Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson

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Whisenhunt y Burbridge dejaron a DeRosa en el césped y volvieron hacia el extremo norte del domicilio en busca de otra manera de entrar. Si accedían por la puerta principal serían objetivos francos. Observaron que habían quitado una tela mosquitera de una ventana de la fachada, que estaba apoyada a un lado del edificio. Whisenhunt también se fijó en una hendidura horizontal a lo largo de la parte inferior de la tela mosquitera. Al sospechar que podía ser por allí por donde había entrado la persona o las personas que habían cometido los asesinatos, buscaron otros medios de introducirse. Encontraron una ventana abierta a un lado. Al mirar dentro, vieron lo que parecía una habitación recién pintada, desprovista de muebles. Treparon hacia el interior.

DeRosa esperó hasta verlos dentro de la casa y luego se acercó a la puerta principal. Había una mancha de sangre en el camino, entre los setos; varias más en la esquina derecha del porche, y aún otras justo delante y a la izquierda de la puerta, y en la propia jamba. No vio, o luego no recordó haber visto, huellas, aunque había unas cuantas. Con la puerta abierta hacia dentro, DeRosa estaba en el porche cuando se dio cuenta de que habían garabateado algo en la mitad inferior.

Había tres letras de imprenta escritas con lo que parecía sangre: PIG16.

Whisenhunt y Burbridge habían terminado de registrar la cocina y el comedor cuando entró DeRosa en el vestíbulo. Al torcer a la izquierda al salón, encontró el paso bloqueado en parte por los dos baúles de camarote azules. Daba la impresión de que habían estado en posición vertical y luego los habían derribado, porque uno estaba apoyado contra el otro. DeRosa también se fijó, al lado de los baúles y en el suelo, en unas gafas con montura de carey. Burbridge, que lo siguió a la habitación, observó otra cosa: en la alfombra, a la izquierda del recibidor, había dos trozos de madera. Parecían pedazos de una empuñadura rota.

Habían llegado esperando encontrar dos cadáveres, pero había tres. Ya no buscaban más muerte, sino alguna explicación. Un sospechoso. Pistas.

La habitación era luminosa y espaciosa. Escritorio, silla, piano. Después algo extraño. En el centro de la habitación, frente a la chimenea, había un largo sofá. Una enorme bandera de Estados Unidos cubría la parte de atrás.

No vieron lo que había al otro lado hasta que estuvieron casi a la altura del sofá.

Era joven, rubia, se le notaba mucho el embarazo. Yacía sobre el costado izquierdo, justo delante del sofá, con las piernas dobladas arriba hasta el estómago en posición fetal. Llevaba un sostén floreado y unas bragas a juego, pero el estampado casi no se distinguía por la sangre, con la que daba la sensación de que habían embadurnado todo el cadáver. Habían dado dos vueltas a una cuerda blanca de nylon alrededor del cuello; un extremo se prolongaba sobre una viga en el techo, el otro llevaba a través del suelo a otro cadáver más, el de un hombre, que estaba a menos de un metro y medio.

También habían dado dos vueltas a la cuerda alrededor del cuello del hombre. El extremo suelto pasaba por debajo del cuerpo y luego se extendía alrededor de un metro más allá. Una toalla ensangrentada le cubría la cara, ocultándole los rasgos. Era bajo, medía alrededor de un metro y setenta centímetros, y yacía sobre el costado derecho con las manos juntas cerca de la cabeza, como si estuviera todavía parando golpes. La ropa que llevaba —camisa azul, pantalones blancos de rayas verticales negras, cinturón ancho a la moda, botas negras— estaba empapada de sangre.

Ninguno de los agentes pensó en examinar los cadáveres por si había signos de vida. Como en el caso del cadáver del coche y la pareja del césped, era a todas luces innecesario.

Aunque DeRosa, Whisenhunt y Burbridge eran policías, no inspectores, cada uno de ellos, en algún momento en el desempeño de sus funciones, había visto la muerte. Pero nada parecido a aquello. El 10050 de Cielo Drive era un matadero humano.

Conmocionados, los agentes se dispersaron para registrar el resto de la casa. Había una buhardilla encima del salón. DeRosa subió por la escalera de madera y echó nervioso un vistazo por encima del borde, pero no vio a nadie. Un pasillo comunicaba el salón con el extremo sur del domicilio. Había sangre en dos sitios del pasillo. A la izquierda, justo después de una de las manchas, había un dormitorio, cuya puerta se encontraba abierta. Las mantas y las almohadas estaban arrugadas y había ropa desparramada aquí y allá, como si alguien —posiblemente la mujer del camisón del césped— se hubiera desvestido y acostado antes de que apareciera la persona o las personas que cometieron los asesinatos. Sobre la cabecera de la cama, con las patas colgando hacia abajo, había un conejo de peluche que tenía las orejas levantadas, como si contemplara perplejo el lugar de los hechos. No había sangre ni signos de forcejeo.

Al otro lado del pasillo estaba el dormitorio principal. También tenía abierta la puerta, igual que las puertas de lamas al otro extremo de la habitación, más allá de las cuales se veía la piscina.

Aquella cama era mayor y estaba más arreglada, y la colcha blanca estaba doblada, de modo que dejaba ver la parte superior de la sábana, con un alegre floreado, y la parte inferior, blanca con un diseño geométrico dorado. En el centro de la cama, y no de un lado a otro de la parte de arriba, había dos almohadas, que dividían la zona donde se había dormido de la zona donde no. Al otro lado de la habitación, frente a la cama, había un televisor, y a ambos lados dos espléndidos armarios. Encima de uno de ellos había un moisés blanco. Las puertas contiguas estaban prudentemente abiertas: vestidor, armario empotrado, baño, armario empotrado. Tampoco había signos de forcejeo. El teléfono de la mesilla de noche al lado de la cama estaba colgado. Nada volcado o tumbado.

Sin embargo, había sangre en la parte interior izquierda de la puerta ventana de lamas, lo cual indicaba que alguien, de nuevo, posiblemente la mujer del césped, había salido corriendo por allí tratando de escapar.

Al salir, los agentes quedaron deslumbrados un momento por el resplandor de la piscina. Asin había mencionado una casa de invitados detrás de la vivienda principal. Entonces la divisaron, o más bien divisaron una esquina, a unos veinte metros al sureste, a través de los arbustos.

Se acercaron en silencio y oyeron los primeros sonidos desde que habían llegado a la finca: el ladrido de un perro, y una voz masculina que decía: «Chis, calla».

Whisenhunt fue a la derecha, alrededor de la parte posterior de la casa. DeRosa torció a la izquierda y avanzó rodeando la fachada. Burbridge lo siguió de refuerzo. Al acceder al porche con tela mosquitera, DeRosa pudo ver, en el salón, en un sofá enfrente de la puerta principal, a un joven de unos dieciocho años. Llevaba pantalones pero no camisa, y aunque no parecía armado, eso no significaba, según explicaría después DeRosa, que no tuviera un arma cerca.

DeRosa derribó la puerta principal al grito de «¡Alto!».

Asustado, el chico levantó la cabeza para ver una y, acto seguido, tres armas que le apuntaban directamente. Christopher, el gran weimaraner de Altobelli, atacó a Whisenhunt y mordió la punta de la escopeta. Whisenhunt le estampó la puerta del porche en la cabeza y luego lo mantuvo atrapado ahí hasta que el joven llamó al perro.

En cuanto a lo que pasó a continuación, hay versiones contradictorias.

El joven, que se identificó como William Garretson, el vigilante, afirmaría después que los agentes lo tiraron al suelo, lo esposaron, lo levantaron con brusquedad, lo arrastraron afuera al césped y luego volvieron a tirarlo al suelo.

Después preguntarían a DeRosa, en relación a Garretson:

Pregunta. ¿En algún momento tropezó o cayó al suelo?

Respuesta. Puede ser. No recuerdo si lo hizo o no.

P. ¿Le ordenó que se tumbara en el suelo fuera?

R. Sí, le ordené que se tumbara en el suelo, sí.

P. ¿Le ayudó?

R. No, se echó solo.

Garretson no paraba de preguntar, «¿Qué pasa?, ¿qué pasa?». Uno de los agentes contestó: «¡Ahora te lo vamos a enseñar!», y, después de levantarlo de un tirón, DeRosa y Burbridge lo acompañaron de vuelta a lo largo del camino que llevaba a la vivienda principal.

Whisenhunt se quedó atrás en busca de armas y ropa con manchas de sangre. Aunque no encontró ninguna de las dos cosas, sí que observó muchos pequeños detalles del lugar de los hechos. Uno de ellos en aquel momento le pareció tan insignificante que lo olvidó hasta que un ulterior interrogatorio se lo hizo recordar. Había un equipo estereofónico al lado del sofá. Estaba apagado cuando entraron en la habitación. Al mirar los botones, Whisenhunt se fijó en que el volumen estaba entre el cuatro y el cinco.

Mientras tanto, habían llevado a Garretson más allá de los dos cadáveres del césped. El hecho de que identificara erróneamente el primer cadáver, el de la mujer joven, como la Sra. Chapman, la empleada doméstica negra, revelaba el estado del mismo. En cuanto al hombre, lo identificó como «Polanski, el pequeño». Si, como habían dicho Chapman y Asin, Polanski estaba en Europa, aquello no tenía sentido. Lo que no podían saber los agentes era que Garretson creía que Voytek Frykowski era el hermano pequeño de Roman Polanski. Garretson fue totalmente incapaz de identificar al joven del Rambler17.

En un momento dado, nadie recuerda con exactitud cuándo, informaron a Garretson de sus derechos y le dijeron que estaba detenido por asesinato. Cuando le preguntaron por lo que había hecho la noche anterior, dijo que, aunque la había pasado entera despierto, escribiendo cartas y escuchando discos, no había oído ni visto nada. La coartada, muy poco verosímil, las contestaciones, «imprecisas, poco convincentes», y la confusa identificación de los cadáveres llevaron a los policías que efectuaron la detención a concluir que el sospechoso estaba mintiendo.

 

¿Cinco asesinatos —cuatro de ellos ocurridos probablemente a menos de treinta metros— y no había oído nada?

Tras bajar con Garretson por la entrada de la propiedad, DeRosa ubicó el mecanismo de control de la verja en el poste, dentro de la misma. Observó que había sangre en el botón.

La conclusión lógica era que alguien, muy posiblemente la persona que había cometido los asesinatos, había apretado el botón para salir, con lo que, como era muy probable, había dejado una huella dactilar.

El agente DeRosa, que tenía la tarea de salvaguardar y proteger el lugar de los hechos hasta que llegaran los inspectores, apretó entonces el botón él mismo y consiguió abrir la verja, pero también produjo una superposición que borró cualquier huella que hubiera podido haber allí.

Después interrogarían a DeRosa al respecto:

P. ¿Hubo algún motivo para colocar el dedo en el botón ensangrentado que accionaba la verja?

R. Cruzar la verja.

P. ¿Y lo hizo a propósito?

R. Tenía que salir de allí.

Eran las nueve y cuarenta. DeRosa dio parte por radio de cinco muertes y un sospechoso detenido. Mientras Burbridge continuaba en el domicilio, a la espera de los inspectores, DeRosa y Whisenhunt llevaron en coche a Garretson a la comisaría del oeste de Los Ángeles para el interrogatorio. Otro agente también llevó allí a la Sra. Chapman, pero estaba tan histérica que tuvieron que trasladarla al Hospital UCLA a que la sedaran.

En respuesta a la llamada de DeRosa, enviaron a cuatro inspectores del oeste de Los Ángeles al lugar de los hechos. El teniente R.C. Madlock, el teniente J.J. Gregoire, el sargento F. Gravante y el sargento T.L. Rogers llegarían todos en menos de una hora. Para cuando aparcó el último, ya estaban los primeros periodistas delante de la verja.

Al escuchar las frecuencias de radio de la policía, habían oído que se informaba de cinco muertes. Eran días calurosos y secos en Los Ángeles, y el fuego era una preocupación constante, sobre todo en las colinas, donde en pocos minutos las vidas y las propiedades podían desvanecerse entre las llamas. Por lo visto alguien supuso que las cinco personas habían resultado muertas en un incendio. En alguna llamada de la policía debió de mencionarse el nombre de Jay Sebring, porque un periodista llamó a su casa y le preguntó al mayordomo, Amos Russell, si sabía algo de «las muertes por incendio». Russell telefoneó a John Madden, presidente de Sebring International, y le habló de la llamada. Madden estaba preocupado: ni él ni la secretaria de Sebring sabían nada del estilista desde finales de la tarde del día anterior. Madden llamó a la madre de Sharon Tate, que estaba en San Francisco. El padre de Sharon, un coronel de Inteligencia Militar, estaba destinado cerca, en Fort Baker, y la Sra. Tate había ido a visitarle. No, no sabía nada de Sharon. Ni de Jay, al que se esperaba en San Francisco en algún momento aquel mismo día.

Antes de casarse con Roman Polanski, Sharon Tate había vivido con Jay Sebring. Aunque lo había dejado por el director polaco, Sebring había mantenido la amistad con los padres de Sharon, igual que con Sharon y Roman, y cuando estaba en San Francisco solía telefonear al coronel Tate.

Cuando Madden colgó, la Sra. Tate marcó el número de Sharon. El teléfono sonó y sonó, pero no cogió nadie.

Dentro de la casa reinaba el silencio. Aunque cualquiera que llamara oía la señal, los teléfonos seguían sin funcionar. El agente Joe Granado, químico forense que trabajaba en la SID, la División de Investigación Científica del LAPD, ya estaba manos a la obra, tras llegar alrededor de las diez de la mañana. La tarea de Granado era tomar muestras de cualquier sitio donde pareciera haber sangre. Por lo general, en un caso de asesinato, Granado terminaba en un par de horas. Pero aquel día no. En el 10050 de Cielo Drive, no.

La Sra. Tate telefoneó a Sandy Tennant, amiga íntima de Sharon y esposa de William Tennant, mánager de Roman Polanski. No, ni ella ni Bill sabían nada de Sharon desde finales de la tarde anterior, cuando Sharon dijo que ella, Gibby (Abigail Folger) y Voytek (Frykowski) se quedarían en casa aquella noche. Jay había dicho que pasaría más tarde, y ella invitó a Sandy a que se apuntara. No se había planeado ninguna fiesta, solo era una noche tranquila en casa. Sandy, que acababa de pasar la varicela, declinó la invitación. Igual que la Sra. Tate, intentó telefonear a Sharon aquella mañana pero no obtuvo respuesta.

Sandy aseguró a la Sra. Tate que probablemente no había relación entre el rumor del incendio y el 10050 de Cielo Drive. Sin embargo, en cuanto colgó la Sra. Tate, Sandy telefoneó al club de tenis de su marido y pidió que lo llamaran por megafonía. Dijo que era importante.

En algún momento entre las diez y las once de la mañana, Raymond Kilgrow, agente comercial de una compañía telefónica, subió al poste por fuera de la verja del 10050 de Cielo Drive y descubrió que habían cortado cuatro cables telefónicos. Los cortes estaban cerca de la fijación al poste, lo que indicaba que la persona que lo había hecho posiblemente había subido también allí. Kilgrow reparó dos cables y dejó que los inspectores examinaran los restantes.

Llegaban coches de policía cada pocos minutos. Y a medida que fueron más agentes a ver el lugar de los hechos, este cambió.

Las gafas de carey, observadas la primera vez por DeRosa, Whisenhunt y Burbridge cerca de los dos baúles, se habían movido de alguna manera ciento ochenta centímetros hasta la parte superior del escritorio.

Dos trozos de empuñadura, vistos por vez primera cerca del recibidor, estaban ya debajo de una silla del salón. Como exponía el informe oficial del LAPD: «Al parecer, uno de los primeros agentes que llegaron los mandó de una patada debajo de una silla. Sin embargo, nadie admite haberlo hecho18».

Un tercer trozo de empuñadura, menor que los otros, se halló después en el porche delantero.

Y uno o más agentes fueron dejando sangre del interior del domicilio en el porche y el camino de delante, con lo que añadieron varias huellas de sangre a las que ya había allí. En un intento de identificar y eliminar las adiciones posteriores, sería necesario hablar con todo el personal que había ido al lugar de los hechos y preguntar a cada uno si llevaba botas, zapatos de suela lisa u ondulada, etcétera.

Granado seguía tomando muestras de sangre. Después, en el laboratorio de la policía, les haría la prueba de Ouchterlony para determinar si la sangre era animal o humana. De ser humana, se aplicarían otras pruebas para establecer el grupo sanguíneo —A, B, AB o O— y el subgrupo. Hay unos treinta subgrupos sanguíneos. No obstante, si la sangre ya está seca cuando se toma la muestra, solo es posible establecer si es de uno de estos tres: M, N o MN. Había sido una noche calurosa, y estaba subiendo la temperatura otra vez. Para cuando Granado se puso manos a la obra, la mayor parte de la sangre, a excepción de los charcos próximos a los cadáveres dentro de la casa, ya se había secado.

Los días siguientes Granado obtendría de la Oficina Forense19 una muestra de sangre de cada una de las víctimas, e intentaría cotejarlas con las muestras que ya había recogido. En un caso de asesinato corriente, la presencia de dos grupos sanguíneos en el lugar del crimen podría indicar que el asesino, además de la víctima, había sido herido, una información que podría ser una pista importante acerca de la identidad del mismo.

Pero aquel no era un asesinato corriente. En vez de un cuerpo, había cinco.

De hecho, había tanta sangre que Granado pasó por alto algunos sitios. En el lado derecho del porche de la puerta principal, si uno se acercaba desde el camino, había varios charcos grandes de sangre. Granado solo tomó una muestra de un sitio, al suponer, como dijo después, que todos tenían la misma sangre. Justo a la derecha del porche, los arbustos parecían rotos, como si alguien hubiera caído a la maleza. Unas manchas de sangre que había allí daban la impresión de confirmarlo. A Granado se le pasaron. Y tampoco tomó muestras de los charcos de sangre en los alrededores de los dos cadáveres del salón, ni de las manchas próximas a los dos cadáveres del césped, al pensar, como declararía después, que eran de las víctimas más cercanas, y que de todos modos obtendría las muestras del coroner.

Granado tomó un total de cuarenta y cinco muestras de sangre. Sin embargo, por algún motivo jamás explicado, no analizó los subgrupos de veintiuna de estas muestras. Si no se hace una semana o dos después de la recogida, la sangre se descompone.

Después, cuando se intentó reconstruir los asesinatos, estas omisiones originarían muchos problemas.

Un poco antes del mediodía llegó William Tennant, todavía con ropa de tenis, que fue acompañado por la policía al otro lado de la verja. Era como si lo condujeran por una pesadilla, pues lo llevaron primero junto a un cadáver y luego junto a otro. No reconoció al joven del automóvil. Pero identificó al hombre del césped como Voytek Frykowski, a la mujer como Abigail Folger, y los dos cadáveres del salón dijo que eran Sharon Tate Polanski y, con indecisión, Jay Sebring. Cuando la policía levantó la toalla ensangrentada, el rostro del hombre estaba tan gravemente contusionado que Tennant no pudo estar seguro. Luego salió fuera y vomitó.

Cuando el fotógrafo de la policía terminó su trabajo, otro agente cogió sábanas del armario de la ropa blanca y cubrió los cadáveres.

Más allá de la verja, los periodistas y fotógrafos ya se contaban por docenas, y cada pocos minutos llegaban más. Los coches de la policía y de la prensa atestaban a tal extremo Cielo Drive que destacaron a varios agentes para intentar desenmarañarlos. Mientras Tennant se abría paso entre la multitud, agarrándose el estómago y sollozando, los periodistas le lanzaron preguntas: «¿Sharon está muerta? ¿Los han asesinado? ¿Ha avisado alguien a Roman Polanski?». Hizo caso omiso de ellos, pero leyeron las respuestas en su rostro.

No todos los que vieron el lugar de los hechos fueron tan reacios a hablar. «Aquello es como un campo de batalla», dijo a los periodistas el sargento de policía Stanley Klorman con gesto sombrío por la impresión que le había producido lo que había presenciado. Otro agente, no identificado, dijo: «Parecía un ritual». Y este único comentario sirvió de base a una cantidad increíble de conjeturas estrambóticas.

La noticia de los asesinatos se propagó como las ondas expansivas de un terremoto.

«CINCO ASESINATOS EN BEL AIR», decía el titular del primer teletipo de Associated Press. Aunque se envió antes de que se conociera la identidad de las víctimas, informaba correctamente sobre la ubicación de los cadáveres, sobre el hecho de que se habían cortado las líneas telefónicas y sobre la detención de un sospechoso no identificado. Había errores: uno de ellos, muy repetido, que «una víctima tenía una capucha en la cabeza (…)».

El LAPD avisó a los Tate, a John Madden, que a su vez avisó a los padres de Sebring, y a Peter Folger, el padre de Abigail. Los padres de Abigail, socialmente prominentes, estaban separados. Su padre, presidente del consejo de administración de A.J. Folger Coffee Company, vivía en Woodside, y su madre, Inés Mejía Folger, en San Francisco. Sin embargo, la Sra. Folger no estaba en casa, sino en Connecticut, visitando a unos amigos después de un crucero por el Mediterráneo, y el Sr. Folger se puso en contacto con ella allí. No se lo podía creer: había hablado con Abigail hacia las diez de la noche del día anterior. Madre e hija habían planeado volar a San Francisco al día siguiente para verse, y Abigail había hecho una reserva en el vuelo de las diez de la mañana de United.

Al llegar a casa, William Tennant hizo la que fue, para él, la llamada más difícil. No solo era el mánager de Polanski, sino también amigo íntimo suyo. Tennant comprobó el reloj y sumó automáticamente nueve horas para obtener la de Londres. Aunque allí sería tarde por la noche, pensó que Polanski podría estar trabajando todavía, intentando cerrar diversos proyectos cinematográficos antes de regresar a casa el martes siguiente, así que probó en el número de su residencia en Londres. Acertó, Polanski y varios colegas estaban repasando una escena del guion de El día del delfín cuando sonó el teléfono.

Polanski recordaría la conversación de la siguiente manera:

 

—Roman, ha ocurrido una catástrofe en una casa.

—¿En qué casa?

—En tu casa —y luego, a todo correr—: Sharon está muerta, y Voytek y Gibby y Jay.

—¡No, no, no, no! —Sin duda había un error. Los dos hombres estaban ya llorando, y Tennant reiteró que era verdad. Había ido él mismo a la casa—. ¿Cómo? —preguntó Polanski.

Estaba pensando, dijo después, no en un fuego sino en un desprendimiento de tierra, algo que no era infrecuente en las colinas de Los Ángeles, sobre todo después de fuertes lluvias. A veces casas enteras quedaban sepultadas, lo cual significaba que a lo mejor seguían vivos. Solo entonces le dijo Tennant que los habían asesinado.

Voytek Frykowski, según supo el LAPD, tenía un hijo en Polonia, pero ningún familiar en Estados Unidos. El joven del Rambler siguió sin ser identificado, pero dejó de ser anónimo: lo habían nombrado inidentificado 85.

La noticia se divulgó rápido, y con ella los rumores. Rudi Altobelli, dueño del inmueble de Cielo y mánager de varias personalidades del mundo del espectáculo, estaba en Roma. Una clienta suya, una joven actriz, le llamó por teléfono y le dijo que Sharon y otras cuatro personas habían sido asesinadas en su casa, y que Garretson, el vigilante que había contratado, había confesado.

No era así, pero Altobelli no lo sabría hasta después de regresar a Estados Unidos.

Los peritos habían empezado a llegar alrededor de mediodía. Los agentes Jerrome A. Boen y D.L. Girt, de la Sección de Huellas Latentes de la División de Investigación Científica del LAPD, espolvorearon la vivienda principal y la casa de los invitados en busca de huellas.

Después de espolvorear una huella («revelar la huella»), se coloca encima una cinta adhesiva transparente. Luego se «levanta» la cinta con la huella a la vista y se pone en una tarjeta con un fondo contrastante. Detrás se anota la ubicación, la fecha, la hora y las iniciales del agente.

En una tarjeta de un «levantamiento» de este tipo, preparada por Boen, decía: «9-8-69/10050 Cielo/1400/JAB/Marco interior de la puerta ventana izquierda/del dormitorio principal a la zona de la piscina/lado del pomo».

Otro levantamiento, realizado alrededor de la misma hora, era del «Exterior de la puerta principal/lado del pomo/sobre el pomo».

Se tardó seis horas en cubrir las dos viviendas. Después, aquella tarde, se sumaron a la pareja el agente D.E. Dorman y Wendell Clements, un experto civil en huellas dactilares que se concentró en los cuatro vehículos.

En contra de lo que se cree en general, una huella legible es más infrecuente que común. Muchas superficies, como la ropa y los tejidos, no se prestan a las huellas. Incluso cuando la superficie es de un tipo tal que admite huellas, normalmente uno la toca solo con una parte del dedo y deja una cresta fragmentaria, que no sirve para comparar. Si se mueve el dedo, el resultado es una mancha ilegible. Y, como demostró el agente DeRosa con el botón de la verja, una huella sobre otra produce una superposición, que también es inútil para llevar a cabo una identificación. Así pues, en cualquier lugar donde haya habido un crimen, el número de huellas claras y legibles, con suficientes puntos de comparación, suele ser sorprendentemente pequeño.

Sin contar las huellas halladas en el lugar de los hechos que se eliminaron posteriormente por pertenecer al personal del LAPD, tomaron un total de cincuenta de la vivienda principal, la casa de los invitados y los vehículos del 10050 de Cielo Drive. Siete de estas cincuenta huellas se eliminaron por ser de William Garretson (eran todas de la casa de los invitados, y no se encontró ninguna huella de Garretson en la vivienda principal o en los vehículos); otras quince se eliminaron por ser de las víctimas, y tres no eran lo suficiente claras para la comparación. De forma que quedó un total de veinticinco huellas latentes sin identificar, cualquiera de las cuales podía —o no— ser de la persona o las personas que cometieron los asesinatos.

Los primeros inspectores de homicidios llegaron después de la una y media de la tarde. Después de verificar que las muertes no eran accidentales o voluntarias, el teniente Madlock había solicitado que la investigación se reasignara a la División de Robos y Homicidios. Pusieron al mando al teniente Robert J. Helder, superintendente de investigaciones. Él, por su parte, asignó el caso a los sargentos Michael J. McGann y Jess Buckles (el compañero habitual de McGann, el sargento Robert Calkins, estaba de vacaciones y substituiría a Buckles cuando regresara). Tres agentes adicionales, los sargentos E. Henderson, Dudley Varney y Danny Galindo, iban a ayudarlos.

Después de que le notificaran los homicidios, Thomas Noguchi, el coroner del condado de Los Ángeles, pidió a la policía que no tocaran los cadáveres antes de que los examinara un representante de su oficina. John Finken, ayudante del coroner, llegó alrededor de la una y cuarenta y cinco, y luego se le sumó el propio Noguchi. Finken certificó las muertes. Tomó temperaturas del hígado y del ambiente (a las dos de la tarde era de treinta y cuatro con cuatro grados en el césped, de veintiocho con tres grados dentro de la casa), y cortó la cuerda que unía a Tate y a Sebring, de la que dieron algunos trozos a los inspectores para que intentaran determinar dónde se había fabricado y vendido. Era de nylon blanco, de tres ramales, de una longitud total de trece metros y treinta centímetros. Granado tomó muestras de sangre de la cuerda, pero no analizó los subgrupos, basándose de nuevo en una suposición. Finken también quitó las pertenencias de los cuerpos de las víctimas. Sharon Tate Polanski: una alianza de oro, pendientes. Jay Sebring: reloj de pulsera Cartier, cuyo valor se estableció después en más de mil quinientos dólares. Inidentificado 85: reloj de pulsera Lucerne, cartera con varios documentos pero sin carnet de identidad. Abigail Folger y Voytek Frykowski: ninguna pertenencia encima. Después de que cubrieran con bolsas de plástico las manos de las víctimas, a fin de preservar cualquier pelo o piel que se hubiera depositado bajo las uñas durante un forcejeo, Finken ayudó a tapar los cadáveres y colocarlos en camillas para que los llevaran a las ambulancias que los transportarían a la Oficina Forense, en la Sala de Justicia, ubicada en el centro de Los Ángeles.

Asediado por periodistas en la verja, el Dr. Noguchi anunció que no haría comentarios antes de dar a conocer los resultados de la autopsia al día siguiente a mediodía.

No obstante, tanto Noguchi como Finken ya habían transmitido a los inspectores las conclusiones iniciales.

No había signos de abusos sexuales ni de mutilaciones.

Tres víctimas —inidentificado 85, Sebring y Frykowski— habían recibido disparos. Aparte de una herida defensiva de arma blanca en la mano izquierda, que también cortó la correa del reloj de pulsera, inidentificado 85 no había sido apuñalado. Pero los otros cuatro sí, muchas, muchas veces. Además, a Sebring le habían golpeado en la cara, al menos una vez, y a Frykowski le habían pegado repetidas veces en la cabeza con un objeto contundente.

Aunque habría que esperar a las autopsias para tener los resultados exactos, los coroners concluyeron, por el tamaño de los agujeros de bala, que el arma utilizada había sido probablemente del calibre veintidós. La policía ya lo había sospechado. Al registrar el Rambler, el sargento Varney había encontrado cuatro fragmentos de bala entre la tapicería y el metal exterior de la puerta del asiento del pasajero. También se había hallado, en el cojín del asiento trasero, un trozo de bala. Aunque todos eran demasiado pequeños para una comparación, parecían del calibre veintidós.