Tokio Redux

Text
From the series: Sensibles a las Letras #72
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

—¿Y vinieron aquí en coche directamente?

—Sí —asintió el señor Orii—. Bueno, nos trajo uno de nuestros chóferes, el señor Sahota.

—¿A qué hora llegaron aquí?

—Poco después de las cuatro —dijo el señor Orii—. En cuanto llegamos, nos llevaron a la escena. Nos enseñaron los abonos del presidente, su reloj y su billetera. Y luego nos enseñaron su cadáver. O lo que quedaba de él. Y yo confirmé que se trataba del presidente.

En el ambiente cargado y sofocante del despacho del jefe de estación, Harry Sweeney preguntó:

—¿Y está seguro?

—Sí.

—¿Han informado a la familia?

—Sí —repitió el señor Orii—. El señor Doi y yo volvimos aquí para llamar a la oficina central y al hermano del presidente. El señor Ōtsuka sigue en la escena, con el cadáver.

—¿Puedo preguntarle qué opina?

—¿Qué opino?

—Usted fue a la escena del crimen e identificó el cuerpo —dijo Harry Sweeney—. Y conocía a ese hombre, al presidente. Me gustaría saber qué cree que ha pasado.

Masao Orii miró a Harry Sweeney y negó con la cabeza.

—No sé qué ha pasado, pero ojalá no hubiera pasado. Un buen hombre, un marido y un padre abnegado ha muerto. Y sé que esto lo cambia todo.

Volvieron en el coche a través de la mañana, su luz gris y su aire cargado. Atravesaron el río hasta regresar a la ciudad. Bill dormía en la parte de atrás y Harry Sweeney miraba por la ventanilla. La ciudad empapada y oscura, sus edificios húmedos y goteantes. La avenida Q dio otra vez paso a la calle Ginza, y la calle Ginza los llevó otra vez más allá de los grandes almacenes Mitsukoshi.

Harry Sweeney volvió a consultar su reloj, la esfera aún agrietada y las manecillas aún paradas. Sacó el bloc y pasó las páginas. Dejó de pasar páginas y empezó a leer los apuntes. A continuación se inclinó hacia delante en el hueco entre los dos asientos delanteros y dijo:

—Para en el Banco Chiyoda, por favor.

—Harry —rogó Toda—. El jefe está esperando…

—Solo nos llevará cinco minutos —insistió Harry Sweeney—. Ya casi hemos llegado, ¿verdad, Ichiro?

Ichiro asintió con la cabeza y torció por la avenida Y. Pasaron por debajo de una vía y llegaron a la esquina con la calle Cuatro. Ichiro paró y aparcó delante del Banco Chiyoda.

Harry Sweeney no despertó a Bill Betz. Bajó del coche con Susumu Toda. Cerraron las puertas del coche sin hacer ruido y entraron en el banco. El banco acababa de abrir, y la jornada acababa de empezar. Harry Sweeney y Susumu Toda enseñaron sus placas del Departamento de Protección Civil a una empleada y solicitaron ver al director. La empleada los llevó a ver al director. Habló con su secretaria y llamó a la puerta. Les presentó al director.

El director ya estaba levantándose de su mesa, con cara de preocupación, y les preguntó:

—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros?

—Hemos venido por el presidente de los Ferrocarriles Nacionales, señor —le informó Harry Sweeney.

El presidente miró a Harry Sweeney, su ropa mojada de lluvia, sus zapatos llenos de barro y dijo:

—He oído por la radio que han encontrado su cadáver en la línea Jōban.

—Lamentablemente, es cierto —asintió Harry Sweeney—. Su chófer nos ha dicho que el presidente Shimoyama pasó por aquí ayer por la mañana. ¿Es correcta esa información, señor?

El presidente asintió con la cabeza.

—Sí. Después de que ayer anunciasen en las noticias que el presidente Shimoyama había desaparecido, el señor Kashiwa, que es el responsable de la sección de las cajas de seguridad, vino a verme. Me dijo que el presidente había estado aquí ayer, poco después de que abriésemos.

—Entonces, ¿ayer por la mañana el señor Kashiwa trató personalmente con el presidente?

El director volvió a asentir con la cabeza.

—Sí, creo que sí.

—¿Trabaja hoy el señor Kashiwa?

—Sí, está trabajando.

—¿Puede llevarnos a verlo, por favor, señor? —solicitó Harry Sweeney—. Gracias.

—Por supuesto —respondió el director. Los condujo fuera de su despacho y los llevó por otro pasillo. Abrió una puerta y les hizo pasar. Otro hombre ya se estaba levantando de detrás de su mesa, otro hombre con cara de preocupación, y el director le dijo—: Señor Kashiwa, estos caballeros son detectives del Departamento de Protección Civil. Han venido por el presidente Shimoyama. Desean hablar con usted sobre el presidente.

—¿Es cierto que el presidente ha muerto? —preguntó el señor Kashiwa—. He oído por la radio que han encontrado su cadáver en la línea Jōban.

—Lamentablemente, es cierto —dijo Harry Sweeney otra vez—. Estamos tratando de averiguar las actividades que el presidente hizo ayer. Tenemos entendido que visitó su banco temprano y que trató con usted personalmente.

—Sí —asintió el señor Kashiwa.

—¿Lo ha notificado a la Policía Metropolitana?

—Ejem, no —contestó el señor Kashiwa, mirando al director, su superior—. Después de enterarme de que el presidente había desaparecido, hablé con el director. Le dije que el presidente Shimoyama había visitado la sucursal ayer por la mañana, y hablamos de qué debíamos hacer…

—Sí —lo interrumpió el director—. Es correcto. Hablamos de qué hacer, sí.

—¿Y qué hicieron? —inquirió Harry Sweeney.

—Bueno, ejem —dijo tartamudeando el director—. Decidimos que debíamos informar a la oficina central de los Ferrocarriles Nacionales. De modo que los llamé por teléfono y les dije que el presidente Shimoyama había visitado nuestra sucursal esa mañana. Poco después de que abriésemos.

—¿Y con quién habló?

—Con el secretario del presidente, creo.

—¿Y qué le dijo él?

—Me dio las gracias y dijo que avisaría a la policía.

Harry Sweeney asintió con la cabeza.

—Entiendo. ¿Y la policía se ha puesto en contacto con ustedes? ¿Les han hecho una visita?

—¿La policía japonesa? —preguntó el director—. No. Todavía no. Pero he pensado que por eso habían venido ustedes. Porque llamamos por teléfono.

Harry Sweeney volvió a asentir con la cabeza. Se volvió hacia el señor Kashiwa.

—¿A qué hora exactamente pasó por aquí el presidente Shimoyama?

—Aproximadamente a las nueve y cinco o y diez, creo. Sí.

—¿Y cuál fue el motivo de su visita?

—El presidente pidió la llave de su caja de seguridad. Yo le di la llave. Él bajó al sótano, a las cajas de seguridad. Luego devolvió la llave y se fue.

—¿Y a qué hora fue eso?

El señor Kashiwa se acercó a un armario. Abrió un cajón. Sacó un expediente. Miró el expediente y dijo:

—A las nueve y veinticinco. Lo anotamos todo. Llevamos un registro.

—¿De modo que el presidente Shimoyama estuvo en el sótano aproximadamente entre quince y veinte minutos? —quiso saber Harry Sweeney—. ¿Con su caja de seguridad?

—Sí, señor —respondió el señor Kashiwa.

—¿Estuvo presente alguno de sus empleados?

—No, señor.

—¿Había algún otro cliente en ese momento?

—No, señor. Solo puede bajar una persona cada vez.

—Entonces, ¿estuvo solo en el sótano?

—Sí, señor.

—¿Y esa es la política del banco?

—Sí —contestaron al unísono el señor Kashiwa y el director.

Harry Sweeney asintió con la cabeza y a continuación preguntó:

—¿Y cuánto hace que el presidente Shimoyama tiene una caja de seguridad en su banco?

—En realidad, no hace mucho —dijo el señor Kashiwa, mirando otra vez el expediente que tenía entre las manos—. Sí. Solo lo tiene desde el primero de junio de este año. Poco más de un mes.

—¿Y con qué frecuencia pasa por aquí?

—Bastante a menudo —respondió el señor Kashiwa—. Al menos una vez a la semana. Según este expediente, el presidente Shimoyama estuvo aquí anteayer, por ejemplo.

—¿A qué hora?

—A ver, a las dos y cuarenta de la tarde del cuatro.

—¿Y la última visita antes de esa?

—El treinta del mes pasado.

—Gracias —dijo Harry Sweeney—. Ahora necesitaremos ver la caja de seguridad. El contenido de la caja.

El señor Kashiwa miró al director, el director miró al señor Kashiwa, y el señor Kashiwa dijo:

—Pero…

—No podemos abrir la caja sin el permiso del titular de la caja de seguridad —terció el director—. Sin la autorización de un familiar, no…

—El presidente Shimoyama ha muerto —dijo Harry Sweeney—. La Comandancia Suprema Aliada está investigando las circunstancias de su muerte. Es toda la autorización que nosotros o ustedes necesitamos.

Los dos hombres asintieron con la cabeza, los rostros lívidos y pálidos, y el director susurró:

—Disculpe. Por supuesto, enseguida.

Harry Sweeney y Susumu Toda salieron del despacho detrás del director y el señor Kashiwa. Recorrieron el pasillo y bajaron la escalera. Al sótano, al cuarto. Un cuarto estrecho lleno de cajas, unas paredes altas de cajas, cada caja con un número y cerrada con llave. El señor Kashiwa giró una llave y sacó una caja: la número 1261. A continuación el señor Kashiwa llevó la caja 1261 a las mesas particulares situadas al final del cuarto, colocó la caja sobre una de las mesas, metió otra llave en la cerradura y se apartó de la caja 1261.

Harry Sweeney y Susumu Toda se quedaron enfrente de la caja, con la llave colgando, esperando en su cerradura. Harry Sweeney echó un vistazo a Susumu Toda, mientras Susumu Toda miraba la tapa. Harry Sweeney giró la llave en la cerradura y levantó la tapa de la caja. Introdujo la mano en la caja 1261 y sacó un estrecho paquete envuelto en papel de periódico. Desdobló el periódico. Encima del papel que tenía en la mano había tres fajos de billetes de cien yenes. Puso el papel y los billetes sobre la mesa al lado de la caja. Metió otra vez la mano en la caja 1261. Extrajo unos títulos de unas acciones. Los colocó sobre la mesa al lado de la caja. Volvió a meter la mano en la caja 1261. Sacó la escritura de propiedad de una casa. Consultó la dirección. La escritura correspondía a la residencia familiar del distrito de Ota. La puso sobre la mesa al lado de la caja. Metió de nuevo la mano en la caja 1261. Extrajo cinco billetes de un dólar. Los colocó sobre la mesa al lado de la caja. Volvió a meter la mano en la caja 1261. Sacó un pergamino enrollado. Desató el pergamino y lo desenrolló. Se trataba de un grabado de un hombre y una mujer manteniendo relaciones sexuales. Enrolló y ató otra vez el pergamino. Lo puso sobre la mesa al lado de la caja. Se quedó mirando la caja de la mesa. La caja 1261 ya vacía. Harry Sweeney se volvió hacia Susumu Toda, mientras este escribía en su bloc.

 

—¿Hemos terminado? —preguntó.

—Sí —contestó Toda—. Lo tengo todo, Harry.

Harry Sweeney se volvió hacia la mesa. Recogió el pergamino y lo guardó en la caja. Recogió los billetes de dólar y los guardó en la caja. Recogió la escritura de propiedad de la casa y la guardó en la caja. Recogió los títulos de las acciones y los guardó en la caja. Recogió el periódico y los fajos de billetes de cien yenes. Consultó la fecha del periódico: 1 de junio de 1949. Dobló el periódico alrededor del dinero y lo guardó en la caja. Cerró la tapa de la caja y giró la llave en la cerradura. Se apartó de la caja y de la mesa.

—Gracias por su cooperación, caballeros —dijo Harry Sweeney, volviéndose hacia el director y el señor Kashiwa—. La Policía Metropolitana también les pedirá ver el contenido de la caja. Pero, por favor, asegúrense de que un miembro de la familia Shimoyama está presente cuando les abran la caja. Y, por favor, no mencionen nuestra visita ni a la familia ni a la policía.

—Madre de Dios, Harry —dijo suspirando el jefe Evans—. Qué putada.

—Sí, jefe —convino Harry Sweeney—. Muy grande.

El jefe Evans se restregó los ojos, se pellizcó el puente de la nariz, meneó otra vez la cabeza, suspiró de nuevo y dijo:

—Bueno, dime, ¿qué tienes, Harry?

Harry Sweeney abrió el bloc y leyó:

—Poco después de la una cero cero horas, el cuerpo mutilado y parcialmente desmembrado de Sadanori Shimoyama fue descubierto cerca de un puente de ferrocarril de la línea Jōban, en las inmediaciones de la estación de Ayase, al norte de Ueno. Empleados de los Ferrocarriles Nacionales identificaron el cadáver en torno a las tres cero cero gracias a un abono de tren, una tarjeta de visita y otros documentos hallados en el cuerpo. Directivos de la oficina central de los Ferrocarriles Nacionales confirmaron la identificación aproximadamente a las cuatro cero cero horas. La familia fue informada poco después. Las investigaciones preliminares indican que el cuerpo de Shimoyama había sido arrollado por un tren, aunque todavía no se ha determinado si esa fue la causa de la muerte. El cadáver ha sido trasladado a la Universidad de Tokio para su autopsia.

—¿Cuándo estarán los resultados?

Harry Sweeney cerró el bloc, se encogió de hombros y dijo:

—En algún momento de esta tarde, jefe. Con suerte.

El jefe Evans volvió a restregarse los ojos, se pellizcó otra vez el puente de la nariz y preguntó:

—Bueno, ¿qué opina usted, Harry?

Harry Sweeney se encogió nuevamente de hombros.

—No lo sé, jefe.

—Venga ya, Harry —dijo el jefe Evans, dando un manotazo en la mesa—. Vamos, usted ha estado allí, ha visto la escena del crimen y el cadáver. Dígame qué opina, por el amor de Dios. ¿Qué coño cree que pasó?

Harry Sweeney negó con la cabeza.

—Jefe, con el debido respeto, en su vida ha visto una escena del crimen más jodida ni alterada. Primero, el sitio estaba inundado porque caían chuzos de punta, y luego montones de botas lo pisaron yendo de un lado a otro. Trozos del hombre repartidos por la vía, la cara colgando… Un brazo aquí, un pie allá. Recogieron la ropa y la cambiaron de sitio. No quedó nada in situ. Se pasaron por el forro de los cojones todas las prácticas elementales. La última persona en llegar a la escena fue el puñetero forense…

—Pero usted estuvo allí, Harry.

—Sí, estuve allí.

—Pues venga, ¿qué opina? ¿Estaba ese hombre muerto o vivo cuando el tren lo atropelló?

Harry Sweeney volvió a negar con la cabeza, se encogió otra vez de hombros y dijo de nuevo:

—No lo sé, jefe. Pero si no fue un suicidio, quisieron que lo pareciera. Y si fue un montaje, lo han hecho muy bien.

—Joder —exclamó el jefe Evans, levantándose de detrás de su mesa y acercándose a la ventana. Miró el cielo gris sobre la ciudad y dijo suspirando—: En cualquier caso, es una putada.

Harry Sweeney asintió con la cabeza.

—Sí, señor. Muy grande, señor.

—¿Ha leído los periódicos esta mañana, Harry?

—No, señor. Todavía no.

—Pues seiscientos sindicalistas ocuparon una oficina del ferrocarril en Fukushima. Sacaron a los funcionarios a rastras. Hicieron falta doscientos policías para poner orden. Por lo visto, algunos de los prisioneros de guerra que han vuelto se les unieron, todos cantando Bandera roja. Así que se puede imaginar lo que dirá el general Willoughby de todo esto.

—Sí, señor.

—Qué putada —repitió el jefe Evans, apartándose de la ventana y volviendo a su mesa. Se sentó, miró al otro lado de la mesa y dijo—: El general ha convocado una reunión para esta tarde en su oficina. El coronel Pullman y yo asistiremos, y quiero que usted me acompañe, Harry. En el despacho del general, a las siete en punto. Traiga todo lo que tenga.

—Entonces, ¿quiere que siga en el caso, jefe?

—¿Hace falta que lo pregunte?

—Perdone, señor.

—Ahora mismo no hay nada más importante que esto. Si resulta que el hombre se tiró al tren, caso cerrado. Podrá volver a perseguir gánsteres. Pero si Shimoyama fue asesinado, y esperemos todos que así fuera, no hay nada más importante que esto.

—Entiendo, señor.

—Eso espero, Harry. Porque quiero que se concentre exclusivamente en esto. Quiero cada migaja de información que pueda conseguir. No quiero ir a la reunión de esta tarde con excusas de mierda y un expediente lleno de aire. Más vale que tengamos algo, ¿de acuerdo?

—Sí, señor. Entiendo, jefe.

—Pues al tajo…

De nuevo en la habitación 432, de nuevo tras su escritorio, Harry Sweeney volvió al tajo. Tenía a Susumu Toda al teléfono con la jefatura de la Policía Metropolitana mendigando migajas, cualquier cosa. Tenía el bloc abierto y pasaba las páginas, de un lado a otro, escribiendo a máquina fragmentos, escribiendo a máquina pedazos, todo migajas, migajas de nada, nada en absoluto, mirando el teléfono, esperando que sonase, que sonase con una noticia, con una exclusiva, con cualquier cosa.

Escuchaba tacones y suelas que subían escaleras y recorrían pasillos, cisternas que se vaciaban y grifos que se abrían, puertas que se abrían y puertas que se cerraban, armarios y cajones, ventanas abiertas de par en par y ventiladores que daban vueltas, plumas estilográficas que rascaban y teclas de máquinas de escribir que golpeteaban, mirando el teléfono, esperando a que sonase.

—A la mierda —dijo Harry Sweeney, poniéndose la chaqueta y cogiendo el sombrero—. Susumu, ¿has conseguido algo?

—Nada, Harry. El cuerpo está en Todai, pero no empezarán la autopsia hasta esta tarde. Tienen a todos los hombres disponibles en Mitsukoshi o en Ayase, escudriñando.

—Está bien —dijo Harry Sweeney—. Consigue un coche y trae la documentación. Es absurdo quedarse aquí esperando a que nos pongan al día. Venga, vamos.

Se alejaron en coche del edificio de la NYK. Recorrieron la avenida B. Sin Bill Betz ni Ichiro. Shin, el chaval nuevo, iba al volante, y Susumu Toda en la parte trasera con Harry Sweeney. Con las dos ventanillas de la parte delantera abiertas y dejando entrar una corriente cálida y húmeda en el coche, Harry Sweeney miraba la carretera, los vehículos y los camiones, las motos y las bicicletas, los edificios que pasaban, los edificios que desaparecían, los postes del telégrafo, los cables del telégrafo, un árbol aquí y otro allá, la gente que iba, la gente que venía, de marrón y gris, de verde y amarillo, mientras escuchaba a Susumu Toda traducir las noticias, en negro sobre blanco:

—En las primeras ediciones de todos los periódicos, Shimoyama todavía consta como desaparecido, y los artículos principales recogen lo que ha dicho Ōnishi, el chófer, y declaraciones de la compañía de ferrocarriles y de su esposa. Nada que no sepamos ya, aunque según el Yomiuri, el chófer dice que no los seguían y que Shimoyama dejó su maletín y su fiambrera en el coche. El Asahi y el Mainichi ya han sacado ediciones extra con la noticia del descubrimiento del cadáver, detalles de la escena del crimen (la situación, la identificación, descripciones bastante gráficas del cadáver), y en el Ayashi incluso pone que «se ha dicho» que el cadáver tiene un orificio de bala.

—Sí —dijo Harry Sweeney—. ¿Quién lo ha dicho?

—No lo pone —contestó Susumu Toda.

—¿Tienes el Stars and Stripes?

—Cuando nos hemos marchado todavía no había salido.

—Disculpe, señor —terció el chófer—. Ya hemos llegado, pero…

—Mierda —dijo Susumu Toda—. Mira, Harry.

La calle tranquila y con sombra ya no era tranquila; estaba bordeada de coches y llena de gente. Coches aparcados en doble fila, coches que bloqueaban la carretera, gente que empujaba para ver mejor, gente que se estiraba para ver por encima de los muros. Entre los setos, entre las ramas. Periodistas y cámaras, vecinos y espectadores. Agentes uniformados apartaban a las multitudes a empujones, y les costaba mantenerlas a raya.

—Aparca cuesta abajo —dijo Susumu Toda, y Shin, el chófer, asintió con la cabeza, bajó por la cuesta hasta el pie, paró y aparcó.

Harry Sweeney y Susumu Toda se apearon del coche. Sacaron los pañuelos y se secaron el cuello. Guardaron los pañuelos y se pusieron los sombreros. Y a continuación volvieron cuesta arriba, hasta lo alto, hasta la casa del dolor, aquella casa de duelo, sus setos oscuros, sus árboles inclinados. Se abrieron paso a empujones entre el gentío peleándose por llegar a la puerta de piedra. Enseñaron las placas del Departamento de Protección Civil a los agentes uniformados, los agentes uniformados les dejaron pasar por la puerta de piedra, Harry Sweeney y Susumu Toda la cruzaron y recorrieron el breve camino de entrada. Los sombreros fuera de las cabezas, los sombreros en las manos, mientras se acercaban a la puerta, la puerta del dolor.

Dos japoneses de mediana edad estaban saliendo de la casa en dirección a Harry Sweeney y Susumu Toda. Uno era alto y delgado y el otro bajo y gordo. Los dos de negro, los dos de duelo. Miraron fijamente a Harry Sweeney y Susumu Toda, pero no se dirigieron a ellos. Se limitaron a mirarlos al pasar. Harry Sweeney se volvió para ver cómo se marchaban, y el alto se volvió para mirar hacia atrás. Para mirar hacia atrás a Harry Sweeney. Harry Sweeney se volvió hacia el agente apostado en la puerta de la casa. La casa del dolor, esa casa de duelo. Con el sombrero en una mano y la placa en la otra, Harry Sweeney preguntó:

—¿Quiénes eran esos dos hombres?

El agente aspiró entre dientes, negó con la cabeza y dijo:

—Lo siento, señor. No lo sé.

—Tiene que saberlo, agente. De ahora en adelante, anote el nombre de todas las visitas que entren en la casa. ¿Entendido?

—Sí, señor. Entendido, señor.

Harry Sweeney asintió con la cabeza, y él y Susumu Toda entraron en la casa. La casa del dolor, esa casa de duelo. El aire cargado, el aire enrarecido. Gente en el pasillo, gente en la escalera. En cada puerta, en cada habitación. De negro, de duelo. Se volvían para mirar a Harry Sweeney y Susumu Toda, se volvían para clavar los ojos a Harry Sweeney y Susumu Toda. Ojos llenos de lágrimas, ojos llenos de acusaciones. Que culpaban a todos los estadounidenses, que culpaban su Ocupación. Susumu Toda meneaba la cabeza y susurraba:

—¿A qué cojones hemos venido, Harry?

—A presentar nuestros respetos —respondió Harry Sweeney—. Y a mirar y escuchar. Así que mira y escucha, Susumu. Mira y escucha.

—Gracias por venir —dijo un hombre que bajaba la escalera—. Soy Tsuneo, el hermano pequeño de Sadanori.

 

Harry Sweeney y Susumu Toda le hicieron una reverencia. Los dos le dieron el pésame, se disculparon por la intromisión, y acto seguido Harry dijo:

—¿Podemos hablar con usted un momento en privado, señor?

—Sí, claro —contestó Tsuneo Shimoyama.

Señaló una de las habitaciones del pasillo, y Harry Sweeney y Susumu Toda siguieron a Tsuneo Shimoyama a la estancia. Los cuatro hijos de Sadanori Shimoyama estaban sentados a solas en esa habitación. Las cabezas gachas en silencio, las manos en el regazo. Tsuneo Shimoyama pidió a los chicos que saliesen. Ellos asintieron con la cabeza, se levantaron y se fueron mientras Tsuneo Shimoyama pedía a Harry Sweeney y Susumu Toda que se sentasen y les preguntaba si les apetecía té. Ellos declinaron la oferta, y entonces Harry Sweeney dijo:

—Lamentamos mucho inmiscuirnos en un momento tan delicado, pero necesitamos hacerle unas preguntas, señor.

—Por supuesto —asintió Tsuneo Shimoyama—. Lo entiendo.

—Gracias por su comprensión —dijo Harry Sweeney—. Trataremos de que sea lo más rápido posible. ¿Podría decirnos dónde estaba cuando se enteró de que su hermano había desaparecido, señor?

—Me enteré por la radio, en las noticias. Las noticias de las cinco. Vine aquí directamente. Llegué aproximadamente una hora más tarde. De hecho, me dijeron que por poco no había coincidido con usted, señor Sweeney. Y he estado aquí desde entonces.

—¿Con qué frecuencia veía a su hermano, señor?

—Lo veía con regularidad, casi cada semana. Dependiendo de su trabajo y del mío, claro. Pero, sí, lo veía a menudo.

—¿Y cuándo fue la última vez que lo vio?

—Hará una semana.

—¿Cómo estaba él? ¿Cómo lo vio?

Tsuneo Shimoyama giró ligeramente la cabeza a la derecha. Suspiró y dijo:

—Bueno, estaba muy estresado. Yo ya lo sabía. Todos lo sabíamos. Todo el mundo lo sabía. Pero mi hermano siempre hacía un gran esfuerzo por estar alegre. Un esfuerzo tremendo, señor Sweeney. De todas formas, yo sabía que tenía problemas para dormir y que estaba mal del estómago. Pero solía pasarle en esta época del año. Aun así, siempre estaba muy alegre. Siempre.

—Aparte del estrés de su cargo, ¿su hermano tenía otras preocupaciones, económicas o personales?

—No, señor Sweeney. No que yo supiera.

—¿Y cree que se habría enterado si él hubiera tenido otras preocupaciones? Estaban unidos, ¿no?

—Sí —contestó Tsuneo Shimoyama—. Estábamos muy unidos, y por eso no creo que tuviera otros problemas, otras preocupaciones. Solo el trabajo, especialmente los despidos.

—Lamento ser tan directo, señor —dijo Harry Sweeney—, pero ¿alguna vez oyó hablar a su hermano de suicidio?

—No. Nunca.

—Entonces, para que nos quede muy claro, ¿no cree que su hermano se suicidara, señor?

—No —repitió Tsuneo Shimoyama—. Pero sé que es lo que piensa la gente y lo que andan diciendo por ahí. Pero, no, mi hermano no se quitaría la vida. Además, su mujer y sus hijos han dicho que ayer por la mañana estaba especialmente de buen humor cuando se fue de casa. Mi hermano estaba deseando volver a ver a su hijo mayor, Sadahiko. Volvía de Nagoya anoche. Si mi hermano hubiera tenido intención de suicidarse, habría sido después de ver a su hijo mayor, ¿no?

Harry Sweeney asintió con la cabeza.

—Sí. Supongo.

—Y también habría sido lógico haber dejado sus asuntos en orden para evitarnos a su mujer y sus hijos y a nuestra familia ese trabajo. Pero ni siquiera había ordenado su escritorio antes de irse de casa. Así que, a pesar de lo que la gente cree y dice, estoy totalmente seguro de que no se suicidó, señor Sweeney.

—Gracias —dijo Harry Sweeney—. Le agradezco que sea tan franco y que se mantenga tan firme. Nos es de gran ayuda.

Tsuneo Shimoyama suspiró. Meneó la cabeza y dijo:

—Perdone, señor Sweeney. Tal vez esté siendo demasiado franco y demasiado firme. Pero todos estamos absolutamente conmocionados. Y que la gente insinúe que mi hermano…

—Lo sé. Lamento que tengamos que preguntárselo…

—No, no, señor Sweeney. Ustedes no, la policía no. Ustedes solo hacen su trabajo. Ya lo sé, ya lo sabemos. Pero ha habido personas, incluso supuestos amigos de mi hermano, que nos han visitado proponiendo que dijéramos que mi hermano se había quitado la vida. Incluso nos han animado a emitir un comunicado a ese respecto.

—¿De verdad? ¿Quién? ¿Cuándo?

—Hace solo un momento. Dos caballeros han venido a presentar sus respetos, pero nos han aconsejado que redactáramos una nota de suicidio y la publicáramos en los periódicos.

—¿Diciendo qué?

—Que mi hermano no quería despedir a noventa y cinco mil empleados. Que pedía disculpas con su muerte en beneficio de todos los afectados. Por el bien de Japón.

—¿Quiénes eran esos dos hombres, señor?

—Un tal señor Maki y un tal señor Hashimoto. El señor Maki es miembro de la Cámara Alta y el señor Hashimoto es el exdirector de la compañía de ferrocarriles. El señor Hashimoto ya está jubilado, pero mi hermano incluso se alojó con él y su mujer cuando los dos trabajaban en Hokkaido. No puedo creer que sugieran siquiera algo así. Es intolerable. Intolerable.

—¿Por qué han dicho eso, señor? ¿Cuáles eran sus motivos?

Tsuneo Shimoyama volvió a suspirar y a continuación dijo:

—Si publicábamos una nota de suicidio como esa en los periódicos, con una fotografía de la nota, al sindicato y los empleados les daría lástima, y así todas las disputas con la corporación se resolverían. Y entonces Japón y el mundo recordarían a mi hermano como un mártir y un gran hombre. O eso han dicho.

—¿Y usted qué les ha contestado, señor?

—No he dicho nada. No he parado de imaginarme la cara de mi hermano y a su mujer y sus hijos. He sido incapaz de hablar.

—Bueno, gracias por hablar con nosotros, señor —dijo Harry Sweeney—. Pero me temo que debo seguir importunándole y preguntarle si podemos hablar un momento con la señora Shimoyama. Ayer hablamos con ella, y nos gustaría darle el pésame, si es posible, señor.

—Por supuesto —dijo Tsuneo Shimoyama, levantándose—. Está arriba. Le acompañaré, señor Sweeney.

Harry Sweeney y Susumu Toda siguieron a Tsuneo Shimoyama fuera de la habitación al atestado pasillo. Atravesaron las lágrimas y las acusaciones. Subieron la escalera y entraron en la habitación. La misma habitación de la tarde del día anterior: la misma mesa de madera y el mismo armario grande. Ahora desprovista de esperanza, sin una oración, impregnada de dolor, empapada de duelo. Con su kimono oscuro, su rostro pálido y un retrato enmarcado de su difunto marido en la mesa baja delante de ella, la señora Shimoyama miró a Harry Sweeney, le clavó los ojos. Pero sus ojos no acusaban, solo suplicaban.

Que no estuviese pasando, no…

Que nada de eso fuese cierto.

Pero Harry Sweeney y Susumu Toda se arrodillaron ante la mesa baja e hicieron una reverencia ante la señora Shimoyama, ante el retrato de su marido, el retrato interpuesto entre ellos.

—Disculpe que la molestemos, señora —dijo Harry Sweeney—. Y perdónenos por entrometernos en un momento como este, pero queremos darle nuestro más sentido pésame, señora.

—Gracias —contestó la señora Shimoyama, desviando la vista de Harry Sweeney y Susumu Toda y mirando el retrato de su marido posado sobre la mesa. Con los dedos en el marco, los dedos en el cristal, dijo, susurró—: Cuando me enteré de que habían encontrado el coche en Mitsukoshi pero mi marido seguía desaparecido, cuando usted se estaba yendo después de estar aquí, supe que él estaba muerto. Lo supe entonces. En el fondo.

Harry Sweeney asintió con la cabeza, en silencio, esperando.

—Sé que mi marido a veces para en el banco de camino a la oficina. Sé que a veces va de compras a Mitsukoshi. Pero sabía que no habría ido a comprar ayer por la mañana. Ayer por la mañana no habría ido sin avisar. Nunca iba sin avisar, y menos cuando estaba tan ocupado. Estaba ocupadísimo, señor Sweeney.

—Lo sé —asintió Harry Sweeney.

—Entonces lo supe, ¿entiende? Supe que algo iba mal. El coche estaba en los grandes almacenes, pero mi marido no. Cuando usted estuvo aquí, cuando se estaba yendo, lo supe, lo supe sin más. Pero luego recibimos esa llamada telefónica, y entonces volví a tener esperanza.