Read the book: «Siberia. Un año después»

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Daniela Alcívar Bellolio


Daniela Alcívar Bellolio nació en Guayaquil en 1982, y vivió en Buenos Aires entre 2005 y 2017. Es escritora, crítica literaria, investigadora académica y editora.

Ha publicado la novela Siberia (Premio Joaquín Gallegos 2018, Premio La Linares 2018), el libro de relatos Para esta mañana diáfana (2016) y los libros de ensayo Pararrayos. Paisajes, lecturas, memorias (2016) y El silencio de las imágenes (2017). Es editora general en la editorial ecuatoriana Turbina y miembro del Comité Editorial de la revista Sycorax. Actualmente dirige, en Quito, el Centro Cultural Benjamín Carrión.

Candaya Narrativa, 64

SIBERIA. UN AÑO DESPUÉS

© Daniela Alcívar Bellolio

Primera edición impresa: diciembre de 2019

© Editorial Candaya S.L.

c/ Bòbila, 4 - Barcelona

08004 Barcelona

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Francesc Fernández

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN:978-84-15934-96-7

Depósito Legal:B 27126-2019

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte



Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

ÍNDICE

PORTADA

AUTORA

CRÉDITOS

ÍNDICE

SIBERIA

UN AÑO DESPUÉS

SIBERIA

[Imagina la violencia de la claridad,

la perversidad de lo que se revela a sí mismo intensamente matando la sombra que antes calmaba

los designios remotos del paisaje]

Mónica Ojeda

Me distraigo en la agitación de las copas de unos árboles lejanos, deben ser de algún pulmón de manzana. Tengo la marca de los dedos de Julián en el brazo derecho. Si la toco, me duele. Pienso que se hará morada, y que su forma de mano será imposible de ocultar. He sentido un miedo intenso y un desprecio sin medida. Nunca antes me había visto maniatada por una fuerza física que no pudiera controlar. Me agarró del brazo cuando le dije que me largaba, me lo agarró con tanta fuerza que ahora está marcado. Lo miré a los ojos y vi esa acuosidad descolocada de los ebrios: reconocí ahí a mi padre también, esa película líquida empañando el color del iris, amarilleando el blanco, enrojeciendo las venitas mínimas que surcan ese territorio curvo. Me miró así, ebrio e impotente, y yo sentí miedo porque nunca me habían agarrado de ese modo, nunca había sentido que no podría zafarme a menos que el otro decidiera soltarme. Miedo y violencia, ganas de golpear, de escupir, de gritar.

Me distraigo con esos árboles agitándose con el viento de primavera y siento el cosquilleo en el brazo. El odio me viene en raudales y el cuerpo se me estremece en cada oleada. Algo así como el deseo, que cuando me domina me escamotea el pensamiento y cintila en mis miembros y vibra en mi cerebro como una cabalgata desbocada de animales salvajes. Es peculiar esta excitación que tengo: no distingo bien, ahora, el miedo del odio, tampoco el obstinado amor del deseo de romper algo dentro de mí, de decir algo que no pueda ser nunca recuperado. Pero desconfío de este impulso, me remito al recuerdo de toda ocasión de furia y su resultado invariable: el silencio. La benevolencia idiota o la lentitud mental que me hacen callar ante la ofensa. Corre una brisa tibia y esas hojas siguen moviéndose tranquilas. Llegué hasta acá desde Flores sin darme cuenta del recorrido a pie: ahora siento el latido del corazón en mis muslos, que palpitan. El sol se está filtrando entre los árboles florecidos y escucho el ronroneo de los cables eléctricos sobre mi cabeza. Es pacífica la primavera, la veo pasar en esta calle desierta: miles de partículas se desprenden de los plátanos y van volando, diagonales, por el aire. Todo se ilumina y se entrega en el mundo, todo aparece.

Quiero escribirle al Díaz y decirle que lo he amado siempre, que quisiera hacer el amor con él. Quisiera mostrarle mi brazo marcado y entregarme patéticamente a sus brazos. Siento un poco de asco de mis fantasías. Hasta ahí llegaría mi furia, supongo. Hasta sentir ese olor familiar que tantos años de intermitencia no han podido despejar de mi nariz. Por jugar, porque me conozco pusilánime, el terror al rechazo como móvil de todo, busco en mi teléfono su número: aparece junto a su foto en miniatura. Última conexión: 10:37 a. m., hace tres minutos. Qué palpitante cercanía me produce imaginarlo revisando su teléfono en el mismo momento en que yo volvía a recordarlo apretándome la cintura contra su cuerpo. Aunque esté en Quito y yo en Buenos Aires. Cómo iría, me pregunto, esa conversación: entre la sorpresa y la incomodidad, sin saber qué decir. Luego, el desaliento, la constatación de que es mejor no hablar de cosas que ya no existen. Por supuesto que no le contaría que Julián me acaba de agarrar del brazo tan fuertemente después de una noche de borrachera que me lo dejó morado, con la exacta marca de su mano surcándome la piel. No lo haría porque su respuesta sería asquerosamente razonada y estéril, no me diría que tome un avión y vaya a su casa, que me esperaría con el desayuno listo y la música que nos gusta. Nada de eso. Me aconsejaría ponerme a resguardo hasta que pase la violencia y luego intentara dialogar. Que hablara con mi familia. Las respuestas de un perfecto cuarentón goleado por la vida. Cuando pienso en la verdad del Díaz, en su monótona realidad cotidiana, me acuerdo de las razones por las que nunca vencí la resistencia, que no lograba explicarme del todo, a entablar con él algo más que esa serie de encuentros que definieron nuestra vida juntos por ocho meses. Aún en medio de toda esa furia amorosa sabía que tarde o temprano le vencerían sus ganas de ser una persona de bien, un buen quiteño envejeciendo con dignidad.

Me asombra constatar hasta qué punto estoy quedada en el tiempo. Debe ser un efecto secundario de haberme ido hace tantos años; ha quedado todo tan difuminado en esa distancia que mi imaginario sigue siendo el de mis veinte años: romántico y cursi, exagerado, abierto, expuesto, luminoso, etílico, salvajemente sincero. Nada de eso existe, y tal vez no existió nunca. Por eso fantaseo, con el teléfono en la mano, sentada en la vereda de una calle de Villa Santa Rita, con tocar apenas la foto en miniatura del Díaz y que eso desencadene de nuevo la convulsa estupidez de los años anteriores a mi partida.

Me pregunto si se habrá dormido ya Julián. Porque ahora quiero furiosamente volver a casa y abrazarlo.

Tranquila y silenciosa mañana de entresemana en San Vicente. Nadie en el condominio. Julián y yo guardábamos un silencio que nada interrumpía, salvo el rumor del mar y el zumbido de algunas moscas parecido al zumbido de los cables sobre mi cabeza ahora mismo en Santa Rita. Esas moscas se me posaban en las piernas y en las manos, atraídas por el olor a coco del protector solar. El azul del agua de la piscina destellaba con el sol que estaba en medio del cielo sin una nube que lo atenuara. Boca arriba con los ojos cerrados, la luz relampagueaba debajo de mis párpados, formaba constelaciones y rutilaba sin control. Sentía la mirada de Julián sobre mí y el peso de su silencio implacable. Juan y la novia estaban en el departamento, cogiendo. No habían parado desde que se conocieron. Yo acepté la invitación a la playa por puro despecho, porque el Díaz me había tratado mal (me destratas, me acuerdo que le dije, y yo misma sentí el peso de la fealdad y la exactitud de esa palabra sobre mi cabeza: “me destratas”.), y porque ya no quería estar cerca del Paco, que apuntalaba mi culpa con su bondad ilimitada.

Todos los sonidos mínimos de los alrededores de esa piscina en San Vicente se acentuaron poco a poco para rodear al silencio de Julián. Los chillidos de las gaviotas y hasta sus alas tensas contra el viento, el zumbido de las moscas más cerca y más lejos, la respiración que se hacía pesada con la acumulación del calor en el cuerpo. A veces, algo mínimo que caía en el agua y luchaba unos segundos antes de rendirse a la inminencia del ahogo, a veces también el roce del pecho de alguna golondrina de mar (¿hay golondrinas en San Vicente?) contra la superficie de la piscina, apenas un roce, un deslizamiento instantáneo y ágil, una forma de tentar a su suerte que tienen esos pájaros, de probar su habilidad para descender a nuestra altura y volver a tomar vuelo, con la frescura del agua contra el pecho al viento.

Todo eso y el silbido tibio de la brisa, la frecuencia sorda de los rayos del sol que caían sobre mi cuerpo, y otra vez el rumor del mar a lo lejos y alguna voz de repente y quizá una radio encendida más lejos aun, todo eso y la rotación del mundo que también tenía su sonido particular esa mañana, todo rodeaba el silencio de Julián. Habíamos hecho el viaje en bus desde Quito en completo silencio, uno al lado del otro toda la noche sin decirnos nada, mientras Juan y la novia se descuartizaban en otro asiento. Una sola vez intenté conversar y el monosílabo que recibí de respuesta me silenció el resto del camino. Ahora era evidente que no veríamos a la pareja hasta el regreso y eso me inquietó. Estaba por arrepentirme de haber ido, y preferí tirarme al agua. Julián miraba algún segmento del aire, también recibiendo de lleno el sol, sin inmutarse. Cuánto silencio se puede cargar encima, pensé yo por él y por mí. Qué es esto. Cuatro días de esto. ¿Cuatro días de esto?

Me fijo dónde estoy: Magariños Cervantes y Campana. Estoy cerca de Pablo y Laura. Ahora me pregunto por qué, en plena furia, caminé hacia Santa Rita y no hacia Caballito, hacia Parque Chacabuco, hacia Floresta. Son casi las once de la mañana y calculo que seguirán dormidos un par de horas más. Él salió de casa tan ebrio como Julián. Me pregunto si Lau tuvo que forcejear demasiado. Quisiera tocarles el timbre pero no me atrevo. Siempre el miedo a la impertinencia. Mis muslos han dejado de palpitar y siento en la espalda el fresco de la pared contra la que estoy apoyada. La mañana sigue tan impasible como cuando salí de Flores. Ni un auto entorpece esta paz que empieza a perturbarme y que quiero interrumpir. Quisiera tocarles el timbre y ver salir por la puerta a Lau despeinada con sus rizos incontrolables y su cara de sueño, hermosa y con esa continua y tan abierta disposición a todo. Pasa caminando frente a mí una torcaza pequeña, parda e inexperta. Me mira un segundo, yo pienso instantáneamente: si tuviera un poco de pan. Me acuerdo de Garay, la torcaza bebé que encontré temblando de frío en la vereda de mi casa, cuando un hombre trataba de alimentarla con mortadela. No tenía plumas sino todavía esa pelusa de los recién nacidos. Murió de algún problema respiratorio justo cuando parecía estar lista para volver a volar, cuando me veía entrar y batía las alas de alegría y abría el pico para que le diera de comer. Le sonreí al ave, tonta como soy en estas cosas, y le extendí la mano para ver si se agarraba de mi dedo como hacía Garay.

Después de una noche y de un día de silencio sepulcral, Julián y yo encontramos lo primero que nos uniría: nos emborrachamos mirando la noche por el balcón y escuchando el mar. Yo me puse un vestido corto para provocarlo un poco porque me gustaba ese desafío de reavivar una momia y otro poco porque estaba aburrida. También por venganza. Luego vimos amanecer y nuestra charla se hizo interminable, patética y amorosa: él me decía que había nacido para estar solo, me hablaba del destino y de la escritura, todas palabras grandes y finales para mí que solo estaba coqueteando. Yo le conté que me sentía incapaz de estar con un solo hombre pero que no podía dejar a Paco, que el Díaz me rechazaba porque sabía que así no me iría y que me estaba vengando. A Julián no podía importarle menos todo eso, sus palabras definitivas sobre la vida y el mundo me sonaban maravillosas y me preguntaba por qué soy tan simple, por qué no me mueven pasiones mayores.

Abrí los ojos y era la mañana. En la habitación olía a alcohol y un poco a cigarrillo. Julián me extendía un plato con huevos revueltos sin decir nada. Me dijo buenos días y yo sonreí. Luego él sonrió. Me gustó que no hubiera intentado nada la noche anterior, a pesar de la borrachera compartida. Me dijo: vístete que nos vamos a la playa, y volvió a sonreír. Pasamos cuatro días bebiendo y conversando. Me preguntaba cuándo intentaría besarme, pero nunca lo hizo. En el viaje de regreso me agarró la mano y volvió el silencio. Yo le puse la cabeza en el pecho y aspiré con fuerza su olor discreto. Sentí amor.

Volvíamos de un viaje frustrado a Ibarra que solo llegó hasta Cayambe. Aunque el auto era mío, yo iba atrás, entre el Díaz y algún otro. Quería esa oscuridad módica de la carretera que nos traía de vuelta a Quito para abrigar la distancia mínima de mi brazo con el de él, para hacer las paces después de esa pelea habitual apuntalada por la pertinaz culpa suya y por la idiotez del Luis. Habíamos llegado hasta un parque triste, adonde fuimos a comer unos bizcochos recién comprados cuando nos dimos cuenta de que no íbamos a llegar hasta Ibarra. La idea había sido de Ele. Un martes en pleno sur quiteño, con el sol brillando como si fuera la playa, a ella se le ocurrió un viajecito a Imbabura. Yo accedí de inmediato, pero lo raro fue que el resto también dijo sí, sobre todo el Díaz, que tiene y siempre ha tenido el no en la punta de la lengua.

Pienso en ese no que yo creo nunca haber dicho, o no de ese modo, o no al Díaz, y vuelvo a mirar la foto en miniatura en el Whatsapp. Luego contemplo largamente el polen que pasa y escucho el zumbido arriba, en los cables, como si estuviera evaluando realmente la posibilidad de tocar su cara con la punta de mi dedo y llamarlo a esta hora clara de la mañana, desde esta vereda perdida en Buenos Aires.

Compramos cerveza y papas fritas y nos dividimos entre mi Skoda y el pichirilo de Ele. En el camino Luis, que iba de copiloto, se emborrachó y se puso agresivo: tenía una rabia mal disimulada y una ironía muy barata para tirarnos al Díaz y a mí, que íbamos uno al lado del otro en la parte de atrás. Disfrazaba mal sus celos con resentimiento moral por nuestras respectivas infidelidades, como si lo que le importara hubiera sido la deshonra de terceros y no su masculinidad mermada por el rechazo y enrostrada por la simple cercanía entre el Díaz y yo en el asiento trasero. Lo más irritante de todo no era estar encerrados con un ebrio diletante en un auto sin radio, sino que naturalmente al Díaz le iban a llegar los improperios al centro del pecho y la culpa, un vicio tan asfixiante como el amor, contenida apenas por un dique agrietado que era la conciencia mojigata del Díaz, se iba a desatar con toda su furia.

Lo pude sentir en la piel de mi antebrazo derecho, que era lo único que tenía contacto con él: la retirada del cuerpo, el rechazo inmediato, la súbita disposición a la dignidad. Maldije en mis adentros al Luis. Pensé: pedazo de imbécil. Regresé a ver al Díaz y él mantuvo la mirada en el paisaje de montañas que corría de nosotros, ya perdido el pensamiento en la imagen sufrida y abnegada de la mujer que tanto lo quería y cuidaba y que había amenazado con cortarse las venas si a él se le ocurría dejarla. Yo no pensé en nada.

El cielo se había nublado. Frente al paisaje de columpios oxidados, resbaladeras desvencijadas, monte crecido y ausencia de niños, el Díaz y yo nos sentamos uno al lado del otro con la bolsa de papel engrasada de bizcochos. Los otros estaban más atrás, tomando lo que quedaba de las cervezas. El Luis dormía en uno de los autos. Mirábamos el cielo gris y el verde del pasto abandonado a su propio ritmo. Mirábamos pasar el viento helado entre esas hojas largas que se inclinaban casi hasta la altura de la tierra cuando venía una ráfaga. Yo le dije: pensar que aquí nomás ya está el lago. Quería decir que era una tristeza estar contemplando el parque abandonado con esa pesadumbre pudiendo estar besándonos frente a un lago inmenso en un paisaje perfectamente andino y melancólico, hecho para ese tipo de melodramas. Así pensaba yo, que todos los paisajes tristes eran para ir a besarse con los amores imposibles. Ahora me da un poco de risa, pero a veces aún me lo tomo en serio.

No me respondió nada y siguió mirando hacia el parque y comiendo bizcochos. Yo traté de apegarme un poco pero enseguida volví a sentir el rechazo de su cuerpo, que reconocía sin que hiciera falta ni siquiera un movimiento. Era un impulso interno que me llegaba prístino, esa forma que tiene de demostrarte que entre él y el mundo, en ese instante, se levanta una barrera imposible de traspasar. No solo con el Díaz, me ha pasado con casi todos los hombres que he amado. En un punto hay algo que los vuelve inaccesibles. Y ahí yo me enamoro.

Luego la línea habitual: ya no podemos seguir haciendo esto. Todo lo que venía después me aburría brutalmente, porque era siempre igual y era siempre mentira. Yo acordaba en todo. Tampoco quería herir a nadie y menos al Paco que era mi novio de muchos años y era tan bueno y amoroso. Sin embargo, no había nada capaz de sacarme del cuerpo la cintilación que me producía el sexo con el Díaz y esa rutina de mentiras, intrigas y juegos que habíamos sostenido los últimos meses. Ese intercambio de dominaciones, esa capacidad para hacer sufrir al otro en la misma medida en que se lo hace gozar. Eso le dije: pero nadie te hace gozar como yo. Como una letra de cumbia. El Díaz bajó la mirada y volvió a repetir: ya no podemos seguir haciendo esto. Ok, le dije yo, y me levanté y me fui con el resto. Me cegaba de ira el moralismo del Díaz porque me hacía sentir aun más culpable y aun más deseosa y en falta con el mundo.

Volvíamos de ese viaje, en los mismos lugares que habíamos ocupado a la ida: yo atrás entre el Díaz y otro, no me acuerdo quién ni me acuerdo quién manejaba. Sí recuerdo que el Luis otra vez iba de copiloto porque hacía parar el auto para vomitar. Todo el camino yo mantuve la distancia necesaria entre mi antebrazo y el del Díaz para no tocarlo: me regodeaba en el resentimiento posterior al discurso de ruptura que también era parte del juego nuestro. Cuando ya habíamos llegado a la ciudad y surcábamos la Amazonas a la altura de la Gaspar de Villarroel (hasta me acuerdo el olor del Pollo Stav que casi me hace lanzar la propuesta de detenernos a comer), era noche cerrada. Nos dirigíamos en dirección sur a la zona de la universidad. La avenida se puso oscura por un rato, se había ido la luz o los postes estarían dañados. Sentí la mirada del Díaz que me venía desde la oscuridad. Me mantuve firme mirando hacia el frente, con el corazón explotando de rabia y de amor. Sabía que algo se aproximaba, algo. Así como sentía el rechazo también sabía reconocer la proximidad por venir, el contacto inminente, y me encantaba fingir despreocupación o indiferencia. Me producía verdadera delicia.

En la parte más oscura de la avenida, el Díaz me arrancó la mano de entre las piernas donde la tenía escondida, venció mi modesta resistencia que se estaba convirtiendo ya en euforia, y entrelazó sus dedos con los míos.

Miro mi brazo marcado. Miro el día, las manchas de luz entre la sombra fluida de los árboles sobre el cemento. Pienso con desánimo que nunca me atrevería a llamarlo, sobre todo porque ya no existe un lugar que nos acerque, y ya no miramos la misma mañana y los mundos que habitamos giran en constelaciones extrañas entre sí. Pienso en Pablo y en Laura, es lo mismo, nada de anoche persiste ya en esas cabezas olvidadizas. Soy un cúmulo de memorias del olvido de los otros, y espero, por consolarme, albergar el olvido que otros, otros que amo menos o desprecio o no me importan, recuerdan ahora mismo, en este momento del mundo: algo así como una compensación. Que el roce involuntario de mi mano contra un codo o un hueso en ese momento encendido que ya no recuerdo, que olvidé en el mismo instante en que ocurrió, sea imagen imborrable para alguien que ahora no podría ni nombrar, así como la mano del Díaz forzando sus dedos entre los míos en el minuto más oscuro de nuestro regreso de Cayambe es patrimonio de mi historia sentimental. Ese caudal de cosas que nunca voy a conocer, pero que existen igual.

Calculo que volver caminando a paso lento a casa me va a tomar algo más de una hora, con una parada en el peruano para un exprimido de naranja.

Nacer herido de muerte. La alergia roja en mis manos aparece transversal, seca, cortante, repentina. Me pica y me duele, me recuerda que algo no coincide. Algo falla, algo está roto, o tal vez ni siquiera roto sino dislocado (ahora noto que la rotura es más tangible que el simple, irreversible, desvío).

Me miro las manos rojas, hinchadas, fuera de proporción. No tomo medicación para esta alergia, porque aparece solo a veces, cuando hay algo que se agita y yo no sé cómo aquietarlo porque no encuentro el exacto punto de mi cuerpo donde eso que se agita, se agita. No lo encuentro y por eso no puedo domarlo. Siento que la alergia en las manos es apenas una manifestación, fea pero inocente, de un estremecimiento que recorre o vive, mejor dicho, vive en mi cuerpo sin descansar la carrera en ningún punto. Por eso no sé dónde está. Por eso no tomo ninguna pastilla para esta alergia que me quema las manos a veces. Ahora me quema, me arde, me avergüenza. Veo mis manos hinchadas y rojas como las de un labrador o un marino (¿pero quién conoce a un marino?) y no quiero creer que yo puedo ser parte de estas manos. No quiero tocar nada con estas manos, ni a mis gatos ni a nadie. Siento que puedo perturbar la paz de ellos con esta agitación de la que la alergia es inocuo pero elocuente signo. Porque la agitación me afea: me hincha las manos y los ojos, me negrea las ojeras, me encorva la espalda. Siento las manos calientes en pleno invierno. Me toco la cara y siento que hierven contra mi nariz fría. La alergia hincha y calienta, y pica. Nacer herido de muerte. Veo a mi gata Julia durmiendo plácida en la silla que yo antes usaba para trabajar: tiene insuficiencia renal y un soplo en el corazón. No sabemos, ni ella ni yo, cuánto tiempo le queda. Ella duerme tranquila y yo la miro y me miro las manos, hinchadas. Hinchadas y rojas. Calientes. La miro y me pregunto qué día esa silla va a estar vacía, y me pregunto si seré capaz de volver a usarla para trabajar.

Hay un silencio infrecuente en mi casa. La vecina no grita los horrendos nombres de sus hijos (Melody, Michael), con su voz chillona que debe traer más de un pensamiento siniestro a los niños. Nadie perfora nada, ningún perro ladra. No escucho nada, no pongo música. Escucho solo, cuando levanto el vaso, los hielos que tintinean. Julián no está, se fue a Quito. Le pedí que se fuera a Quito. Cuando está, no hay silencio. Ahora hay silencio, y me pregunto si la alergia de mis manos, al expandirse veloz por la piel, crepita en una frecuencia inaudible. Si hay un silbido, algo imperceptible pero cierto, sobrevolando tenue a milímetros de milímetros de mi piel mientras se agrieta herida por la alergia. Si es posible llamar sonido a lo que nadie escucha, si una frecuencia emitida por la abertura de unas fibras ínfimas de dermis puede ser llamada sonido, si yo puedo soñar que escucho ese crepitar de mi carne abriéndose por grietas inflamadas, rojas y púrpuras, la contemplación magnificada por el sueño de un adentro que florece, se expone en su rubor de entraña, corta la superficie y sale, sale para respirar. La carne sale para respirar y luego se pudre o se ahoga, se hace pus, se hace costra que siempre vuelvo a rascar. Me saco las costras para ver de nuevo lo que hay debajo de la piel, y entonces mis manos quedan surcadas por esas líneas de podredumbre y las mojo un poco con el ron de mi vaso. Me arde. Entonces suenan mis manos, hacen una efervescencia al contacto del alcohol: es material reactivo.

Si Julián estuviera aquí me impediría mojarme las manos con ron. Me pondría alcohol etílico y luego gasas para que no me siga sacando las costras. Si Julián estuviera aquí estaría más borracho que yo, pero me curaría las manos. Pienso en el ardor mañana, en que cada día me parece que soy más ajena a estas manos hinchadas y rojas. Julia duerme como si no fueran sus riñones los que están a punto de estallar. Yo velo por ella, yo tomo ron y lo vierto en mis manos para actualizar el dolor que ella parece no sentir en su sistema a punto de fallar definitivamente. Desde cachorra fue así, frágil pero temeraria. Yo solo conozco el temor.

Íbamos mi mamá, mi hermana y yo en el viejo Zastava blanco, de camino a Chongón. Éramos niñas de cinco o seis años. Yo había pasado un par de días en casa de mis abuelos, donde todo era siempre feliz para mí. Todo menos la hora de la siesta. Casi todo. Menos cuando mi padre se emborrachaba. Tampoco cuando peleaba con mi hermana y me entraba esa crueldad infantil de hacer daño para sentirse bien. Una vez, en el campo que tienen mis abuelos en El Quinche, mis otros abuelos, los padres del padre que me adoptó cuando el otro se esfumó definitivamente, ahí en El Quinche, cuando tenía nueve o diez años, enterré viva a una abeja gigante. Era como la abeja Maya, grande y gorda, y su cuerpo tenía gruesas vetas amarillas y negras, y alas tornasoladas que se movían desesperadamente mientras la aplastábamos bajo la tierra (en esta aventura estuvimos mi hermana y yo, también, como en la del Zastava). Luchó la abeja Maya por librarse pero no pudo. Finalmente dejó de aletear y me imagino que tardó un poco más en dejar de respirar. Ya no se ven de esas abejas, creo que esa fue la única que vi en mi vida tan parecida a la caricatura que aún zumba en mi cabeza.

Íbamos en el Zastava de mi mamá por la ruta entre Guayaquil y Chongón en medio de una tormenta de esas que se desatan al nivel del mar después de días y días de calor absurdo, como si el agua en algún lugar invisible se acumulara, como esperando su turno, como dejando que todo se caliente bien y se aplane y se difumine de tanto calor, para luego caer con toda la furia, desatada y tempestuosa para barrer el calor, barrer la mugre, el aire, los ríos y los animales. Muchas parecidas viví décadas después, en Buenos Aires. Esa noche nos barrió también a nosotras el agua, a su modo, porque tal como yo temí cada minuto del viaje, el Zastava se dañó en un lugar oscuro de la ruta. Ahí quedó el auto blanco que aborrecía, un punto en medio de la creciente oscuridad, un miasma que proliferaba a nuestro alrededor, peligroso y fúrico. Nos protegían apenas las latas y los vidrios del auto contra los que la lluvia golpeaba con fuerza, haciendo retumbar, multiplicado, el sonido amenazante de su contacto con la materia sólida. Tal vez fue esa una de las primeras veces en que pensé que todo había llegado a su fin.

Tenía también un cierto rencor hacia mi mamá. Por tener ese Zastava viejo que se dañaba y por sacarme de casa de mis abuelos donde siempre me daban carne y papas fritas y me compraban golosinas, y a veces también cerraban la puerta de mi cuarto para que el borracho de mi padre no pudiera entrar a molestarme. Aunque hay que decir la verdad: eran bastante indulgentes con la ebriedad de Pedro. Mi abuela lo quería demasiado, y mi abuelo era incapaz de cualquier violencia. Mis tíos lo criticaban a sus espaldas pero no era mucho lo que estaban dispuestos a hacer. Entonces, quizá, el rencor que sentía por mi madre tenía que ver con que era la única que sí era capaz de hacer algo al respecto, así que nos llevó a vivir en ese campo inmundo llamado Chongón, donde cada tanto me despertaba con un alacrán mirándome directo a los ojos con la cola levantada, y donde estaba esa piscina inmensa que era un pantano verde y amarillo y marrón que yo contemplaba por horas a horcajadas sobre el árbol más cercano, cuyas últimas ramas daban un poco de sombra a ese pozo inmenso de aguas espesas.

Yo detestaba el aliento dulzón de mi padre borracho, sus ojos anegados y enrojecidos, esa expresión de sufrimiento que solo pueden tener las víctimas de sí mismos. Recuerdo encarnado ese asco, mientras mi mano hinchada por la alergia acerca el vaso de ron a mi boca. Me emborracho porque Julián está en otro país por exigencia mía y porque mi gata Julia sufre de una crisis renal, y reconozco que me produce un inmenso placer el sonido de los hielos chocándose contra el vidrio, ese sonido de miel que hace el ron helado cuando pasa por mi garganta.

Pero también lo quería a Pedro porque era bueno cuando estaba sobrio, y me gustaba vivir en Urdesa, en la casa de mis abuelos que siempre me hacían el desayuno con manjar de leche y tostadas con mantequilla, y que me trataban como si fuera una reina. En Chongón en cambio, mi mamá lloraba mucho y perdía la paciencia con mi hermana, porque le costaba aprender todo lo relativo a la escuela. Una vez, no había forma de que aprendiera las vocales. Mi mamá se las repitió mil veces, un millón de veces, pero ella se las olvidaba en el mismo instante en que las había dicho con su propia boca. Hasta que se enfureció tanto que agarró un lápiz como si fuera un cuchillo con el que quería matar al cuaderno, y escribió, gritando, una inmensa vocal en cada página:

ESTA ES LA


ESTA ES LA


Con cinco dedos en puño clavando el lápiz contra el papel: ESTA ES LA


Y cuando clavó el punto sobre la “i”, la punta del lápiz se rompió y salió disparada por los aires. Mi hermana se había encogido como un cachorro y yo había enmudecido por completo, al fin silenciada de las burlas que me provocaba su dificultad para aprenderse cinco letras que yo –pensaba, soberbia, hasta el instante en que mi madre perdió el control– podía decir incluso en orden inverso. Cuando el lápiz se rompió, la secuencia esperable (el círculo enorme en la siguiente página, etcétera), se interrumpió en seco. Mi mamá tenía los ojos brotados de gruesas lágrimas que se habían acumulado en la superficie curva de sus intensos globos verdes, sin que una sola gota cayera por sus mejillas. Recuerdo haber sido muy cruel con mi hermana en esa época. Es un recuerdo encarnado y doloroso. Pero en ese momento me acerqué sigilosamente a ella, sin tocarla, solo para que sintiera mi cercanía, y sin saber cuál sería la siguiente reacción de nuestra mamá.

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