando Apolo

su disco de oro y luz sobre las aguas

reclina para hundirse lentamente),

sola avanzó hasta el seno misterioso

del azulado piélago dormido.

Abriéronse las ondas, y tragaron

el cuerpo de la virgen. ¡Oh doncellas

de Licia! ¡Traed rosas! ¡Traed rosas!

No lloréis, que Cálice ya no sufre.

CASANDRA.—Gracias, rapsoda. Me has hecho mucho bien: estoy ahora triste del todo, y mi alma es como estancia bañada por la luna. Mas ¿quién llega por el jardín?

EL RAPSODA.—Un extranjero, infanta.

CASANDRA.—Ve y dile que pase, que en este palacio se ejerce la hospitalidad.


ESCENA II

BELEROFONTE, CASANDRA

CASANDRA.—Extranjero semejante a los dioses, ¿qué buscas aquí? Pero antes de explicármelo, descansa y repara tus fuerzas.

BELEROFONTE.—Tu vista es al caminante fatigado mejor que el baño y el alimento sabroso. Vengo, infanta, de la corte del rey Preto, esposo de tu hermana Antea, tan igual a ti en el rostro y en la voz que me parece verla y escucharla.

CASANDRA.—Nos asemejábamos tanto, que cuando su esposo se presentó para llevarla al ara, yo, por chanza, me envolví en el velo nupcial y los propios ojos del enamorado me confundieron con ella. Mas ¿quién eres tú? ¿No serás el divino Apolo, que disfrazado baja a correr aventuras entre los mortales?

BELEROFONTE.—Mortal soy, infanta, y muy desdichado: la cólera de los inmortales me empuja lejos de mi reino y de mi patria. Mi noble padre es Glauco, rey de Corinto, gran jinete y domador; heredero soy de una corona y vago por el mundo sin tener dónde recostar la cabeza.

CASANDRA.—La compasión, como un cuchillo que hiere sin lastimar, me traviesa las entrañas. Tus males ya son míos. Extranjero, aquí encontrarás asilo y defensa hasta que la mala suerte se canse de perseguirte.

BELEROFONTE.—No se cansa. Como loba rabiosa, va tras de mí en las tinieblas. Pero aproxímate y espantaré el dolor de la memoria. Pena olvidada es sombra sin cuerpo. Traigo para tu noble padre un mensaje de Preto y quisiera entregárselo.

CASANDRA.—Ya se acerca.


ESCENA III

DICHOS, YOBATES

YOBATES.—¿Conoces tú a este extranjero, Casandra?

CASANDRA.—Hijo es de Glauco. Viene de la corte de Antea y te trae letras de Preto.

YOBATES.—Salud a ti. ¿Dónde está el mensaje?

BELEROFONTE.—Recíbelo (le entrega las tabletas unidas). Me ha encargado que lo abras a solas. Sin duda encierra altos secretos.

YOBATES.—Cumpliré el encargo. ¿Qué hacías tú en el palacio de mi yerno? ¿Por qué no te quedaste al lado de tu padre, aprendiendo a sujetar corceles sin freno ni brida?

BELEROFONTE.—Rey de Licia, no ignoro las hazañas de mi padre. Probé a imitarlas en mi primera juventud, y me las hube con un corcel que no nació en la tierra. Dos alas blancas y luminosas arrancan de su lomo; sus fosas nasales destellan rayos de claridad y despiden vaho de ambrosía; está loco de ansia de libertad y no hay ave que así cruce el azul espacio. No sufre ancas, ni jinete, ni palafrenero. Con solo agitar sus vibrantes alas, despide al atrevido que intente cabalgarle. Ansioso yo de gloria, un día trepé a la sierra en que pace el divino caballo. Hay en lo más inaccesible de las montañas, donde la nieve cubre los picos, valles diminutos que riegan el deshielo, que el calor reconcentrado fecundiza y en que una hierba virgen, jamás hollada, crece con frescuras de flor. Allí, lejos de la bajeza humana, gusta de retozar Pegaso. Oculto detrás de una peña, esperé a que se hartase del pasto delicioso; y cuando estuvo ahíto, por sorpresa le eché a la cerviz pesada cadena, y, asido a ella, cabalgué. Furioso el corcel, relinchando de ira, coceaba y se encabritaba; apretaba yo los muslos; mis manos se agarraban a las alas, paralizándolas; mis talones le hincaban el doble aguijón en el ijar. Por momentos creí ser lanzado al precipicio; pero ya dos hilos de sangre rayaban el bruñido flanco del corcel y, trémulo, espumante, sudoroso, tuvo que darse por vencido y domado. Entonces ofrecí el Pegaso a mi protectora Minerva. Dos veces ha intentado quitárselo Apolo, envidioso de tan inestimable don.

CASANDRA.—Padre, la clemencia de los inmortales nos ha traído a nuestro hogar un héroe.

YOBATES.—¡Un héroe! ¡Sea cien veces bienvenido! Y dime, extranjero igual a Marte, ¿no has encontrado en tu camino al monstruo que nos tiene atemorizados? ¿No has visto a la Quimera?

BELEROFONTE.—Me han hablado de ella los pastores en las majadas y los enfermos expuestos al borde del camino. Cerca del templo de Haifestos he sentido su resuello ardiente en la espalda. Me volví y nadie había.

YOBATES.—¿Por qué dejaste el palacio de tu padre? Ahora me acuerdo de haber oído referir una historia… ¿No fuiste tú quién sin querer atravesó con un dardo el corazón de tu hermano Belero?

BELEROFONTE.—Pues es preciso decirlo, sí; yo fui ese desventurado. Los dioses, oh rey, nos tejen la tela del existir; suponemos que caminamos, y es que invisibles manos nos impulsan. En la Acrópolis de Corinto hemos elevado un templo a la Fatalidad. La diosa tiene los brazos de plomo, las manos de bronce, y en una lleva el martillo y en otra los clavos de diamante que fijan nuestro destino. Nuestras culpas involuntarias nos pesan como voluntarias: Edipo, sin delito en la voluntad, vagó ciego y perseguido por las furias; yo vago expatriado y sin familia.

 

YOBATES.—En el umbral de mi puerta la Fatalidad se detiene. Te haremos grata la vida. ¿No es cierto, Casandra?

CASANDRA.—Hilaré para tus ropas y te daré miel de mis colmenas.

YOBATES.—Ahora, refrigérate y descansa. En esa estancia hay una pila de mármol, agua clara, aceite perfumado para ungirte, túnica y sandalias para mudarte, mientras se prepara el festín. Salve, Belerofonte, mi huésped. ((Sale BELEROFONTE por una puerta lateral).


ESCENA IV

DICHOS, menos BELEROFONTE

YOBATES.—Ya que se ha retirado, descifraré el mensaje de Preto.

CASANDRA.—Te dirá que honres a Belerofonte como al propio Apolo.

YOBATES.—Eso será. Veamos. (Abre las tabletas; una pausa, en que descifra) ¡Dioses! ¿Qué acabo de leer? ¡Desgracia, afrenta sobre nosotros! ¡Maldición al hijo de Glauco!

CASANDRA. (Le arranca las tabletas y descifra): «Belerofonte el fratricida ha deshonrado a tu hija y mi esposa Antea. Arbitra medio de darle segura muerte apenas llegue a tu palacio». ¡Ah! (Cae desvanecida. YOBATES la sostiene y la saca afuera por otra puerta lateral, frontera a la que acaba de cruzar BELEROFONTE).


ESCENA V

BELEROFONTE, YOBATES

BELEROFONTE.—He oído un grito… Era la voz de tu hija… ¿Corre algún peligro Casandra?

YOBATES.—Ninguno. Grita de terror porque imagina ver llegar a la Quimera. Es preciso que tú seas el héroe encargado de exterminarla.

BELEROFONTE.—La exterminaré si me concedes llamarme esposo de tu hija.

YOBATES.—Después de que hayas vencido a la Quimera, puedo prometértelo todo.

Acto segundo

Los jardines del palacio de Yobates. Una estatua de Eros.

ESCENA I

CASANDRA, BELEROFONTE. Viste aún el traje de viajero.

CASANDRA.—¿Nadie nos ha seguido? ¿Nadie nos espía?

BELEROFONTE.—Nadie. Rumor de hojas agitadas por el viento de la noche es lo que escuchas, amor mío, y sombras movedizas de ramas es lo que tomas por cuerpos de perseguidores.

CASANDRA.—Tengo miedo, miedo delicioso.

BELEROFONTE.—Acércate a mí. No tiembles. Aquí hablaremos libremente. ¿Qué es lo que tanto ansías decirme?

CASANDRA.—Casi no lo recuerdo. Antes de verte componía mil discursos para recitártelos; y ahora que estoy a tu lado, ni una sola frase se me ocurre. Sin embargo, algo grave… (Dando un grito). ¡Ah! Sí, ¡ya sé, ya sé! ¡Huye, huye cuanto antes de este palacio! Mi padre tiene encargo de darte muerte.

BELEROFONTE.—¿Encargo? ¿A mí?

CASANDRA.—Las tabletas que trajiste contenían un mensaje de Preto… ¿Comprendes? (Pausa, BELEROFONTE guarda silencio). ¡Veo que comprendes! (Con horror). ¿Era cierto?

BELEROFONTE.—Sí, Casandra. No he de mentir; cierto era.

CASANDRA.—¡Mi hermana!

BELEROFONTE.—Te amé en ella antes de amarte en ti misma. Es tan hermosa como tú, pero tú, piadosa virgen, por dentro eres blanca como el vellón de las ovejas de tu aprisco; a ti, no a ella, aspiraba mi espíritu, ansioso de algo muy grande. Le propuse que siguiese mi errante destino y rehusó: no quería dejar el palacio donde es reina, el lecho de marfil, las ricas estancias con artesonados de cedro. No me quería.

CASANDRA.—Yo iré adonde tú vayas, y pisaré tu huella con los pies descalzos. Si esposa, esposa; si amante, amante; si esclava, esclava. La helada Escitia y la Libia ardorosa, infestada de áspides, me son iguales contigo. Descender al reino de las sombras reunidos, ¡qué alegría! Tu vista fue para mí como filtro de maga. Quisiera bajar a lo más secreto de tu espíritu, como bajan al fondo del océano los buzos para traerme las perlas de mis collares.

BELEROFONTE.—Baja y solo encontrarás tu imagen celeste. Casandra, mañana a esta misma hora huiremos de aquí juntos.

CASANDRA.—¿Mañana? No; hoy mismo, ahora. ¿No ves que quieren hacerte morir? Pronto, pronto. Conozco el camino hasta la selva: he ido allí con mis rebaños. Te guiaré.

BELEROFONTE.—Antes de arrebatarte de aquí como el milano a la paloma, tengo que cumplir mi destino heroico: tengo que vencer y exterminar a la Quimera.

CASANDRA.—¡A la Quimera! Pero ¿no ves que ese es el medio que han elegido para enviarte al reino de las sombras? Nadie vencerá al monstruo. Hace pedazos a quien se aproxima. No irás: te sujetaré con mis brazos.

BELEROFONTE.—Iré y la venceré. Presiento que la sombría Diosa que me guía, la más poderosa de todas, la Fatalidad, cuyo templo se eleva frente al palacio de mi padre, ha decretado que yo extermine al endriago. La sola idea del peligro y del horrendo combate, la perspectiva del momento en que hundiré mi espada hasta el puño en el escamoso pecho de la Quimera mientras sus garras de acero pugnarán por clavarse en mi cuerpo y resbalarán sobre la tersura de la coraza, ¡ah!, estremece mi corazón de gozo y de locura, como a la virgen el abrazo del esposo. Casandra, Casandra mía, ¿de qué nos sirve haber sido concebidos en el vientre de nuestras madres y haber visto la luz de Apolo y gustado el tuétano y el añejo vino, si hemos de vivir en cobarde oscuridad? Antes morir joven, espiga segada verde aún, que envejecer en miserable inacción. Déjame ir a la Quimera. La adoro con rabia: ¡de otro modo que a ti! pero ¡también, también la adoro!

CASANDRA.—Yo siento igualmente una especie de atracción extraña por el monstruo. Quisiera conocer su aspecto terrible. ¿No sabes? Desde que apareció por estos contornos, mi padre no me permite salir al aprisco ni visitar los establos. Teme que encuentre al monstruo y sufra la suerte de otras doncellas, que arrastró a su cueva para devorarlas. Y yo, sin pavor, anhelo verla: mis ojos tienen sed de ella, como tienen sed de ti.

BELEROFONTE.—Muerta te la traeré y a tus pies arrojaré sus despojos. Y mañana, a esta hora…

CASANDRA.—¡Juntos!

BELEROFONTE.—Para siempre.

CASANDRA.—¡A pesar de todos!

BELEROFONTE.—De todos y de todo.

CASANDRA.—De aquí a mañana, ¡cuánto tiempo!

BELEROFONTE.—Acortémoslo. No me separo de ti hasta que amanezca.

CASANDRA.—De aquí al amanecer, ¡qué corto plazo!

BELEROFONTE.—Ya declina la luna.

CASANDRA.—Y el aroma del nardo es menos penetrante.

BELEROFONTE.—Todavía embriaga.

CASANDRA.—Desfallece con él mi espíritu.

BELEROFONTE.—¡Qué silencio tan dulce!

CASANDRA.—Oigo los latidos de tu corazón.

BELEROFONTE.—No; es el tuyo.

MUTACIÓN.—Sitio solitario y salvaje, donde se ve la entrada de la cueva de la QUIMERA.


ESCENA II

CASANDRA, MINERVA

CASANDRA.—Aquí debe de ser. Veo la boca del antro. Escondida detrás de aquellos peñascales asistiré al combate; y si mi amado perece, saldré a entregarme al monstruo para que me haga pedazos también.

MINERVA.—¿Cómo en este paraje hórrido, infanta de Licia? ¿Cómo has abandonado tus estancias atestadas de riquezas, tus jardines deleitosos, donde músicos y rapsodas, juglares y acróbatas, porfían en inventar canciones y juegos con que entretenerte? ¿Ignoras cuánto valen la paz y el honor de que disfrutas? ¿No piensas en la aflicción de tu padre si la Quimera te destroza? Vuélvete.

CASANDRA.—¿Quién eres para hablarme así?

MINERVA.—Un numen.

CASANDRA.—No me suena tu voz cual suena la de los númenes y los oráculos. Voz me parece de la tierra, de la pedestre prudencia y de la senil sabiduría. Los númenes deben alentarnos cuando un generoso arranque nos alza del suelo. Quizás entonces nos parecemos a los númenes. ¡Númenes somos quizás!

MINERVA.—¡Insensata! ¡Nadie me ha desdeñado que no se haya arrepentido! Otro consejo y desóyelo si quieres. La Quimera va a salir de su guarida…

CASANDRA.—Sí; percibo el sofocante calor de su resuello.

MINERVA.—Olfatea la presa. Apártate, huye: la atrae tu presencia.

CASANDRA.—¿La tuya no?

MINERVA.—No. Para ella soy invulnerable. (Salen CASANDRA y MINERVA).


ESCENA III

BELEROFONTE armado con coraza, espada y escudo, un PASTOR.

PASTOR.—Estamos en la madriguera del monstruo. Esa es la entrada. Te he guiado bien; ahora déjame volver a mi aprisco. Me tiemblan las rodillas y un sudor helado corre por mi frente. Yo no soy héroe, sino pobre pastor.

BELEROFONTE.—No temas, quédate sin miedo. La Quimera va a perecer. Verás su cuerpo deforme tendido en tierra. ¿No te agrada la lucha? De pastores de ovejas han salido pastores de pueblos.

PASTOR.—Cuando la infanta Casandra venía al aprisco, y con sus propias manos ordeñaba las ovejas, yo deseaba haber conquistado un reino para que no se burlase de mí y no me abofetease si la cogía por la cintura. Por temor al monstruo hace tiempo que no viene. ¿Volverá si la Quimera sucumbe? Entonces dame espada y escudo. Antes que tú, pelearé.

BELEROFONTE.—A tus rebaños, pastor. No son para ti estas empresas. Déjame solo. ¿No oyes un ronquido extraño? ¿no percibes tufaradas de boca de horno?

PASTOR. Quimera se revuelve en su antro! Mi vista se nubla, mis dientes castañetean… (Huye despavorido).


ESCENA IV

BELEROFONTE, MINERVA.

MINERVA.—Alienta, hijo de Glauco, domador del corcel divino. Libra a la tierra de ese endriago que trastorna las cabezas y me impide hacer la dicha de la humanidad, apagando su imaginación, curando su locura y afirmando su razón, siempre vacilante. Muerta la Quimera, empieza mi reinado. Invisible estaré cerca de ti. Cuando el monstruo se te venga encima, no busques su vientre ni su pecho; métele la espada con rapidez por la abierta boca. Serenidad y puños, Belerofonte.


ESCENA V

BELEROFONTE, después la QUIMERA.

BELEROFONTE.— Un traqueteo horrible estremece la cueva. Ya se siente cerca el ruido… ¡Qué bocanada ardiente! Me abrasa… Mi sangre se incendia… ¡Ya asoma… Dioses! El cielo se oscurece… ¡Ah! (La QUIMERA se arroja sobre BELEROFONTE, que vacila, pero se rehace, e introduce la espada por la boca del monstruo. Lucha breve. La QUIMERA exhala un rugido pavoroso de agonía).

BELEROFONTE.—¡La espada se derrite al ardor del hálito de la Quimera! ¡El metal quema sus entrañas!

(Cae la QUIMERA, expirante. Se retuerce y queda inmóvil).


ESCENA VI

BELEROFONTE, MINERVA, CASANDRA.

 

BELEROFONTE.—¿Por qué he luchado con ella? ¿Por qué la he matado? He corrido un riesgo espantoso, inaudito. ¿Quién me ha metido a mí en tal empresa?

CASANDRA.—¿Por qué estoy aquí? ¿Cómo se me ha ocurrido dejar mi palacio magnífico, mi lecho de marfil cubierto de tapices de plumón de cisne? Ahora tengo frío, y las asperezas de la sierra me han lastimado las plantas. ¡Cómo me duelen!

BELEROFONTE.—Y en el palacio de Yobates quieren asesinarme vilmente, a traición. ¡No seré yo quien vuelva allá! Desde aquí mismo me pongo en salvo. (Vase por la izquierda sin mirar a CASANDRA).

CASANDRA.—Ea, yo regreso a mis jardines. Allí me lavarán los pies y me servirán leche y frutas. Me siento desfallecida de hambre. ¿Estaría loca, para no mandar que me esperase ahí cerca el carro, cuyos caballos enjaezados de púrpura me trasladan de una parte a otra tan velozmente? En fin, no habrá más remedio que andar a pie. ¡Es divertido! (Vase por la derecha).

MINERVA (ya sola).—¡Gloria al héroe! ¡La Quimera ha muerto!