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Paz decolonial, paces insubordinadas

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6. LA ILUSIÓN DE LA PAZ: LAS SOMBRAS DE LA TRANSICIÓN EN LOS MÁRGENES DEL ESTADO. EL CASO DE SAN MIGUEL, PUTUMAYO

Julio Jaime-Salas

Universidad Surcolombiana (Colombia)

Nicolás Medina-Medina

Grupo de Investigación In-Sur-Gentes (Colombia)

Diego Alejandro Vega

Grupo de Investigación In-Sur-Gentes (Colombia)

¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensas bóvedas, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que solo entreveo cuando tus copas estremecidas mueven tu oleaje, a la hora de tu crepúsculo angustioso.

Rivera (1924, p. 77)

6.1 INTRODUCCIÓN

De esta selva, esposa del silencio, es San Miguel, Putumayo, un municipio ubicado en la frontera con el Ecuador. Su posición geopolíticamente estratégica lo convierte en un escenario histórico de disputa de múltiples actores desde tiempos coloniales, a través de la extracción de quina y caucho, y en el presente, en la confluencia de mercados ilegales, extracción transnacional de hidrocarburos, narcotráfico y grupos armados que se disputan el control económico-político del territorio y la población. En este municipio, como en muchas otras “zonas de frontera” de Colombia, el Estado tiene una presencia precaria/imperfecta y opera a través de múltiples formas sutiles o manifiestas de violencia, articulado a poderes regionales mafiosos.

En este revés de la nación (Serge, 2011), la transición de la paz se quedó en las pantallas de televisión y en los discursos de los operadores institucionales, quienes desarrollan intermitentes procesos de capacitación no formal en el performance de una paz territorial que opera como un gran simulacro (Baudrillard, 1978). En las memorias, los cuerpos y los lenguajes de los habitantes de estos territorios se configura un nuevo habitus psicosocial para/de la paz de esta temporalidad; formas mutables de habitar la cotidianidad fracturada que les deja la guerra.

Este capítulo es el resultado del diálogo de saberes del proceso de Educación Comunitaria de la Universidad Surcolombiana, denominadp Agendas de paz, territorios y conflictos: inventando paces desde el sur, en el que participaron 30 líderes de diferentes organizaciones y procesos comunitarios del Valle del Guamuez, entre el primer y segundo semestre del 2018. De esta manera, el capítulo está estructurado en tres escenas que se entrecruzan y que tratan de dilucidar las reflexiones compartidas a las orillas del río San Miguel. La primera escena relata la larga duración de los conflictos en el Putumayo y la forma en la que el río ha sido testigo y agente en la mutación de estos. La segunda está compuesta de silencios y memorias, de relatos fragmentados que tratan de encontrar un hilo común, un sentido frente a lo que otros han relatado, lo que otros han decidido definir, como es la vida en el Valle del Guamuez. La última escena está escrita en puntos suspensivos, construida con los hilos de este presente, de la paz artificial que les inventaron, en la coexistencia de sombras, luces y re-existencias, en las formas de habitar la cotidianidad que tienen quienes habitan esta margen del estado (Das y Poole, 2008).

6.2 EL REVÉS DE LA NACIÓN EN EL BAJO PUTUMAYO: TIERRA, COLONIZACIÓN Y COCA

Colombia es un territorio fragmentado y en disputa permanente. La compartimentación geográfico-cultural ha facilitado la presencia de múltiples actores armados (guerrillas, paramilitares, ejércitos privados) que le han arrebatado el control territorial al Estado. Desde hace tres siglos la infructuosa forma del Estado colonial no logró consolidarse en la totalidad del territorio, dejando a su paso fronteras invisibles entre el proyecto civilizatorio que se expandía por las cordilleras andinas y la costa Caribe y los territorios “salvajes”, “de nadie,” que se marginaron, por múltiples razones, de este ordenamiento territorial operado desde el centro (Serge, 2011). En las márgenes de este ordenamiento, en los intersticios de este “orden”, se configuraron poderes locales que a través de múltiples formas de violencia han producido otra forma de institucionalidad (González, 2015; Jaramillo et al., 2018); una periférica institucionalidad para el “des-orden”.

Desde la Constitución de 1863 se estableció que estas “enormes extensiones selváticas”, de gran potencial económico e incapaces de gobernarse a sí mismas por estar pobladas de tribus salvajes, fueran administradas directamente por el Gobierno central para ser colonizadas y sometidas a mejoras. […] Hoy son conocidas como “zonas de orden público”, donde reina el desorden público, igual que durante muchos años fueron territorios nacionales, los menos nacionales del territorio, las “fronteras internas” que están hoy en el ojo del huracán del intenso conflicto armado que vive el país. Se han convertido en los bajos fondos del espacio nacional, en su revés, en su negativo. Transformados en “vastas soledades”, sus paisajes y sus habitantes se han visto reducidos a pura representación. (Serge, 2011, pp. 16-17)

Esta representación diseñada desde el centro-colonial ha configurado a estos territorios como espacios de excepción, en donde la guerra se ha convertido en natural y la relación permanente que establece el Estado, en su afán por reinscribirse, es la violencia. De esta forma, pensar que el conflicto armado colombiano fue regular u homogéneo en todo el territorio es una idea sesgada; las dinámicas de la guerra tuvieron diferentes matices diferenciadores en las poblaciones y territorios ubicados en estos márgenes.

La región del bajo Putumayo no fue extraña a este proceso de ordenamiento-disputa de múltiples actores armados, en donde el conflicto armado tuvo puntos de agudización que aún se encuentran en el subregistro nacional y en donde la economía cocalera se convirtió en factor decisivo para su complejidad histórica y, en la actualidad, para la implementación de los acuerdos de paz entre el gobierno de Colombia y las FARC-EP:

La inserción de los grupos armados en la economía cocalera, la expansión de los cultivos de coca en la frontera de colonización agrícola y el surgimiento y la expansión del conflicto armado reciente son la expresión de un problema agrario nunca enfrentado y de las consecuencias que este produce para la configuración de los regímenes políticos. La relación de los procesos de colonización campesina, incluida la inserción en la economía cocalera, con los procesos de larga duración resultados de las tensiones sociales del mundo rural hace que sea imposible reducir el conflicto colombiano al ataque de grupos narcoterroristas contra un Estado plenamente legítimo ni a la simple codicia por los recursos del narcotráfico. (González, 2011, p. 446)

El bajo Putumayo se ha configurado como un territorio de frontera delineado en las márgenes de Estado, con una presencia precaria/imperfecta de la institucionalidad estatal y con una frontera verde, porosa y liquida que esconde, en forma de ríos y selvas (Putumayo, Guamuez, San Miguel), muertes y olvidos. Esta región está conformada por los municipios de Puerto Asís, Orito, Valle del Guamuez, San Miguel, Puerto Leguízamo y Puerto Caicedo, y económicamente es una región asilada de las posibilidades de inserción a los mercados nacionales. Su historia ha estado marcada por diversos procesos de colonización que datan desde siglos anteriores hasta la actualidad, como actividades extractivas y comerciales, poblaciones flotantes y economías ilegales (Ramírez, 2001; Vásquez et al., 2011).

Tabla 1. Colonizaciones en el Putumayo


Formas decolonizaciónTemporalidadesActoresDescripción
Colonizaciónquinera-cauchera1860-1930Corporaciones trasnacionales (Elías Reyes y Hermanos, la Peruvian Amazon Rubber Company o Casa Arana).El proceso de colonización, debido a las bonanzas del caucho y la quina, se presentó durante los siglos anteriores, pero es solo hasta 1860 que se consolida a través de la presencia de corporaciones trasnacionales.
Colonizacióncampesina1950-1970Campesinos provenientes del departamento de Nariño.Comerciantes provenientes de Ecuador y de otras regiones del país (Antioquia, Valle, eje cafetero).La crisis económica del minifundio en Nariño obligó a decenas de campesinos a desplazarse hacia los territorios del bajo Putumayo en la década del 50. Posteriormente, a través del Proyecto Putumayo I, impulsado por el Estado, con precarios estímulos económicos y de delimitación de linderos, se promueve la colonización por parte de campesinos en la década del 60.
Colonizaciónpetrolera1960-hasta la actualidadCorporacióntrasnacional(Texas PetroleumCompany).A partir de la década del 60 se inician las exploraciones de petróleo en el territorio del bajo Putumayo, para las cuales se facilita la construcción de vías, como la carretera Santa Ana-Orito-San Miguel, que posibilitó la colonización campesina e indígena de Nariño y Cauca. La bonanza petrolera facilitó la consolidación de centros poblados urbanos (Orito, La Hormiga y San Miguel) o los llamados “boom –town”.
Colonizacióncocalera1978-hasta la actualidadCampesinos provenientes de diferentes regiones del país, en particular del eje cafetero.Cárteles de narcotráfico.La coca comenzó a territorializarse por las riberas del río Guamuez, desplazando la producción agrícola de la colonización campesina tradicional y aumentando el flujo migratorio de campesinos de otras regiones del país, en particular del eje cafetero. El auge cocalero utiliza los ríos para su expansión, y por ende, para el aumento de población flotante en estos territorios.
Colonizacióncomercial1991-hasta la actualidadComerciantes provenientes del sur del departamento del Huila.Este proceso inició con la terminación de la carretera Pitalito-Mocoa en 1991 y la crisis cafetera en el sur del departamento del Huila, que trajo consigo el flujo de comerciantes y la explotación de otros bienes en la región.

Fuente: Ramírez (2016).

 

Por las fronteras naturales y la precaria presencia estatal, el territorio ha sido escenario de varios conflictos entre múltiples actores que se disputan su dominio económico-político. Cada uno de estos procesos de colonización ha sumado en la complejización de la conflictividad social de la región y marcado unas formas de legalidad y legitimidad incorporadas en la cotidianidad, no mediadas por el ordenamiento institucional, sino por las alianzas que construyen los colonos con quienes ostentan el poder económico-político de turno.

Las colonizaciones se iniciaron con los procesos evangelizadores que a espada y cruz instauraron un régimen de representación sobre el mundo ancestral chamánico (Bartra, 2012; Taussig, 2002) en la forma de un otro salvaje, una monstruosidad indómita que demanda la necesidad de civilización. Este régimen moderno-colonial instauró la justificación moral, que estableció una formación político-jurídico-teológico-militar sobre la administración de la vida en este territorio de excepción (Agamben, 2006; Mbembe, 2011) sobre su pacificación.

Esta pacificación se instauró a través de los ríos que la flota a vapor de la empresa trasnacional Elias Reyes y Hermanos, a través de la promesa del progreso y la civilización moderno-europea, dejaría en forma de estela en la selva con la Casa Reyes y, posteriormente, en articulación con la firma Arana, Vega y Larrañaga, la Casa Arana. Así, estos escenarios para la extracción y comercialización del caucho y la quina trajeron consigo colonos de múltiples partes del país, pero a su vez también instauraron el terror sobre las comunidades indígenas Siona, Cofanes y Uitotos:

Así, donde el primitivo salvaje redaba a su vecino salvaje por razones que le parecían buenas, el hombre blanco que vino en una supuesta misión de civilización para acabar con el salvajismo primitivo redaba, a su vez, a su semejante blanco por razones que al indio le parecían totalmente equivocadas, puesto que acarreaban su segura esclavitud. Los constantes robos de indios de un ‘‘cauchero’’ a otro condujeron a represalias más sangrientas y asesinas que cualquier cosa que los indios jamás hubieran podido hacer contra otro indio. En estos conflictos desesperados, con frecuencia se perdía de vista el objetivo principal de recolectar caucho, el cual solamente podía ser obtenido con el trabajo de los indios. (Caesement, 2012, p. 50)

Esta paz blanca, etnocida, descivilizatoria (Arboleda-Quiñonez, 2016; Jaulin, 1973, 1979) abre la historia de un proyecto que no cesa y que usa las márgenes de los Estados-nación para configurar la necropolítica como única posibilidad de administración de la vida, para reinscribirse de forma permanente sobre los cuerpos y territorios del bajo Putumayo. La paz blanca es la única promesa temporal de futuro civilizatoria.

La política etnocida de integración de las sociedades nacionales aspira a la disolución de las civilizaciones dentro de la civilización occidental […]. La descivilización occidental es por construcción, un fenómeno unitario, exactamente de la misma forma que la muerte es unitaria, puesto que constituye la pauta del parecido o la identidad de las diversas soluciones con que se expresa la vida. Sin duda la muerte que acabamos de evocar “ataca” a la vida en su dimensión individual, más nada prueba que el razonamiento anterior no tenga la misma validez si se toma la vida en su dimensión colectiva, civilizadora; de ahí se puede pues deducir que una civilización que tenga la pretensión de ser la civilización única, es un sistema de descivilización y —lo que confirma— necesariamente orientado hacia la muerte. (Jaulin, 1979, p.14)

El proceso de expansión colonizadora a través del caucho ha sido registrado en múltiples relatos literarios (Rivera 1924) y gubernamentales (Caesement, 2012) y recientemente el Centro Nacional de Memoria Histórica (2014a, 2014b) compiló y analizó de forma sistemática lo sucedido en este periodo en el territorio del Putumayo. Esta empresa colonizadora-extractiva deja la estela en las colonizaciones siguientes y se instala en un silencio/secreto (Rufer, 2016) que aún opera en la memoria subalterna de las comunidades indígenas y colonos que todavía persisten y habitan el territorio.

Dentro de estos procesos de colonización sobresale un eje vertebral, que es el uso y la tenencia de la tierra. Desde las colonizaciones, el uso y tenencia de la tierra en el Putumayo se ha disputado con empresas nacionales y transnacionales dedicadas a la extracción de los bienes comunes, es decir, en el marco de una geopolítica del despojo de orden global, mundializada desde 1492. Pero es en el pasado siglo donde empresas transnacionales dedicadas a los hidrocarburos empezaron a consolidarse en la región.

Las prácticas de uso y tenencia de la tierra en esta zona del Putumayo han estado fuertemente determinadas por la extracción petrolera y el cultivo de la coca, además, porque las comunidades en su mayoría no tienen titulación sobre la tierra, y las pocas que lo puedan tener, no tienen grandes extensiones de tierra.

Texaco llega en la década de 1960 a esta zona del bajo Putumayo para la explotación del petróleo en los territorios de los pueblos indígenas Cofánes, Sionas, Secoyas, Ingas y Kichwas, presencia que tenía como antesala el exterminio de los Tetetes y los Sansauaris por acción de las empresas madereras y petroleras (Vega-Cantor y Martín, 2016).

Es de anotar que el ingreso de la industria minera ha sido un factor masivo de colonización en el Putumayo, no solo por la apertura de vías para el ingreso de colonos, sino por el supuesto auge laboral “[…] con el inicio de la actividad de exploración petrolera por parte de la Texas Petroleum Company […] al suroccidente del departamento, se generaron expectativas de empleo que propiciaron la presencia inusitada de oleadas de migrantes en busca de oportunidades de trabajo” (Ramírez, 2016, p. 12).

Dichos migrantes provenían principalmente de los departamentos vecinos de Nariño, Cauca y Caquetá. Eran campesinos, indígenas y afrodescendientes, quienes no solo llegaban por las oportunidades de trabajo, sino que, a su vez, eran desplazados por la violencia, la crisis del minifundio agrícola y la amenaza o perdida sistemática de los derechos colectivos sobre sus territorios.

Según Vega-Cantor y Martín (2016), las empresas que tienen bloques petroleros en el Putumayo en producción y/o exploración son una mixtura de capitales extranjeros (Reino Unido, Canadá y España) y nacionales, entre algunas podemos indicar: Ecopetrol, Caribbean Resources, PetroLatina, PetroNova; Amerisur Resources Plc, Emerald Energy Plc; Gran Tierra Energy Inc, C&C Energía Ltd, Pacific Rubiales Energy y, Petrominerales y Vetra.

La extracción de hidrocarburos como locomotora del desarrollo cambió la configuración territorial del bajo Putumayo, ya que pasó de un lugar de subordinación a convertirse en polo de “progreso” que les ha permitido a los poderes locales disputarse la hegemonía política, social e institucional del medio Putumayo y la capital del departamento, Mocoa (Sánchez et al., 2011).

Este “progreso” desmedido ha estado acompañado de la presencia de actores armados que garantizan su consolidación y las condiciones del uso y tenencia de la tierra. Esta práctica de despojo ha sido la característica colonial y neocolonial en estos territorios, a la cual se suman dos ejes fundamentales de la política internacional de actualización del capital en este presente. Por un lado, la eliminación de aranceles sobre las importaciones derivadas de diferentes tipos de extracción, que aumenta los beneficios corporativos y disminuye las ganancias a los gobiernos nacionales, generando un empobrecimiento sistemático que en los márgenes estatales o en el revés de la nación se percibe de forma más aguda. Y por otro lado, la transformación de áreas cada vez mayores para la extracción de bienes comunes, usualmente nombradas por los “expertos” como territorios salvajes, indómitos, baldíos o tierras de nadie, marco representacional como se ha configurado la región amazónica del bajo Putumayo.

Este proceso de colonización petrolera está acompañado por un proceso de reorganización neoliberal que se legitima a partir de las leyes de primera generación en la década del 90 (Machado-Aráoz, 2010, 2012, 2013) y la militarización sistemática de los territorios. Este proyecto civilizatorio moderno-colonial de progreso está sustentado en una concepción peligrosamente estrecha del crecimiento económico, que, fundada en la acumulación del capital, demanda grandes cantidades de tierra, agua y extracciones exponenciales de bienes comunes para satisfacer la demanda de servicios globales. Este modelo está al servicio del crecimiento económico corporativo y la disminución del gasto público en política social; su expansión implica la expansión y diversificación de las expulsiones económicas, sociales y biosféricas (Sassen, 2015), que en los territorios de fronteras se convierten en cuerpos, silencios, ausencias y espacio vacío.

Paralelo a este proceso de colonización petrolera, aparece el segundo eje vertebral de esta escena: la coca. Planta en la que se hibrida la forma de coexistencia agonística de ancestralidad y modernidad neoliberal.

El primer auge del cultivo de coca en el bajo Putumayo inicio en 1977 y se mantuvo hasta 1987 (Ramírez, 2001). Sin embargo, es solo hasta la segunda mitad de la década de los noventa, que la economía subregional hace un tránsito completo hacia una economía cocalera. En efecto, fue solo a finales del noventa que el Bajo Putumayo concentró la mayor parte de los cultivos de coca del país y tuvo una economía predominantemente cocalera. (Sánchez et al., 2011, p. 198)

La coca hace parte constitutiva de la ontología y cosmovisión de los pueblos indígenas del bajo Putumayo, sin embargo, el cultivo con fines económicos representó una nueva fuente de sustento económico para gran parte de las comunidades, ya que el dinero llegaba con más fluidez y en poco tiempo. Según los diálogos con los líderes participantes de los procesos comunitarios de San Miguel, la coca tiene sus orígenes en la década de 1970, propiciando otra de las masivas colonizaciones en el departamento del Putumayo, sobre todo en la región del bajo Putumayo. “La colonización cocalera se ha desplazado aguas abajo por los ríos Caquetá y Putumayo […]. Esta forma de colonización, entonces, se superpuso con la campesina tradicional y con la provocada por la industria petrolera” (Ramírez, 2016, p. 13).

Este auge cocalero en la región se debió a tres factores fundamentales: a. las fumigaciones con glifosato en Caquetá y Guaviare en la década del noventa, b. la dificultad de accesos a los mercados nacionales y regionales por parte de los habitantes de la región y c. la crisis del minifundio andino en la década del 90 e inicios del 2000, a partir de la transición derivada de la implementación del modelo neoliberal con la Constitución Política de 1991 (Sánchez et al., 2011).

El cultivo fue promovido por los narcotraficantes, y para los campesinos se convirtió en una solución económica para su subsistencia, por cuanto tenía el mercado asegurado como materia prima para la producción de cocaína. La guerrilla, que en un principio trató de prohibir el cultivo, terminó cobrando un impuesto denominado “gramaje”, primero a los compradores y después a los productores de la hoja de coca, de manera que encontró en la cadena del narcotráfico una fuente de financiación. A finales de 1997 llegan los paramilitares a esta región del suroccidente de Colombia enarbolando la bandera contrainsurgente de combatir la guerrilla, pero en la práctica entraron a disputarle a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) el negocio, y tanto los unos como los otros lograron financiarse y sostener la guerra con los dineros del narcotráfico. Para el 2000 la Amazonía Occidental contenía el 68% de los cultivos del país. (Ramírez, 2017, p. 351)

 

El cultivo de coca intensificó la militarización en los territorios, la delincuencia común, la perdida de familias, la descomposición a nivel social y cultural, las guerras entre ejércitos, muertes, extorsiones, cárcel y, por supuesto, el desplazamiento forzado. Es decir, que el cultivo de coca reconfiguró, hasta la actualidad, los desórdenes social, económico, cultural, político y ambiental del territorio del bajo Putumayo.

Los habitantes de la región narran que:

Las problemáticas a nivel económico están referidas a la bonanza, pero también a la crisis por ser cultivo ilícito; a nivel social, se encuentra la alteración a los proyectos de vida, vandalismo, desplazamiento y guerra; a nivel político se obtiene abusos por parte de las autoridades y la macabra relación denominada Estado-narcoparapolítico. A nivel cultural está el estilo de vida relacionado al dinero sin mucho esfuerzo y rápido, en esa medida están los ostentosos gastos como drogas, ‘putas’ y lujos; de igual forma, cambios en las concepciones ancestrales de planta medicinal a cocaína y sus derivados. Y, en lo ambiental, hay contaminación por pesticidas y, deterioro por el uso de la tierra. (Relatos obtenidos de estrategias colaborativas con líderes de organizaciones comunitarias de San Miguel, comunicación personal, julio del 2018)

Imagen 1. Árbol de la vida (planta de coca) sobre el análisis regional de la dinámica de cultivos Ilícitos en el municipio de San Miguel


Fuente: líderes comunitarios bajo Putumayo (2018).

Para inicio del nuevo milenio los cultivos ilícitos en el Putumayo se convirtieron en el 40 % del total de áreas de coca del territorio colombiano, siendo principalmente la región del bajo Putumayo la mayor poseedora de estos cultivos en comparación con Mocoa y Sibundoy, representadas como el medio y alto Putumayo, respectivamente (Torres-Bustamante, 2012).

De esta manera se instaura entre el 2001-2005 el Plan Colombia “Plan para la Paz, la prosperidad y el fortalecimiento del Estado”, acuerdo firmado entre el Gobierno nacional y el Gobierno de Estados Unidos, dirigido hacia los territorios del Putumayo y el sur de Colombia, con el objetivo de combatir el cultivo de uso ilícito a través de erradicación forzosa, el aporte con proyectos productivos para mitigar la sustitución del cultivo y entrenamiento con equipamiento militar antinarcótico.

Con el Plan Colombia vienen problemas principalmente asociados con siembras de minas antipersonas en los cultivos o sus alrededores. Además, los cultivos alternativos no son rentables y generan un costo y tiempo para la erradicación, fumigaciones con glifosato para los cultivos ilícitos y negligencia en la seguridad para líderes y lideresas sociales.

Imagen 2. Análisis regional sobre los programas de sustitución de cultivos ilícitos en el municipio de San Miguel


Fuente: líderes comunitarios bajo Putumayo (2018).

Es preciso anotar que las fumigaciones con glifosato son un arma mortal para la vida en los territorios, porque afectan otros cultivos, contaminan fuentes hídricas, disminuyen la población de animales y producen enfermedades. “Según investigaciones hechas a la población afectada por fumigaciones neuropsíquicas, alteran los cromosomas, lo cual genera mutaciones que pueden producir cáncer, abortos y malformaciones congénitas en el embarazo, así como una reducción en la cantidad de espermatozoides” (Vega-Cantor y Martín, 2016).

Frente a los programas sociales para incentivar la sustitución de cultivos ilícitos, la acción del proyecto de paz militar Plan Colombia fue ineficaz y contribuyó a la cooptación mafiosa de la estatalidad local. Arboleda-Quiñonez (2016) complementa:

Acerca de los programas sociales, comenta en extenso: El análisis adelantado al programa “Campo de Acción” demuestra duramente que su diseño no es el más conveniente para afrontar los problemas relacionados con la agricultura campesina, sobre todo en zonas de conflicto. Más parecería que se trata de programas orientados al fortalecimiento de organizaciones empresariales, muy diferentes en su estructura y filosofía a las “empresas” campesinas. El proceso de elegibilidad de proyectos productivos no convoca la participación de pequeños productores rurales y mucho menos una demanda sentida por parte de las organizaciones [...]. (p. 79)

Esta manera de “intervención humanitaria-militar” como proyecto de paz realista-liberal (Duffield, 2004; Mateos, 2013; Richmond, 2009, 2011b) convirtió a estos territorios de frontera en laboratorios para la pacificación y configuración de un proyecto de paz neoliberal que se inoculó en los acuerdos de La Habana en 2016 entre las FARC-EP y el Gobierno nacional, que configuró la propuesta síntesis de la promesa de paz contemporánea: seguridad y desarrollo.

Sin embargo, el incumplimiento sistemático como política de gobierno con las periferias, aunado a la infraestructura tecno-burocrática nacional e internacional, así como el recorte presupuestal y la presencia permanente de actores armados estatales e ilegales en disputa, hacen que la ilusión realista-liberal se materialice y que los cultivos de uso ilícitos fluctúen de acuerdo con la dinámica que se establezca entre estas variables y la necesidad permanente de sobrevivencia de los campesinos que habitan este territorio.

Imagen 3. Continuación análisis regional sobre los programas de sustitución de cultivos ilícitos en el municipio de San Miguel


Fuente: líderes comunitarios bajo Putumayo (2018).

A partir del Acuerdo Final entre la FARC-EP y el Gobierno nacional en 2016, se estableció el Decreto Ley 896 de 2017 que creó el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), el cual obedece a:

[…] los criterios de necesidad y urgencia señalados en el Punto 4 del Acuerdo Final, a saber: los niveles de pobreza, en particular de pobreza extrema y necesidades básicas insatisfechas, el grado de afectación derivado del conflicto, la debilidad de la ínstitucionalidad administrativa y de la capacidad de gestión. Claramente, la situación de estos territorios implica la constante violación de derechos fundamentales de los ciudadanos. Que el complejo escenario de los territorios con presencia de cultivos de uso ilícito los hace vulnerables a diferentes actores de la ilegalidad, quienes a medida que avanzan los cronogramas para el fin del conflicto (Punto 3 del Acuerdo Final), es decir, durante la entrega de armas y la reincorporación a la vida civil de los excombatientes de las FARC, aprovechan tal situación en favor de sus intereses, debilitando aún más la institucionalidad o profundizando el abandono estatal y, por lo tanto, agravando los escenarios de pobreza extrema y el grado de afectación derivada del conflicto. (Presidencia de la República, 2017, p. 7)

Pese a lo anunciado, las comunidades del Putumayo devienen entre amenazas de grupos armados, el incumplimiento del Estado para garantizar la sustitución (Instituto KROC, 2019; Unodc, 2019), cumplir con el acuerdo departamental en el PNIS y encontrar las formas de sobrevivir. No obstante, el Putumayo es el departamento con el mayor número de hectáreas erradicadas en 2018, con un total de 14 059, es decir, más del 47 % señalado por Unodc (2019).

En este revés de la nación las temporalidades se congelan en un eterno retorno entre la ausencia estatal, la disputa por la tierra, las diásporas humanas expulsadas y que llegan, la coca, los actores armados que disputan el des-orden territorial y las nuevas ciudadanías (Ramírez, 2017) que emergen y se disputan lo público en el medio de esta fractura que no cabe en el significante de la paz realista-liberal. Este presente retorna en otra forma a la del fracaso de la paz del Plan Colombia o la paz cocalera de las movilizaciones de 1996; esta es la paz virtual, como gran simulacro de la transición.