Terroristas modernos

Text
From the series: Candaya Narrativa #43
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

9

Aunque viven entre dos iglesias y detrás tienen una parroquia, las tres parejas de campanas que llaman a misa de las doce no despiertan ni a Domingo Torres ni a Juan Antonio Yandiola. Cuando las campanadas se extinguen Torres empieza a roncar, y son los ronquidos lo que despierta a Yandiola. Se tapa la cabeza con la almohada, se pone de cara a la pared, luego chasquea insistentemente la lengua. Entra en una duermevela agotadora que hace suyos los golpes en la puerta. Sólo cuando se vuelven violentos se levanta con el corazón loco, y para hacer las dos varas que separan su cama de la puerta tiene que saltar por encima de los dos sillones nuevos y tiene que chocarse con las dos estufas nuevas. Domingo Torres da un espasmo de sueño profundo y sigue durmiendo.

Un hombre apuesto y bien abrigado dice hola. La respiración abrumada de Yandiola responde buenos, días, perdón, no le, entretengo, más, y tiende la mano. ¿Mensaje, verdad?, añade. El hombre asiente y pregunta ¿es usted el señor don Domingo Torres? Yandiola recoge la mano tendida y se la mete por la pechera del camisón. El cambio de temperatura del cuarto caldeado y líquido al rellano frío y seco le ha despertado también la piel. Eh… No, responde. El señor don Domingo Torres, por favor, dice el mensajero. Yandiola se gira hacia el interior del cuarto y ve el bulto bajo las mantas. Está indispuesto. Puedo dárselo yo. Le agradezco, responde el mensajero, pero debo hacer la entrega personalmente. Yandiola mira al mensajero unos segundos, se gira de nuevo hacia el interior del cuarto y grita señor don Domingo Torres, señor don Domingo Torres, y el bulto ronronea apenas. Domingo es que no se levanta los domingos, sabe usted, le dice Yandiola al mensajero, y cruza los brazos y se reclina en el quicio de la puerta. El mensajero se acerca a Yandiola y dice disculpe, señor… Yandiola, dice Yandiola. Señor Yandiola, retoma el mensajero. Me hace el favor de despertar a su amigo Domingo aunque sea domingo. Yandiola bosteza en su cara y musita Do Domingo, y luego alza un poco la voz, Domingo. El mensajero respira con resolución, dice con su permiso y traspasa el umbral de medio lado. Sortea ágilmente los muebles de la habitación atestada. Se sube en los dos sillones, salta por encima de las dos consolas, eh, cuidado con rayarlo, advierte Yandiola sin efusividad, hasta que el mensajero alcanza el catre. Grita ¡señor don Domingo Torres!, y la cabeza de Torres aparece por el lado opuesto de la cama qué berridos, qué pasa, dice ahogado en bostezos. El mensajero lo destapa y pone delante de él una pequeña valija. El señor don Domingo Torres es usted. Ay, sí, qué frío, responde. Disculpe que le moleste en domingo y en su casa, pero no podía esperar a entregarle el mensaje mañana en la imprenta. Es urgente. Domingo Torres mira al mensajero pero no atiende. Dice gracias, se abraza al paquete y se vuelve a tapar. El mensajero salva otra vez los obstáculos del mobiliario, pasa por encima de las piernas de Yandiola y masculla a los buenos días. Yandiola empuja la puerta para cerrar de un portazo pero se le queda entornada y tiene que volver, girar el pomo y encajarla.

Torres trastea el cofrecillo abollado y Yandiola oye las monedas amortiguadas por las tres capas de cobertores. Una mano de Domingo Torres asoma y tantea el aguamanil hasta que encuentra su navaja de afeitar. La mano regresa a la cama, la navaja rompe los cierres y Domingo Torres saca el rollo. Bracea entre las mantas hasta abrirse un hueco de cara a la pared.

Estimado Domingo:

Mi salud mejora, gracias por interesarse, y la mejoría se debe sobre todo al aliciente que nuestro heroico menester representa. He cogido peso y color, ayer paseé por el jardín. Hay que ver. Uno no se enferma en seis años de lucha sanguinaria y ahora, con nada que cambie el tiempo, una neumonía. Mi cuerpo está acostumbrado a la acción. La comodidad del despacho y la rutina me lo corrompen. Y también que uno tiene ocho años más que hace ocho, todo sea dicho. Disculpará entonces mi indisposición para verle personalmente, aun mediando tan poca distancia entre su casa y la mía. Además, es más seguro de esta forma. Yo ya noté que me miraban con extrañeza sus compañeros los otros escribientes de la Imprenta Real, el día que me presenté con los dos soldados que se dicen guardas de mi persona pero que en verdad están para no quitarme el ojo de encima. ¡Se pensaban, incluso usted mismo, que había hecho aparición la Junta Censora! Qué más quisiera yo, querido amigo, que tan delicada institución estuviera en mis manos o en las suyas, como lo estuvo en Cádiz, y no entre las pezuñas del séptimo diablo y sus diablillos. Tiempo al tiempo, tiempo al tiempo.

El golpe se dará el día diez y ocho del corriente. Es la fecha más propicia según me informa nuestro comisario encargado, y no le falta razón. No es ningún secreto que Su Bajeza Real gusta de visitar los domingos la casa de cierta meretriz, gitana no sé pero andaluza seguro, apodada Pepa la malagueña. Visitas para las cuales, por la discreción que su inmerecido rango le impone, ni se hace acompañar por su escolta habitual, ni va en su Real carruaje ni viste sus Reales ropas. Muy al contrario, va a caballo en la sola compañía de su amigo de correrías el Duque de Alagón y de un par de Guardias de Corps de los más veteranos, y los cuatro disfrazados. Además, el día diez y ocho todavía faltarán diez días largos para que sea carnaval, que es en carnaval cuando los hombres del Corregidor están más pendientes de hacer preso a cualquier desgraciado que parezca que va a un baile aunque sólo vaya a por huevos. En resumidas cuentas, el domingo es un día insospechado, y es la insospecha lo que pretendemos. Así pues, el viernes próximo día diez y seis tienen que estar ganados todos los que deban intervenir, incluidos los de cuerpos francos y oficios viles, y el sábado y el domingo dejarlos sólo para afinar detalles de situación y táctica, pero de eso se hace cargo el comisario valenciano. Usted no tiene más que comunicar a sus ángulos la cercanía del atentado, darles dinero, revolucionarlos un poco y esperar órdenes. También les dice usted que vayan sobornando a los menos instruidos, mendigos incluso, para que corran el rumor y creen confusión y barullo el día en cuestión en las inmediaciones de la Venta del Espíritu Santo, el arroyo de Abroñigal y la calle Alcalá sobre todo, que de ello podrán sacar beneficio. Pero ni una palabra más, ni rey, ni conjura, ni Constitución.

También disculpará usted la entrega irregular de esta carta, en su casa en vez de en su trabajo, y en su día de descanso, pero la empresa está a punto de consumarse y los preparativos deben ser ultimados, y pasado mañana es martes y trece. Para ese día hay orden expresa y tajante de no realizar ningún movimiento en ningún nivel del triángulo, ni en los altos ni en los bajos; ni citarnos, ni escribirnos, ni mandar emisarios, ni darnos dinero, ni mencionar el asunto, ni pensarlo siquiera. En día de mal agüero, que toda la estructura se paralice. Por eso mismo, ya mañana día doce una comitiva triangular de orden inferior se reúne para hacer algunas compras, nombrar algunos cargos y adelantar trabajo. Dedique usted el martes trece a sus poemas y a sus escritos.

Al respecto de sus escritos, tengo el honor de hacerle llegar las enhorabuenas de nuestro amado y blanco, blanquísimo patriota desde su penoso exilio inglés, con quien tuve la suerte de contactar hace unos meses, dadas nuestras afinidades ilustradas. Porque lo admiro a usted, Domingo, y creo en su talento, le hablé al blanco patriota de usted y de sus inolvidables colaboraciones en La Abeja Madrileña, de aquellos gloriosos tiempos en que zumbaba en los oídos de los facciosos. También le he enviado algunos ejemplares de Las Amenidades Literarias y me ha respondido que le conmueve ver la calidad de las letras españolas sobrepuestas a las adversidades, a la pobreza y al tirano. Que la miseria material no está reñida a la miseria del espíritu. Es más, las carencias materiales y la opresión insuflan en los espíritus la superación y el arte, opina el blanco héroe. Nuestro amado patriota y paladín del periodismo se congratula ante sus crónicas y su crítica que, siendo necesariamente disimulada o enmascarada bajo el semblante de cuento o fábula, es mordaz y justiciera, y pone a cada uno en su sitio, además de entretenerle y dibujarle una sonrisa en mitad de la aflicción de estar lejos de su tierra venerada por la que tanta tinta ha derramado. Reciba por tanto, querido Domingo, el beneplácito y el ánimo de ese blanco espíritu, de esa blanca alma defensora de la Libertad que le alienta a seguir publicando las Verdades Morales y Políticas, de tal forma que, y trascribo sus palabras fielmente, el Periodista es el Mesías Moderno.

Le estima,

Juan O'Donojú O'Brien

Juan Antonio Yandiola ha estado hurgándose las uñas de los pies y de la postura ahora le duelen los riñones. Domingo Torres guarda la carta en el cofre y se tumba boca arriba. Yandiola marea la pregunta: Quién te ha escrito. Torres hace entera su media sonrisa y responde me ha escrito José María Blanco White. Qué dices, ¿Blanco White el del Semanario? Desde Londres me encomienda la creación de una segunda época del Semanario Patriótico, responde Domingo Torres. Me paga en libras esterlinas. Yandiola hace como que lee, sin gafas, un libro que coge al azar de la mesilla. Sus sospechas se confirman. Un terremoto de elucubraciones con desconocidos que lo apuñalan, guardias que lo hacen preso, Domingo Torres publicando su dirección en clave en el periódico, guardias que hacen preso a Domingo Torres y a él de paso, Domingo Torres vencido por el orgullo y publicando la trama, una legión de periodistas parlanchines pronunciando su nombre, dibujándolo, su cara en La Gaceta, José María Blanco White fumando en pipa y leyendo el periódico en la misma cama en la que él ahora hace como que lee sin gafas, y él preguntándole desea usted alguna cosa, señor Blanco. Y… dice. Domingo Torres se vuelve hacia Yandiola en la cama y remata los puntos suspensivos: Y qué. ¿Y hace mucho que te carteas con Blanco White? ¿Y tú, con quién te carteas tanto que hasta te has comprado una escribanía de plata? ¿Que está el suelo lleno de pedacitos de lacre rojo?, ¿que tienes el dedo negro? Domingo Torres lo interroga con alegre desafío y Yandiola se altera, sube y baja la mirada, retoma la falsa lectura hasta que la silenciosa ironía de Torres lo vence, lo seduce, lo contagia y responde me escribo con James Madison. ¿Te escribes con el presidente de los Estados Unidos? Como lo oyes, responde Yandiola pasando mecánicamente las páginas del libro. Domingo Torres se levanta con su cofre bajo el brazo, le agarra un hombro y le dice sabía que ocurriría. Todos los partidos te quieren en sus tribunas. Yandiola se humedece los labios y continúa no te lo he dicho antes porque no me gusta alardear. Carraspea, engola la voz, y no le voy a escribir al presidente con una plumilla de paloma. Es que anda que no se nota cuando la punta es mala, dice Domingo Torres. Vaya que si se nota, dice Yandiola. No sabía que supieras inglés. ¡Hombre que si sé! Yandiola suelta el libro y ayuda a Domingo Torres a preparar una de las estufas. Lord Wellington me enseñó. Clases magistrales. Mi inglés, al venir de la metrópoli, es mucho más refinado que el de Madison. Pero tú harás un esfuerzo y te pondrás a su altura, dice Domingo Torres. Cómo no, cómo no. Uno es un caballero, dice Yandiola, y se limpia el tizne de las manos en el camisón. No te lo digo por caballero, que lo eres, sino más bien por precaución. Si ofendes al presidente de los Estados Unidos… Domingo Torres le da un golpecito en la espalda a Juan Antonio Yandiola porque se ha dado la vuelta para desvestirse. Escúchame, que esto es importante, le regaña, y Yandiola obedece. Se gira en calzones, con los brazos cruzados, y escucha. Si evidencias la inferioridad intelectual del presidente de los Estados Unidos, explica con el índice levantado, mandará a una tribu de indios cheroqui para que te aten desnudo a un tótem y bailen alrededor tuya, con muchos tambores pam pam pam, pam pam pam, cantando como lobas en celo en noche de luna llena, fumando hierbas alucinantes, alucinógenas, lo corrige Yandiola. Alucinógenas y alucinantes, Juan Antonio, continúa, hasta que te vuelvas loco, y entonces desearás estar atado a un mástil, con el fuego subiéndote por los pies y escuchando el soniquete de un cura antes que soportar el rito de iniciación cheroqui. Yandiola interpreta una sorpresa y exclama dios mío. Pero espera, que eso no es lo peor. La estufa empieza a calentar y Torres y Yandiola se arriman. Torres le agarra la nuca y susurra lo peor es cuando aparecen los púberes. Te desatan, te ponen con el culo en pompa y colocan a todos los varones púberes detrás de ti, ya empalmaditos de sus tipis o cascándosela allí sobre la marcha, y uno a uno te empalan hasta que se corren dentro. Joder con los indios, dice Yandiola, accidentado de risa. Estás cagando semen una semana, concluye Domingo Torres, y se sienta a la mesa lacada, coloca el cofre frente a él, agita la cabeza para retirarse el flequillo de los ojos, lo abre y saca dos paquetitos sonoros. Los desenvuelve y desparrama las monedas. Se frota las manos y empieza a hacer montones de piezas de oro, plata y vellón. La exhibición del dinero ridiculiza la desconfianza de Yandiola, le abrillanta su amistad con Torres y le da sentido a aquella frase de la que se burlaba: Juzgue usted por la cantidad que le entrego a qué altura se encuentra. A qué altura se encuentra Torres, se pregunta Yandiola.

 

Una de las puertas de uno de los armarios está bloqueada por una de las butacas, de manera que Juan Antonio Yandiola sólo puede abrir la otra y sólo un poco, porque se choca con el aparador de corbatas de Domingo Torres. Yandiola tiene que apalancarse en la ranura, estirar el brazo y dar manotazos a la ropa colgada para poder cogerla. Se quita el calzón de espaldas a la ventana y dice deberíamos comprar cortinas, ¿no? Se queda a medio vestir y va a abrir un cajón cerrado bajo llave. No, no creo que debamos comprar cortinas. Ni que tuviéramos algo que ocultar, dice Domingo Torres sin abandonar sus cálculos. Yandiola saca una carta con las marcas de haber estado doblada en tres partes. Cuando va a cerrar el cajón no lo cierra, y esa dejadez le reconforta. Se sienta frente a Domingo Torres, se acerca la escribanía de plata y coge un papel limpio. Saca las gafas de su nueva funda de madera y esmalte, se las pone y escribe. El peso del caballete en la nariz lo dota de esa profesionalidad llevadera y natural, a la que no se le da importancia, de los expertos. Las lentes le fabrican una habitación llena de ángulos y un Domingo Torres nítido con el que comparte escritorio y silencio. Yandiola ve la intimidad. Piensa esta intimidad de calzoncillos y conjura es propia de grandes almas. Siente Yandiola una brisa de satisfacción más sutil, más refinada que la del éxito. Es el poder el que respira, imperceptiblemente, como un criado que aguarda. Domingo Torres conduce al centro los primeros montones de monedas para hacer hueco a los siguientes y dice cuidado con lo que le dices al señor Madison. Estará Torres a más altura que yo, o yo más alto, se pregunta Yandiola mientras escribe la primera línea, y se ríe al percatarse de que sin darse cuenta ha escrito Ilustre señor don James Madison: Mis ángulos responden favorablemente.

II

CONSPIRAR Y ENAMORAR SON LO MISMO:

LA PROPAGANDA DE LA LIBERTAD

10

José Vargas tenía pensada la respuesta: Dos hombres de honor. Los dos han quedado satisfechos, dice al preguntarle Lasso ¿cumplió usted?, porque José Vargas sabe que Lasso no lo cree un hombre de honor y que lo seguirá de cerca. También tenía pensada su expresión: la cabeza un poco gacha y la mirada amplia y constante en los ojos, la voz baja pero nítida. Lasso tarda en asentir. Pensé que lo encontraría en su casa. ¿Qué hace usted aquí?, le pregunta, y Vargas activa su segunda respuesta: Señor, un pobre, aunque tenga dinero, sigue siendo pobre. Yo no sé ponerme un traje ni comer en un restaurante. Con la cabeza dibuja un lento arco, señalando a los pedigüeños del otro lado de la calle. Estos son mis amigos, dice, y a Diego Lasso le asoma por los hombros una dignidad intrusa, de caballero, nueva y brillante. Se siente rico. El miércoles tenemos que vernos otra vez, ordena. La cosa se precipita, dice arrancando un hilito que sale de la abertura del guante. De pronto no está a gusto al lado de José Vargas. Le molestan el roce de sus harapos y la visión cercana de sus poros tachados de barba enquistada, su cálido hedor. Vendrá usted a la Plaza de Santa Ana el miércoles entre las nueve y las diez. ¿De la mañana o de la noche? De la mañana, de la mañana. Así haré, señor, dice José Vargas cerrando pesadamente los párpados. Diego Lasso se toca la visera del sombrero y se va. Su nuevo instinto le acaricia los labios y la punta de los dedos. Saca un real y sin detenerse lo lanza en el hatillo de una pedigüeña. A sus espaldas escucha dios se lo pague. Está colmado, se ve hermoso, a cada paso suyo el mundo se despliega, el barro se adapta a sus botas.

José Vargas ve alejarse a Diego Lasso y confirma que conoce a los hombres. Durante un rato se abandona contra el muro y lo invade una serena suficiencia. También se conoce a sí mismo. Su resignación es sabia: no avanza porque no puede. Cuando intenta explorar más allá, se paraliza. No lamenta sus fracasos. Se reprocha el intento de desafiar sus propias leyes, de buscar aventuras, aunque esta vez estuvo a punto de atreverse. Agarrar a la novicia Julia Fuentes de la muñeca, dejar que los cofrades doblaran la esquina y llevársela a su casa. Su casa, sí, porque las mensualidades ya están pagadas y el niño de la casera durmiendo. Pero no lo hizo. Se consuela pensando que la casa también será suya mañana y pasado mañana y lo que le queda a febrero. Planearé una huida o un paseo, piensa, pero se arrepiente. Precisamente hoy Fuentes venía la última, a bastante distancia del resto de la comitiva. Es como si hubiera adivinado lo de llevársela a casa, pero en seguida desecha ese pensamiento por inverosímil y concluye que simplemente la novicia estaba ansiosa.

Llegó cuando las campanas de San Antonio doblaban a entierro. La gente bajaba las escalinatas formando una mancha oscura que la novicia atravesó deprisa, persignándose y murmurando. El hábito blanco se frotaba con los abrigos negros y se abría paso sin esfuerzo. Los dos últimos cuerpos se separaron y Julia Fuentes siguió caminando, ahora expandida y ondulada, sujetándose los faldones, hacia el rincón de penumbra de José Vargas. Se ha muerto un rico, dijo al arrodillarse, y él se estiró y vio el ataúd penetrando en la masa y acallándola. La cara de Fuentes estaba encendida y bullía dentro del óvalo blanco. Deslizó un dedo dentro de la cofia para refrescarse el cuello. José Vargas le acarició las mejillas con la palma abierta y ella la acompañó arremetiendo con suaves cabezadas. Hoy no traigo nada, dijo Fuentes. Vargas encogió los hombros quitándole importancia.

El paso fúnebre asediaba la calle. Hacía retroceder a los coches de caballos y ladrar fuerte a los perros; detenía a los transeúntes. Maldita sea, era el momento, se repite José Vargas. Hace media hora, cuando la sonrisa temblona de Fuentes le mostraba sus dientes sobrepuestos, también sabía que era el momento y lo único que hizo fue arrullarse en la posibilidad, en el tenso gusto y en su nombre, Julia, Julia, repetía a la vez que ella se estiraba sobre las rodillas y estampaba un beso largo y húmedo en su frente. Lo taladró como una bala tierna y le estalló en el cerebro, volviéndolo líquido. Julia, sí, le dijo Fuentes al entrecejo de José Vargas, tú José, y el momento se esfumó. Los ojos saltones de la novicia revolotearon por el rostro de José Vargas y por la calle. Ya estarán preguntando por mí, dijo. En paz por la decepción Vargas dijo sí, y con la clara conciencia de que la oportunidad había pasado y de que ya no tenía nada que perder, fue cobarde y le besó ruidosamente las manos. Fuentes gimió y las retiró, y se fue trotando de alegría.

Los mendigos comen huevos cocidos y pan duro. A la pedigüeña se le ha caído el bocado al suelo cuando decía dios se lo pague. Recoge el pedazo, le sacude la tierra y se lo mete otra vez en la boca. La moneda está caliente porque Diego Lasso la llevaba en el bolsillo interior del chaleco y la mujer, al guardarla también en el costado, siente alivio. Es como una pequeña brasa. Los reales de José Vargas están fríos porque están prácticamente intactos. Desde que Diego Lasso le diera la bolsa la noche anterior ha permanecido atada a su cintura, traqueteando como una alforja. Sólo los sacó por la mañana para comprar una botella de marrasquino, y a media tarde, cuando fue a pagarle la mensualidad a la casera.

Subió los dos pisos y esperó unos segundos antes de llamar. Reconoció el lloriqueo del niño que grita mensualidad entre el de los demás hermanos. El dinero pesaba en la bolsa y en su cabeza, en sus músculos y en sus párpados. Le hacía moverse lenta y gravemente, el suelo tiraba de sus articulaciones como sedal. Lo invadió un sopor dulce porque había almorzado dos veces, una en casa de Arnaldo Cuesta y otra con Mateo Arruchi.

Ana Luisa Gil miraba a José Vargas desde el fondo de la casa con los brazos cruzados. Los dos hombres cuchicheaban alrededor de una tabla de madera apoyada sobre dos tocones. Cuando José Vargas le dijo en el umbral de la puerta que quería tratar con él un asunto de importancia, le propuso salir a dar un paseo porque su mujer estaba en casa y la casa sólo tenía una pieza. José Vargas respondió la calle no es segura y las mujeres no tienen entendimiento para esto. Cuesta dio un paso atrás diciendo Ana Luisa, un amigo de la guerra. José Vargas entró y dijo señora. La casa oscura olía a caldo de pollo.

Hasta ministros, Arnaldo, hay hasta ministros, decía, y Arnaldo Cuesta se rascaba la barba. ¿Y cuánto tiempo hace que no montas a caballo? ¿No tienes ganas? En la cara de Cuesta se izó media sonrisa y dijo decían que era buen jinete. José Vargas le devolvió el gesto diciendo matabas franceses pero curabas las heridas de sus caballos. Arnaldo Cuesta rio hacia abajo y dijo una vez nos comimos uno. ¡Y lo que sufriste, Arnaldo!, exclamó José Vargas zarandeándole. ¡Todo Trujillo de fiesta porque cenábamos el caballo del enemigo y a ti la pena no te dejaba tragar! Ana Luisa Gil meneaba el puchero y las ráfagas calientes que recorrían la estancia excitaban a José Vargas, hablaba más efusivo. Pues tú podrías dirigir la caballería, dijo, y Arnaldo Cuesta respondió ese caballo sirvió a los invasores y a nosotros sin traicionar a ninguno. De eso sólo son capaces los animales. José Vargas dio un golpecito en la madera y repitió dirigir una caballería, ¿eh?, ¡cualquier cosa!, arqueando las cejas, arremetiendo con su mirada a Cuesta. Me gustaría, dijo, y con el pecho quemado preguntó ¿llegará el dinero pronto? El pequeño oleaje del puchero se detuvo. Esa misma noche se premiará a los fieles con dinero y con los bienes que haya en palacio. Dos mil reales lo menos, Arnaldo, concluyó Vargas. Arnaldo Cuesta dijo es arriesgado. Sí. Por eso he venido en busca tuya. Arnaldo Cuesta se rascó la barba más fuerte y provocó una nevada de partículas. Ofreció su mano nerviosa a José Vargas, que la recibió y la aplacó con su mugre tibia.

 

Arnaldo Cuesta ordenó a su esposa sírvenos. Ana Luisa Gil retiró el cocido del fuego y lo puso en el centro de la mesa. Trajo dos platos y dos vasos que colocó cuidadosamente. Los tres guardaron silencio mientras llenaba y vaciaba el cucharón y volcaba el tonelillo de vino. Dejó un pequeño círculo blanco en el fondo de la olla, dio cuatro pasos hasta la cama, se sentó y bebió la sopa en cuatro sorbos. Se enjuagó la boca con ellos antes de tragarlos. Se dejó el cacharro caliente en el regazo, pegado a la barriga, mientras su marido y José Vargas almorzaban. Cuando terminaron retiró los platos y los llevó a la tina del agua. Antes de sumergirlos rebañó con el dedo un resto de tocino.

Mateo Arruchi se sacudió las manos en los pantalones levantando una nube de harina. Al abrazarse, José Vargas envolvió con la capa su cuerpo delgado, como si lo acunara o lo devorara, y le dijo estás guapo, ¿eh? Cuando se separaron, Mateo Arruchi lo había impregnado de polvo blanco y pidió perdón, perdón, ha sido la alegría que me has dado, padrino, y diciéndolo lo palmoteaba para limpiarle. Vargas le agarró las manos. Cómo va el negocio, preguntó. Arruchi se bajó las mangas de la camisa y se apoyó en el mostrador. No llega trigo. Ya va el bollo grande por tres reales y medio. Vamos, que yo puedo comer porque el patrón es bueno. José Vargas miró al fondo. Dos hombres colorados trabajaban apresuradamente y en silencio. Estamos con un encargo de pasteles, aclaró Arruchi. En su voz brillante, en el recinto claro y perfumado de masas frescas o tostadas, la palabra pasteles adquirió el poder de una invitación, una tenaza para los deseos. José Vargas se acercó a Mateo Arruchi, lo cogió de un hombro y con un temblor le susurró están dando tres mil reales a quien simpatice con una trama contra el gobierno. Uno de los tahoneros gritó Mateo, despacha rápido y vente. Arruchi le dijo a Vargas espérame, salgo en media hora. Fue detrás del mostrador, se agachó y sacó un pan redondo y rugoso. Ten, es de la hornada de esta mañana, dijo dando un saltito, y remangándose de nuevo entró en la panadería. José Vargas le guiñó con esfuerzo, arrancó un pico de la corteza y lo mordisqueó. Salió, atravesó la plaza y se sentó en la fuente seca. Agarró el pan con las dos manos y dio un gran bocado. Se aflojó la cuerda de la cintura y deslizó la arandela de una cantimplora. Dio un trago largo al marrasquino y, para enfriar la garganta, volvió a hurgar en la miga y a engullirla.

Mazapanes, padrino. El tahonero es buena persona y nos da los dulces que salen mal, dijo Mateo Arruchi abriendo el paquetito. José Vargas cogió una flor con los pétalos hundidos y animó a Mateo Arruchi a acompañarle. Ahora que te vas a juntar con masones tienes que comer y beber como ellos, y le ofreció licor. Mateo Arruchi dijo no con vergüenza, pero gracias. Es que mi barriga… No me sienta bien el azúcar. Unos cólicos terribles, dijo, y le entró angustia al pensar que iba a ser un conspirador enfermizo, que en mitad de la operación iba a sentir la llama en la vesícula y se le iba a caer el cuchillo con el que amenazara a un lacayo. Con el dinero que nos den te operarás esos dolores, le dijo José Vargas acariciándole el pelo, y al tacto descubrió algunos gránulos de masa seca en los mechones. ¿Y tú qué harás con el dinero que te den, padrino?, preguntó Mateo Arruchi emocionado, sosteniendo la caja de mazapanes mientras José Vargas los manoseaba antes de seleccionar una paloma con el buche reventado. Yo volveré a Trujillo, compraré tierras y ganado y me casaré con tu madre, se sonrió Vargas a la vez que apuraba la cantimplora. La tiró por detrás de su hombro y sonó hueco al caer en la fuente. Mateo Arruchi se agitó y los mazapanes brincaron. Sus músculos finos se endurecieron porque la garra hirviente empezaba a arañarle el lado derecho. Bajó la vista y calló un momento. Luego musitó entonces me busco dos amigos y se lo cuento. José Vargas se levantó despacio, se puso las manos en los riñones y se estiró. Sí, Mateo. Que no se conozcan, dijo Arruchi levantándose también. No, dijo José Vargas. ¿No que no se conozcan o no que sí se conozcan? Que no se conozcan, respondió Vargas, y que sean valientes como tú y de corazón puro y amantes de la patria. Le entró hipo. Aunque casi me mata por desertor, yo quería a tu padre. Extendió una mano y Mateo Arruchi le devolvió la caja. Él estaría orgulloso de ti, le dijo José Vargas, y le dio un beso en la sien y una palmada en la nuca. Mateo Arruchi sintió sus dedos pegajosos por el marrasquino, por los dulces y por la saliva de habérselos chupado, y dijo padrino, lo voy a hacer bien.

Vargas hizo el camino de vuelta a casa basculando de un pie a otro y comiendo mazapán. Observaba los edificios, los objetos y las personas con una vehemencia inconsciente. Se detenía delante de un caballo e intentaba sostenerle la mirada, acariciaba las columnas, perseguía a los perros callejeros, apoyaba la frente en las paredes. Cuando ya llevaba un minuto en la puerta de la casera cogió la bolsa de dinero y sacó un puñado de monedas. Entonces llamó tan suavemente que ni él mismo oyó el golpe. La casera no se enteró hasta que José Vargas perdió el equilibrio y cayó de medio lado en la puerta. Lo llamó borracho y ateo y le dijo no le da vergüenza en una casa decente, presentarse a molestar. José Vargas había detenido los ojos en sus pechos grandes que eran uno solo, un terraplén hacia el suelo. Permaneció inmóvil y desconcertado porque no recordaba qué había venido a hacer a la puerta de la casera hasta que de entre la regañina distinguió la palabra mensualidad. Mensualidad, repitió Vargas. La mensualidad, sí señor, la mensualidad, continuó ella con energías renovadas y más azul la vena de encima de la ceja, si la culpa la tengo yo por no haberle llevado a usted ya al corregidpues si no lo ha llamado usted antes será que por algo que no quiere llamarlo, ¿no?, la calló por primera vez en su vida José Vargas. Elevó la mano en la que se agolpaban las monedas, cogió con la otra la mano de la casera y la puso boca arriba. Ella, súbitamente silenciada, la fue ahuecando conforme José Vargas depositaba una moneda y otra y contaba veinte, cuarenta y cincuenta, sesenta, ochenta y cien enero, y doscientos febrero y cien más marzo, y así no tenemos que vernos hasta abril, señora, dijo. Se levantó la capa, abrió la bolsa y metió las monedas que sobraron. La casera frotó algunas, golpeó con ellas el dintel y antes de cerrar dijo a más ver. Volvió el griterío de niños y la voz mandando a callar con amenazas del demonio, la inquisición, el garrote y los franceses.