Novelistas Imprescindibles - Émile Zola

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Novelistas Imprescindibles - Émile Zola
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El Autor

Germinal

Nana

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El Autor


Émile Zola nació en París, hijo de François Zola, un ingeniero veneciano naturalizado, y de la francesa Émilie Aubert. Su familia se trasladó a Aix-en-Provence y tuvo graves problemas económicos tras la muerte temprana del padre. Tuvo como compañero de colegio a Paul Cézanne1con quien mantendría una larga y fraternal amistad. Volvió a París en 1858. En 1859, Émile Zola suspendió dos veces el examen de bachillerato. Como no quiso seguir siendo una carga para su madre, abandonó los estudios con el fin de buscar trabajo.

En 1862 entró a trabajar en la librería Hachette como dependiente. Escribió su primer texto y colaboró en las columnas literarias de varios diarios. A partir de 1866, cultivó la amistad de personalidades como Édouard Manet, Camille Pissarro y los hermanos Goncourt.

En 1868 concibió el proyecto de Les Rougon-Macquart, que empezó en 1871 y concluyó en 1893. Su aspiración era realizar una novela «fisiológica», a la que intentaba aplicar algunas de las teorías de Taine sobre la influencia de la raza y el medio sobre el individuo y de Claude Bernard sobre la herencia. "Quiero explicar cómo una familia, un pequeño grupo de seres humanos, se comporta en una sociedad, desarrollándose para dar lugar al nacimiento a diez o a veinte individuos que parecen, a primera vista, profundamente diferentes, pero que el análisis muestra íntimamente ligados los unos a los otros", dirá Zola en el prefacio de la primera novela de la saga, que sigue, aunque solo en parte, el modelo de Honoré de Balzac en la Comedia humana. El subtítulo de la serie reza Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio.

La obra consta de veinte novelas y se inicia con La fortuna de los Rougon en 1871: un retrato social que, siguiendo el esquema del naturalismo, tiene altas dosis de violencia y dramatismo y resultó a veces demasiado explícito en sus descripciones para el gusto de la época. Las novelas, sin embargo, fueron elaboradas con imaginación, pese a los datos que había buscado previamente.

Se casó en 1870 con Alexandrine Mélay. A partir de 1873, se relacionó con Gustave Flaubert y Alphonse Daudet. Conoció a Joris-Karl Huysmans, Paul Alexis, Léon Hennique y Guy de Maupassant que llegaron a ser habituales de las veladas de Médan, un lugar cerca de Poissy donde Zola tenía una casita de campo desde 1878. Se convirtió en el líder de los naturalistes. Un volumen colectivo nacido de esas Veladas apareció dos años después.

En 1886, Zola y Cézanne se distanciaron, cosa que se ha atribuido, aunque con poco fundamento, a los paralelismos existentes entre Paul Cézanne, el amigo y pintor, con el personaje de Claude Lantier, pintor fracasado de La obra de Zola. La diferencia fundamental radica en que sólo algunos rasgos de la personalidad —por ejemplo, hábitos, valoraciones y forma de trabajar del personaje— fueron inspirados sobre la base de las notas que tomó Zola de la vida de su amigo. Sin embargo, la obra plástica ficticia de Claude Lantier está inspirada en una interpretación del mismo Zola de un conjunto de pintores que conocía bien, incluyendo Manet, Le Déjeuner sur l'Herbe; como aficionado al arte contemporáneo que era, planteó un análisis convencional sobre dicha obra de Manet, atribuyéndosela a un personaje con ideas artísticas, un carácter, expectativas y costumbres completamente opuestos a los de Cézanne, además de dotarlo de una historia trágica y dramática. Contrariamente a lo que se creyó en su momento no correspondían con la vida de Paul, pero si bien todo el conjunto de circunstancias descritas en la novela evocaban elementos muy diferentes a los que en realidad le correspondían, estos eran en parte significativos para la vida y obra de Paul Cézanne.

Criticó habitualmente los criterios utilizados en las exposiciones de arte oficiales del siglo XIX, en las que se rechazaba de forma continuada las nuevas obras impresionistas.

Por otro lado la publicación de La tierra levantó polémica: el «Manifiesto de los cinco» marcó la crítica de escritores naturalistas jóvenes. Se hace amante de Jeanne Rozerot en 1888, con la que tendrá dos hijos. En 1890, se rechazó su entrada en la Academia francesa.




Germinal


I PARTE
I

Por en medio del llano, en la oscuridad profundísima de una noche sin estrellas, un hombre completamente solo seguía a pie la carretera de Marchiennes a Montsou; un trayecto de diez kilómetros, a través de los campos de remolachas en que abundan aquellas regiones. Tan densa era la oscuridad, que no podía ver el suelo que pisaba, y no sentía, por lo tanto, la sensación del inmenso horizonte sino por los silbidos del viento de marzo, ráfagas inmensas que llegaban, como si cruzaran el mar, heladas de haber barrido leguas y leguas de tierra desprovistas de toda vegetación.

Nuestro hombre había salido de Marchiennes a eso de las dos de la tarde. Caminaba a paso ligero, dando diente con diente, mal abrigado por el raído algodón de su chaqueta y la pana vieja de sus pantalones. Un paquetito, envuelto en un pañuelo a cuadros, le molestaba mucho; y el infeliz lo apretaba contra las caderas, ya con un brazo, ya con otro, para meterse en los bolsillos las dos manos a la vez, manos grandes y bastas, de las que en aquel momento casi brotaba la sangre, a causa del frío. Una sola idea bullía en su cerebro vacío, de obrero sin trabajo y sin albergue; una sola: la esperanza de que haría menos frío cuando amaneciese. Hora y media hacía ya que caminaba, cuando allá a la izquierda, a dos kilómetros de Montsou, advirtió unas hogueras vivísimas que parecían suspendidas en el aire, y no pudo resistir a la dolorosa necesidad de calentarse un poco las manos.

Se internó en un camino accidentado. El caminante tenía a su derecha una empalizada, una especie de pared hecha con tablas, que servía de valla a una vía férrea; mientras a su izquierda se levantaba un matorral, por encima del cual se veía confusa la silueta de un pueblecillo de casitas bajas y tan regulares, que parecían estar hechas por el mismo molde. Anduvo otros doscientos pasos. Bruscamente, al salir del recodo de un camino, volvió a ver las luces y las hogueras ante sí, más cerca, pero sin que pudiera todavía comprender cómo brillaban en el aire, en medio de aquel cielo oscuro, semejantes a lunas veladas por el humo de un incendio. Pero acababa de llamarle la atención otro espectáculo a raíz del suelo. Era una gran masa, un montón de construcciones, en el centro de las cuales se erguía la chimenea de una fábrica; algunos destellos de luz salían de las ennegrecidas ventanas; cinco o seis faroles tristones y sucios se veían en el exterior, colocados en postes de madera; y de en medio de aquella aparición fantástica envuelta en humo y en la oscuridad, salía un fuerte ruido: la respiración gigantesca del escape de una máquina de vapor que no se veía.

Entonces el hombre comprendió que aquello era una mina. Pero le dio vergüenza acercarse. ¡Así como así, no iba a encontrar trabajo! En vez de dirigirse hacia el edificio, decidió acercarse hacia la plataforma, donde ardían tres hogueras de carbón de piedra, en canastillos de hierro, para alumbrar y calentar a los que trabajaban. Los obreros empleados en el corte debían de haber trabajado hasta muy tarde, porque aún estaban sacando tierra y piedra. Desde allí vio a los mineros empujando los trenes, y distinguió sombras vivientes volcando las carretillas y haciendo montones de hulla alrededor de las hogueras.

 

—Buenas noches —dijo, acercándose a una de ellas.

El carretero, que era un anciano vestido con un capote de lana morada, y abrigada la cabeza con una gorra de piel de conejo, estaba en pie, de espaldas a la lumbre, mientras el caballo, un penco tordo, esperaba, con la inmovilidad de una estatua, a que desocuparan las seis carretillas que arrastraba. El obrero empleado en esta faena, un mozo pelirrojo, no se daba prisa, tomando con calma la operación de ir aumentando el montón de hulla.

—Buenas noches —respondió el viejo.

Hubo un momento de silencio. El hombre, al advertir que le miraba con desconfianza, se apresuró a decir su nombre.

—Me llamo Esteban Lantier y soy maquinista. ¿No habría trabajo por aquí?

Las llamas de la hoguera le iluminaban, y gracias a ellas se veía que representaba veinte o veintiún años que era moreno, bien parecido y de aspecto fuerte, a pesar de sus facciones delicadas y sus miembros menudos.

—¿Trabajo para un maquinista? No, no... Ayer mismo se presentaron otros dos. No lo hay.

Una ráfaga de viento les cortó la palabra. Luego Esteban, señalando el montón sombrío de los edificios que había al pie de la plataforma, preguntó:

—Es una mina, ¿verdad?

El viejo no pudo contestar. Un violento acceso de tos se lo impidió. Al fin escupió, y su saliva dejó una mancha negra en el suelo, enrojecido por la brasa.

—Sí, una mina; la Voreux... ¡Ése es el barrio de los obreros!

Y señalaba, con el brazo extendido, el pueblecillo. Pero las seis carretillas-vagones estaban vacías, y el viejo hizo crujir la tralla que llevaba en la mano, andando con trabajo a causa de los dolores reumáticos que atormentaban sus piernas. El caballo echó a andar, arrastrando las carretillas por los rieles, en medio de un nuevo vendaval que le erizaba las crines.

La Voreux iba saliendo como de un sueño ante la vista de Esteban, que mientras se calentaba en la hoguera sus ensangrentadas manos, miraba y distinguía cada una de las partes de la mina, el taller de cerner, la entrada del pozo, la espaciosa estancia para la máquina de extracción y la torrecilla cuadrada de la válvula de seguridad y de las bombas de trabajo. Aquella mina, abierta en el fondo de un precipicio, con sus construcciones monótonas de ladrillos, elevando su chimenea de aspecto amenazador, le parecía un animal extraño, dispuesto a tragarse hombres y más hombres. Mientras la examinaba con la vista, pensaba en sí mismo, en su vida de vagabundo durante los ocho días que llevaba sin trabajo y buscando inútilmente dónde colocarse; recordaba lo ocurrido en su taller del ferrocarril, donde había abofeteado a su jefe, siendo despedido a causa de ello, de allí, y de todas partes después; el sábado había llegado a Marchiennes, donde decían que había trabajo; pero nada; se había visto obligado a pasar el domingo escondido en la caseta de una cantera, de donde acababa de expulsarle el vigilante nocturno a las dos de la madrugada. No tenía un céntimo, ni un pedazo de pan: ¿qué iba a hacer en semejante situación, sin saber en dónde buscar un albergue que le resguardara del frío?

El obrero que descargaba las carretillas ni siquiera había mirado a Esteban, y ya iba éste a recoger del suelo el paquetito que llevaba, para continuar su camino, cuando un golpe de tos seco, anunció el regreso del carretero.

Luego se le vio salir lentamente de la oscuridad, seguido del caballo tordo, que arrastraba otras seis carretillas cargadas de mineral.

—¿Hay fábricas en Montsou? —le preguntó el joven.

—¡Oh! Fábricas no faltan —respondió—. Tendría que haber visto esto hace cuatro o cinco años. Por todas partes se trabajaba, hacían falta obreros, jamás se había ganado tanto... Pero ahora... ahora se muere uno de hambre. Es una desolación; de todos lados despiden trabajadores, y los talleres y las fábricas van cerrándose unos tras otros... No digo yo que tenga la culpa el Emperador; pero, ¿a qué demonios se va a guerrear en América? Todo esto sin contar los animales y personas que se están muriendo del cólera.

Entonces los dos continuaron lamentándose con frases entrecortadas y acento de desesperación. Esteban relataba sus gestiones inútiles desde hacía una semana: ¿tendrían que morirse de hambre? Pronto los caminos se verían llenos de gente pidiendo limosna.

—Sí —decía el viejo—, y esto acabará mal; porque Dios no tiene el derecho de dejar morir así a sus hijos.

—No todos los días se come carne.

—¡Toma! ¡Si al menos se pudiera comer pan!

—¡Es verdad; si hubiera siempre pan!

—¡Mire! —dijo el carretero, volviéndose hacia el mediodía—; allí está Montsou...

Y con la mano extendida de nuevo, iba señalando en la oscuridad puntos invisibles a medida que los nombraba: allí, en Montsou, la fábrica de Fauvelle trabajaba todavía, aunque mal; la de Hoton acababa de disminuir el personal, y solamente las de Dutilleul y Bleuze, que hacen cables para minas, siguen trabajando. Luego, en un ademán elocuente, señaló al horizonte por la parte Norte: los talleres de construcción de Someville no han recibido ni la tercera parte de sus pedidos acostumbrados; en las fundiciones de Marchiennes se han apagado multitud de hornos, mientras en la fábrica de vidrio de Gagebois hay conatos de huelga, porque se habla de disminuir los jornales.

—Ya lo sé, ya lo sé —repetía el joven a cada indicación—; ya lo sé; vengo de allí.

—Aquí vamos bien hasta ahora —añadió el carretero—. Estas minas no han disminuido mucho la extracción; pero, allí enfrente, en La Victoria, ha aflojado mucho el trabajo.

Escupió y volvió a echar a andar detrás de un soñoliento caballo, después de haberlo uncido al tren de carretillas vacías.

En aquel momento Esteban dominaba toda la región. Las profundas tinieblas no habían desaparecido, pero la mano del anciano le había hecho ver a través de ellas multitud de miserias, que el joven, inconscientemente, sentía en aquel instante a su alrededor, rodeándole en la extensión sin límites, por todas partes. ¿No eran gritos de hambre los que llevaban consigo aquellas ráfagas de viento frío de marzo, a través de aquellos áridos campos? Y el vendaval continuaba arreciando, y parecía llevar consigo la muerte del trabajo, una epidemia que había de causar muchas víctimas. Esteban se esforzaba por sondear las tinieblas, atormentado por el deseo, y a la vez por el temor de ver. Todo continuaba, sin embargo, oculto en el fondo de las sombras de aquella noche oscura, y no conseguía distinguir sino allá, a lo lejos, los resplandores de las hogueras de otras minas. Era de una tristeza de incendio, y no se veían más astros en el amenazador horizonte que estos fuegos nocturnos de las regiones de la hulla y del hierro.

—¿Es usted belga, quizás?, —preguntó a espaldas de Esteban el carretero, que acababa de hacer otro viaje.

Esta vez no llevaba más que tres carretillas, que había tiempo sobrado de descargar, porque acababa de ocurrir en la mina un accidente, la rotura de un cable del ascensor, que interrumpía el trabajo de extracción durante media hora. Al pie de la plataforma reinaba entonces el más profundo silencio, pues los obreros habían interrumpido su tarea, y sólo se oía allá abajo el golpear de los martillos sobre el hierro para reparar la avería.

—No; soy del Midi —respondió el joven.

El que descargaba las carretillas, después de vaciar aquellas tres, se sentó en el suelo a descansar, contento de que hubiese ocurrido el accidente, pero no por ello más locuaz que antes. Silencioso y arisco, fijaba en el carretero sus ojos opacos, como extrañado de tanta conversación. Y es que, en efecto, el viejo no hablaba tanto de ordinario. Evidentemente la fisonomía del desconocido le había sido simpática, o se hallaba en uno de esos raros momentos de expansión, que a veces hacen hablar a los viejos en voz alta, aunque estén solos.

—Pues yo soy de Montsou, y me llamo Buenamuerte.

—¿Será un apodo? —preguntó Esteban admirado.

El viejo hizo un movimiento de satisfacción, y señalando la mina, contestó:

—Sí, sí por cierto... Me han sacado de allí dentro, tres veces medio muerto; una vez, con la piel de la espalda destrozada; otra, de entre los escombros de un hundimiento, y la tercera medio ahogado... Al ver que no reventaba nunca, me llamaron en broma Buenamuerte.

Y redobló su jovialidad, un chirrido de polea mal engrasada, que acabó degenerando en un violentísimo acceso de tos. El reflejo del brasero de carbón alumbraba en aquel instante su cabeza enorme, cubierta por escaso cabello completamente blanco, y su cara achatada, pálida, casi lívida y salpicada de algunas manchas moradas. Era de baja estatura, tenía un cuello enorme como el de un toro, las pantorrillas salientes, y los brazos tan largos, que sus manazas caían hasta más abajo de las rodillas. Además, pareciéndose en esto a su caballo, guardaba tal inmovilidad, a pesar del viento, que cualquiera hubiera creído que era de piedra al ver que no le hacía mella ni el frío intenso, ni las terribles rachas del vendaval.

Esteban le miraba.

—¿Hace mucho tiempo —le preguntó— que trabaja usted en las minas?

Buenamuerte abrió los brazos, exclamando:

—¿Mucho tiempo?... ¡Ya lo creo!... Mire, no había cumplido ocho años, cuando bajé por primera vez precisamente a ésa, a la Voreux; y tengo ahora cincuenta y ocho. Conque, eche un cálculo... Ahí dentro he hecho de todo: fui aprendiz, después arrastrador, cuando tuve fuerzas para ello; luego, cortador de arcilla durante dieciocho años; más tarde, a causa de estas pícaras piernas, que se empeñaron en no funcionar como es debido, me pusieron en la brigada de barrenos; después fui barrendero; me dedicaron también a las composturas del material, hasta que se vieron precisados a sacarme de abajo, porque el médico decía que me quedaría allí. Entonces, hace cinco años de esto, me dedicaron a carretero... Conque, ¿qué tal? ¡No es poco cincuenta años de mina, y de ellos cuarenta abajo, en el fondo!

Y mientras hablaba, algunos pedazos de hulla inflamada que caían del brasero iluminaban de vez en cuando su pálido semblante con un reflejo sangriento.

—Me dicen que descanse —continuó—. Pero yo no les hago caso; no soy tan idiota como ellos se figuran. Sea como sea, he de aguantar los dos años que me faltan para llegar a sesenta, a fin de atrapar la pensión de ciento ochenta francos. Si me despidiese hoy, se apresurarían a concederme la de ciento cincuenta. ¡Si serán bribones!... Además, estoy todavía fuerte, excepción hecha de las piernas, y eso a causa de tanta agua como me entró en el pellejo cuando trabajaba en las galerías. Hay días que no puedo mover una pata sin dar gritos.

Otro golpe de tos le interrumpió de nuevo.

—¿Tose por eso también? —dijo Esteban.

Pero el viejo dijo que no con la cabeza, violentamente, y luego, cuando pudo hablar, añadió:

—No, no; es que me resfrié el mes pasado. Nunca había tosido, y ahora no sé cómo librarme de esta maldita tos... Lo más raro es que escupo, y escupo sin parar...

Volvió, en efecto, a escupir una sustancia negruzca.

—¿Escupe sangre? —dijo Esteban, atreviéndose al cabo a preguntarle.

Buenamuerte se enjugó los labios con el revés de su mano velluda.

—El carbón. Tengo en el cuerpo más del que necesitaría para calentarme hasta que me muera. Y eso que hace cinco años que no bajo a las galerías. Parece como si lo hubiera tenido almacenado, sin sospecharlo siquiera. ¡Bah! ¡Esto conserva!

Hubo un momento de silencio. Los martillazos continuaban allá en el fondo de la mina, y el viento pasaba con su quejumbre, como un grito de hambre y de cansancio que brotara de las profundidades de la noche. Calentándose a la lumbre, el viejo seguía rumiando sus recuerdos. ¡No era un día ni dos los que llevaba arrancando mineral! Su familia trabajaba para la Compañía Minera de Montsou desde la fundación de ésta, y databa de antiguo, ¡de ciento seis años! Su abuelo, Guillermo Maheu, que entonces era un mozo de quince años, había sacado carbón de Réquillard, la primera mina de la Compañía, un pozo antiguo que ya estaba abandonado, cerca de la fábrica de Fauvelle, habiendo descubierto un filón nuevo, que por cierto se llamó el Filón Guillermo, del nombre de su abuelo. Él no lo había conocido. Era, según decían, un buen mozo, fuerte y robusto, que se murió de viejo a los sesenta años. Luego su padre, Nicolás Maheu, a quien llamaban El Rojo, sucumbió a los cuarenta años escasos, en el fondo de la Voreux, que estaban abriendo entonces; murió enterrado a causa de un desprendimiento; la arcilla de carbón se sorbió su sangre, y las rocas trituraron sus huesos. Más tarde, dos tíos suyos, y después tres hermanos, se habían dejado allí el pellejo también, y él, Vicente Maheu, que había sabido escapar menos mal, aunque con las piernas destrozadas, pasaba por muy hábil. ¡Y qué había de hacer, si era necesario trabajar! Eso venían haciendo de padres a hijos, como hubieran podido dedicarse a cualquier otra cosa. Su hijo, Manuel Maheu, se reventaba ya trabajando allí, lo mismo que sus nietos y que toda su familia, que vivían enfrente, en uno de los barrios para obreros hechos por la Compañía. Ciento seis años de cavar de padre a hijos para el mismo dueño: ¡eh!, ¿qué tal? Muchos burgueses no podrían contar tan bien su propia historia.

 

—¡En fin, si se saca para comer!... —murmuró de nuevo Esteban.

—Eso es lo que yo digo; mientras se come, se puede vivir.

Nuevamente guardó silencio, dirigiendo la vista al barrio de los obreros de que había hablado, y en el cual empezaban a verse algunas luces. Dieron las cuatro en el reloj de la torre de Montsou; el frío era cada vez más intenso.

—¿Y es muy rica la Compañía? —replicó Esteban.

El viejo levantó los hombros, y luego los dejó caer lentamente, como anonadado bajo el peso del dinero.

—¡Que si es...! Quizás no lo sea tanto como su vecina la Compañía de Anzin. Pero, así y todo, tiene millones y millones. Ni siquiera sabe cuántos. Posee diecinueve minas, de las cuales trece están dedicadas a la explotación: la Voreux, la Victoria, Crevecoeur, Mirou, Santo Tomás, la Magdalena, Feutry-Cantel y otras cuantas más... Diez mil obreros, concesiones que se extienden por sesenta y siete distritos diferentes, cinco mil toneladas de hierro diarias, un ferrocarril, que pone en comunicación unas minas con otras, y talleres, y fábricas... ¡Oh! ¡Ya lo creo que tiene dinero!

El rodar de unas carretillas por los rieles hizo enderezar las orejas al caballo tordo. Sin duda habrían compuesto el ascensor ya, porque los obreros trabajaban de nuevo.

El carretero empezó a enganchar el caballo para seguir sus viajes a la boca de la mina, mientras le decía por lo bajo y lentamente:

—No hay que acostumbrarse a gandulear, como ahora, bribón... ¡Si el señor Hennebeau supiera!...

Esteban, pensativo, contemplaba la oscuridad. De pronto preguntó:

—¿De modo que la mina es del señor Hennebeau?

—No —replicó el viejo—. El señor Hennebeau no es más que el director general. Le pagan como a nosotros.

El joven indicó con un gesto la inmensidad de las tinieblas, mientras preguntaba:

—¿Pues de quién es todo eso?

Pero Buenamuerte era víctima de un nuevo golpe de tos, y apenas si podía ni respirar. Al fin, cuando pudo escupir, y se hubo limpiado la espuma negruzca de los labios, contestó gritando para poder ser oído a pesar del estruendo del viento, que cada vez era más fuerte:

—¡Eh! ¿Que de quién es todo eso?... ¡Vaya usted a saber!... De los accionistas...

Y con la mano señalaba en la oscuridad un punto vago, un sitio ignorado y lejano en que habitaban aquéllos para quienes estaban trabajando Maheu y los suyos desde hacía más de un siglo. Su voz había tomado un acento de temor religioso, como si hubiera hablado de un tabernáculo inaccesible, donde se adorara el ídolo al que todos aquellos hombres sacrificaban su vida, sin haberlo visto jamás.

—Pero, en fin, si se tiene el pan que se necesita... —repitió Esteban por tercera vez, y sin transición aparente.

—¡Esa es la cuestión! ¡Si se tuviera siempre el pan! Lo malo es que muchas veces no se tiene...

El caballo había echado a andar, y el carretero desapareció tras de él arrastrando los pies como un inválido. Junto al montón donde se vaciaban las carretillas, el obrero ocupado en aquella faena se acurrucó otra vez con la barba entre las rodillas, y fijando en el vacío sus ojos sin expresión, como si no hubiera advertido siquiera la presencia de un extraño.

Esteban recogió su paquete, que había dejado en el suelo; pero no se marchó aún. Las ráfagas de viento le helaban la espalda, mientras el calor de la hoguera le achicharraba el pecho. Quizás, de todos modos, haría bien en dirigirse a la mina: tal vez el viejo no sabía lo que pasaba: además, se resignaría y aceptaría cualquier faena. ¿Adónde iría, qué iba a hacer en aquella tierra donde no había más que hambre y miseria? ¿Había de dejarse morir como un perro callejero? Sin embargo, le turbaba cierta vacilación, cierto temor que sentía al pensar en la Voreux, casi oculta en las tinieblas, en medio de aquel inmenso llano. El viento era cada vez más fuerte. En el azul del cielo no se veía brillar ninguna luz; solamente los hornos se distinguían en medio de la oscuridad, pero sin iluminar el llano. Y la Voreux, entre tanto, sumido en aquel precipicio, respiraba cada vez con más fuerza, jadeando fatigosamente, como si le costara trabajo la digestión de aquella carne humana que engullía todos los días.

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