Distancia social

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Un gobierno sin complejos

Pero no se trataba solo de intereses económicos; estos están estrechamente atados a los ideológicos. Aquí el ejemplo estadounidense fue fundamental. Los sectores etiquetados como “neoconservadores” fueron ganando espacio en el Partido Republicano durante la década del 2000, poniendo un énfasis cada vez mayor en la interpretación de los debates públicos desde una óptica moral. El avance de posiciones progresistas en temas de derechos civiles, la “cultura de la cancelación” y lo políticamente correcto articularon a los sectores conservadores en torno a la defensa del statu quo, y las “guerras culturales” se convirtieron en el tema dominante de la discusión pública, sobre asuntos como el aborto, el matrimonio igualitario, la educación privada (especialmente la religiosa), el racismo, la inmigración e incluso la confianza en la ciencia.

La fallida candidatura a la vicepresidencia de Sarah Palin y el auge del Tea Party consolidaron estos movimientos, en un proceso que llegaría a su cénit con la elección de Donald Trump en 2016. En Chile, muchos tomaron nota: la “batalla cultural” parecía una herramienta idónea para ganar elecciones. Este diagnóstico se vio fortalecido con los triunfos de Mauricio Macri en Argentina (2015) y Pedro Pablo Kuczynski en Perú (2016): dos símiles de Piñera, que construyeron inéditas victorias para la derecha desde la gestión empresarial y una visión conservadora de la sociedad.

Para Piñera, los temas de derechos civiles (o “valóricos”, como se les suele designar en Chile) jamás han sido prioridad. Con una mirada personal más bien liberal, los usa de acuerdo a lo que la conveniencia política dicte. Pero los ejemplos de Trump, Macri y Kuczynski fueron convincentes, y su propia victoria consolidó el concepto. Nada de vestirse con arcoíris ajenos. Los “tiempos mejores” vendrían de la mano de un gobierno nítidamente conservador en lo valórico, y proempresarial en lo económico.

Para ello, Piñera se apoyaría en dos think tanks que empujaban esa línea. Uno clásico: el Instituto Libertad y Desarrollo (LyD), centro de lobby favorito del empresariado y guardián de la ortodoxia, y otro emergente, la Fundación Para el Progreso (FPP), creada a imagen y semejanza de combativos centros de trinchera como Atlas Society y Ayn Rand Institute. Como una marca de los nuevos tiempos, el histórico buque madre de la derecha liberal y del empresariado, el Centro de Estudios Públicos (CEP), quedaría en un segundo plano. Se le reprochaba su enfoque poco confrontacional y su énfasis en tender puentes intelectuales con otros sectores.

El histórico director del CEP, Arturo Fontaine, había representado esa mirada, invitando a conversar a los dirigentes estudiantiles de la gran protesta de 2011, criticando el lucro en educación y defendiendo la importancia del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. En una señal de la polarización que empezaba a mostrar la élite, en 2013 el Comité Ejecutivo del CEP, dominado por los grandes grupos económicos, le pidió la renuncia. Para el escritor Mario Vargas Llosa, “los patrocinadores del CEP habrían descubierto que Arturo Fontaine es demasiado independiente para su gusto. La independencia de un escritor e intelectual liberal, de espíritu crítico como Fontaine, no sería apta para un momento de polarización creciente en el que se necesitaría, a sus ojos, un instituto jugado, militante, técnico e ideológicamente comprometido, una trinchera”.

Fontaine quería ser un puente. Pero en guerra los puentes se derriban y se cavan trincheras. Lo reemplazó Harald Beyer, ministro de Educación de Piñera destituido mediante una acusación constitucional por el Senado. Era un técnico reposado, no sospechoso de desviacionismo pero tampoco un guerrero. Y así, por poco ortodoxo, el CEP sería desplazado del núcleo de poder que se activaba.

El presidente Piñera anunció su gabinete tras volver de Cachagua. El equipo político quedó en manos de sus hombres y mujeres de confianza: su primo Andrés Chadwick en Interior, Cecilia Pérez como vocera y Gonzalo Blumel en Presidencia.

LyD se convirtió en el riñón de su gobierno: Cristián Larroulet como Jefe de Asesores, Juan Andrés Fontaine en Obras Públicas, Susana Jiménez en Energía, José Ramón Valente en Economía, Marcela Cubillos en Medio Ambiente y Alfredo Moreno en Desarrollo Social. La gran sorpresa llegó de la mano de la FPP, que instaló a dos de sus directores (ambos amigos de Piñera) en puestos clave: Roberto Ampuero en la Cancillería y Gerardo Varela en Educación. Isabel Plá, conocida por su rechazo frontal al aborto, asumiría como ministra de la Mujer.

“Piñera le hace caso a Kaiser: esta es una batalla cultural y no hay que darla a medias tintas, hay que darla con lo más duro que uno tiene”, reaccionó el analista Cristóbal Bellolio, refiriéndose al presidente de la FPP, Axel Kaiser. O, como el propio Piñera aseguró al presentar a su equipo de ministros: “Esta es una centroderecha sin complejos”.

“El primer desafío es poder capitalizar el triunfo contundente que hubo en esta elección. Intuyo que detrás de ese gran apoyo hay una validación de las ideas madre que propugna la centroderecha”, decía el entonces director del think tank Horizontal, de Evópoli, y futuro ministro de Hacienda Ignacio Briones.

Y uno de los analistas influyentes en el piñerismo, Max Colodro, reflejaba el espíritu del momento en la derecha celebrando este “gabinete sin complejos”, que mostraba que “la batalla por la hegemonía cultural quedó a la orden del día (…) El gabinete exhibe por primera vez en mucho tiempo a una centroderecha sin complejos, segura de sí misma, decidida a refrendar en la orientación del próximo gobierno a esa mayoría electoral que se expresó con inusitada fuerza en la segunda vuelta. La apuesta es clara: no rehuir la contienda ideológica abierta en 2010 tras la derrota de la Concertación y el término de la ‘democracia de los acuerdos’. Dejar finalmente atrás las culpas y vacilaciones que históricamente han perseguido a la derecha y dar una contundente señal de confianza en su visión de país y de mundo, aprovechando de paso un momento en que la centroizquierda se encuentra en el suelo”.

Y ante los cuestionamientos de quienes advertían un gabinete “duro”, “derechista” e “intransigente”, el presidente electo lanzó una frase extraña hasta entonces en él, que mostraba el espíritu con que comenzaba su segundo período. Las críticas, dijo, se deben a una “colonización cultural e intelectual que han tratado de imponer en Chile”.

Si el de 2010 había sido un pragmático “gobierno de los gerentes”, el de 2018 sería una cruzada: el gobierno de los ideólogos.

Los cruzados de la FPP

La batalla cultural partiría por buscar una contrarreforma en educación, el flanco de mayor conflicto durante el segundo gobierno de Bachelet, debido a las leyes para establecer la gratuidad universitaria y terminar con el lucro, la selección y el copago en los colegios particulares subvencionados.

El nuevo ministro, Gerardo Varela, era una apuesta personal de Piñera. No había sido propuesto por ningún partido, tenía nula experiencia en la política y en el sector público, y escasas credenciales en el área. Su currículo: director de Educa UC, proyecto que ayuda a mejorar la calidad de una red de colegios, y exabogado de la iniciativa Escuelas para Chile, para reconstruir colegios dañados por el terremoto y tsunami de 2010. Aun así, quedaría a cargo de administrar uno de los mayores presupuestos del Estado y una de las carteras más conflictivas, por las difíciles relaciones con los profesores y con el movimiento estudiantil.

Tenía poca experiencia, pero muchas certezas ideológicas. “La educación es un mercado donde los colegios y universidades compiten entre ellos”, era su definición de lo que consideraba “tanto un derecho como un bien económico”. Varela había criticado duramente las reformas de Bachelet: “Se construyeron salas cuna que los padres no quieren usar”, y “se restringió que los padres paguen para mejorar la educación de sus hijos”, había dicho. Su diagnóstico: “La contribución de la Nueva Mayoría a la educación chilena es equivalente a la que hizo Idi Amin –dictador de Uganda– a los derechos humanos”.

En 2011, la protesta estudiantil tuvo en las cuerdas al primer gobierno de Piñera. En 2018, el presidente confiaba en que ese movimiento estaba muerto y enterrado, tanto como para darle el tiro de gracia instalando a un duro entre los duros en ese cargo.

El otro FPP del gabinete fue el novelista Roberto Ampuero, nada menos que en el Ministerio de Relaciones Exteriores, pese a su mínima experiencia en la materia, que se limitaba a un año y medio como embajador en México durante el primer gobierno de Piñera. En su primera entrevista tras ser nombrado Ampuero aseguró que “uno sabe de política internacional por la vida misma, por las lecturas y por la experiencia”. Eso no sería problema para un presidente decidido a gestionar personalmente los ministerios, en especial los que más le interesaban: Hacienda y Relaciones Exteriores. El valor de Ampuero era otro: era un converso, una especie particularmente apreciada en la derecha. Militante comunista, se exilió durante una década en Alemania Oriental y Cuba, donde accedió a los círculos de poder como yerno de Fernando Flores Ibarra, el fiscal de la revolución cubana conocido como Charco de sangre por su brutalidad.

Tras dejar el PC, defraudarse de los socialismos reales y pasar algunos años en Suecia, Ampuero se instaló en Iowa, Estados Unidos, y se convirtió en exitoso escritor de novelas policiales. Pronto pasó a la derecha: fue fichado por la FPP y se convirtió en uno de los pocos nombres del mundo de la cultura que apoyó la candidatura presidencial de Piñera. El presidente apreciaba especialmente los respaldos en ese mundo, históricamente volcado a la izquierda. Con pocos competidores en esa área, Ampuero ascendió rápido en la escalera del poder: llegó a ser ministro de Cultura.

 

Como converso, destacaba por su fervorosa oposición al comunismo y a los regímenes de Cuba y Venezuela. En plena campaña de la segunda vuelta de 2017, cuando la derecha difundía por redes sociales la amenaza de que un triunfo de Guillier convertiría al país en “Chilezuela”, Ampuero compartió una “noticia” inverosímil según la cual el dictador venezolano Nicolás Maduro había declarado entregar “todo mi incondicional apoyo al Compañero Alejandro Guillier, Precandidato Bolivariano a la Presidencia de Chile”. “Esto no es campaña de terror, sino lisa y llanamente la campaña del chavismo y castrismo en favor de Guillier”, escribió Ampuero. Luego se disculpó.

Suenan los teléfonos

Otro fichaje fundamental para entender el proyecto que Piñera planteaba ese verano de 2018 es el de Alfredo Moreno. Su currículo hablaba por sí solo. Considerado el negociador favorito de la élite empresarial, fue el encargado de cerrar las fusiones de Sodimac con Falabella y de esta con D&S, el grupo de Nicolás Ibáñez, propietario de supermercados Líder (esta última operación fue frenada por las autoridades antimonopolios). En el primer gobierno de Piñera fue canciller, con un claro foco en negociaciones que obtuvieran resultados favorables para el comercio exterior de Chile. Ahí implementó la polémica tesis de las “cuerdas separadas”, que pretendía que los negocios con Perú no se vieran afectados por la demanda marítima de ese país contra Chile en La Haya.

Pero sus vínculos preferentes estaban con los dueños de Penta, Carlos Lavín y el Choclo Délano. En 2000, “los Carlos” le entregaron poderes plenos para negociar la venta de un paquete controlador del Banco de Chile al grupo Luksic, la que logró cerrar. Mientras negociaban en secreto, Délano, Lavín y otros cinco miembros del grupo controlador compraron acciones para aumentar su participación en el banco, a sabiendas de que Luksic había hecho una oferta superior al precio del mercado. La “pasada”, un burdo caso de uso de información privilegiada, fue sancionada por la Superintendencia de Valores y Seguros, en un fallo que sería ratificado por unanimidad en la Corte Suprema.

Sin embargo, la ley que establecía como delito el uso de información privilegiada aún no entraba en vigor. La sanción para este grave atentado contra el libre mercado fue digna de un país bananero: una multa de 17 millones de pesos para cada uno. Además, los papeles de los involucrados quedarían limpios, lo que les permitiría acogerse a su “irreprochable conducta anterior” como atenuante al estallar el caso Penta. Moreno continuó como director del Banco Penta hasta asumir el Ministerio de Relaciones Exteriores.

Tras su paso por la Cancillería volvió al redil de Penta, asumiendo como director de Empresas Penta y cinco de sus filiales. Entonces estalló el escándalo. Con Lavín y Délano formalizados, no hubo dudas sobre el reemplazante: Alfredo Moreno fue designado presidente de Empresas Penta. Desde esa plataforma dio el siguiente paso: en marzo de 2017 fue elegido como timonel de la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC), la organización de los grandes empresarios chilenos. Más allá de sus cualidades personales, el símbolo era elocuente: los grandes grupos económicos que dominan la CPC ponían en su cargo más visible al hombre de confianza de los protagonistas de uno de los mayores escándalos empresariales de la historia del país. Es más: Moreno mantuvo la presidencia de Penta en paralelo a la de la CPC.

La señal no sería la única: dos meses después, en mayo de 2017, el segundo gremio empresarial más poderoso del país, la Sofofa, elegía a Bernardo Larraín Matte como su nuevo presidente. Heredero del imperio Matte, Larraín tenía a su favor ser de una nueva generación, más abierta al diálogo y preocupada de dar un sello social a su gestión, pero cargaba con una pesada mochila: había sido director de la rama tissue de la CMPC (la Papelera) en los años en que esta lideró la colusión del papel.

El presidente de Penta y uno de los protagonistas del cartel del papel asumían, así, el liderazgo del gran empresariado.

En su año al frente de la CPC, Moreno tuvo como prioridad mostrar un sello cercano a la comunidad. Firmó convenios con Fonasa e incorporó el gremio a Empresas B, vinculando al empresariado con preocupaciones sociales y ambientales. Optimista, creía que el desprestigio del empresariado había quedado atrás. “Veo también que la gente, la sociedad, percibe eso. Puede leer la editorial de El Mercurio, la de La Tercera. Esos son medios de comunicación que representan a la gente”, decía en octubre de 2017. También aseguraba que “la percepción de la desigualdad es mucho mayor que la desigualdad efectiva”.

De Penta a CPC y de CPC a La Moneda. Sebastián Piñera designó a Moreno como ministro de Desarrollo Social y a cargo de la agenda más ambiciosa del gabinete. Ese Ministerio entraría al comité político de La Moneda y además se haría cargo del conflicto de La Araucanía. “A Moreno le corresponderá la vanguardia de lo que la derecha llama ‘la batalla por las ideas’”, describía el analista Ascanio Cavallo. En la CPC, agregaba, “el proyecto de Moreno tenía que ser el de salvar y proteger a un sector económico y social que se sentía desamparado. No hace falta subrayar que el verdadero amparo vino con el resultado de las elecciones”.

Alfredo Moreno fue elevado de inmediato a la categoría de presidenciable para 2021, y él mismo daba gas a la idea. Su cartera “será una muy buena plataforma para que la centroderecha pueda hacia adelante tener una muy buena posibilidad de ser un contendiente serio en las elecciones”, decía tras ser designado. Y apenas tres días después de asumir, desplegó su proyecto en el foro empresarial Icare. “Vamos a convocarlos, los teléfonos de muchos de ustedes van a sonar para pedirles colaboración, talento, ayuda y participación”, anunció. Algunas semanas después invitaba a La Moneda a los líderes del empresariado, encabezados por su nuevo presidente, Alfonso Swett. “Lo que nos interesa del sector privado son sus capacidades, experiencias, la capacidad de convocar a otras personas, de traer buenas ideas a la mesa”, dijo Moreno. El Sename, los adultos mayores y las cárceles, anticipó, serían los primeros temas en que el empresariado colaboraría con el gobierno.

Y el 16 de octubre de 2018 la alianza tuvo su presentación pública. En el parque Víctor Jara de San Miguel, un selecto grupo de empresarios posó para las cámaras junto a Piñera y Moreno en el lanzamiento de Compromiso País, un proyecto de 16 mesas de trabajo sobre temas como la deserción escolar, los campamentos, las listas de espera en la salud o la informalidad laboral, que incluirían a miembros de fundaciones y académicos, junto a representantes del “sector privado”, un eufemismo para referirse a líderes de grandes grupos empresariales como Roberto Angelini, Bernardo Matte, Juan Sutil, Bernardo Larraín y Juan Cueto.

Meses después, el ministro Moreno presentó su proyecto estrella en París, ante la OCDE. Los grupos “han estado evaluando cómo financiar las soluciones, recurriendo a financiamiento público, filantropía y otras formas de capital privado, como los bonos de impacto social”, detalló. Y explicó la lógica de la participación de los grandes empresarios. Son las personas con “más educación, más recursos, más talentos y más redes, que ponen a disposición su tiempo y sus capacidades en solucionar los problemas más complejos de los grupos más vulnerables. Es la mejor manera, a nuestra forma de ver, de crear capital social y una sociedad más fuerte e inclusiva”.

Es pertinente recordar aquí que en 1934 el empresariado sugirió al presidente Arturo Alessandri Palma crear un Consejo Económico y Social donde ellos tuvieran participación. La respuesta del León fue tajante: “Ustedes no tienen derecho a ser parte del Estado; frente a él, ustedes solo tienen derecho a petición”. Ese portazo llevó a los empresarios a crear la CPC.

Ochenta y cuatro años después, el empresariado tenía su revancha. El exlíder de la CPC, ahora instalado en La Moneda, los convocaba a tener un rol protagónico. La legitimación del empresariado como actor político y de las soluciones privadas para problemas públicos sería el gran objetivo político del nuevo gobierno. Una “sociedad más fuerte e inclusiva” se crearía desde arriba hacia abajo, mediante la acción de aquellos con “más educación, más recursos, más talentos y más redes”. Lo que no sabían es que la cuenta regresiva para este proyecto se estaba acabando. Y que la fuerza que lo derribaría procedía exactamente al revés: empujaba desde abajo hacia arriba. Desde los que no tenían los recursos ni las redes.

… mientras tanto

En paralelo al exitista discurso oficial, la lenta cadencia de estallidos que había comenzado con la revuelta estudiantil de 2011 tomaba cada vez más impulso. Según un estudio del Observatorio de Conflictos del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), entre 2009 y 2018 se contaron 15.455 acciones de protesta. La gran mayoría (entre 55% y 75%, dependiendo del año) se debía a demandas socioeconómicas, mucho más que a las culturales o referidas a la institucionalidad política. “El gran conflicto en Chile –destacaba el COES–, refiere a cuestiones de redistribución, desigualdad e injusticia económica y social”. Los datos mostraban un cambio clave: “Desde el 2011 en Chile se fortaleció enormemente la capacidad de movilización de los actores sociales, aunque ello de modo extra–institucional”.

El doctor en geografía humana Felipe Irarrázaval destaca que “la sociedad chilena estaba en un proceso de politización al margen de los espacios institucionales durante la última década”, y que “se observa un aumento en el involucramiento de personas que participan en actividades políticas, pero que no se identificaban con el sistema de partidos ni con posiciones políticas tradicionales. Una de las dimensiones en que se expresaba esta politización no institucionalizada eran las protestas en torno a temáticas socioambientales (Patagonia Sin Represas, No Alto Maipo, No a Pascua Lama) y por demandas localistas”, con los estallidos de Magallanes, Aysén, Calama, Chiloé y otros.

Irarrázaval habla de conflictos “socioambientales”, distintos de la agenda verde tradicional, que “se caracterizaban por temáticas generales, como por ejemplo la energía nuclear, caza de ballenas o cambio climático”. En los conflictos de la última década, en cambio, “confluye una crítica respecto a las implicancias ambientales del modelo de desarrollo, con demandas respecto a la autodeterminación local frente a la realización de proyectos de inversión (Isla Riesco, Penco GNL, Tiltil) e impresentables niveles de contaminación (Quinteros, Puchuncaví, Freirina). En este escenario, surgen liderazgos locales en torno a movilizaciones sociales de mayor amplitud”.

Esas precarias organizaciones territoriales y esos líderes locales, crecidos fuera de la vista de la clase dirigente, tendrían un papel clave en los acontecimientos siguientes.

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