Novelistas Imprescindibles - Émile Zola

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From the series: Novelistas Imprescindibles #45
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III

Esteban se había arriesgado a entrar en la Voreux, y todos los hombres a quienes se dirigía, preguntándoles si había trabajo, meneaban la cabeza, y acababan por decirle que esperase al capataz mayor. Le dejaban andar libremente por los departamentos, mal alumbrados, negros y verdaderamente imponentes, por la complicación de sus habitaciones y sus pisos. Acababa de subir una escalera oscura y medio derruida, y se había encontrado en un pasadizo que temblaba bajo su peso; luego había atravesado el departamento donde se cernía el mineral, y que estaba tan oscuro, que tenía que andar con los brazos extendidos para no tropezar.

De pronto aparecieron bruscamente ante él dos enormes hornos. Se hallaba en la sala de entrada a la boca misma del pozo.

Un capataz, el tío Richomme, muy gordo, con cara de gendarme bondadoso, adornada de bigotes grises, cruzaba en aquel momento por allí, dirigiéndose a la oficina de recepción.

—¿Hace falta un obrero para trabajar? —preguntó Esteban otra vez.

Richomme iba a decir que no; pero se arrepintió y alejándose, contestó como los demás:

—Espere al señor Dansaert, el capataz mayor.

Allí había cuatro faroles, cuyos reflectores, que lanzaban toda la luz sobre la boca del pozo, alumbraban vivamente las rampas de hierro, los cables y las maderas del aparato por donde subían y bajaban las dos jaulas ascensores. El resto de la estancia, que era muy grande, semejaba a la nave de una iglesia a medio alumbrar sumido en una vaga oscuridad, por donde cruzaban sin cesar sombras confusas. Solamente la lampistería brillaba allá en el fondo, mientras un quinqué, colocado en el despacho del encargado de recibir el mineral, parecía una estrella en el cielo cubierto nubes. Había empezado de nuevo la extracción, y sobre las losas de la estancia sonaba incesantemente el rodar de las carretillas cargadas de carbón, y se veía el ajetreo de los obreros, moviéndose de acá para allá, en silencio, por entre todas aquellas cosas negras y ruidosas que se agitaban incesantemente.

Esteban permaneció un momento inmóvil, ensordecido y como ciego. Se sentía helado, porque por todas partes entraban corrientes de aire. Dio luego unos cuantos pasos para salir de allí, encaminándose hacia la máquina, cuyo brillante acero y bruñido bronce le atraían. Estaba la máquina poco más allá de la boca de la mina, y tan sólidamente asentada sobre su basamento de ladrillo, que trabajaba a todo vapor, con todo el poder de sus cuatrocientos caballos de fuerza, sin que el movimiento de sus piezas colosales, que, untadas de aceite, se movían suavemente, produjeran ni la menor trepidación. El maquinista, de pie en su sitio, ponía atento oído a los timbres de señales, sin separar la vista del indicador, un cuadro donde se hallaban señalados los diferentes pozos y galerías con sus distintos pisos, por medio de unas ranuras verticales, por las cuales pasaban unos plomos colgados de unas cuerdas, que representaban las diferentes jaulas.

Y cada vez que había una bajada, cuando la máquina empezaba a funcionar, las bobinas, dos inmensas ruedas de un radio de cinco metros, por medio de las cuales los cables de acero se enroscaban y desenroscaban en sentido contrario, daban vueltas con tal velocidad, que no había medio de verlas trabajar.

—¡Eh, cuidado! —gritaron dos obreros que arrastraban una escalera gigantesca.

Había faltado poco para que Esteban fuese aplastado. Se le iba acostumbrando la vista, y ya podía contemplar el movimiento de los cables; más de treinta metros de cinta de acero, que, pasando por las ranuras de los montantes, descendían hasta el fondo del pozo, para que subieran las jaulas de extracción. Aquella operación se verificaba con un silencio admirable, sin un tropezón, rápida, vertiginosamente, yendo y viniendo aquel alambre, de un peso enorme que podía levantar hasta doce mil kilogramos, con una velocidad de diez metros por segundo.

—¡Eh, cuidado! ¡Caramba! —gritaron los trabajadores que arrastraban la escala al otro lado para examinar el funcionamiento del aparato.

Esteban volvió lentamente a la puerta de las oficinas. Aquel movimiento de gigantes que se producía por encima de su cabeza, le atolondraba. Y tiritando de frío, por entre las corrientes de aire, contempló la maniobra de los ascensores, sintiéndose ensordecido por el estrepitoso rodar de carretillas y vagones. Junto a la boca de la mina funcionaba el martillo de señales, un martillo enorme, puesto en movimiento por medio de una cuerda que se manejaba desde abajo, y que golpeaba en un yunque.

Daba un golpe para parar, dos para bajar, tres para subir: y los tres golpes no cesaban ni un momento, dominando con su estruendoso tap, tap, el extraordinario tumulto que había arriba, aumentado por el obrero que dirigía la maniobra, gritando órdenes al maquinista por medio de una bocina. En medio de aquella algazara infernal, los ascensores subían y bajaban, se llenaban y se vaciaban como por encanto, y sin que Esteban comprendiese nada de aquellas complicadas tareas.

Lo único que entendía era que la mina se tragaba los hombres, por grupos de veinte o treinta, y se quedaban como si tal cosa. La bajada de los obreros empezaba a las cuatro. Iban llegando a la boca de la mina, descalzos, con su linterna en la mano, y así esperaban a reunirse suficiente número para un viaje del ascensor. Sin hacer el más ligero ruido, la jaula de hierro salía de las profundidades oscuras de la mina y se colocaba sobre los muelles para detenerse, llevando llenos sus cuatro departamentos de carretillas cargadas de carbón. Los obreros sacaban las carretillas, reemplazándolas por otras, o vacías o cargadas de madera, para las faenas de abajo. Y en carretillas vacías se colocaban los mineros, de cinco en cinco, para bajar hasta cuarenta de una vez en algunas ocasiones. Se oía una voz dada por la bocina, mientras que tiraban cuatro veces de la cuerda de señales, para avisar abajo que iba un cargamento de carne humana. Luego, la jaula experimentaba un ligero estremecimiento, se hundía silenciosamente, y caía como una piedra, no dejando tras de sí más que la vibración del cable.

—¿Está muy hondo? —preguntó Esteban a un minero que esperaba a su lado que le llegase el turno.

—Quinientos cincuenta y cuatro metros —respondió el otro con aire soñoliento—. Pero hay cuatro pisos. El primero está a trescientos veinte.

Los dos se callaron, con la mirada fija en el cable que volvía a subir. Esteban replicó:

—¿Y si se rompe la cadena?

—¡Ah! Si se rompe...

El minero acabó la frase con un gesto. Le había llegado el turno, Porque la jaula había vuelto a aparecer en su acostumbrado silencio. Se hizo un sitio entre otros compañeros; la jaula volvió a bajar, subiendo nuevamente al cabo de cuatro minutos, para seguir tragándose hombres.

Durante media hora, la mina siguió devorando de aquel modo. El fondo se llenaba, se llenaba sin cesar, y las tinieblas continuaban, y la jaula subía vacía, sin alterar en nada el profundo silencio de aquella imponente operación.

Esteban se sintió presa del malestar que ya había experimentado poco antes. ¿A qué empeñarse en un imposible? El capataz mayor le despediría como los demás. De pronto un temor repentino le decidió bruscamente; se marchó de allí, y no se detuvo hasta llegar a la habitación donde estaban instalados los generadores. La inmensa puerta de aquel departamento, abierta de par en par, permitía ver siete calderas de dos hornos. En medio de aquella atmósfera pesada, y del imponente silbido continuo de los escapes de vapor, se veía a un fogonero ocupado en llenar los hornos, que enviaban un calor de infierno hasta más allá de la puerta; y Esteban, satisfecho de sentirse con calor iba acercándose a las calderas, cuando tropezó con un nuevo grupo de carboneros, que se dirigían a la boca de la mina. Eran los Maheu y los Levaque. Al ver a la cabeza del grupo a Catalina, que parecía un muchacho, tuvo la idea supersticiosa de hacer una última intentona.

—Oye, camarada, ¿no se necesitará aquí un obrero para cualquier clase de trabajo?

Ella le miró sorprendida, algo asustada de aquella voz brusca que salía inesperadamente de la oscuridad. Pero Maheu, que iba detrás, le había oído, y contestó, deteniéndose un momento para hablar:

—No, no se necesita a nadie.

Pero aquel obrero, aquel pobre diablo perdido por los caminos en busca de trabajo, le interesó, y al separarse de él dijo a sus compañeros:

—¿Eh, qué tal? Podría uno muy bien verse así... No podemos quejarnos, puesto que al menos nosotros tenemos trabajo.

El grupo entró, y se dirigió a la barraca, una habitación muy grande rodeada de armarios, que estaban cerrados con cadenas. En el centro de ella, una enorme chimenea de hierro, una especie de estufa sin portezuela, se veía enrojecida, y tan atestada de hulla incandescente, que saltaban los pedazos sobre la tierra apisonada del suelo. La habitación no estaba alumbrada más que por la claridad que aquello despedía.

Al llegar los Maheu, se oían grandes carcajadas. Había allí unos treinta mineros en pie, de espaldas a la lumbre, tostándose las espaldas con aire satisfecho. Antes de bajar a la mina, todos iban a recoger y llevarse en la piel un poco de calor para desafiar la humedad terrible del fondo. Pero aquella mañana se entretenían un rato más, solazándose, haciendo bromas a la Mouquette, una trabajadora de dieciocho años, robusta muchacha, cuyos pechos y nalgas enormes le hacían saltar las costuras de la blusa y del pantalón. Vivía en Requillart con su padre, el viejo Mouque, mozo de cuadra, y con su hermano, que trabajaba, como los demás, en las minas; pero como no lo hacían a las mismas horas, ella iba sola a la mina, y entre los trigos en verano, y en invierno detrás de una tapia, se daba un rato de placer con su amante de la semana. Hacían turno todos los de la mina, verdadero turno de buenos compañeros, que jamás traía malas consecuencias. Un día que le echaron en cara haberse entregado a un herrero de Marchiennes, se puso tan furiosa, que por poco estalla de rabia, gritando que se respetaba demasiado y que sería capaz de cortarse un brazo si alguien pudiera alabarse de haberla visto con un hombre que no fuese minero.

 

—¿De modo que ya no es el buen mozo de Chaval? —decía un obrero en tono de broma—. Ahora te ha dado por ese enano. ¡Pero hija, vas a necesitar una escalera! ¡Mal te vas a ver!

Y aquellas chanzas y crudezas redoblaban las carcajadas de los hombres, que encorvaban sus espaldas, medio cocidas por la lumbre de la chimenea; mientras que ella, contagiada por la risa, exhibía la indecencia de su traje descosido, luciendo sus masas de carne, que, de tan exageradas, parecían producto de una enfermedad.

Pero de pronto se acabó la alegría, porque la Mouquette dijo a Maheu, que Florencia, la buena de Florencia, no podía volver a la mina; se la habían encontrado el día antes tiesa en su cama; según unos, porque se le había roto un aneurisma; según otros, porque había agarrado una borrachera de ginebra. Y Maheu se desesperaba: otra contrariedad. ¡Perder una de las obreras de su cuadrilla sin poder reemplazarla enseguida! Maheu trabajaba por contrata; tenía en su cuadrilla otros tres cortadores de arcilla asociados a él, Zacarías, Levaque y Chaval, y si se quedaba solamente con Catalina para el arrastre de las carretillas, cundiría menos la faena. De pronto se le ocurrió una idea.

—¡Oye! ¿Y ese hombre que buscaba trabajo?

Precisamente en aquel momento pasaba Dansaert por la puerta de la barraca. Maheu le contó lo que le sucedía, y pidió permiso para contratar al hombre, insistiendo en el deseo demostrado por la Compañía, de que poco a poco se fueran reemplazando con hombres las muchachas que trabajaban en el arrastre, como habían hecho en Anzin.

El capataz mayor se sonrió, porque el proyecto de que no trabajasen mujeres disgustaba generalmente a los mineros, que se preocupaban de la colocación de sus hijas, poco cuidadosos de la cuestión de moralidad y de higiene. En fin, después de haber titubeado un poco, dio el permiso que solicitaban, si bien reservándose el pedir que lo ratificara el señor Negrel, el ingeniero.

—¡Venga, venga! —dijo Zacarías—. Sabe Dios donde estará el hombre, si sigue corriendo como cuando lo encontramos.

—No —dijo Catalina—; le vi pararse en el cuarto de las calderas.

—Pues ve a buscarlo, holgazana —exclamó Maheu.

La joven echó a correr, mientras que una tanda de mineros se dirigía al ascensor, dejando a otros su sitio delante de la estufa para calentarse. Juan no esperó a su padre, sino que se fue en busca de su linterna, acompañado de Braulio, un muchachote crédulo y bonachón, y de Lidia, una chiquilla de doce años. La Mouquette, que bajaba delante de ellos, daba voces en la escalera, tratándolos de granujas y de pilletes, y amenazándolos con arrancarles las orejas si le pellizcaban las piernas.

Esteban se hallaba, en efecto, en el departamento de las calderas, charlando con el fogonero, que echaba carbón sin cesar. Sentía muchísimo frío, que aumentaba pensando en la noche que le esperaba al salir de allí. Y, sin embargo, se decidía a marcharse ya, cuando notó que una mano se apoyaba en su hombro.

—Venga —dijo Catalina—; hay trabajo para usted.

Al principio no comprendió. Luego, en un acceso de inmensa alegría, estrechó frenéticamente las manos de la joven.

—¡Gracias, amigo!... ¡Ah, qué gran favor me haces!

Ella se echó a reír, mirándole atentamente a la rojiza claridad de los hornos. Le divertía pensar que la tomaba por hombre al verla tan delgadita y con el pelo tapado completamente con el pañuelo del trabajo. Él se reía también de alegría, y así permanecieron, con las manos enlazadas y mirándose, un momento.

Maheu, en la barraca, sentado en el suelo delante de su armario, se quitaba los zuecos y las gruesas medias de lana. Cuando Esteban llegó, quedó hecho el trato en pocas palabras; treinta sueldos diarios por un trabajo que era difícil al principio, y sobre todo penoso, pero que él aprendería pronto.

El obrero le aconsejó que no se quitase los zapatos, y le prestó una chaqueta vieja y un sombrero de cuero para resguardarse la cabeza, precaución que él y sus hijos desdeñaban ya. Sacaron del armario las herramientas, entre las cuales estaba la pala de Florencia.

Luego Maheu, cuando hubo guardado los zuecos y las medias de todos, así como el paquete de ropa que tenía Esteban, empezó a impacientarse.

—¿Qué demonios hace ese jamelgo de Chaval? Sin duda se estará revolcando con alguna pécora detrás de algún montón de piedras... Hoy nos hemos retrasado al menos media hora.

Zacarías y Levaque estaban calentándose tranquilamente. El primero dijo al fin:

—¿Estás esperando a Chaval?... Ha llegado antes que nosotros, y bajó enseguida.

—¡Cómo! ¡Lo sabías y no me has dicho nada!... Vamos, vamos de prisa.

Catalina, que estaba calentándose las manos, siguió al resto de la cuadrilla. Esteban la dejó pasar, y subió detrás de ella. Nuevamente se encontró en un dédalo de escaleras y corredores oscuros, donde los descalzos pies producían un ruido de calzado viejo. Pero de pronto se vio brillar la lampistería, una habitación formada de cristales, llena de estantes, donde se veían alineadas centenares de linternas sistema Davy, reconocidas cuidadosamente, limpias el día anterior, y encendidas como cirios en el fondo de una capilla ardiente. Cada minero iba tomando la suya por una ventanilla; la linterna tenía su número correspondiente, y luego de reconocerlo, la cerraba el mismo interesado, mientras que el marcador, sentado en su mesa, apuntaba en el registro la hora de bajada.

Fue necesario que interviniese Maheu para que dieran linterna al nuevo trabajador. Había, por precaución, otro requisito que cumplir: los obreros iban desfilando todos por delante de un aparato a propósito, a fin de asegurarse de que todas las linternas estaban bien cerradas.

—¡Demonio! ¡No hace calor aquí! —dijo Catalina tiritando.

Esteban se contentó con mover la cabeza. Se hallaba en aquel momento otra vez junto a la boca de la mina, en aquella habitación enorme, barrida por las corrientes de aire. Aun cuando se tenía por valiente, en aquel instante le apretaba la garganta una emoción desagradable, entre el rodar de los vagones, los golpes sordos del martillo de señales, los gritos ahogados de la bocina, y frente al movimiento continuo de aquellos cables que desenvolvían y arrollaban con velocidad vertiginosa las bobinas de la máquina. Y las jaulas subían y bajaban silenciosamente, tragando hombres y más hombres, que desaparecían en la oscuridad del pozo. Había llegado su turno; tenía frío, y guardaba un silencio nervioso, del cual se burlaban Zacarías y Levaque, porque ninguno de los dos, y especialmente el segundo, ofendido de que no le hubieran consultado, aprobaba la admisión de aquel desconocido. Catalina, en cambio, se sentía satisfecha al ver que su padre iba explicando al joven cada una de las cosas que había que hacer.

—Mire: debajo de la jaula hay unos paracaídas, unas especies de ganchos de hierro que se clavan en las guías en caso de rotura. Los ganchos no funcionan muy a menudo, afortunadamente... Sí; el pozo está dividido en tres compartimentos cerrados con tablas de arriba abajo; por el de en medio van las jaulas, y en los de los lados están las escalas de salvamento...

El minero se interrumpió para refunfuñar, aunque procurando no levantar mucho la voz.

—¿Qué demonios estamos haciendo aquí? ¡Maldita sea!... ¿Es justo tenernos aquí muertos de frío?

El capataz Richomme, que iba a bajar también, con la linterna sujeta con un gancho al cuero de su chaqueta de trabajo, le oyó quejarse.

—¡Ten cuidado, que las paredes oyen! —murmuró paternalmente, como buen minero viejo, que no ha dejado de ser compañero de los trabajadores—. De algún modo se ha de hacer la maniobra... Vamos, ya está; embarca a tu gente.

En efecto; la jaula, guarnecida con tiras de lona y con una red de pequeñas mallas, les esperaba. Maheu, Levaque, Zacarías y Catalina, se colocaron en una de las carretillas del fondo; y como debían ir cinco personas, Esteban entró también; pero los sitios mejores estaban cogidos, y tuvo que embutirse al lado de la joven, la cual le clavaba uno de los codos en el vientre. La linterna le estorbaba, y le aconsejaron que la colgara de un ojal de la chaqueta; pero como no lo entendió, tuvo la torpeza de seguir con ella en la mano. El embarque continuaba encima y debajo de ellos, como si la jaula fuese un vagón para conducir ganado.

Pero, ¿por qué no se ponían en movimiento? ¿Qué pasaba? Estaba impaciente desde hacía largo rato.

De pronto se sintió una gran sacudida, y bruscamente todo quedó sumido en tinieblas, mientras que él experimentaba ese vértigo lleno de ansiedad de las caídas, que parecía arrancarle las entrañas.

Esto duró mientras veía alguna claridad; pero cuando la oscuridad fue completa al internarse en el pozo, quedó aturdido y sin la percepción clara de sus sensaciones.

—Ya echamos a andar —dijo tranquilamente Maheu.

Todos estaban como en su casa. Él, en cambio, ignoraba por momentos si subía o bajaba. Creía estar inmóvil, cuando la jaula bajaba derecha, sin tocar a las guías; otras veces se producían bruscas trepidaciones; los maderos crujían de un modo que le hacían temer una catástrofe. Además, no podía distinguir las paredes del pozo, a través de la rejilla de la jaula, a pesar de que pegaba la cara a ella. Las linternas iluminaban apenas el montón de personas que iban con él, únicamente en el departamento contiguo brillaba como una estrella la luz del farol del capataz.

—Éste tiene cuatro metros de diámetro —decía Maheu para instruirle—. Buena falta hacía que arreglaran de nuevo el revestimiento, porque se filtra el agua por todas partes... Mire, ahora llegamos al nivel; ¿lo oye?

Precisamente Esteban se preguntaba en aquel instante qué ruido sería aquel que parecía el de un torrente. Primero habían sonado unas cuantas gotas al caer en el techo de la jaula, como cuando empieza a caer un aguacero; enseguida, la lluvia fue aumentando hasta convertirse en un verdadero diluvio. Sin duda el techo tendría alguna gotera, porque por la espalda del joven caía un chorro de agua que le mojaba hasta la carne. El frío iba haciéndose insoportable, empezaban a entrar en una humedad terrible, cuando de pronto atravesaron rápidamente por una gran claridad, Y Esteban tuvo como la visión de una caverna donde se agitaban una porción de hombres a la luz de sus linternas. Enseguida volvieron a estar entre tinieblas.

Maheu le dijo:

—Es el primer piso. Estamos a trescientos veinte metros... Fíjese en la velocidad.

Y levantando su linterna, dirigió la luz a uno de los maderos de las guías, que corría como un rail debajo de un tren lanzado a toda velocidad, y aparte de eso, no se veía nada. Pasaron otros tres pisos. La lluvia atronadora no cesaba, ni la oscuridad tampoco.

—¡Qué hondo está! —murmuró Esteban.

Aquella bajada le parecía que duraba dos horas. El joven sufría por efecto de la incómoda posición que había tomado, y que no se atrevía a variar, atormentado sobre todo por el codo de Catalina. Ella no hablaba ni una palabra; él la sentía allí junto a sí dándole calor. Cuando al fin la jaula, se detuvo en el fondo, a quinientos cincuenta y cuatro metros de profundidad, quedó admirado al saber que la bajada había durado un minuto justo. El ruido del aparato, al tocar en el suelo, le tranquilizó de pronto, y le puso de buen humor; así es que dijo a Catalina en tono de broma y tuteándola ya:

—Muchacho, ¿qué demonios traes en la piel que calienta tanto?... Traigo el codo tuyo clavado en... La joven se echó a reír. ¡Sería tonto, seguir todavía creyéndola un muchacho! ¿No tenía ojos?

—Donde tienes el codo clavado es en los ojos —contestó ella, entre alegres carcajadas, que el joven, sorprendido, no sabía explicarse.

La jaula iba quedando desocupada; los obreros atravesaban la sala de entrada a las galerías: una habitación tallada en la roca viva, con techo de ladrillos y alumbrada por tres grandes faroles. Por encima de las losas, los cargadores arrastraban violentamente las carretillas llenas de mineral. De las paredes salía un olor a cueva, una frescura agradable, a la cual se mezclaban calientes bocanadas de aire que llegaban de la cuadra. En aquella sala empezaban cuatro galerías oscuras como boca de lobo.

 

—Por aquí —dijo Maheu a Esteban—. Todavía no hemos llegado; tenemos que andar dos kilómetros aún.

Los obreros se separaban, perdiéndose por grupos en el fondo de aquellos oscuros agujeros. Diez o doce acababan de penetrar por el de la izquierda, y Esteban iba el último, detrás de Maheu, a quien precedían Catalina, Levaque y Zacarías. Era una magnífica galería de arrastre, hecha de un modo admirable, y tallada en una roca tan dura, que sólo de trecho en trecho había habido necesidad de revestirla de mampostería; uno detrás de otro caminaban sin parar, sin hablar una palabra, y alumbrándose apenas con la escasa claridad de las linternas. El joven tropezaba a cada paso, porque se le enredaban los pies en los rieles.

Hacía un rato que le tenía escamado un ruido sordo, como el ruido lejano de una tormenta, cuya violencia parecía aumentar a cada paso y salir de las entrañas de la tierra. ¿Sería el estrépito de un hundimiento que les aplastaría, dejando caer sobre sus cabezas la masa enorme que les separaba de la superficie?

De pronto vio una luz, y sintió que temblaban las rocas; y cuando, como sus compañeros, se hubo echado a un lado pegándose a la pared, vio pasar, casi rozándole la cara, un caballo blanco muy grande enganchado a un tren de carretillas. Sentado en la primera de las carretillas, con las bridas en la mano y guiando, iba Braulio; mientras que Juan, con los puños apoyados en el borde de la última, corría con los pies descalzos.

Continuaron su camino. Poco más allá se presentó una plazoleta, donde se abrían otras dos galerías, y el grupo volvió a dividirse, repartiéndose los obreros poco a poco por todas las canteras de la mina. Esta nueva galería de arrastre estaba sostenida con andamios de madera, cubriendo la roca una especie de camisa de tablones. Trenes de carretillas, unas llenas, otras vacías, pasaban y se cruzaban continuamente, produciendo un ruido infernal, arrastradas en la sombra por un animal que apenas se distinguía, y que parecía un fantasma. En una de las vías de cruce, se hallaba parada una larga serpiente negra, un tren detenido, cuyo caballo, medio oculto entre las sombras, parecía un pedazo de roca desprendido del techo. Las Puertas de ventilación se abrían y se cerraban lentamente. Y a medida que avanzaban, la galería iba siendo más estrecha, más baja, más desigual de techo, obligándolos a encogerse y agacharse continuamente.

Esteban se dio un golpe terrible en la cabeza. A no ser por el sombrero de cuero, de seguro se rompe el cráneo. Y, sin embargo, seguía con atención los menores gestos de Maheu, que iba delante de él, y cuya silueta se destacaba a la escasa claridad de las linternas. Ninguno de los obreros tropezaba: debían de conocer aquel camino como los dedos de la mano.

También hacía padecer al joven el piso resbaladizo, que cada vez estaba más mojado. De cuando en cuando tenía que atravesar verdaderas lagunas, que sólo notaba al meter los pies en el agua.

Pero lo que más le admiraba eran los cambios bruscos de temperatura. Al llegar al fondo hacía fresco, y en la galería de arrastre, por donde pasaba todo el aire de la mina, soplaba un viento helado, cuya violencia era extraordinaria; luego, a medida que iban entrando en las otras vías, que solamente recibían una parte escasa y disputada de ventilación, disminuía el viento, crecía el calor, un calor sofocante, de una pesadez de plomo. Ya hacía un cuarto de hora que caminaban por aquellas conejeras abiertas en la tierra; y entonces entraban en un horno, cada vez más profundo, más oscuro y más caluroso.

Maheu no había vuelto a abrir la boca. De pronto torció a la derecha por una nueva galería, diciendo simplemente a Esteban, sin volverse:

—Estamos en el filón.

Era la veta en que se encontraba el trozo donde ellos trabajaban. Esteban, al entrar, tropezó con la cabeza y con los dedos en las paredes. El techo, que estaba en cuesta, bajaba tanto, que a trechos de veinte y treinta metros era necesario andar agachado. El agua les llegaba a los tobillos. Se sofocaba, porque el calor iba aumentando cada vez más. Así anduvieron doscientos metros; y de repente vio que Levaque, Zacarías y Catalina desaparecían, como si hubieran huido por una estrecha abertura que veía delante de él.

—Hay que subir —le dijo Maheu—. Cuélguese la linterna de un ojal de la chaqueta, y cójase a los maderos.

Él desapareció también. Esteban tuvo que seguirle. Aquella chimenea, practicada en la veta, estaba reservada a los mineros, y servía de paso para todas las vías secundarias. Tenía el espesor de la capa de carbón, es decir, sesenta centímetros cuando más. El joven, que era delgado, se izaba torpemente, embebiendo las espaldas y las caderas, avanzando a fuerza de puños, con las manos agarradas a las maderas. A unos quince metros de distancia, encontraron la primera vía secundaria; pero era necesario continuar, porque la hulla de Maheu y su cuadrilla estaba en la sexta vía, es decir, en el infierno, como decía él; y de quince en quince metros las vías se sobreponían unas a otras; la subida no acababa nunca por aquella conejera, cuyas paredes arañaban la espalda y el pecho. Esteban estaba como si el peso de las rocas le hubiera roto los miembros, con las manos echando sangre, con las piernas arañadas, falto de aire que respirar, hasta el punto de parecerle que le iba a saltar la sangre.

En una galería vio vagamente dos bultos acurrucados, uno grande y otro pequeño, empujando carretillas de mineral: eran la Mouquette y Lidia, que habían empezado a trabajar ya. ¡Y todavía tenía que subir dos tallas más! El sudor le inundaba; ya desconfiaba de poder alcanzar a los demás, cuyos miembros oía rozar contra las rocas de la galería.

—¡Ánimo, que ya estamos! —dijo la voz de Catalina.

Pero, al llegar, otra voz gritó desde el fondo de la galería.

—¿Qué es esto? ¿Está uno aquí para que se burlen de él? ¡Tengo yo que andar dos kilómetros desde Montsou, y llego el primero!

Era Chaval, un mozo alto y flaco de veinticinco años, de facciones acusadas. Al ver a Esteban preguntó con acento de sorpresa y de desdén:

—¿Quién es ése?

Y cuando Maheu se lo dijo, añadió entre dientes:

—¡Es decir, que vienen los hombres a comerse el pan de las muchachas!

Los dos hombres cruzaron una mirada ardiente, el calor de esos odios instintivos que nacen de súbito. Esteban había sentido la injuria, sin comprenderla bien todavía. Hubo un momento de silencio; todos se pusieron a trabajar. Poco a poco las venas se habían ido llenando de obreros, y en todos los pisos, en todas las galerías, en todas las tallas de la mina, reinaba la mayor actividad. El pozo devorador se había tragado su cotidiana ración de hombres, unos setecientos obreros, que trabajaban en aquel gigantesco hormiguero, agujereando la tierra por todas partes, como si fuera un pedazo de madera roído por los gusanos. Y en medio de aquel silencio abrumador, del hundimiento de las capas más profundas de mineral, se habría podido oír, pegando el oído a la roca, el ruido de los insectos humanos que se agitaban en todos sentidos, desde el estruendo del cable que subía y bajaba los ascensores de extracción, hasta el morder lento y sordo de las herramientas en la hulla, en el fondo de las canteras.