La distancia del presente

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From the series: Anverso #14
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¿Cómo respiraba la calle mientras estos presupuestos se aprobaban? En la Generalitat Valenciana, como en el resto del país, se habían dado recortes en el sistema público de enseñanza, incluso impagos, por lo que los centros educativos no tenían a veces dinero para pagar la calefacción, las fotocopias o unas simples tizas, por lo que alumnos, padres y profesores llevaban unos meses realizando diferentes acciones de protesta. El 15 de febrero de 2012 a los chavales del Instituto de Secundaria Lluís Vives, todos menores, se les ocurrió cortar media calle en Valencia realizando una sentada de diez minutos. La policía intervino y disolvió con contundencia la protesta, sobre todo teniendo en cuenta a los protagonistas, y detuvo a un joven de diecisiete años. ¿El resultado? El esperable. Al día siguiente había convocada previamente una manifestación por los recortes que, tras difundirse las imágenes, resultó masiva y acabó convertida también en una protesta por no haber podido ejercer la protesta. Nuevas cargas, esta vez aún más violentas, y nuevos detenidos, diez peligrosos adolescentes que querían estudiar. En Acorralado, la primera película de la serie Rambo protagonizada por Stallone, un ridículo y orondo sheriff acosa a un pobre veterano de guerra que pasa por su pueblo casualmente para honrar a un compañero de armas fallecido. El policía y sus secuaces se exceden tanto en el trato vejatorio que el veterano, un soldado de los cuerpos especiales, estalla y monta un lío descomunal que hace movilizarse a varias divisiones del ejército estadounidense para frenarlo. En Valencia ocurrió algo parecido, salvo que Stallone esta vez era una pléyade de estudiantes sin mayor peligro y el torpe sheriff un jefe superior de policía de la Comunidad Valenciana llamado Antonio Moreno. Quizá la metáfora bélica puede parecer poco adecuada si no atendemos a las demenciales declaraciones del mando policial, cuando en una rueda de prensa, cinco días después de iniciados los sucesos, declaró que no era «prudente revelarle al enemigo cuáles son mis fuerzas y mis debilidades»[12]. Aunque el ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, reconoció que pudo haber excesos policiales, en junio se ascendió al belicoso policía a la categoría de comisario.

La «primavera valenciana», como fue bautizada en redes sociales, duró algo más de dos semanas, constituyendo el primer incidente social del nuevo Gobierno en apenas un mes y medio de mandato. Desde la distancia puede parecer anecdótico, pero se configuraron los elementos que marcarían la actuación del PP frente a la protesta en los años venideros. En primer lugar, una serie de actuaciones policiales de una contundencia desmedida con gran cantidad de sanciones administrativas e incluso penales para con los manifestantes. En segundo una serie de declaraciones contrapuestas dentro del mismo Gobierno, que solían tener a Rajoy de elemento conciliador, «el país no puede dar esta imagen»[13], y a los ministros de martillo de herejes, como el de Educación, José Ignacio Wert que acusó a la oposición de «ponerse del lado de la protesta violenta e ilegal»[14]. En tercero, como se puede ver en estas últimas declaraciones, el Gobierno popular detectó desde muy pronto la necesidad de criminalizar comunicativamente la protesta para dejar el camino abierto hacia su penalización mediante el retorcimiento de la ley.

Los presupuestos generales, además de la reforma laboral en marcha, fueron contestados por la primera huelga general de aquel año, el 29 de marzo de 2012, que fue convocada por la práctica totalidad de los sindicatos existentes. En un país en el que la EPA registró un paro a finales de abril de más de 5.600.000, se multiplicaron las acusaciones contra sindicalistas llegando a alcanzar en junio de 2014 a unos 260 acusados que sumaban un total de ciento veinte años de cárcel. El secretario general de UGT aquel año, Cándido Méndez, opinaba que «durante treinta y cinco años se ha producido una interpretación constitucional correcta del derecho de huelga y ahora hay un desequilibrio a favor del Código Penal y en perjuicio de los trabajadores»[15]. Resulta sonrojante, leídos estos párrafos, que en aquellos años se fomentaran las calumnias contra los sindicatos en reportajes de prensa donde se hacía referencia a una supuesta vida de lujos que transcurría entre opíparas comidas y relojes chapados en oro.

La imagen ha trascendido por las redes sociales y las críticas no se han hecho esperar. Muchos comentan que mientras la gente sale a la calle porque no tiene trabajo, no puede pagar su casa o no tienen nada que llevarse a la boca, los sindicatos, que están en la cabeza de las manifestaciones, se comen un jamón tan a gusto.

Esta no es la primera vez que la polémica contra los sindicalistas corre por la opinión pública como la pólvora. En la última huelga general una imagen de Toxo y Méndez de cañas en una terraza al acabar la manifestación dieron la vuelta al país[16].

En muchas más ocasiones de las deseadas, la prensa en España no es que tuviera una línea editorial conservadora, es que directamente pasó a formar parte de un aparato de desinformación que, como en los conflictos armados, consideraba un enemigo a batir a todo aquel que se interpusiera en las políticas del Gobierno, una situación que dejaría tocada la credibilidad del aparato mediático entre el público, indiferentemente de su calidad periodística, y que años después tendría una serie de consecuencias fatales en el ascenso ultraderechista, apoyado en gran parte por toda una estrategia de bulos, mentiras y noticias falsas.

En materia económica, más de lo mismo: «Mayor racionalización, eliminación de duplicidades y eficiencia en la gestión de los grandes servicios públicos que se pondrán en marcha en este mes […] el ahorro previsto superará los 10.000 millones de euros»[17] eran las palabras que La Moncloa despachó en una nota de prensa el 9 de abril de 2012. Expresiones como eficiencia y ahorro, de por sí positivas, han de ponernos siempre en alerta cuando provienen de un político o un empresario, ahora y entonces. La narrativa empleada lo que pretende es transmitir que los problemas de índole económica provienen de una mala gestión, del despilfarro, de gastar más de lo que se tiene, algo que, si bien puede ser cierto en el ámbito individual o en el de una pequeña empresa, no nos vale de nada en la dimensión de un Estado. Una de las ideas fundamentales que este libro pretende transmitir es que la crisis no fue producto de vivir por encima de nuestras posibilidades, sino de un sistema capitalista abandonado a la desregulación que consideró, contando con la ceguera o la connivencia de algunos políticos, que la mejor forma de obtener unos beneficios inmorales era mediante la especulación y no la inversión, sin importar las consecuencias de lo que pudiera suceder. Y las consecuencias fueron que, por ejemplo, esta nota de prensa refería al recorte de 10.000 millones de euros en dos campos tan sensibles como la sanidad y la educación.

Para entender de nuevo la magnitud de la cifra conviene tener en cuenta que los recortes en el último año de Zapatero, globales, de todo el presupuesto del Estado, se estimaron en unos 15.000 millones de euros. El Gobierno Rajoy, tras arrancar de los presupuestos más de 27.000 millones de euros, lanzó el Plan de Estabilidad y el Programa Nacional de Reformas de España para 2012, para volver a recortar aún más la inversión estatal, aunque fuera a costa de poner en un serio peligro dos de los avances más significativos conseguidos desde 1978, la sanidad y educación públicas. La prima de riesgo seguía subiendo y la semana anterior se situaba ya en 400 puntos, a pesar de todos estos anuncios de rebaja del déficit, como si los sacerdotes que exigían sacrificios se hubieran hecho adictos a los mismos porque supieran que era la mejor forma de, tras anunciar la catástrofe, agigantar su poder. Unos días después, con el Real Decreto 16/2012, del 20 de abril, el sistema nacional de salud pasó de ser universal a contar con asegurados y beneficiarios, con el principal objetivo de excluir a los inmigrantes no regularizados de la atención médica, a costa de poner en riesgo a toda la población: los virus no entienden de nacionalidad, pero las pandemias llevan el apellido del austericidio. Aún faltaban ocho años para llegar a la primavera del 2020.

Y de repente el escándalo. En todo este contexto, es decir, con un Gobierno de una radicalidad neoliberal nunca vista, siguiendo presuroso las órdenes de recorte de la UE, Juan Carlos de Borbón, también conocido como el rey, montó un Cristo de los que es difícil olvidar. El monarca, debe ser que especialmente compungido por la situación del país, se había marchado a Botsuana a cazar elefantes, con la mala fortuna para uno de estos paquidermos de cruzarse en el punto de mira del mandatario cayendo abatido el 11 de abril. Por supuesto nada de esto hubiera trascendido si, en la madrugada del 13, don Juan Carlos no se hubiera fracturado la cadera. El día 14, aniversario de la Segunda República, el rey era operado en España, tras la intervención del CNI para repatriarlo, saltando la noticia a los medios mientras en las calles del país se sucedían las típicas manifestaciones encabezadas por la bandera tricolor. Cuatro días después, con aspecto compungido y sobre muletas, Juan Carlos I dejó una de esas frases que marcan el fin de un reinado: «Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a suceder».

Si el episodio no era lo suficientemente rocambolesco, además se entrecruzó la vida privada del mandatario, opacada por décadas de respeto institucional informativo, cuando se supo que estaba acom­pañado por una mujer llamada Corinna zu Sayn-Wittgen­stein, que pasó a ser nombrada por los medios como «la amiga del rey». La cara de doña Sofía al salir del hospital lo decía todo. Para acabar de rematar la jugada aparecieron también por allí la infanta Cristina e Iñaki Urdangarin, salpicados ya por el caso Nóos.

 

Es fácil imaginar las llamadas cruzadas en aquellos días entre miembros del Gobierno y cargos de los servicios de inteligencia, o entre el alto empresariado y los principales banqueros del país. Es fácil imaginar que en aquellos días se sentenció el destino del rey protagonista de la Transición, que nos contó que el país evolucionó hacia la democracia gracias a las decisiones de los grandes hombres como él, pero que en el final de su reinado ya se había convertido en una carga pesadísima por su irresponsabilidad a la hora de desempeñar las tareas asociadas a la jefatura del Estado. Más en un momento tan sumamente conflictivo en el que puso al descubierto, para muchos ciudadanos que aún le tributaban res­pe­to, una vida muy poco edificante. Un rey vale como representación neutra del poder, como un padre que se preocupa por la nación, como un hombre íntegro que mira por el bienestar de los ciudadanos, independientemente del color del Gobierno. Un rey es una conveniente ficción que sirve para salvaguardar el carácter de máquina de clase del Estado. Si el principal protagonista de la función desvela la naturaleza de la misma, no es que carezca ya de utilidad para los grandes poderes económicos del país, es que resulta peligroso para sus intereses. La imagen de la monarquía había caído a cotas nunca conocidas. Un año después, en abril de 2013, los ciudadanos valoraban a la realeza en el CIS con 3,68 puntos sobre 10, una cifra alejada del 7,48 de nota que le daban a mitad de los años noventa. Nunca un tropezón salió tan caro, nunca un tropezón fue tan honrado.

Si la monarquía atravesaba un momento difícil, uno de los personajes con los que abrimos este capítulo, Rodrigo Rato, estaba a punto entrar en una situación de esas en las que el capitán del Titanic parece un hombre afortunado. Si recuerdan de páginas anteriores, insistimos en que Bankia salió a bolsa, principalmente, como una manera de recapitalizarse. También hablamos de cómo se nos dijo que había superado las pruebas técnicas previas al paso y que el auditor avaló la operación, aunque lo hiciera con una fórmula un tanto críptica. Pues bien, el viernes 4 de mayo de 2012, el BFA y Bankia presentaron sus cuentas a la Comisión Nacional del Mercado de Valores sin la firma de Deloitte, aduciendo que la empresa de examen necesitaba más tiempo a pesar de haberse agotado el que legalmente tenía estipulado. Ya el día 25 de abril el propio FMI, la institución que fue presidida por Rato, dio un toque severo a Bankia, sin citarla, para que tomara «medidas rápidas y decisivas para fortalecer sus balances y mejorar su gestión y su gobierno corporativo [y tratara] de forma global y efectiva los activos problemáticos en las carteras bancarias incluyendo su mantenimiento en los balances de los bancos o el establecimiento de sociedades públicas o privadas especializadas de gestión de activos»[18]. ¿Qué quería decir el FMI en este informe que no tenía prevista su publicación hasta junio? Pues, por un lado, se refería a que Bankia se debía deshacer de los «activos problemáticos», que no eran más que todas las inversiones relacionados con el ladrillazo, en aquel momento inútiles, y, por otro, de una forma más velada, insistiendo en que se estaba perdiendo dinero a espuertas y que la dirección no parecía contar ya con su confianza. Y aunque la institución presidida entonces por Christine Lagarde obviaba las razones políticas de fondo para aquella situación, lo que hubiera sido admitir que las políticas patrocinadas por ellos mismos años antes habían resultados suicidas, puso a la vista de todos la situación tan grave en la que se encontraba Bankia, sin citarla y pidiendo un cortés permiso al Gobierno español para publicar el adelanto del informe.

El domingo 6 de mayo la prensa publicó que el Banco de España y el Ministerio de Economía preparaban un profundo plan de reestructuración de Bankia y BFA, al que ya se le califica como «banco malo», ese eufemismo para hablar de la escisión de la nueva entidad surgida en dos mitades para que una se comiera los activos del ladrillo. Se hablaba de que la entidad necesitaría entre 5.000 y 10.000 millones para sanearse –ojo a la creativa horquilla– y que había 31.800 millones de euros en créditos inmobiliarios y activos impagados, algo que a simple vista no parecía cuadrar. «Entre los grandes gestores internacionales y bancos de inversión existe el convencimiento de que, si la entidad presidida por Rato no hace frente a un fuerte saneamiento, no se despejarán las dudas sobre el sistema financiero español y no bajará la prima de riesgo»[19]. Es decir, que si Bankia estaba realmente herida de muerte, sería un golpe para el Estado y para el sistema bancario español de una proporción tan considerable que le impediría pagar convenientemente los intereses de la deuda externa, a pesar de todos los recortes realizados, que se irían por el sumidero de la nueva entidad.

El 7 de mayo, lunes, Rodrigo Rato dimitió como presidente de Bankia. En el comunicado, de página y media, Rato desglosaba la excelente gestión que a su juicio había realizado con la entidad en un difícil momento, insistiendo en la salida a bolsa y proponiendo a José Ignacio Goirigolzarri del BBVA para sustituirlo. «La confianza depositada en nosotros por más de 10 millones de clientes y más de 400.000 accionistas es una de las mayores satisfacciones que he tenido como presidente de Bankia y la gran fortaleza que respalda el futuro de esta entidad»[20], escribía el ya expresidente en ese tono de quien pone el punto y final como un comensal satisfecho que se acaba de comer un asado. Dos días después, el Estado tenía que nacionalizar el 100 por 100 del Banco Financiero y de Inversión y, por ende, el 45 por 100 de Bankia a través del FROB.

El miércoles 9 de mayo diez millones de clientes de la entidad y el resto de ciudadanos, todo el país, tuvieron que afrontar que su cuarto banco era un gigante con pies de barro, cuando no un negocio absolutamente quebrado:

La toma de control del grupo llega después de saberse que Deloitte consideraba que el grupo tenía sobrevalorado su patrimonio en 3.500 millones. Pese a publicarse la noticia, la CNMV no pidió aclaraciones en toda la jornada. Si el BFA descuenta su capital en 3.500 millones, quedaría en cero. Deloitte no ha entregado la auditoría, pero el movimiento de Goirigolzarri indica que está de acuerdo con el auditor y pide ayuda al Estado[21].

Esa ayuda se constató el 25 de mayo, cuando la CNMV suspendió las acciones de Bankia y el nuevo equipo directivo solicitó el rescate, que se cifró en 23.500 millones de euros, prácticamente el recorte que se había ejercido en los presupuestos generales del Estado ese mismo año, y una cantidad que desbordaba al FROB, el cual el ministro de Economía, Luis de Guindos, había tasado en 14.300 millones de euros, algo más de la mitad de lo que necesitaba Bankia, un fondo que teóricamente estaba previsto como garantía para rescatar a todas las entidades que fuera necesario. Aunque todo eran palabras de calma, simplemente este descuadre nos tiene que hacer ver que la situación era de una gravedad extrema. Para el lunes 28, las acciones de Bankia caían en picado, habiendo perdido el 60 por 100 de su valor desde su salida al mercado, arrastrando así a aquellas 340.000 personas que habían decidido convertirse en bankeros tras la fastuosa campaña de publicidad. Esa misma tarde la nueva dirección admitió que las cuentas de 2011, año de la salida a bolsa, no habían dado beneficios, sino que habían tenido unas pérdidas de 3.318 millones de euros, un resultado negativo solo superado por Banesto en 1993.

El martes 29 de mayo Mariano Rajoy, tras el Comité Nacional Ejecutivo del PP, comparece delante de los medios y asegura que «no va a haber ningún rescate a la banca española»[22]. El presidente era perfectamente consciente de que sus palabras no eran ciertas. La razón la encontramos unos meses antes, cuando De Guindos, en conversación con el Financial Times, «cifró en 50.000 millones de euros los saneamientos que debería hacer la banca española en los próximos años para ser lo suficientemente fuerte para enfrentarse a la situación»[23], promulgando dos decretos al inicio del mandato con el objeto de que las entidades declararan cuáles eran sus activos inservibles tras el ladrillazo, lo que supuso un mazazo para la credibilidad del sistema bancario, escalando la prima de riesgo 200 puntos en esos primeros meses. Todas estas medidas se podrían leer como una acción suicida, de no ser porque el objetivo último era dejar morir a Bankia, herida de necesidad, y quitarse de en medio a Rato para poder tomar el control sobre la entidad. Vistos los hechos desde esta perspectiva, se entiende la política kamikaze del Ministerio de Economía, puenteando al Banco de España, y los rumores sobre la fusión de Bankia con La Caixa, como que el Gobierno no pusiera impedimentos al FMI para que adelantara el informe negativo sobre la banca española que tenía previsto aparecer en junio o que Deloitte se negara a validar las cuentas de la entidad. Rodrigo Rato vio cómo sus antiguos compañeros de filas políticas, el Partido Popular, y la institución que dirigió, el FMI, fueron quienes le defenestraron. Lo reseñable, y aquí ficcionamos, es que, si la situación del país no hubiera sido tan inapelablemente desastrosa, muy probablemente nunca nos hubiéramos enterado de la gigantesca estafa que supuso la salida de Bankia a bolsa. Rato hizo lo que tenía que hacer, lo que había hecho como ministro, lo que hizo como director del FMI, lo que se supone que alguien adaptado al capitalismo especulativo haría, salvo que en ese momento el capitalismo especulativo se devoraba a sí mismo y a sus impecables y trajeados gestores.

Lo inevitable, lo que ya se sabía que iba a suceder y para lo que se había maniobrado desde la llegada del Partido Popular al Gobierno, fue el rescate a España, que sucedió un sábado 9 de junio de 2012. Si antes habían llegado Grecia, Portugal e Irlanda, cuyos rescates fueron totales, en el caso español se optó por el subterfugio de hablar tan solo de un rescate a su banca y no al propio Estado, ya que el tamaño de la economía nacional hacía inviable trazar esta maniobra de forma global. Luis de Guindos, de hecho, calificó a la ya de por sí eufemística expresión del rescate con una de esas frases que marcaron este periodo, un préstamo «en condiciones muy favorables», todo ello al tiempo que Mariano Rajoy viajaba a Polonia al partido inaugural de la selección española de fútbol en la Eurocopa, en una de esas espantadas que se convirtieron en marca de la casa para el presidente.

Por muchos subterfugios que se buscaran, aquellos 100.000 millones de euros trajeron consigo una palabra procedente de la Unión Soviética, la Troika, que en esta ocasión hacía referencia al grupo formado por la Comisión Europea –el poder ejecutivo de la UE–, el Banco Central Europeo –el jefe de la política monetaria de la Unión– y el Fondo Monetario Internacional –la institución que ejerce de prestamista policial para que los Estados apliquen los principios del Consenso de Washington o la política neoliberal de reducción del sector y gasto público–. Esta Troika trajo un memorando en el que no solo se incluían medidas que afectaran a los bancos, sino más planes de recorte que esta vez ya no serían sugeridos, sino supervisados por los llamados hombres de negro. Se pueden dar las vueltas que se deseen a propósito de la profundidad del rescate, lo cierto es que la soberanía española quedaba suspendida y bajo control, por lo que, si bien la puerta de entrada del dinero fue el sistema bancario, los recortes los sufrieron todos los ciudadanos bajo el chantaje, cierto, de que sin este rescate España no podría financiarse y, por tanto, el país entraría en bancarrota y se sufriría un corralito, la restricción de la libre disposición de dinero en efectivo para el común de los mortales. Tal como tituló la revista Time «Tú dices tomate, yo digo rescate: cómo España aceptó ser rescatada. Sabiendo cómo los rescates condenaron a los Gobiernos de otros países, España insiste en que ha aceptado un “préstamo” masivo para recapitalizar sus bancos. Otros, sin embargo, lo llaman como lo ven»[24].

 

El memorando se firmó el 23 de julio de 2012 por el ministro de Economía, Luis de Guindos, por el gobernador del Banco de España, Luis María Linde de Castro, y por Olli Rehn, el vicepresidente de la Comisión Europea. Veinte páginas que contenían 32 puntos para la reforma del sistema financiero, pero también exigencias asociadas a la política económica, con sus recortes, la fiscal, con la subida de impuestos indirectos y las cláusulas para blindar la independencia del Banco de España, es decir, transformar esta institución en una sucursal directa del BCE para despojar al Gobierno de su capacidad de influencia sobre el supervisor de la política monetaria. «La Troika aterriza en España. Se congelan las pensiones, se recorta la prestación de paro, se ajusta la plantilla de sanidad y educación y se aprueban las mayores subidas de impuestos de la historia reciente. La crisis se recrudece»[25].

El día 24 de julio la prima de riesgo española bate récords y se sitúa en 637 puntos, lo que significaba una sangría respecto a los intereses de la deuda soberana que el país tenía que pagar. Hagamos un pequeño receso y recapitulemos cuántas medidas para «calmar a los mercados» se habían tomado desde el inicio de la crisis. Una reforma laboral, unos recortes inéditos y la reforma de la Constitución para incluir en el artículo 135 el pago prioritario de los intereses de la deuda y el techo de gasto, todo esto en el último año y medio de Gobierno Zapatero. En algo más de medio año del nuevo Ejecutivo de Rajoy se habían esquilmado los presupuestos con unos recortes, si no ya inéditos, austericidas, se habían añadido recortes suplementarios a partidas como sanidad y educación, se estaba preparando una nueva reforma laboral y, por si no fuera suficiente, se había reformado por completo el sistema bancario español inyectando en el mismo miles de millones de euros e incluso nacionalizando la cuarta entidad del país. Para terminar la jugada, en el más difícil todavía, la Troika había tomado cartas en el asunto en algo que se llamó rescate, o línea de crédito en condiciones ventajosas, lo que significó la suspensión de parte de nuestra soberanía para ponerla en manos de estos organismos internacionales, lo que implicaba más recortes y más reformas. ¿Y cuál fue la respuesta del mercado después de estos dos años de maremoto económico? Otra vuelta de tuerca. Que el sistema bancario español tenía graves dificultades tras los años de especulación con el suelo era cierto; que el dúo formado por los gigantescos bancos de inversión y las agencias de calificación desangró al margen de lo que sucedía en la economía real a los países de la periferia europea, también. No era, en último término, una cuestión de confianza en cuanto a que los Estados pudieran devolver los intereses de la deuda, era que con esa premeditada falta de confianza los especuladores internacionales se estaban haciendo de oro. Lo realmente inquietante es que la única respuesta que se tuvo para aquel estropicio fue el austericidio y cruzar los dedos.

En el fondo, los inversores presionaban para que Alemania respaldase las deudas de toda Europa. Tras muchos contactos de alta política entre bastidores, el 26 de julio Mario Draghi pronuncia su ya famoso «haré lo que sea necesario» para salvar el euro. EEUU presiona para mantener a Grecia en la moneda única. A finales de agosto, el entonces primer ministro chino, Wen Jiabao, traslada en Pekín a Merkel que no podía seguir comprando deuda europea si se dudaba de la pervivencia del euro. Finalmente, a la vuelta de ese verano, Berlín da un giro y expresa su intención de mantener a Grecia en el euro. Y eso empieza a calmar las aguas[26].

Mientras el país pasaba su viacrucis, a Rodrigo Rato se le había acabado todo el crédito social –esa intangible energía que te hace inmune a casi todo– y el día 11 de junio el juez de la Audiencia Nacional, Fernando Andreu, imputa al bankero jefe, al vicepresidente de Bankia, José Luis Olivas –de la escudería valenciana del PP– y al también exministro de Aznar, Ángel Acebes, que además de haber pasado a la historia por el «fue ETA» del 11M, era parte de la comisión de auditoría. En total 32 consejeros, más Rato, requeridos por el alto tribunal por la salida a bolsa de la entidad. UPyD fue la primera en presentar la querella y la que abrió el melón judicial de lo que ya era a todas luces un escándalo económico, justo es reconocerlo. El día 14, un grupo de juristas y ciudadanos también presentan otra querella haciéndose conocer como 15MpaRato. El juez Andreu además citó como testigos al presidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, Julio Segura, y al responsable de la auditoría realizada por Deloitte, Francisco Celma. También a Miguel Ángel Fernández Ordoñez, gobernador del Banco de España, que abandonó ese día la institución cobrando una indemnización de 348.751 euros. El 5 de noviembre comenzaron los interrogatorios a 33 individuos que habían formado parte de lo más selecto del país en la política, las finanzas y el mundo empresarial, y que ahora se enfrentaban a delitos como el de falsificación de cuentas, administración desleal, maquinación para alterar el precio de las cosas y apropiación indebida.

Sin embargo, aunque fuera por unas horas, toda esta espiral del desastre fue olvidada cuando la selección española de fútbol se alzó el 1 de julio con su tercera Eurocopa, tras 1964 y 2008, en el estadio olímpico de Kiev. Cuatro goles, además contra Italia, a la que de nada le sirvieron su habitual juego empantanado y su mezquindad estratégica frente al empuje de un equipo que alcanzó su máxima capacidad al mando de don Vicente del Bosque y con nombres como Casillas, Piqué, Ramos, Xavi, Torres o Iniesta. A lo mejor alguien puede pensar que el fútbol representa algún tipo de adocenamiento social, podemos discutir si estos éxitos deportivos fueron aprovechados con fines políticos –como lo fueron–, pero lo cierto es que aquellos días el país entero agradeció de forma sincera que este equipo nos hiciera disfrutar, apasionarnos y celebrar, por fin, algo en aquel nefasto 2012. Benditos sean.

Aquel año, además, se consolidó un programa conducido por un periodista de Cornellá llamado Jordi Évole, Salvados, convirtiéndose en su quinta temporada en uno de los imprescindibles del debate público desde una mirada crítica a todos los acontecimientos de aquella España al borde del abismo. En Twitter, eso sí, teníamos ya asentada la broma de que pasase lo que pasase, en Salvados nunca pronunciarían la palabra «capitalismo». Lo cierto es que Évole y su equipo consiguieron configurarse como uno de esos espacios a los que un político no puede decir que no y al que la gente atendía con la reverencia que se le tiene a un vengador enmascarado. Nos sentíamos terriblemente solos y Jordi parecía poner voz a esa angustia conjunta.

El segundo término más buscado en Google fue «prima de riesgo», el sexto «reforma laboral» y el noveno «sepe», el «paro» de toda la vida. Aquel año empezó a funcionar, de hecho, una nueva manera de solicitar cita para las gestiones del desempleo que te daba fecha a días vista ya que el tradicional número se hacía inservible ante la avalancha de desempleados. Los que tuvimos que pasar más de una mañana en aquellas oficinas recordamos las miradas al vacío, las salas de espera atestadas, las colas dando la vuelta a la manzana y la cara cansada de los funcionarios que, en más de una ocasión, daban alguna mala noticia de la que no eran responsables y aguantaban lágrimas o gritos.

Eran precisamente historias como estas las que casi nunca aparecían en ningún sitio, las que se perderán en la bruma del tiempo y las hemerotecas, pero también las que impulsaban uno de los elementos más esperanzadores: la protesta social. España estuvo al borde del abismo, pero no estuvo al borde de hincar la rodilla. JP Morgan, Goldman Sachs, Morgan Stanley y Black Rock eran nombres que mucha gente desconocía en aquella época, pero estamos seguros que todos estos buitres de la especulación no desconocían lo que sucedía en las calles de la Península.

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