Teorías de la comunicación

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From the series: Biblioteca de Comunicación #2
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Capítulo 2

HABLEMOS CARA A CARA

La comunicación interpersonal ha sido objeto de muchos estudios. Las personas protagonizan interacciones cara a cara habitualmente y, de hecho, son aquellas en las que experimentan los mayores compromisos emocionales y sentimentales. Los psicólogos sociales han analizado sistemáticamente las variables que entran en juego cada vez que las personas se atraen y establecen relaciones más o menos duraderas. En una primera aproximación al tema, se sostiene que las personas buscan a otras por los siguientes motivos, amén de la condición gregaria de la especie humana:

 Porque necesitan autoevaluarse.

 Porque tienen actitudes y creencias similares.

 Porque circulan en espacios próximos.

 Porque mantienen contactos sociales frecuentes.

 Porque las consideran físicamente atractivas.

Todo ello es posible, sin embargo, porque las personas se comunican entre sí. No cabe duda que para ello el principal instrumento es el lenguaje, atributo típico y único de la especie humana. Por medio del lenguaje, las personas se transmiten experiencias, expectativas, normas y valores, percepciones y creencias, modos de pensar y actuar, modelos de vida. Así considerado, el lenguaje puede ser entendido como comportamiento y, en la medida en que no lo vemos en términos abstractos sino muy concretos, ocurre en contextos sociales, en determinadas comunidades. Ello determina que la unidad de análisis más apropiada sea la conversación o diálogo. Algunos autores usan la expresión ‘actos lingüísticos’ o ‘actos de habla’, asociando lenguaje y acción. Diversos estudiosos se han centrado en el propósito de elaborar una taxonomía de los actos lingûísticos. Así, John Searle propone la suya: representativos (“Entonces estamos de acuerdo”); directivos (“creo que deberías pensarlo una vez más”); conminativos (“O cambias tu conducta o te retiro mi apoyo”); expresivo (“te pido perdón”); y declarativos (“Queda usted nombrado en el cargo”). Como se sabe, Searle se inspiró en las ideas de John L. Austin, y mantuvo su preocupación por la dimensión pragmática de la comunicación verbal: hablar (o escribir) también es hacer cosas (Searle 2001, Austin 1971).

Un paso trascendental, en términos históricos, fue el desarrollo de la palabra escrita. En lo sustantivo, se convirtió en un registro mucho más eficaz y duradero de las comunidades y sociedades humanas; de hecho, hizo posible la historia como disciplina. Las transformaciones generadas por la escritura, el paso de las tradiciones orales a los registros escritos, ha sido objeto de mucha investigación. Destaca, por sus propios méritos, el trabajo de Walter Ong (1912-2003).

Pero, ni la comunicación interpersonal ni ninguna otra se limitan a operar en el plano de lo verbal. En las últimas tres o cuatro décadas ha habido un creciente interés por la comunicación no verbal. No ha sido un tipo fácil de investigación porque en los hechos los aspectos no verbales del comportamiento comunicativo van siempre entreverados con los verbales en la interacción cotidiana. Igualmente, una clara sobrevaloración del habla como expresión de la racionalidad humana condenó por mucho tiempo las dimensiones no verbales de la comunicación a una condición de irrelevancia. Pero bastaría un sencillo experimento para que lo no verbal salte a la vista de manera sobresaliente: elimínese el volumen del audio del televisor y observe la pantalla sin sonido. Progresivamente, la acción, el movimiento, la gesticulación, la expresión facial, se complementan para ir dándole sentido a la narración. En el tiempo, pensando en términos evolucionistas, la expresión no verbal debió preceder a la palabra hablada,

La investigación sobre la comunicación no verbal se ha centrado en el denominado sistema kinésico: el comportamiento espacial, el comportamiento motorio-gestual, el comportamiento mímico del rostro y el comportamiento visivo. En el ámbito del comportamiento espacial se distinguen el contacto corporal, la distancia interpersonal, la orientación y la postura (Hall, 1982). En el comportamiento motorio-gestual, se identifican los ademanes o señales. Se ha propuesto, por ejemplo, una clasificación de los ademanes: (1) simbólicos o emblemáticos, como mover la mano en señal de saludo; (2) ilustrativos, como todos esos movimientos que acompañan la comunicación verbal y permiten enfatiza; por ejemplo, el dedo índice apuntando; (3) indicadores, como todos aquellos que manifiestan un estado de ánimo; por ejemplo, un golpe de puño sobre la mesa en señal de molestia o enojo; (4) reguladores, como la palma de la mano abierta y vertical para interrumpir a alguien que está haciendo uso de la palabra; (5) adaptativos, como las posturas del cuerpo al tomar asiento. En cuanto a la mímica del rostro, no hay duda de que el rostro es el canal más recurrente de expresión de las emociones. Las expresiones faciales operan también como señales en la interacción. Cada zona del rostro es capaz de su propia expresión: las cejas levantadas, los labios apretados, los ojos salientes, etc. La mirada, por supuesto, resulta ser una categoría de comunicación no verbal por sí misma; su intensidad, su duración, su brillo, también operan como señales de interacción.

El tema de la expresión facial de las emociones ha dado lugar a una encendida polémica entre los especialistas, acerca del caracter innato o adquirido de las expresiones mismas. Atendiendo a que parece haber un acuerdo básico en torno a las que serían las emociones fundamentales (miedo, cólera, sorpresa, tristeza, felicidad, disgusto), se debate sobre su origen genético o cultural. Contra la opinión de autores como Birdwhistell, e inspirándose en el darwinismo clásico, Eibl-Eibesfeldt examinó el comportamiento facial de niños ciegos y sordo-ciegos desde el nacimiento. Observando que sonreían, reían, expresaban cólera, concluyó que no podía tratarse de expresiones adquiridas por imitación. Paul Ekman ha intentado un punto de convergencia entre ambas posturas, sosteniendo que determinadas expresiones faciales están asociadas universalmente a determinadas emociones pero admitiendo que las emociones mismas eran provocadas por circunstancias activantes que varían de una cultura a otra. Una vez estimulada la emoción, se pone en marcha un programa neuronal de expresión facial.

Retornando al tema más general de la comunicación interpersonal y grupal, se ha desarrollo un alto interés por estudiar la experiencia cotidiana de la conversación, a la que se asigna el valor de estructura básica de interacción y comunicación. Uno de los modelos más aceptados para comprender la comunicación a nivel interpersonal ha sido desarrollado por la llamada ‘Escuela de Palo Alto’, que toma su nombre de la ciudad en mismo nombre en California, Estados Unidos. Se la denomina también ‘enfoque pragmático o interaccional de la comunicación’. Entre sus representantes se cuentan autores como Paul Watzlawick, Don Jackson, Janet Bavelas y otros, todos los cuales reconocen su deuda intelectual con el antropólogo inglés Gregory Bateson. Es relevante tener en cuenta que los planteamientos de este grupo de investigadores se han originado en el ámbito psiquiátrico, en la observación y diagnóstico de pacientes esquizofrénicos. En esta experiencia, los pragmáticos de la comunicación afirman haber identificado algunas dimensiones de la comunicación interpersonal, que han terminado por llamar ‘axiomas de la comunicación’ y que, según sostienen, se manifiestan por igual en la conducta normal. Tales axiomas tendrían, pues, validez universal para todas las interacciones humanas.

Antes de precisar el tenor de cada uno de los axiomas propuestos por los interaccionistas de Palo Alto, es necesario explicar algunas cuestiones generales que permiten entender mejor sus hipótesis. Según ellos, la comunicación es una condición indispensable de la vida humana y de todo orden social. Tempranamente, cada individuo se ve implicado en interacciones con otros individuos, las que permiten ir aprendiendo una serie de reglas comunicativas. Este aprendizaje es experiencial, y ocurre con independencia de la conciencia de los sujetos. De este modo, las personas se comunican de hecho todo el tiempo pero ignoran las reglas que, también de hecho, gobiernan sus interacciones comunicacionales. Esto permite entender que los interaccionistas asocien la terapia en materia de comunicación defectuosa o dañina -ellos la llaman tambien ‘paradojal’- con la toma de conciencia de esas reglas, haciendo pasar la interacción a un nivel metacomunicacional. Ahora bien, la comunicación tiene dimensiones que es necesario distinguir; asumiendo las tesis de autores anteriores, los interaccionistas distinguen entre los aspectos sintáctico, semántico y pragmático de la comunicación. El aspecto sintáctico tiene que ver con la transmisión de información: cómo es codificada, por qué canales es transmitida, qué ruidos y redundancias pueden producirse, etc. La dimensión semántica dice relación con los significados, los cuales son asumidos por los sujetos en comunicación sólo en tanto comparten códigos comunes de interpretación. El aspecto pragmático de la comunicación tiene que ver con los efectos que la comunicación misma tiene sobre la conducta. En este sentido, los interaccionistas han sostenido que toda comunicación afecta a la conducta y que toda conducta es comunicación. La autodenominación de su enfoque como ‘pragmático’ indica a las claras las preferencias de los interaccionistas sobre este tercer aspecto de la comunicación: sus consecuencias conductuales.

Con el objeto de ahondar en los planteamientos de los pragmáticos de la comunicación, se puede recurrir a una pequeña narración incluída en el capítulo 12 del libro “Formación de Equipos”, del especialista en organizaciones Hans Dyer. Aunque esta narración no tenía originalmente el propósito de ayudar a la comprensión de las tesis interaccionistas, se verá a continuación que resulta bastante pertinente:

 

“Las tardes de los domingos de Julio en Coleman, Texas (5.607 habitantes) no son precisamente días festivos de invierno. Este día particularmente caluroso: 40 grados, según el termómetro situado bajo la marquesina de hojalata que cubría con tela de alambre un porche trasero bastante grande. Además, el viento soplaba levantando el polvo fino del oeste por toda la casa. Las ventanas estaban cerradas, pero el polvo se filtraba a través de las aperturas invisibles de las paredes.

Se podría preguntar: ¿Cómo es posible que el polvo penetre a través de las ventanas cerradas y de las paredes? Cualquier persona que haya vivido en el oeste ni siquiera se molestaría en preguntar. Sólo se puede decir que el viento puede hacer muchas cosas cuando han pasado más de treinta días sin lluvia.

Pero la tarde era tolerable todavía, incluso potencialmente agradable. Un ventilador enfriado con agua proporcionaba alivio del calor, en tanto uno no se alejara demasiado. Además, había limonada fría. Tal vez había preferido algo más fuerte, pero Coleman era seco en muchos sentidos, lo mismo que mis suegros. A menos que alguien se enfermara. En ese caso, podía pensarse en una cucharadita o dos con fines medicinales. Pero este domingo en particular nadie estaba enfermo, de modo que la limonada nos refrescaba lo suficiente.

Y, por último, estaba el dominó, entretenimiento perfecto para la ocasión. El juego no exigía más esfuerzo físico que un comentario mascullado ‘revuelve las fichas’ y un lento movimiento del brazo para colocar las fichas en el lugar apropiado sobre la mesa. También se necesitaba que alguien anotara los puntos, pero esa responsabilidad cambiaba en cada mano de modo que la tarea de ninguna manera resultaba debilitante. En pocas palabras, el dominó era una diversión agradable.

Así, pues, era una agradable tarde de domingo. Y lo fue hasta que de pronto mi suegro levantó la vista del juego y dijo, con aparente entusiasmo: “subamos al auto y vamos a la cafetería en Abilene”.

A decir verdad, me tomó por sorpresa. Podría decir, incluso, que me despertó. Pense para mí mismo: ‘¿Ir a Abilene, recorrer cincuenta y tres millas y con esta tormenta de polvo? Hay que manejar con las luces encendidas, aunque está de día. Y el calor... Ya está bastante pesado aquí, pese al ventilador, pero en un Buick del 58 sin aire acondicionado va a ser terrible...Y qué decir de la cafetería. Algunas cafeterías están bien pero la de Abilene me recuerda el rancho de los soldados en campaña..’ Antes de que pudiera aclarar mis pensamientos y organizar mis ideas, mi esposa Beth exclamó: “¡Me parece una idea estupenda ! ¿Vamos Jerry?”. Aunque no estaba de acuerdo con los demás, decidí no ser aguafiestas y dije que me parecía bien, no sin antes añadir: “Sólo espero que tu mamá quiera ir”.

“Por supuesto que quiero ir” dijo mi suegra. “¿Qué te hace pensar que no quiero ir. Hace tiempo que no voy a Abilene”.

De modo que nos subimos al auto y partimos a Abilene. Mis sospechas se cumplieron. El calor era brutal. Llegamos cubiertos de una fina capa de polvo del oeste de Texas adherida al sudor y la comida en la cafetería resultó ser un asco. Cuatro horas y 108 millas después, volvimos a Coleman cansados y agotados. Nos sentamos en silencio frente al ventilador. Para romper el hielo se me ocurrió decir: “fue un paseo estupendo, ¿verdad ?”. Nadie dijo nada.

Por fin, y algo enojada, mi suegra dijo: “en verdad no me gustó mucho y habría preferido quedarme aquí. Sólo fuí porque ustedes tres estaban entusiasmados. No hubiera ido si no me hubiesen presionado”.

No podía creerlo. “¿qué quiere decir con todos ustedes?”, le pregunté. “A mí no me meta en el grupo de todos... yo estaba entretenido con el dominó. Sólo fuí por complacerlos, ustedes son los culpables”. Mi mujer puso el grito en el cielo: “No me digas que yo soy culpable... tú y los papás eran los que querían ir. Yo sólo fui para no arruinarles el panorama. Tendría que estar loca para ir con este calor. ¿O crees que estoy loca ?”.

Antes que pudiera contestarle, mi suegro interrumpió bruscamente. Sólo dijo una palabra pero la dijo con el estilo sencillo y directo que sólo un tejano de toda la vida es capaz de usar : “Mierda”. Como pocas veces recurría a una grosería nos sorprendió de inmediato. Y a continuación, representando perfectamente lo que cada uno de nosotros pensaba, le escuchamos decir: “Para ser franco, yo no quería ir a Abilene... pensé que estaban aburridos y sentí que debía proponer algo. Quería que tú y tu marido no se aburrieran. Nos visitan tan poco que quería estar seguro de que lo pasaran bien. Tu mamá se iba a molestar si ustedes no estaban contentos. Por mí, me hubiera quedado jugando dominó y comernos lo que quedaba en el refrigerador”.

Nos quedamos en silencio. Aquí estábamos cuatro personas normales y comunes que, por decisión propia, habían hecho un viaje de 106 millas a través de un desierto infernal, con un calor salvaje y una tormenta de polvo, para comer unos platos de porquería en una mugrosa cafetería de Abilene, cuando en verdad ninguno tenía ganas de ir. De hecho, hicimos exactamente lo contrario de lo que queríamos. No tenía sentido” (Dyer 1988, 153-156).

Ciertamente, de trata de una historia sumamente extraña aunque no por extraña poco común. La pregunta más inquietante que se puede hacer a propósito del sorprendente desenlace de la narración es la siguiente: ¿por qué querrían cuatro personas adultas y normales ponerse de acuerdo para ir a un lugar al que no desean y para hacer lo que no quieren? Es simplemente desconcertante. ¿Dónde buscar la explicación para un final tan ilógico? Probablemente, la hipótesis más recurrida a la que se puede acudir es aquella que atribuye la situación resultante a una incompatibilidad de caracteres; los protagonistas tienen personalidades tan diferentes que no pueden sino chocar. Sus gustos no coinciden, sus reacciones frente a las situaciones son distintas. Si concedemos esta explicación, todavía estaríamos frente al problema de cómo entender que, pese a sus tremendas diferencias, decidieran hacer lo mismo, con el agravante de que se trataba de exactamente lo contrario de lo que efectivamente querían.

Pues bien, un pragmático va a interpretar esta narración de otro modo. Por de pronto, no cree que esta historia pueda ser comprendida recurriendo a las características de personalidad de los protagonistas. Dicho de otro modo: la conducta desarrollada por las personas en esta historia no puede atribuirse a sus respectivas personalidades. Más bien, puede ser entendida en razón de las conductas mismas. O sea, unas conductas explican las otras y viceversa. De modo que lo sustantivo aquí es la interacción, el tipo de relación que estas personas mantienen entre sí y reproducen todo el tiempo. Una interacción es una red de conductas sometidas a ciertas reglas.

La idea de ‘reglas del juego’ calza perfectamente aquí. Paul Watzlawick, de hecho, ejemplifica su pensamiento con una analogía entre la interacción y el juego de ajedrez. Supongamos que uno de los jugadores realiza un enroque, intercambiando las posiciones del rey y de uno de los peones. Se trata de un jugada que no es arbitraria y que puede ser explicada suficientemente por otra jugada anterior desarrollada por el jugador contrario. Se puede inferir o deducir que el jugador contrario amenazó explícitamente al rey de este jugador o, al menos, esa es una jugada perfectamenete esperable dado el tiempo de desarrollo del juego. En consecuencia, toda jugada es explicable por una o varias jugadas anteriores. Lo que permite sacar esta conclusión es que el juego mismo tiene sus reglas: las piezas sólo pueden moverse y avanzar de cierta manera, no de cualquiera. El conocimiento de estas reglas permite entender la secuencia de los movimientos. Si se cambia la palabra ‘movimiento’ por la palabra ‘conducta’, lo que tenemos es el planteamiento pragmatista de la comunicación. Una interacción (o ‘juego’) entre personas está sometida a reglas, de modo que unas conductas se desarrollan a partir de otras y así sucesivamente. De modo que si yo conozco las reglas de la interacción, puedo entonces comprender las conductas que la componen.

Se puede decir, así, que la jugada de enroque de uno de los jugadores es equivalente a la decisión de los protagonistas de la narración de ir a Abilene aunque no querían. Esa decisión es resultado de otras conductas anteriores. ¿Cuáles son las reglas de la interacción de los protagonistas? ¿qué clase de juego están llevando a cabo? En consecuencia, son las interacciones las que explican la conducta de las personas. Dicho de otro: lo que hay que analizar no es la conducta individualmente considerada, como si fuera la expresión de una personalidad peculiar, sino la interacción, el conjunto de reglas en juego.

Es así, entonces, que los interaccionistas abandonan todo atomismo conductual. Dada una relación o interacción cualquiera, la comprensión no provendrá de analizar los átomos-individuos y desde ellos entender el conjunto sino, muy por el contrario, entender las conductas individuales desde el conjunto, desde la interacción. En la narración trascrita antes, los cuatro personajes protagonizan una interacción marcada por una regla básica de insinceridad. La regla establece que no hay que manifestar los verdaderos sentimientos sino aparentar aprobación gustosa de las decisiones que, en el fondo, no se comparten. Resulta claro que la manifestación abierta de los verdaderos sentimientos provocaría una tensión sumamente estresante y un conflicto difícil de superar. Por tanto, la estrategia es huir, ocultar, desplazar y jugar a fingir que se está a gusto, no estándolo. Lo más temido es, sin duda, expresarse sinceramente. A cada insinceridad y a cada fingimiento, se responde con otras tantas faltas de franqueza, con otros tantos disimulos.

Como hemos visto, los planteamientos de la Escuela de Palo Alto significan renunciar a una comprensión de la conducta en términos de individuos y rasgos peculiares de personalidad. En verdad, no se trata de una idea nueva sino de una visión que ha ido alcanzando cada vez mayor fuerza en los diferentes modelos de interpretación de la conducta. Se atribuye al pensamiento sociológico de comienzos de siglo, centrado en la llamada ‘Escuela de Chicago’, el descubrimiento de los grupos primarios, incluída la familia, como el escenario y el contexto en los que las personas se desarrollan y socializan. Entre los años ‘40 y ‘50, las investigaciones de Paul Lazarsfeld y sus colaboradores redescubrieron la importancia de los grupos primarios y la consideraron más influyente y decisiva que los medios de comunicación. Lazarsfeld y su discípulo Elihu Katz aludieron a esta realidad con el nombre de ‘influencia personal’. Por su parte, el trabajo científico de Kurt Lewin colocó a los grupos sociales en el centro del análisis social; el concepto de ‘dinámica de grupos’ recogió precisamente los distintos rasgos de la vida grupal: la afiliación, el conformismo, el liderazgo, la identificación, etc. En los 80, junto a una variedad de otras orientaciones con el mismo perfil, Joshua Meyrowitz –releyendo a Marshall McLuhan– juzgó necesario entrecruzar la visión macrohistórica del pensador canadiense y el enfoque interpersonal y grupal del sociólogo Erving Goffman. Psicólogos recientes como Jerome Bruner, han vuelto a insistir en la necesidad de una psicología cultural y antropológica, capaz de contextos prácticos en los que las personas se desenvuelven.

El auge del estudio de las organizaciones, que comenzó durante los años 60', asumió estos modos de ver. Esto permite entender que llegue a hablarse prontamente de ‘cultura organizacional’, aludiendo con ello a una manera colectiva de funcionar, a normas y prácticas que regulan el comportamiento laboral y directivo de las personas. Cada vez que se enfrenta el tema del cambio organizacional, este ya no es entendido como una transformación individual sino como una modificación sustantiva de la cultura característica de la organización. Planteamientos idénticos ya son comunes para comprender igualmente todo tipo de instituciones. El reconocimiento de estas realidades va a jugar un papel relevante en las nuevas tendencias en el estudio de los medios de comunicación.

Ideas bastante convergentes con las anteriores, aunque de mayor alcance explicativo, son las desarrolladas por el canadiense Erving Goffman (1922-1982). Es el sociólogo de la vida social cotidiana por excelencia. En su obra se cruzan fenómenos como la interacción social, el orden social, la desviación, la inequidad social, el cálculo, la moralidad, en mutua interdependencia. Probablemente, pocos han observado y disectado las interacciones humanas con tanto detalle como Goffman, desde las interacciones cada a cara hasta los asilos psiquiátricos, pasando por las estigmatizaciones o las representaciones de roles en la publicidad.

 

Algunas de las ideas más importantes de Goffman son las siguientes: (a) El yo es un producto social; (b) El grado en que el individuo es capaz de sostener una auto-imagen respetable a los ojos de los otros depende de su acceso a los recursos estructurales y de la posesión de rasgos y atributos considerados deseables por una jerarquía de estatus dada; (c) La vida social puede ser comprendida por medio de las metáforas del drama, el ritual y el juego, que apuntan tanto a sus aspectos manipulativos como morales; (d) La vida social es gobernada por principios de organización que definen el significado de los acontecimientos sociales.

La tesis de que el yo es un producto enteramente social, debe entenderse en dos sentidos. De una parte, es el resultado de las performances públicamente validadas que los individuos realizan en las situaciones sociales. En consecuencia, no hay una suerte de esencia que exista dentro del individuo, esperando manifestarse. De la otra parte, aunque los individuos juegan un rol activo en estas performances auto-indicativas (imágenes de sí mismos), ellas están constreñidas por lo que es socialmente respaldado. Esto no quiere decir que los individuo están enteramente determinados por la sociedad. Son capaces de manipular estratégicamente la situación social y las impresiones que los otros tienen acerca de ellos, representándose a sí mismos del modo como un carácter lo hace en una producción teatral.

El yo no es una entidad unitaria. El yo personal se construye generalmente con una multiplicidad de roles sociales precariamente integrados. Cuando uno de esos roles es destruido, el individuo halla consuelo en los otros. Goffman concibe al individuo como un administrador de un ‘conglomerado’ de múltiples ‘yoes’, usando técnicas diseñadas para determinar cómo los otros perciben la significancia y la importancia relativa de estos ‘yoes’. Se infiere de lo anterior que la definición de identidad personal de Goffman no requiere en absoluto de la experiencia subjetiva respectiva del individuo. Lo que importa no es cómo el individuo se identifica a sí mismo sino más bien cómo es identificado por los otros.

Goffman analiza las técnicas dramáticas y los procesos sociales que producen el yo y describe la naturaleza del orden ritual y los juegos que se juegan para mantenerlo y manipularlo. El yo, según Goffman, es simultáneamente, un producto de la performance dramática, un objeto del orden ritual, y un campo de juego estratégico. Es interesante consignar que Goffman trabaja con los siguientes conceptos dramatúrgicos:

 Performances.

 Equipo (acción en conjunto).

 Zonas (frontal y trasera).

 Roles discrepantes.

 Comunicación fuera del rol (expresión de sentimientos que discrepan con la performance oficial, tratamiento de los ausentes, confabulación de grupo, etc.).

 Administración de las impresiones.

A su vez, las interacciones rituales sirven para confirmar los ‘rostros’ de los individuos, posicionados de manera diversa dentro del orden social. Puede decirse, entonces, que el orden social se mantiene por medio de rutinas y prácticas sociales. Entre ellas, Goffman señala la demarcación del propio territorio, los intercambios de respaldo, los intercambios reparadores, los signos indicadores de relación (como un apretón de manos, por ejemplo), y la mantención de las apariencias normales. Una conclusión sustantiva de las ideas de Goffman sobre las interacciones comunicacionales de las personas y los grupos es que los principios de organización de la experiencia social gobiernan el significado subjetivo que se le atribuyen a los acontecimientos sociales.

Los niveles interpersonales, grupales y organizacionales de la comunicación han sido objeto de una masiva literatura. No obstante, no se cuenta con la formulación de teorías suficientemente desarrolladas y los grados de consenso que pudiera esperarse. Por otra parte, resulta ostensible la ausencia de la necesaria migración de ideas entre unas disciplinas y otras, entre unos ámbitos y otros. Un ejemplo nítido de tal estado de cosas es el desconocimiento, el olvido o la subestimación de autores y desarrollos provenientes las neurociencias, las ciencias cognitivas y los abordajes evolucionistas. Sin asomo de duda, sería sumamente pretencioso intentar en estas líneas una síntesis de los desarrollos que han venido ocurriendo en esas áreas, como sería igualmente pretencioso para el caso de las teorías, hipótesis y conceptos que, eventualmente, tienen atingencia para los estudios en comunicación. No obstante, pueden señalarse algunas formulaciones que resultan ostensiblemente pertinentes; por ejemplo, la hipótesis del procesamiento dual de la cognición en el cerebro tiene fuertes implicaciones para una comprensión de las interacciones humanas, así como del modo en que los usuarios de medios de comunicación y de las redes sociales se hacen cargo de los mensajes (de Sousa 2007, Mercier y Sperber 2009, McCauley 2011, Kahneman 2012, Thagard 2013). De la misma manera, toda la investigación relacionada con el concepto de ‘teorías de la mente’ sugiere múltiples aplicaciones conceptuales y experimentales (Tooby y Cosmides 2005, Wolpert 2006, Dennett 2007, Bering 2011). Por otra parte, las indagaciones sobre el origen y la evolución de la comunicación, del lenguaje y la música conforman un monto de producción científica que resulta temerario ignorar en los estudios en comunicación (Boyer 1990, Pinker 2002, 1995, Sperber y Wilson 1995, Hauser 1996, Mithen 2006, Tomasello 2008). En fin, las convergencias posibles pueden construirse con la debida apertura intelectual, dejando atrás el etnocentrismo y la endogamia académica.