Adjudicación jurídica política de la vida y argumentación en educación

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La figura del juez el que adjudica por antonomasia, se le ha de comprender desde la exigencia de justicia más allá de cualquier reivindicación personal, la adjudicación es un asunto de los dioses. Por otro lado, la divina justicia también se erige como la virtud primera en el orden general, y por lo tanto es asumida, en términos actuales, como principio referente y fundante más allá de ser considerado como un mero valor. Es necesario dentro del debate contemporáneo acerca de la naturaleza del derecho, precisar la urgencia de volver a ubicar la supremacía de la justicia como quiera que la historia del orden social ha estado marcada por la reivindicación de los ideales de igualdad sobre la base de la justicia, de ahí que un compromiso es el retorno a la reflexión jurídica en la que “la justicia es el núcleo axiológico del derecho” (Botero, 2005, p. 31).

Los discursos de Isócrates consagran la teogonía y la cosmovisión sobre la justicia, como eje de la moral y política en Atenas; sus disertaciones tienen la exigencia y la pretensión de restaurar el orden justo, a través del rol del juez y del orador, es un rol importante y decisivo en la polis, esta tarea según Platón, está reservaba a los nobles y virtuosos. La labor del orador, como labor que incide en la adjudicación, conllevaba una notable exigencia moral, tanto de la vida privada de la persona como de su vida pública: “Es de necesidad que el orador sea justo y que el hombre justo quiera que sus acciones sean justas”, reflexiona Platón sobre el rol del orador, ya que no puede ser un charlatán, pues este aleja a los ciudadanos del cuidado de su alma y del logro de la vida de excelencia y noble. El persuador tiene la exigencia de hacer mejores, de ennoblecer al auditorio al que se dirige (Platón, 1970, p. 198). Porque son a quienes se exige virtud, noblesa, vida buena. La adjudicación por ser asunto que se debe debatir entre dioses y hombres, es discurso, se adjudica en y por el decir. Por lo tanto el discurso del juez, del litigante y de todos los ciudadanos que intervienen en la labor del adjudicar, en tanto persuadores, debe emanar y ser creado, a partir de la convicción y la certeza de que la justicia es virtud, porque se configura en el centro espiritual de la polis.

Quien padece injusticia es una víctima, porque se ha humillado su dignidad, y no merece vivir de esta manera. Isócrates, en el discurso forense contra Eutino advierte de esta condición de víctima de injusticia “No me faltan motivos para hablar a favor de Nicias, aquí presente; ocurre que es amigo mío, que se encuentra en apuros, que es víctima de una injusticia” (Isócrates, 1979, p. 66). Para evitar la injusticia (la hybris) la obligación del juez, de las partes como oradores, es la de asumir la obligación de escribir bien, de ser altamente razonable y ordenado en el pensar. “Pero lo que sí considero innoble es el hecho de no hablar ni escribir bien sino de modo innoble y mal” (Platón, 2007, p. 153). El persuador, cuya vida sea honorable y justa, permite que en su pensar solo tenga una referencia auténtica: la verdad, y como a consecuencia de ella, logre conducir la acción social y política de sus conciudadanos hacia la virtud. No puede por lo tanto congraciarse con lo trivial e intrascendente. Platón, quien avoga para que se haga justicia como Isócrates, plantea que justo es buscar restaurar lo perdido, pugnar para que la víctima reciba lo merecido, es decir, lo justo que va más allá de que se le resarsa materialmente un daño. Hacer justicia es recobrar la dignidad y el honor lesionados frente al ultraje padecido, porque atenta contra el domino sereno de sí, al exponerlo a los vicios que afectan su alma; es el caso que se ventila en la causa adelantada por Isócrates, en favor de un hombre pobre pero noble que pertecene al partido democrático y que ha sido golpeado por el joven aristócrata Loquites. La víctima parece no recibir lo justo por la desigualdad social y el amparo al aristócrata, todo en menoscabo del alma vapuleada, esta es la denuncia y el reclamo de Isócrates.

La jerarquía en la polis está dada por el alto sentido del honor y la dignidad, y es por ello por lo que se apela, la indignación se anida en la injusticia recibida porque lesiona la virtud del alma. “Ahora vengo a recibir de él satisfacción, no por algún daño causado por los golpes, sino por el ultraje y deshonor, que es precisamente lo que tiene que causar la más honda indignación a los hombres libres” (Isócrates, 1979, p. 91).

Llegar a la excelencia, al αρετ, Areté, en tanto “atributo propio de la nobleza” designa excelencia. (Jaeger, 1994, p. 12) es la esencia de la nobleza, comporte un aprendizaje de las virtudes, entre la que se destaca de manera preponderante la justicia; esta lo informa, le da forma como hombre perfecto. “El concepto de justicia, considerada como la forma de la areté que comprende y cumple todas las exigencias del ciudadano perfecto” (Jaeger, 1994, p. 109). El ciudadano libre y noble llamado a la perfección debe aprender el principio de la justa distribución y la forma en que ha de prevalecer en cada caso. Los hombres libres se forman en la justicia, porque esta se conquista, el hombre no es justo per se, se hace justo, se construye en las acciones que exigen el colectivo.

Por lo que esta virtud se halla encaminada esencialmente al servicio público, cuyo fin es el bien común, núcleo esencial de la ciudad. En el caso de los jueces, si ellos son justos con otros entonces son justos consigo mismos, hacen honor a su propia virtud. “Es propio de jueces inteligentes que, al votar lo justo en asuntos ajenos, simultáneamente ayuden a los suyos propios” (Isócrates, 1979, p. 93). La mesura sobre las acciones exige la recta razón de quienes juzgan, recta razón que implica discernir a quienes es justa y dable ciertos bienes. “Para lograrlo, necesita discernir quién debe qué bien a qué personas en distintas situaciones” (Macintyre, 1994, p. 117). El valor de la justicia en tanto divinidad y virtud, postula la política igualitaria: todos los hombres libres y nobles son iguales, independientemente de sus posesiones; gozan de iguales garantias, esta es la clave de la felicidad de la polis que la protege de cualquier desastre que pueda acaercer al colectivo en el cual estan incorporados, como uno solo: “Y, después que nos dimos mutuas garantías, tras reunirnos en un mismo lugar, trazamos una política tan bella e igualitaria que ningún desastre nos sobrevino” (Isócrates, 1979, p. 83). Los ideales de la polis, como democracia auténtica descansan en el reconocimiento del otro, en el respeto, la distinción y la dignidad inherentes a su persona. Es irritante y corrompe la polis si los ciudadanos libres no reciben un trato igual y justo, si son privados de sus derechos legales, si se impide su participación en las magistraturas. Todo lo anterior sería un atentando contra la ley misma y el principio igualitario:

Pero aún lo más terrible de todo sería que en una ciudad democrática no alcanzáramos todos los mismos derechos, sino que pudiéramos participar en los cargos públicos, pero nos priváramos a nosotros mismos de los derechos legales (…) pero, en el momento de votar concediéramos más importancia a los que tienen dinero (Isócrates, 1979, p. 94).

Sugiere Aristóteles, que quien es injusto actua de manera viciosa, parte de lo vicioso de su accionar es que es un individuo ambicioso que lo hace insaciable. El vicioso no tiene límites, por lo que se halla vacio, y esta vacuidad lo conduce sin pudor a infringir la ley. El injusto termina apartándose del principio igualitario, porque su deseo lo embelesa, lo desequilibra, arrastrando consigo el vicio de la víctima, siendo doblemente injusto: “lo justo sea lo legal y lo igual: “es injusto tanto el que quebranta la ley como el ambicioso y no igualitario (…) lo justo es lo legal y lo igualitario, y lo injusto lo ilegal y lo no igualitario” (Aristóteles, 2004, p. 153). La pátrios politeía en la que está incardinado el juez como el que adjudica en y para la virtud, como la instituida por Pericles, quien él mismo representa el ideal de lo que ha de ser un verdadero y auténtico ciudadano sabio, prudente y justo, mencionado por Isócrates en el discurso sobre el tronco de caballos “y fue educado por Pericles, al que todos estarían de acuerdo en considerar como el más prudente, más justo y más sabio de los ciudadanos”. (Isócrates, 1979) consagraba la ciudadanía, una nueva ciudadanía desde derechos inherentes a la persona-persona y a la persona-polis, en la doble construcción de honorabilidad individual y colectiva. El individuo y la polis en unidad sinérgica son iguales en prudencia, justicia y sabiduria, por lo que la acción política externa de la Polis, es igual a como si se comportara un individuo virtuoso, justo. De lo anterior se desprende que la regulación de convenios celebrados con la Polis y sus iguales otras polis-estados, están bajo el amparo de los ideales de vida buena. Los iguales entre iguales como esencia de la democracia: “En la tragedia Fenicias (…) Eurípides ponía en boca de Yocasta una referencia, mientras describía el valor de la justicia, a la necesidad de honrar la igualdad (istes) entre amigos (phílous… phílous), ciudades (póleis… pólesi) y aliados (symmákhous… symmákhois)” (Buis, 2011, p. 9).

Bajo esta perspectiva, en el mundo griego es claro que la justicia como principio, y cuando se despliega en la adjudicación, tiene la perspectiva ineludible de lo το ισον, Toison, lo igual, de la inclusión y de la afirmación. En el discurso sobre el Aeropagítico, exhorta Isócrates a los areopagitas a recuperar la dignidad y el estatus democrático, en momentos de crisis y corrupción como la que atraviesa Atenas. Clama por volver a los ideales de la pátrios politeía, recordando los pilares de la justicia y la igualdad:

Lo que más contribuyó a que gobernaran bien la ciudad fue que, de las dos igualdades que se conocen, una la que asigna lo mismo a todos y otra la que da a cada uno lo conveniente, no ignoraron cuál es la más útil, sino que consideraron injusta la que estima igual a los buenos y a los malos (Isocrátes, 1979, p. 57).

 

Se establece por lo tanto la manera como se concebía la idea de lo igual (Toison) lo simétrico, pero desde las asimetrías que constituyen y configuran la pluralidad y la diversidad de los hombres libres y nobles de la democracia griega. Aclara Isocrátes que en el ejercicio de la razón práctica de la justicia, es decir, la acción virtuosa por excelencia, se ha de atender a dos igualdades: una general, para toda la polis y otra particular entendida como lo conveniente y necesario para el ciudadano en concreto. Estas simetrías-asimétricas tenían asignaciones de derechos distintos. El juez, como hombre virtuoso debe poseer el criterio de distinción, de proporcionalidad y de la mensura, como garantes de la adjudicación de lo justo. La justicia igualitaria implica que en los casos concretos que sean análogos obtengan una respuesta parecida; y cuando los casos sean en su extensión y proporción diferentes se dé una respuesta en esa medida y dimensión, lo que se ha de estructurar como proporcionalidad desigual. Administrar o adjudicar justicia se entiende como cuestión de virtud, de razón, de justo medio, de igualdad en lo igual, lo igual se ha de tratar igual “los casos con diferencias proporcionales de merecimiento sean tratados según esa proporción (…) una distribución es justa si y solo si preserva, entre dos casos en los que los recipientes sean desiguales en su mérito una distribución proporcionalmente desigual” (Macintyre, 1994, p. 127).

Aquellos ciudadanos que participan en la adjudicación de justicia, bien como jueces, bien como oradores, tienen la tarea no solo de resolver situaciones privadas o conflictos públicos (por ejemplo con otras polis) sino que cumplen la misión de la psykhagogía, entendida como seducción o cuidado ético del alma de los otros. El orador persuade y conduce el alma hacia la vida bella o noble tokalon esa es la adjudicación. La vida en justicia se edifica sobre el dominio moral como deseo comunitario de la polis, que anticipa la eternidad. Se afirma la esperanza en la posibilidad y realización del areté. El proyecto social de justicia, la hace el phronimos2, el hombre recto, un ciudadano capaz de discernir las verdades convenientes y necesarias para hacer el bien; como hombre inteligente3 (cuyo esfuerzo racional le permite argumentar) ayuda mediante el ejercicio de la justicia a lograr el bien común, lo correcto y provechoso para todos. Por el contrario, hombres necios pueden llegar a creer que la justicia no es posible; que termina siendo una práctica hermosa ante los ojos de los dioses, pero inviable para la vida de los hombres, especialmente los que escogen la maldad como senda4. Es fundamental que se exhorte la práctica de la virtud, por parte de los hombres rectos y se reprocha a los necios pensar en los réditos que trae la injusticia y la maldad “En cambio, son los más insensatos cuantos piensan que la justicia es una hermosa práctica y más grata a los dioses que la injusticia, pero creen que vivirán peor los que la usan que los que prefieren la maldad”. Planteamiento también presente en la República de Platón (Isócrates, 1979, p. 20).

La justicia, su administración y adjudicación implica esfuerzo constancia y firmeza, es voluntad perseverante para mantener y sostener el dominio de sí, se advierte el trabajo que implica para el ciudadano la vida justa en la polis. El ciudadano hace un compromiso de lealtad y rectitud: “Aristóteles devuelve las cosas a su verdadera medida mostrando que el elemento que sustenta el saber ético del hombre es la orexis, el “esfuerzo”, y su elaboración hacia una actitud firme (hexis)” (Gadamer, 2003, p. 384). Según Platón ser leal y recto involucra ir en contra de la propia voluntad, reprimirla pues es más fácil llevar la vida por el sendero del vicio, de la vanidad y el deleite personal porque se presentan siempre como lo bueno y deseable por todos; las pasiones son poderosas el caballo negro es vigoroso y tentador para todos:

Si queremos comprender mejor que quienes practican la justicia lo hacen contra su voluntad, por la impotencia de obrar injustamente, hagamos una suposición: demos a ambos, al hombre justo y al injusto, el poder de obrar como les plazca y, observémoslos después para ver a dónde los conduce su pasión. No tardaremos en sorprender al hombre justo, como éste, por el deseo de tener más que los otros, deseo que toda naturaleza persigue como algo bueno, pero que la ley reprime por la fuerza para que subsista la igualdad (Platón, 2006, p. 173).

Lo justo es un arduo trabajo sobre el espíritu, es la lucha contra sí mismo por vencer los vicios; es el llamado a vivir la templanza como opción, implica el sometimiento a las normas y al autogobierno sobre las pasiones, la comida, la bebida y el amor. “Para la mayoría de los hombres, ¿no consiste principalmente la templanza en ser sumisos con quienes los gobiernan y saber dominarse en los placeres de la bebida, del amor y de la mesa” (Platón, 2006, p. 227). Los actos de justicia nacen de las almas probas que se han cultivado desde temprana edad en las virtudes de la justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza. De ahí que la función del que imparte justicia, del que adjudica no puede dejarse en manos de los jóvenes porque no poseen experiencia sobre las acciones de la vida. Y esta inexperiencia puede llegar a ser causa de injusticia, y motivo de inmoralidad. Debe ser tarea de los ancianos, pues el buen juez por su experiencia y sabiduría ha logrado deliberar y tener la claridad sobre el vicio que representa la injusticia, injusticia de quienes la cometen y de quienes la padecen, además han de ser ejemplo de a-temperancia: “El buen juez no debe ser un hombre joven; es necesario que sea un anciano y que haya llegado con el tiempo a saber lo que es la injusticia, no por tenerla arraigada en su alma como un vicio personal” (Platón, 2006, p. 263). Estos hombres honorables representan lo que Isocrátes (1979) en el discurso Panatenaico (XII) designa como bien educados, ya que son capaces de discernir sobre lo conveniente de tratar con dignidad y justicia a los que los acompañan, soportan las vanidades de los demás, son atemperantes, en últimas, hombres completos: “¿a quiénes llamo personas bien educadas, puesto que rechazo los oficios, las ciencias y el talento? (…) De quienes poseen una disposición de espíritu ajustada (…) de ésos afirmo que son hombres inteligentes, completos y que tienen todas las virtudes” (Isocrátes, 1979, p. 208).

Una de las expresiones más contundentes de la justicia en la polis son sus leyes (λεψεσ). Los ciudadanos deben honrarlas y dar la vida incluso por ellas. Las leyes y de manera entronizada: la Constitución representa la unidad, el sentido y el alma misma de la ciudad como sistema político sus ciudadanos están bajo su amparo y sometimiento, es su guía en todas las actividades de la vida social; preserva los bienes y es la inteligencia colectiva, la espiritualidad de la pátrios polietía: “el alma de una ciudad no es otra cosa que su constitución (…) tienen que acomodarse a las leyes, los oradores y los ciudadanos corrientes y actuar de tal manera que cada uno se mantenga en los límites de la Constitución” (Isócrates, 1979, p. 55). La Constitución señala también los límites de la acción ejemplar de sus prohijados, se entiende como la expresión espiritual del querer de la bondad. Merece censura y es causa de ofensa que algún ciudadano siquiera piense en suprimir las leyes) o violarlas “con este individuo, que se atreve a violar las que están escritas, a ése lo dejaréis ir sin castigo. Pero no obraríais con justicia, ni de manera digna de vosotros, ni tampoco de acuerdo con vuestras opiniones anteriores” (Isócrates, 1979, p. 79).

Las leyes son el propósito anímico religioso y político de legisladores, tribunales, jueces, oradores, en fin, de todos. Las leyes como diosas tutelares guían la adjudicación. El juez al preservar la ley guareciendo lo conveniente para la virtud y prohibiendo lo necesario para evitar los vicios y las injusticias, confiere vida a la justicia, “cuando disputan los hombres recurren al juez; y dirigirse al juez es dirigirse a lo justo, pues el juez pretende ser como la justicia dotada de vida” (Aristóteles, 2004, p. 161), el juez también iguala quitando y adicionando como tarea de su λоγоσ (logos) ubica el medio como lo justo, está en dos (díkaios) el juez es un dikastés, porque iguala en la asimetría “Cuando un todo se divide en dos, las gentes dicen que tienen lo suyo precisamente cuando toman la parte igual. (Y lo igual es medio entre lo más y lo menos conforme a la proporción aritmética)” (Aristóteles, 2004). La Polis como lugar espiritual anida las aspiraciones de los ciudadanos, como deseo común porque habite la justicia, porque la adjudicación sea justa; su espíritu está en tensión entre el vicio y la virtud, entre el ciudadano y el conjunto, la medicina y la enfermedad; las antinomias se resuelven teniendo a la justicia como la salud del alma, salud que se adquiere en la medida que el ciudadano esté inserto en la vida política “La justicia es la salud del alma, siempre y cuando concibamos ésta como el valor moral de la personalidad” (Jaeger, 1994, p. 637). La enfermedad del alma consiste en alejarse de las normas, y quedar por fuera de la posibilidad del amparo de la justicia, y de la vida política como garantía de cuidado y autogobierno. En el seno de la Polis, según Platón, es en donde se atempera el alma, y se hace dueño de sí, al hacer que, en el alma resida lo bueno y lo menos bueno, pero ha de lograr que lo mejor y noble predomine. Pero si no logra dominar lo menos bueno entonces se transforma en un esclavo de sí: “a consecuencia de la mala educación, o de las malas compañías, lo bueno, muy aminorado, es dominado por lo menos bueno, se dice, y con ello implica un reproche y un oprobio (…) es esclavo de sí mismo e intemperante” (Platón, 2006, p. 431a). El hombre con valor, es aquel que lucha contra su thymôs, que es la parte del alma en donde están las emociones, las pasiones fuertes de la vida y que definen al hombre justo del injusto, de esta proceden sentimientos a manera de antinomias, como se presenta y se expresa la vida en ambigüedades, entre amor y odio, amistad y venganza, alegría y enfado, osadía y temor “El thymôs es, sobre todo, la fuente de las emociones. La amistad y los sentimientos de venganza, la alegría y la tristeza, el enfado y el temor, todos emanan del thymôs” (Bremmer, 2002, pp. 48-49). Cuando el alma injusta se restaura lo hace a través del temor divino que se expresa en el pudor y la vergüenza “leyes aptas para lanzar en justicia, contra la torpe audacia que allí irrumpa, aquel nobilísimo temor, el temor divino que hemos llamado pudor y vergüenza” (Platón, 1999, p. 73), el orden sacrificado, con su ofensa.

La adjudicación del juez es un ejercicio moral reconciliador. Es sospechoso que se requieran tantos jueces y médicos en la ciudad, algo no está funcionando en la ciudad, es un indicio de su enfermedad “¿un indicio más seguro de una educación mala y viciosa en una ciudad que la necesidad de hábiles jueces y médicos, no solo entre los artesanos y gente vulgar sino entre quienes se precian de haberse educado como hombres libres? (Platón, 2006, p. 405b). Con tantos jueces y médicos se evidencia que la formación ética y moral es defectuosa, con vicios, es demostración de la falta de virtud y justicia personal. ¿No te parece vergonzoso y prueba evidente de una educación defectuosa el verse obligado a recurrir a una justicia extraña, por falta de virtud y de justicia personal, convirtiendo a los demás en dueños y jueces de uno mismo? (Platón, 2006, p. 405b). El obrar justo del legislador y del juez en su adjudicación estará mediado por la imposición de penas proporcionadas, es decir, adecuadas o moderadas. Lamenta la polis, tener que legislar conductas tan ofensivas a los dioses. “Se dan casos sobre los que resulta terrible y nada grato el legislar, pero que no pueden quedar fuera de la legislación, tales los homicidios de los parientes cometidos ya por propia mano, ya por medio de insidias con toda voluntariedad e injusticia, los cuales ocurren mayormente en ciudades mal regidas y mal educadas, pero que también ocurrirán alguna vez en un país donde nadie podría esperarlos” (Platón, 1999, p. 872d) y que los ciudadanos no puedan refrenarse, por actuar según Platón como bestias fieras, alejadas del querer político, como el bien común, como lo esencial de la ciudad.