Novelistas Imprescindibles - Émile Zola

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From the series: Novelistas Imprescindibles #45
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Y allí vivía, sin embargo, un guarda, el viejo Mouque, al cual daba la Compañía dos barracas, que no se habían hundido de milagro, pero cuya carcomida armazón de madera amenazaba ruina. Había arreglado un poco el techo, y se encontraba allí a las mil maravillas, ocupando él con su hijo una de las habitaciones, y su hija la Mouquette, la otra. Como las ventanas no tenían ni un solo cristal, se habían decidido a cerrarlas, clavándoles unas tablas por dentro; así, aunque no se veía mucho, se estaba más caliente. Por lo demás, aquel guarda, que no tenía nada que guardar, se iba a cuidar sus caballos a la Voreux y no se ocupaba nunca de las ruinas de Réquillart, donde sólo se conservaban las bocas de los pozos para que sirvieran de chimenea a una máquina de ventilación que renovaba el aire de la mina contigua.

Así pasaba el viejo Mouque los últimos años de su vida, en medio de escenas de amor. La Mouquette había recorrido con los hombres todos aquellos rincones misteriosos, desde la edad de diez años, no como una chiquilla asustada y aún sin desarrollar como Lidia, sino como una mujer hecha y derecha, hasta para los hombres maduros. El padre no había dicho nada, porque su hija era muy respetuosa, y nunca se permitió introducir un amante en su casa. Por otra parte, estaba tan acostumbrado a aquellos espectáculos, que nada le asustaba.

Cuando iba o volvía al trabajo, cada vez que salía de su casa, tropezaba con parejas amorosas que se solazaban desvergonzadamente sobre la hierba; y peor si salía a buscar leña para encender la lumbre; entonces, veía levantarse delante de sí uno a uno todos los galanes de Montsou, mientras que con el mayor cuidado iba mirando donde pisaba, para no caer de bruces sobre el cuerpo de alguna muchacha. Poco a poco, todos se habían ido acostumbrando a los encuentros con el viejo, y nadie se molestaba ya, ni él, que miraba donde ponía los pies, ni las parejas, que no se tomaban el trabajo de interrumpirse, seguras de que, como buen viejo, que se sometía ante las cosas de la naturaleza, no les había de decir palabra. Pero así como ellas le conocían, aun de noche, él había acabado por conocerlas también. ¡Ah! ¡Qué juventud! ¡Con qué despreocupación se entregaba a satisfacer sus placeres! A veces meneaba la cabeza, como recordando y echando de menos mejores tiempos. Una sola cosa le causaba mal humor; dos enamorados habían tomado la costumbre de apoyarse en el tabique de su cuarto, que crujía a cada momento, y aunque la cosa no le quitaba el sueño, rabiaba, porque a la larga iban a echarlo abajo.

Todas las tardes el viejo Mouque recibía la visita de su amigo el tío Buenamuerte, que siempre, antes de comer, daba el mismo paseo. Los dos viejos hablaban apenas, cruzando cuando más, una docena de palabras durante la media hora que estaban reunidos. Pero les divertía verse juntos, pensando, el uno al lado del otro, en cosas antiguas, que recordaban con placer al mismo tiempo, sin necesidad de decírselas mutuamente. En Réquillart se sentaban en un madero, hablaban un par de palabras, y se iban al país de los sueños y de los recuerdos, con la cabeza agachada y mirando al suelo. Alrededor de ellos, los mozos del pueblo se divertían con sus novias; se oían de vez en cuando risas misteriosas y rumor de besos, y un olor a mujer subía de la verde hierba que las parejas hollaban con sus cuerpos. Hacía ya cuarenta y tres años lo menos que el tío Buenamuerte había escogido por esposa a una comedora, tan endeble y tan bajita, que tenía necesidad de subirla a una carretilla para poder besarla a su gusto. ¡Ah! ¡Cuánto tiempo había transcurrido! ¡Cuántas cosas habían pasado desde entonces! Y los dos viejos se separaban luego, meneando tristemente la cabeza, y a menudo sin despedirse siquiera.

Aquella noche, sin embargo, en el momento en que llegaba Esteban, el tío Buenamuerte, que se levantaba del madero que le servía de banco, para volverse a su casa, dijo a Mouque:

—Buenas noches.

Mouque permaneció un momento silencioso, y luego, encogiéndose de hombros repetidas veces, contestó entrando en su barraca:

—Buenas noches.

Esteban fue a sentarse en el mismo madero que acababan de abandonar los dos ancianos. Su tristeza aumentaba, sin que él supiera por qué. El viejo, a quien veía desaparecer lentamente, le recordaba su llegada a la mina la noche antes, y las palabras que el frío sin duda le arrancara entonces, Pues estaba visto que era de lo más callado que podía darse. ¡Qué miseria! ¡Y todas aquellas muchachas, rendidas de cansancio, que aún tenían humor para irse por la noche a encargar chiquillos, futura carne de trabajo y de sufrimiento! Aquello seguiría así siempre, mientras ellas continuasen echando al mundo seres predestinados a la desgracia. ¡Cuánto mejor hubieran hecho defendiéndose de sus novios como de la proximidad de un gran peligro! Tal vez aquellas ideas tristes acudieron a su mente, por efecto de verse solo a la hora en que cada cual buscaba a su novia para disfrutar misteriosos placeres.

La influencia del tiempo debía contribuir también; la pesadez de la atmósfera le ahogaba; gruesas gotas de lluvia, escasas todavía, mojaban de cuando en cuando sus manos febriles.

Sí; a todas, a todas las muchachas de allí les sucedía lo mismo. Las necesidades de la naturaleza eran más fuertes que la razón.

Por el lado de Esteban, que permanecía sentado e inmóvil, pasó, casi rozándole, una pareja que llegaba de Montsou, y que se internó en el descampado de Réquillart. Ella, que seguramente era una chiquilla, se resistía, defendiéndose con ruegos en voz baja, casi con murmullos de súplica; mientras él, silencioso, la empujaba, sin hacerle caso, hacia la oscuridad de un rincón del cobertizo que había quedado en pie en medio de aquellas ruinas.

Eran Catalina y Chaval. Pero Esteban, que no los había conocido al pasar, los seguía con la vista sin moverse, observando el final de aquella historia, poseído de pronto de una brutal sensualidad, que trocaba el curso de sus reflexiones. ¿Para qué intervenir? Cuando las mujeres dicen que no, es que quieren hacerse rogar.

Al salir de su casa, Catalina se había dirigido a Montsou. Desde los diez años, desde que se ganaba la vida en la mina, iba sola por todas partes, disfrutando de esa libertad completa habitual entre las familias de los mineros; y si a los dieciséis años aun no había tenido nada que ver con ningún hombre, se debía sin duda al tardío despertar de su pubertad, cuya crisis estaba esperando todavía. Cuando llegó a las canteras de la Compañía, atravesó la calle y entró en casa de una lavandera, donde estaba segura de encontrar a la Mouquette; porque ésta se pasaba allí las horas muertas con una porción de mujeres que, desde por la mañana hasta por la noche, se entretenían en pagarse, una detrás de otra, rondas de café. Pero tuvo un disgusto, porque la Mouquette, que acababa de convidar en aquel momento, se había quedado sin dinero, y no pudo prestarle los diez sueldos prometidos. Para consolarla, le ofrecieron, aunque en vano, un vasito de café caliente. No aceptó, ni quiso que su compañera pidiera prestados a otra los diez sueldos. Acababa de asaltarle el impulso de ahorrar, una especie de supersticioso temor: la seguridad de que si compraba entonces la deseada cinta, le ocurrirán grandes males.

Se apresuró a tomar de nuevo la dirección de su casa, y ya se hallaba a la salida del pueblo, cuando un hombre que estaba parado a la puerta del café de Piquette, la llamó:

—¡Eh! ¡Catalina! ¿A dónde vas tan de prisa?

Era Chaval, el buen mozo. La muchacha se sintió contrariada, no porque le disgustase, sino porque no estaba para bromas.

—Entra a tomar algo... ¡Una copita de licor! ¿Quieres?

Ella se negó, dando las gracias con amabilidad, porque se hacía de noche y la estaban esperando en su casa. El que se le había acercado, le suplicaba cariñosamente en voz baja, en medio de la calle. Hacía mucho tiempo que acariciaba la idea de hacerla subir al cuarto que ocupaba en el piso alto del café de Piquette, una habitación muy bonita, con cama de matrimonio. ¿Se asustaba de él cuando con tanta insistencia se negaba siempre a complacerle? Ella, sin enfadarse, se reía, diciéndole que subiría la semana en que no pudieran concebirse hijos. Luego, sin saber cómo, en el calor de la conversación, empezó a hablar de la cinta azul que no había podido comprar.

—¡Yo te compraré una! —exclamó Chaval.

Catalina se puso colorada, comprendiendo que no debía aceptar, pero atormentada por el deseo de no quedarse sin la cinta. Volvió a tener la idea de pedir un préstamo y acabó por aceptar el ofrecimiento de Chaval, con la condición de que le devolvería lo que le costase la cinta. Empezaron a bromear de nuevo, y quedó convenido que, si no dormían juntos una noche, le devolvería el dinero. Pero surgió otra dificultad, cuando Chaval quiso que fueran a comprar la cinta a casa de Maigrat.

—No, allí no; mi madre me lo ha prohibido.

—¿Y qué, acaso tienes la obligación de decir dónde has estado?...

En aquella tienda vendían las cintas más bonitas de Montsou.

Cuando Maigrat vio entrar en su casa a Chaval y a Catalina como dos novios que fueran a hacer sus compras de boda, se puso muy colorado y enseñó las piezas de cinta azul con la rabia de un hombre que se siente burlado. Luego, cuando los dos jóvenes acabaron de comprar y se marcharon, salió a la puerta para verles irse y desaparecer en la oscuridad de la calle; y como en aquel momento se presentara su mujer a preguntarle una cosa, la emprendió con ella, la injurió y juró que se vengaría de todos los canallas que eran ingratos con él cuando debían besar la tierra que él pisaba.

Chaval fue a acompañar a Catalina. Iba a su lado con los brazos caídos, pero la empujaba con la rodilla y la llevaba adonde quería, como quien no hace nada. De pronto advirtió ella que se habían salido de la carretera y que estaban en el estrecho sendero que conducía a Réquillart. Pero la joven no tuvo tiempo para enfadarse, porque él la había cogido por la cintura y la aturdía, acariciándola con dulces palabras que no cesaban. ¡Qué tontería tener miedo! ¿Había él de desear mal a una chiquilla tan mona, a quien quería con toda su alma, a la que se comería a besos? Y le soplaba suavemente detrás de la oreja y en el cuello, haciendo correr un estremecimiento extraño por toda la piel de su cuerpo. Ella, sofocada por una sensación singular, no encontraba palabras con que responder. En efecto, parecía que Chaval la amaba. Precisamente el sábado anterior, al apagar la luz para meterse en la cama, se había preguntado a sí misma qué sucedería si la cogía a solas por un camino; luego, al dormirse, había soñado que, invadida por el deseo del placer, no se atrevía a decirle que no. ¿Por qué aquella noche sentía cierta repugnancia inexplicable? Mientras le hacía cosquillas en la nuca con los bigotes, con tanta suavidad que ella cerraba los ojos de gusto, la sombra de otro hombre, el recuerdo del que había conocido aquella mañana, la atormentaba, y le parecía que lo estaba viendo delante de sí, a pesar de hallarse con los ojos cerrados.

 

De pronto Catalina miró a su alrededor; Chaval acababa de hacerla entrar en el descampado de Réquillart, y quiso retroceder ante la oscuridad del cobertizo abandonado, hacia donde la empujaba.

—¡Oh! No, no, no... ¡Por Dios, déjame!

El miedo al hombre la atenazaba; ese miedo que contrae los músculos en un movimiento de instintiva defensa, hasta cuando las mujeres lo desean y sienten la avasalladora proximidad del varón. Su virginidad, que nada, sin embargo, tenía que aprender, se asustaba como ante la amenaza de un golpe, de una herida, cuyo dolor, desconocido todavía, la llenaba de espanto.

—¡No, no; no quiero! Te digo que soy demasiado joven... De veras, otro día. Esperaremos al menos a que sea mujer.

Él gruñó sordamente:

—Pues entonces, tonta, ¿qué te importa?... Nada hay que temer.

Y ya no volvió a hablar. La había sujetado fuertemente, y la tiraba al suelo en un rincón del cobertizo. Ella no procuró tampoco defenderse, sometiéndose antes de tiempo a la voluntad masculina, con esa pasividad hereditaria que a todas las muchachas de su raza las había hecho caer en brazos de los hombres, de aquel modo y en medio del campo. Sus quejidos sofocados se apagaron y no se oyó más que la ardiente respiración de Chaval.

Esteban, sin embargo, lo había oído todo desde su asiento. ¡Otra que se entregaba como las demás! Y después de haber visto la comedia, se levantó, poseído de un malestar, de una especie de celosa excitación, en la que dominaba el sentimiento de rabia. No le importó hacer ruido, y se alejó de allí, saltando por encima de las maderas; los otros dos estaban demasiado ocupados para que aquello les estorbase. Pero se quedó sorprendido cuando, ya en el camino y a un centenar de pasos de distancia, volvió la cabeza y vio que estaban ya en pie, y que habían tomado el mismo camino que él para volver al pueblo. El hombre llevaba a la muchacha cogida por la cintura, con ademán agradecido, y seguía hablándole cariñosamente al oído; ella, en cambio, parecía tener mucha prisa, y aceleraba el paso, ansiando llegar a su casa y lamentando lo tarde que era.

Entonces Esteban se vio acometido de un deseo vehemente: el de verles las caras. ¡Qué imbecilidad! Apresuró el paso para no ceder a él; pero sus pies se detenían de continuo, y acabó por esconderse junto al primer farol que halló en el camino, a fin de verlos cuando pasasen. Se quedó estupefacto al reconocer a Catalina y a Chaval. En un principio no quiso creer lo que estaba viendo. ¿Sería en verdad la misma aquella muchacha vestida de azul, peinada como las mujeres? ¿Sería la misma que el chiquillo vestido con pantalón de tela que había trabajado con él aquella mañana en la mina? A causa de eso sin duda, sus cuerpos se habían hallado en contacto impunemente. Pero ya no podía dudar; acababa de tropezar con sus ojos; y el color verde claro de sus pupilas y su mirar profundo no podían ser confundidos con los de nadie. ¡Maldito traje de hombre! No se lo perdonaría nunca. Y como si tuviera razón para ello, la despreciaba y juraba vengarse. Verdad es que vestida de mujer estaba muy mal; las faldas le sentaban fatal.

Catalina y Chaval continuaron lentamente su camino. Como no sabían que se les espiaba, él la estrechaba la cintura para darle besos en el cuello, y ella, sin advertirlo, acortaba de nuevo el paso bajo la influencia de aquellas caricias que la hacían reír. Como se había quedado atrás, Esteban se veía obligado a seguirlos, irritado porque se atravesaban en su camino, y furioso de tener que presenciar aquella escena que le exasperaba. Era, pues, verdad lo que le había dicho en la mina: que no era todavía querida de aquel hombre; y él, ¡estúpido!, que se había privado de hacerle el amor, temiendo le acusara de imitar al otro: y él, ¡majadero!, que se la había dejado arrebatar, llevando su necedad hasta el extremo de divertirse en presenciar su derrota.

Aquel paseo duró media hora. Cuando la pareja llegaba cerca de la Voreux, detuvo de nuevo el paso, y se paró dos veces a la orilla del canal y tres en la plataforma, muy alegre y gozosa, y entreteniéndose para prodigarse todo género de caricias. Esteban, que no quería ser visto, tenía que detenerse también, haciendo las mismas paradas. Se esforzaba en pensar que aquello le serviría de lección para no andarse con miramientos cuando tratase con las chicas de la mina. Luego, cuando pasada la Voreux, tuvo el camino expedito y pudo irse libremente a comer a casa de Rasseneur, continuó, sin embargo, siguiéndolos, los acompañó hasta el barrio de los obreros, y allí, en la sombra, esperó un cuarto de hora a que Chaval dejara que al fin Catalina entrara en su casa, después de darle dos besos que sonaron mucho. Cuando estuvo bien seguro de que ya no se hallaban juntos, echó a andar nuevamente por la carretera de Marchiennes, a paso acelerado, sin pensar en nada, y demasiado fatigado y triste para encerrarse en su casa.

Una hora después, a eso de las nueve, Esteban volvió a pasar por el pueblo diciéndose que sin remedio era necesario comer y acostarse, si había de estar en pie a las tres de la mañana. En el barrio de los obreros, envuelto ya en la oscuridad de la noche, todos dormían. Ni una sola luz se dejaba ver a través de las persianas cerradas. Un gato solamente corría a su antojo por los desiertos jardinillos. Era el final de la jornada, el anonadamiento de aquellos trabajadores, que desde la mesa caían en la carne rendidos de cansancio y hartos de comer.

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VI

En casa de Rasseneur, en la salita que ya conocen nuestros lectores, tres mineros de los que trabajaban de día estaban bebiendo cerveza. Pero antes de entrar para acostarse, Esteban se detuvo, contemplando por última vez aquellas tinieblas. Veía la misma oscura inmensidad que cuando en medio de la tormenta había llegado a aquellos lugares en la madrugada anterior; delante de él se adivinaba, más que se veía, la masa informe de los edificios de la Voreux, mal alumbrados por alguno que otro farol. Los tres braseros de la plataforma lucían en el aire, y de vez en cuando, a merced de las llamaradas escapadas de ellos, se destacaban las siluetas del tío Buenamuerte y de su caballo tordo, agrandadas de un modo prodigioso. Y más allá, en la llanura inmensa, todo había quedado sumergido en la oscuridad: Montsou, Marchiennes, el bosque de Vandame, el amplio mar de remolachas y de trigo, y de vez en cuando, luciendo como fardos, los azulados braseros de las minas, o las vagas llamaradas que se escapaban de las altas chimeneas. Poco a poco la noche se iba metiendo en agua; la lluvia caía ya lenta, copiosa, continua, mientras en todos aquellos alrededores se oía un solo ruido: la respiración de la máquina de la Voreux, que ni de día ni de noche se dejaba de escuchar.

****


III PARTE
I

El día siguiente, y en los sucesivos, Esteban reanudó su trabajo en la mina. Iba acostumbrándose, y su existencia se amoldaba a aquellas tareas y aquellos hábitos, que tan rudos e insufribles le parecieron en un principio; una sola aventura alteró la monotonía de la primera quincena: una ligera fiebre, que le tuvo cuarenta y ocho horas en la cama, con los miembros destrozados, la cabeza dolorida y ardiéndole, y creyendo en su delirio que empujaba obstinadamente una carretilla de carbón por una galería angosta e interminable, y tan baja de techo, que su cuerpo casi no podía pasar. Era simplemente la calentura de aclimatación un exceso de cansancio, del que pronto se repuso.

Y los días sucedían a los días, y semanas y meses iban transcurriendo. Lo mismo que sus compañeros, se levantaba a las tres, tomaba el café y se llevaba la merienda preparada por la mujer de Rasseneur. Todos los días, al llegar por la mañana a la mina, encontraba a Buenamuerte que iba a acostarse, y cuando salía por la tarde se cruzaba en el camino con Bouteloup, que iba a trabajar. Usaba el chaquetón de cuero, el pantalón y la blusa de tela, y tiritaba y se calentaba en la estufa de la barraca como todos los demás. Después tenía que esperar a la boca del pozo a que le llegase el turno de bajada, descalzo y expuesto a furiosas corrientes de aire que venían de todas partes. Pero la máquina, cuyos miembros de acero adornados de cobre brillaban en lo alto, no le preocupaba ya; ni los cables que corrían veloces, ni las jaulas hundiéndose y subiendo en silencio con la mayor regularidad, en medio del estrépito de las señales, de las voces de mando y del rodar estruendoso de las carretillas, llamaban su atención. Su linterna alumbraba mal; el maldito del farolero no la había limpiado bien; y no le escandalizaban ya los azotes en las nalgas que el hijo de Mouque propinaba a todas las muchachas que bajaban con ellos en el mismo viaje. La jaula se hundía, cayendo como una piedra tirada a un pozo, sin que siquiera volviese la cabeza para ver cómo desaparecía la claridad. Jamás pensaba en la posibilidad de una caída, y se encontraba como en su casa cuanto más iba entrando en la oscuridad profunda del fondo de la mina. Abajo, cuando Pierron les abría la jaula del ascensor, con su aspecto hipócrita, era siempre el mismo sordo rumor de pasos apagados, de gran rebaño en marcha, que producían los obreros, alejándose cada cual por su galería, para llegar a la cantera donde trabajaba. Y conocía las galerías de la mina mejor que las calles de Montsou, y sabía cuándo era necesario bajarse, tomar a la derecha o a la izquierda, o echarse a un lado para evitar un charco. Tal costumbre tenía de andar aquellos dos kilómetros, que habría podido fácilmente recorrerles sin linterna y con las manos metidas en los bolsillos. Y siempre se producían los mismos encuentros: un capataz alumbrando al pasar los carros de los obreros, y el tío Mouque conduciendo su caballo, Braulio guiando a Batallador, que no lo necesitaba, Juan corriendo detrás de un tren de carretillas, cerrando las compuertas de ventilación, y la gorda Mouquette y la flacucha Lidia empujando sus correspondientes carretillas.

A la larga, Esteban, se iba acostumbrando a la humedad y al calor de la cantera, que le hacían sufrir mucho menos que en los primeros días. La chimenea le parecía muy cómoda, como si la hubieran ensanchado y no fuese la misma por donde tanto trabajo le costaba pasar antes. Respiraba sin dificultad, a pesar del polvillo de carbón, veía en la oscuridad, sudaba sin desesperarse, y se habituaba a la sensación de tener la ropa mojada desde por la mañana hasta por la noche. Además, ya no gastaba torpemente sus fuerzas, porque había adquirido la habilidad de un buen trabajador, con tal rapidez, que era el asombro de sus compañeros. Al cabo de tres semanas se le citaba entre los buenos obreros de la mina; no había ninguno quizás que llevara ni más deprisa ni mejor su carretilla hasta el plano inclinado, ni que la colocara en los rieles con más habilidad. Su pequeña estatura le permitía pasar por todas partes y sus brazos, aunque eran finos y blancos como los de una mujer, parecían de acero por su fuerza Y su resistencia en el trabajo. Jamás se quejaba, sin duda por orgullo; ni siquiera cuando se veía rendido de fatiga. Lo único que le echaban en cara era que no le gustaban las bromas, y que se enfadaba con facilidad. Pero se transigía con él, considerándolo como un verdadero minero, que, como los demás, por la fuerza de la costumbre, se sometía a hacer las veces de una máquina.

 

En medio de la general estimación, Maheu, muy especialmente, iba tomando cariño a Esteban, porque sentía siempre cierto respeto por el que trabajaba a conciencia. Además, lo mismo que sus otros compañeros, comprendía que aquel muchacho tenía una instrucción muy superior a la suya; le veía leer, escribir, dibujar planos, y le oía hablar de cosas de las cuales ignoraba él hasta la existencia. Todo aquello no le asombraba, Porque los mineros son gente ruda, que tienen menos cabeza que los maquinistas; pero le sorprendía el valor de aquel mozo y los ánimos con que se había hecho minero para no morirse de hambre. Era el primer obrero de otro oficio que se había aclimatado tan pronto. Así es, que cuando el trabajo corría prisa, por no distraer a un cortador de arcilla, encomendaba a Esteban el revestimiento de madera, seguro de que lo había de hacer con solidez y prontitud. Los jefes seguían fastidiándole siempre con aquella pícara cuestión del revestimiento, y temía a cada momento ver aparecer al ingeniero Négrel acompañado de Dansaert, chillando, discutiendo y regañando para mandar deshacer el trabajo y hacerlo de nuevo; creía haber observado que lo que hacía Esteban satisfacía a aquellos señores, quienes, sin embargo, no dejaban de decir que estaban hartos, y que la Compañía se vería obligada a tomar severas medidas. El estado de las cosas iba siendo alarmante: en la mina crecía sordamente el descontento, y Maheu mismo, que era hombre tranquilo y prudente, acababa por cerrar los puños con rabia.

Al principio había habido cierta rivalidad entre Zacarías y Esteban; una tarde se habían amenazado con darse de bofetadas, pero el primero había tenido que reconocer la superioridad del joven, lo cual, dado su carácter, no era muy extraño, porque tenía un carácter dúctil, y era un pobre muchacho que no pensaba más que en divertirse, y que hacía las paces con cualquiera por un jarro de cerveza. También Levaque ponía buena cara al forastero, y hablaba de política con él, exponiéndole sus ideas radicales. Y, entre todos los compañeros, solamente notaba cierta sorda hostilidad por parte de Chaval, y no ciertamente porque dejaran de tratarse como buenos camaradas; sin embargo, cuando estaban juntos, las lenguas decían lindezas, pero los ojos se insultaban. Catalina continuaba con su aire de muchacha cansada y resignada, trabajando animosamente, amiga de su compañero, pero fiel a su amante, cuyas caricias soportaba abiertamente. Era una situación aceptada; unas relaciones a las cuales hacía la vista gorda toda la familia, hasta el punto de que Chaval acompañaba todas las noches a Catalina hasta la puerta de su casa, después de llevársela al cobertizo de Réquillart y pasar allí un rato acariciándola. Al despedirse, se daban un beso delante de todos los vecinos del barrio.

Esteban, que creía haberse resignado a la situación, bromeaba a menudo con ella a propósito de sus paseos, empleando esas palabras soeces al uso entre hombres y mujeres en el fondo de las minas; y ella contestaba en el mismo tono, contando todo lo que le hacía su amante; pero pálida y temblorosa, sin embargo, cuando sus miradas tropezaban con las de Esteban.

Cuando tal sucedía, uno y otro volvían la cabeza, se quedaban a veces una hora sin hablar palabra, y como si se odiasen por cosas secretas entre ellos sobre las cuales no habrían de explicarse nunca.

Había llegado la primavera. Esteban un día, al salir de la mina, había recibido en pleno rostro una bocanada suave de viento de abril, un olor agradable de tierra nueva, de verdor, de aire puro; y desde aquel día, cada vez que abandonaba el trabajo, la primavera le parecía más hermosa después de aquellas seis horas de faena en el eterno invierno de la mina, en medio de aquella oscuridad profunda, jamás animada por el verano. Los días iban siendo más largos, y Esteban había terminado, a fines de mayo, por bajar al salir el sol, cuando el cielo color de púrpura alumbraba la Voreux entre las vaguedades de la aurora. Ya no tiritaba; por la llanura llegaban bocanadas de aire templado. Luego, al salir a las tres de la tarde, se sentía deslumbrado por el sol que ya quemaba incendiando el horizonte, enrojeciendo los ladrillos ennegrecidos por el polvo del carbón. En junio, los campos de trigo verdeaban ya, contrastando su color con lo oscuro de los campos de remolacha. Era un mar de espigas moviéndose continuamente a impulsos del aire, que se extendía, creciendo de día en día, y que a veces Esteban creía encontrar más dilatado al salir de la mina, que cuando, al entrar en ella por la mañana, se había detenido a contemplarlo.

Los pocos árboles que crecían a orillas del canal se iban poblando de hojas. La hierba invadía la plataforma de la mina, los prados se cubrían de florecillas, la vida de la naturaleza animaba aquella tierra, debajo de la cual perecía de hambre y de cansancio todo un pueblo de desheredados.

Entonces, cuando Esteban salía a pasear por las noches, no era por detrás de la plataforma donde sorprendía a las parejas amorosas. Veía sus huellas por entre los trigos, adivinaba entre las espigas sus nidos de pájaros. Zacarías y Filomena, sin duda por costumbre, habían vuelto a frecuentar el campo; la tía Quemada, siempre detrás de Lidia, la sorprendía a cada instante con Juan, tan escondidos y juntitos, que era necesario materialmente ponerles los pies encima para verlos; y en cuanto a la Mouquette, se entregaba a los placeres del amor en todas partes. No había medio de salir al campo sin encontrarla en brazos de algún minero.

Pero todas ellas eran libres de hacer lo que quisieran; el joven no consideraba culpable semejante conducta más que las noches que se encontraba a Catalina con Chaval. Dos veces vio que, al aproximarse él, se escondían, dejando inmóviles las espigas donde se habían ocultado. Otra vez, en ocasión de ir por un estrecho sendero, los ojos de Catalina se le aparecieron a la altura de los trigos, escondiéndose enseguida. Entonces la llanura inmensa le parecía pequeña, y prefería pasar la velada en casa de Rasseneur.

—Señora Rasseneur, deme cerveza. No, no voy a salir esta noche estoy rendido.

Y se volvía a mirar a un compañero suyo, que de ordinario se sentaba en una de las mesillas del fondo, apoyando la cabeza en la pared.

—¿No quieres tú un jarro, Souvarine? —No, gracias; no tomo nada.

Esteban había conocido a Souvarine porque vivía allí, en la misma casa, en el cuarto contiguo al suyo. Tendría unos treinta años, era delgado, rubio, de cara alargada y fina, y barba escasa. Sus dientecillos blancos y afilados, su boca y nariz correctas y lo sonrosado de su cutis, le daban el aspecto de una muchacha, aspecto de dulzura, turbado a veces por los destellos violentos de sus ojos azules. En su habitación de obrero pobre no había más que un cajón de papeles y de libros. Era ruso; no hablaba jamás de sí mismo, y dejaba que se contaran acerca de él todo género de estupendas historias legendarias. Los mineros, desconfiados siempre con los extranjeros, considerándolos de clase distinta a la suya, al ver sus manos pequeñas y finas, habían supuesto que era algún asesino refugiado allí, a fin de burlar la acción de la justicia. Luego, el ruso se había mostrado tan fraternal con ellos, tan sin orgullo, había distribuido de tal modo entre toda la chiquillería del barrio los cuartos que llevaba algunos días en los bolsillos, que le aceptaban ya sin desconfianza y tranquilos, habiendo oído el rumor de que era un refugiado político, rumor vago, pero que le servía de escudo contra las calumnias de los primeros días.