Carlomagno y la Europa medieval

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Carlomagno y la Europa medieval
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Carlomagno y la

Europa medieval

Cristina Durán y David Barreras


ISBN: 978-84-15930-41-9

© Cristina Durán, 2017

© David Barreras, 2017

© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2017

Todos los derechos reservados.

Publicado por Punto de Vista Editores

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www.puntodevistaeditores.com

@puntodevistaed

Diseño de cubierta: Joaquín Gallego

© de la fotografía de cubierta: Gunold. Dreamstime.

The Monogram of Charlemagne.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Sobre los autores

David Barreras (París, 1976) es licenciado por la Universidad Politécnica de Valencia. Sus líneas de investigación se centran en la expansión mediterránea de la Corona de Aragón y la transición entre la Antigüedad tardía y la Edad Media. Ha publicado La cruzada albigense y el Imperio aragonés (Madrid, 2007) y, junto a Cristina Durán, el resto de su obra.

Cristina Durán (Ferrol, 1976) es licenciada en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela. Ha publicado, junto a David Barreras, Breve historia del Imperio bizantino (Madrid, 2010), Breve historia de los cátaros (Madrid, 2012) y la novela El grial Cátaro (Madrid, 2014).

Índice

1. Francos y Merovingios

2. El ascenso Carolingio

3. Carlomagno rey

4. Las conquistas

5. Carlomagno emperador

6. ¿Cómo gobernar tan vasto imperio?

7. La partición del Imperio

Apéndice. El legado de Carlomagno

Bibliografía

1

Francos y Merovingios

Clodoveo

Entre los siglos III y V, las fuentes romanas nos informan de la presencia de un belicoso pueblo, a cuyos miembros denominamos francos, que estaba instalado a lo largo del río Rin. En esta área geográfica quedará localizada dicha tribu germánica durante los últimos siglos de existencia del Imperio romano de Occidente. Los francos, con el beneplácito de las autoridades romanas, emplearon a sus guerreros para frenar el empuje invasor que otros bárbaros ejercían sobre esta frontera, en latín limes. Un ejemplo de la colaboración entre romanos y francos es la batalla de los Campos Cataláunicos, que tuvo lugar en el 451 cerca de Châlons, en el norte de la actual Francia. Este enfrentamiento armado se dio entre el ejército imperial y sus aliados germánicos, incluidos los visigodos, contra los combativos hunos del mítico rey Atila. A finales de la quinta centuria, una vez caída definitivamente la autoridad romana en Occidente, los francos se encontraban localizados en la misma región, en la actual Renania. A pesar de continuar con su actividad bélica, su pequeño ejército seguía sin haber realizado hazaña militar alguna digna de mención, al menos en la que sus tropas fueran las que llevaran la iniciativa. Pero esto pronto cambiaría: los francos comenzarán a escribir su historia con letras de oro una vez que Clodoveo ascendiera al trono.

Corría el año 481, tan solo un lustro después de ser depuesto el último emperador romano, Rómulo Augústulo, cuando el joven Clodoveo, de quince años de edad, recibía el trono de los salios, agrupación tribal franca localizada en torno a la ciudad de Tournai, en la actual Bélgica. Esa corona y ninguna más portaba por el momento en su cabeza el nuevo rey. Los francos carecían de un único líder, aunque pronto Clodoveo parecería hacer gala de la naturaleza mitológica de su familia —era nieto de Meroveo, quien, según una leyenda, fue engendrado por un monstruo marino—, y pondría solución a este asunto al unificar al pueblo franco, en torno a un estado que se acabaría conociendo como Austrasia. Debido a ello, poco tardaría en someter a los francos que tenían como capital la ciudad de Colonia, conocidos como ripuarios, así como a otra agrupación de esta misma etnia que se ubicaba entre los ríos Mosela, afluente del Rin, y Mosa, cuyo curso transcurre a lo largo de las actuales Francia, Bélgica y Holanda.

La clave de su rotundo éxito no la hallamos, evidentemente, en los orígenes míticos de su dinastía Merovingia, es decir la que desciende del rey Meroveo, ni tan siquiera en las raíces de su ancestral paganismo sino, más bien, en lo acertada que fue su decisión de convertirse al catolicismo; aunque no por ello debemos despreciar la valía militar del rey y su ejército por la época. El bautismo de Clodoveo se produciría a finales del siglo V, a instancias de su esposa Clotilde, princesa burgundia que era católica, y sería seguida de la masiva conversión de los súbditos del rey Merovingio. Buen ejemplo de esto será el paso por la pila bautismal de tres mil nobles francos junto a su rey. Es por ello que este monarca pronto gozaría del respaldo del clero, la nobleza y los súbditos galorromanos, que representaban, como en el caso de todos los reinos germánicos surgidos en el seno del antiguo Imperio romano, a la mayor parte de los habitantes de los nuevos estados bárbaros. Así, se estima que, en la Galia de la sexta centuria solamente un dos por cien de la población era de origen franco. La uniformidad religiosa de la Galia de Clodoveo le permitió unificar la legislación para la totalidad de los habitantes de su reino, ya fueran estos francos o galorromanos. En cambio, sus antecesores en el trono o los soberanos de otros pueblos bárbaros, ya fueran estos paganos o arrianos, debían aplicar dos códigos jurídicos diferentes, esto es, uno germánico y otro romano. Esta homogeneidad jurídica y religiosa facilitaría, desde una época temprana, la progresiva fusión entre las aristocracias de las dos etnias, movidas a unirse para establecer fructíferas alianzas familiares. Debido a ello debemos desplazarnos hasta el siglo VIII para hallar ya una total integración entre francos y galorromanos, en una época en la que surgirán también elementos prefeudales cada vez más evidentes, producto de la unificación entre ambas sociedades. No cabe ninguna duda de que ello actuaría como catalizador a la hora de provocar, finalmente, la aparición de un sistema feudal tan arraigado en la Francia medieval.

Una vez que los guerreros francos tuvieron una corona unificada, Clodoveo pudo aspirar a emprender campañas bélicas más allá de los dominios de su etnia, movimientos estratégicos que le servirían para aumentar el territorio bajo su égida. ¿Qué posibilidades de expansión tenía el reino de Clodoveo cuando el siglo V llegaba a su fin? Tras las conquistas de Soissons (486 d.C), dominio del antiguo general romano Siagrio que acabaría conociéndose como Neustria en el norte de la actual Francia, y del territorio de los alamanes (496 d.C), otra tribu germánica que se localizaba entre lo que hoy son la región francesa de Alsacia y Suiza, Clodoveo se lanzaría sobre el mayor poder asentado en la Galia: el reino visigodo de Tolosa, que dominaba el vasto territorio de lo que después se convertiría en el ducado de Aquitania, en el suroeste de la actual Francia, así como la costa mediterránea de la Galia. Antes se encargaría de asegurar la retaguardia mediante un pacto con los burgundios, pueblo gérmanico asentado al nordeste de Tolosa (Toulouse), hoy Francia, al que pertenecía su esposa Clotilde y cuyos monarcas se habían convertido en títeres dominados por los francos. Esta alianza con el vecino país germánico facilitaría la victoria de Clodoveo en la batalla de Vogladium, o Vouillé, en el 507. Este logro militar se acabaría convirtiendo en una especie de cruzada del catolicismo frente al arrianismo visigodo, la cual, además, pondría en bandeja a Clodoveo el control de aproximadamente un tercio del territorio de la actual Francia. Por contra, el reino de Tolosa desapareció tras esta derrota y tras la muerte en combate de su monarca Alarico II. Los visigodos perdieron su papel hegemónico en la Galia, en beneficio del nuevo poder en ciernes, y bascularon hacia el sudoeste. Por este motivo, Hispania pasaría a ser su principal dominio, lugar donde acabarían instalando su nueva capital: la ciudad de Toledo. Sin embargo, por suerte para los visigodos, las tropas francas y burgundias pudieron ser detenidas al año siguiente en Arlés, donde, con la ayuda de los ostrogodos de Teodorico, suegro de Alarico II, consiguieron derrotar a Clodoveo y con ello mantener en la Galia una pequeña franja de territorio costero en el sudeste, región conocida como Septimania.

Los días de Clodoveo llegarían a su fin en el año 511, momento en el que cedería a su descendencia tanto los territorios por él heredados como los conquistados. No obstante, el territorio que bajo su reinado había permanecido unificado quedaría, tal y como era costumbre entre los francos, dividido entre sus hijos. Por desgracia para los Merovingios, esta tradición germánica, muy arraigada en el caso de los francos, acarrearía graves consecuencias para los monarcas que sucedieron a Clodoveo e impediría que un estado franco centralizado pudiera construirse. El problema, como iremos desvelando a lo largo de esta obra, no fue exclusivo de la dinastía de Meroveo, ya que la familia real que le sucedió, la de los Pipínidas o Carolingios, continuaría exhibiendo un escaso o nulo conocimiento de la noción de estado, tal y como podemos entender este concepto en la época actual, que sería acompañado por un fuerte aprecio del patrimonio personal, o privado, en detrimento de los bienes públicos.

 

La dinastía Merovingia

El reino de Clodoveo quedaría dividido en cuatro partes, una para cada uno de sus hijos. Thierry recibiría el territorio franco original, Austrasia, con centro de poder en Reims. Clodomiro se haría con el área de Orleans, al oeste de París. Childeberto quedaría instalado en la actual capital francesa. Mientras que Clotario heredaría el reino de Neustria, al oeste de Austrasia, con capital en Soissons. Como nos podremos imaginar, esta fragmentación del poder recién creado provocaría de inmediato enfrentamientos entre los hermanos. Cada uno de los ellos pelearía contra los demás para aumentar sus dominios. En consecuencia, mientras que los reyes merovingios se encontraran ocupados en sus disputas internas no supondrían ninguna amenaza para sus vecinos, tal y como había ocurrido durante el reinado de Clodoveo. No obstante, por suerte para los francos, los hijos de Clodoveo acabarían dejando atrás todas estas rencillas y se unirían a partir de los años treinta del siglo vi para hacer frente común contra los enemigos exteriores.

En el 531, Clotario y Thierry conquistarían Turingia, en Germanía central, y al año siguiente el estado títere burgundio perdía definitivamente su independencia nominal y su territorio era repartido entre los reyes merovingios. En el 534, Teodeberto, hijo y sucesor de Thierry y en esos momentos

el monarca merovingio dominante, pondrá bajo su control el

reino burgundio, al tiempo que derrotará a los bávaros, en el sur de Germania, estableciendo en su territorio un estado subordinado. Teodeberto atacará también a los ostrogodos en el 535, quienes perdieron en su favor Provenza, la región de los Alpes franceses, al verse envueltos en dos frentes cuando fueron atacados por las tropas del emperador bizantino Justiniano en su campaña de conquista de la península Itálica. Al año siguiente, Teodeberto creará una especie de protectorado sobre los dominios de los alamanes. Sin embargo, ni Teodeberto ni los demás monarcas merovingios llegarían vivos a superar la segunda mitad del siglo vi, a excepción del menor de los hijos de Clodoveo, Clotario. Este, como es lógico pensar, aprovecharía la situación para anexionarse la totalidad del territorio de sus familiares, para lo cual no dudaría en buscar el respaldo de buena parte de la nobleza franca. Fue por eso que concedería grandes privilegios a la aristocracia, lo que daría origen a los poderosos linajes de nobleza terrateniente que durante los siguientes reinados de la dinastía Merovingia coparían las esferas de poder y prácticamente la totalidad del protagonismo político franco en detrimento de sus monarcas.

Como resultado de la unificación de los diferentes territorios francos, Clotario tendría en su poder, al final de su reinado, dominios aún mayores que los que llegó a poseer su padre. Al fallecer en el 561, el reino franco quedaría de nuevo dividido entre cuatro herederos: Cariberto, Gotram, Chilperico y Sigiberto. De ellos, los más poderosos eran los dos últimos, reyes de los territorios francos más importantes, es decir, Neustria y Austrasia, respectivamente. Ambos estaban casados, además, con dos princesas procedentes de Hispania, hijas del rey visigodo Atanagildo: Chilperico con Galsuinda y Sigiberto con Brunilda. Pero pronto el fogoso Chilperico, que había podido contraer matrimonio con la hija de Atanagildo tras obtener el divorcio de su primera mujer, asesinaría a su nueva esposa para casarse con su amante, Fredegunda. Esta intriga palaciega daría lugar a una larga querella entre los dos nietos de Clodoveo y sus sucesores, y sembraría el caos en los territorios merovingios por espacio de casi medio siglo. Durante este periodo de destrucción hubo tiempo más que suficiente para que las infraestructuras romanas que todavía quedaban en pie, y que hacía muchos años que habían dejado de mantenerse de manera adecuada como consecuencia de la crisis y desaparición del Imperio, tales como calzadas o acueductos, acabarán casi por desaparecer. Todo ello provocaría la degeneración del estado franco, cuyo reino ya nunca volvería a ser el mismo. En buena medida, la guerra estallaría como consecuencia de las profundas diferencias existentes entre Austrasia y Neustria. El primero de estos reinos, como ya hemos mencionado, estaba constituido por el territorio franco original, lugar que o bien no había sido sometido por el Imperio romano o el grado de romanización había sido muy bajo. Por contra Neustria había sido fundado como un reino construido a partir de las conquistas francas alcanzadas en territorio galo profundamente romanizado. En ambos reinos el grueso de la población era muy distinto: en Austrasia no solamente las élites guerreras y nobiliarias eran de etnia germánica, también pertenecía a este pueblo buena parte del campesinado; en Neustria casi todos sus habitantes eran de origen galorromano. Al mismo tiempo, en los dos reinos se hablaban lenguas que nada tenían que ver la una con la otra. Mientras que en Austrasia se hablaba un idioma germánico, en Neustria se empleaba una lengua romance que acabaría dando lugar al francés moderno. Debido a la distinta naturaleza étnica de la mayor parte de sus habitantes, diferentes culturas e idiomas de origen muy alejado, con el fin de la Alta Edad Media, Austrasia daría lugar al estado que conoceremos como Sacro Imperio Germánico, es decir, a la actual Alemania y Neustria se transformaría en el que los historiadores denominan habitualmente reino franco occidental, es decir, en Francia.

Cuando se produjo la trágica muerte de su cuñada, Sigiberto se hallaba inmerso en plena campaña militar contra los ávaros, al este de sus dominios, pero fue convencido por Brunilda para abandonar tan importante cometido contra un enemigo común de los hijos de Clotario y poder vengar así a su hermana Galsuinda. En un primer momento, Sigiberto solamente exigiría a Chilperico la devolución de la dote de Galsuinda, pero, ante la negativa de este, acabaría invadiendo sus dominios y a partir de entonces tendría lugar una larga guerra fratricida. Cuando en el 575 parecía que los victoriosos ejércitos de Sigiberto iban a asestar el golpe definitivo sobre su enemigo, el rey de Austrasia fue asesinado, al parecer por orden de Fredegunda. Brunilda hizo proclamar entonces rey de Austrasia a su hijo Childeberto II, el heredero de Sigiberto, un niño de cinco años. Mientras que en el 584 era coronado rey de Neustria Clotario II, un bebé de apenas meses, tras la muerte, probablemente también por asesinato, de su padre Chilperico. La responsabilidad del fallecimiento del rey de Neustria no tardaría en recaer sobre Fredegunda, a la que se acusaba también de haber ordenado la muerte de tres de sus hijastros, vástagos de los anteriores matrimonios de Chilperico. La nobleza del reino recelaba por ello de la reina madre, Fredegunda, y los miembros de este estamento no reconocían como rey al joven Clotario II por ser hijo del matrimonio ilegitimo de Chilperico con esta plebeya.

Debido a todo ello, y en buena medida también como consecuencia de la minoría de edad del niño-rey neustriano, durante ese período de inestabilidad política cobraría suma importancia la figura del mayordomo de palacio, funcionario real de la administración central franca que acabaría haciéndose con el control del gobierno efectivo del reino y suplantando muchas de las atribuciones regias a partir del siglo vii.

Los francos se caracterizaban desde tiempos ancestrales por ser, fundamentalmente, un pueblo guerrero, por lo que su ejército ansiaba nuevas conquistas para obtener cuantiosos botines. El mantenimiento del número de tropas necesario para poder llevar a cabo las innumerables campañas militares francas suponía un alto coste para las arcas reales. Un gasto elevado al que debemos sumar el alto precio que también representaba contar con el respaldo de la nobleza, aristocracia o bien franca o bien galorromana pero, en cualquier caso, católica desde tiempos de Clodoveo I (481-511). Todo ello condujo al enriquecimiento de algunas familias importantes, de cuyos contingentes militares dependían los monarcas francos para poder reclutar sus ejércitos de campaña. Estos prósperos linajes aristocráticos constituyeron el origen de los mayordomos de palacio. Las familias nobiliarias más poderosas llegarían incluso a enfrentarse entre sí por hacerse con este importante cargo que, como ya hemos comentado en el párrafo anterior, constituía la llave del gobierno del reino. Una de estas dinastías en pugna por la mayordomía de los reinos merovingios, la de los Pipínidas, más tarde conocida como Carolingia, acabaría copando todo el protagonismo al final del reinado de la casa real de Clodoveo. El primero de sus representantes de renombre sería Pipino de Landen, conocido como Pipino el Viejo, mayordomo del palacio de Neustria con Clotario II. La posición de la familia de Pipino quedaría muy reforzada cuando se produjo la unión por matrimonio entre las dos dinastías aristocráticas más poderosas: la suya, es decir, la de los Pipínidas, y la de los Arnúlfidas. Ansegiselo desposaba a Begga, hijos respectivamente de Arnulfo de Metz, obispo de dicha ciudad y dominador de la situación política de Austrasia, y de Pipino el Viejo. ¿Qué ocurría precisamente por esa época en Austrasia, el reino rival de Neustria?

Su monarca Childeberto II moriría de forma prematura en el 596, probablemente envenenado. Su primogénito Teudeberto, de diez años de edad, le sucedería al frente del trono austrasiano; mientras que su hermano menor Thierry, de nueve años, heredaría el antiguo territorio burgundio. Al mismo tiempo, la abuela de ambos, la incombustible Brunilda actuaba de regente con una idea fija en su mente: continuar la guerra contra el reino de Neustria, dominado por su archienemiga Fredegunda. Sin embargo, en el 597 desaparecía la figura de la reina madre de Neustria, aunque este hecho no impediría que su monarca Clotario II consiguiera una victoria total en el 613. No sin contar con el apoyo de Pipínidas y Arnúlfidas. Tras capturar a los sucesores de Childeberto II y a Brunilda, Clotario II ordenaría la ejecución de los tres y unificaría de nuevo todo el territorio franco. Eso sí, pagó por ello un elevado precio: la cesión de privilegios nada despreciables a la nobleza. Moriría en el 629 y sería sucedido por su hijo Dagoberto, soberano que tras aproximadamente una década de permanencia en el trono se erigiría en el último monarca merovingio que ejercería un gobierno efectivo y que, al igual que su padre, fue soberano de un reino franco unificado. Dagoberto trataría de aferrarse sólidamente al poder y por ello destituyó a Pipino de Landen del cargo de mayordomo de palacio, pero, al parecer, era demasiado tarde ya para que los monarcas merovingios pudieran dejar de depender de la alta nobleza desde el punto de vista político, administrativo, militar y económico. Es por ello que nada más al fallecer Dagoberto, en el 638, Pipino recuperaba su cargo con el siguiente monarca, Sigiberto III, hasta producirse su muerte en el 640. La minoría de edad de los sucesores de Dagoberto sería aprovechada para que sus mayordomos de palacio se fueran haciendo paulatinamente con el control de los reinos merovingios, de forma que, incluso, el nombramiento para este cargo dejaría de estar en manos de la monarquía y pasaría a ser elección de la nobleza. Con todo ello se iniciaba el periodo de transición entre la dinastía de Meroveo y la Carolingia, en el que se sentaron en los diversos tronos francos los denominados reyes holgazanes, los últimos por cuyas venas todavía circulaba la misma sangre que la de Clodoveo.

La larga guerra civil entre las dos ramas de la dinastía Merovingia no solo había motivado que sus reyes tuvieran que incrementar el número de concesiones realizadas a la nobleza para lograr su necesario apoyo en este litigio sino que, además, provocaría que dichos soberanos delegaran cada vez más en sus representantes, pertenecientes también al estamento aristocrático, múltiples de sus atribuciones, tales como la recaudación de impuestos o la capacidad de decisión sobre la construcción de fortalezas defensivas, simplemente porque la situación caótica de los reinos provocaba que sus monarcas no pudieran atender estos asuntos en persona y de manera efectiva.

 

Una vez extinguido el Imperio romano, desaparecería también con él su administración territorial. De esta manera los dominios francos pasarían a estar divididos en jurisdicciones regionales denominadas condados, al frente de los cuales se situaba un conde, cargo administrativo en principio temporal, con atribuciones tanto civiles como militares, concedido por el propio rey a un noble. Estos condes podían a su vez designar a otros funcionarios o vicarios para que les asistieran en sus menesteres.

Sea como fuere, el caso es que a escala local estos métodos de gobierno hacían cada vez más autónomas a las distintas divisiones administrativas. Como consecuencia, el funcionamiento de estos territorios, desde el punto de vista político, era mucho más efectivo, por lo que la tendencia de descentralización del poder no solamente prosperó sino que, incluso, se incrementó. Es por ello que si un conde cobraba los impuestos de las tierras bajo su jurisdicción y empleaba estos ingresos para reforzar sus defensas y contrarrestar con ello los ataques del enemigo, finalmente esto resultaba mejor que si el propio monarca disponía de esta recaudación, existiendo entonces el riesgo de que invirtiera dicha suma en otros menesteres ajenos a los intereses de los habitantes del condado en cuestión. De esta manera, los nobles que participaban en el gobierno de determinadas regiones, generalmente con el cargo de conde, cada vez se hacían más poderosos e independientes del poder central. A ello también contribuiría algo tan simple como el hecho de que las comunicaciones entre los distintos dominios de los reyes francos eran cada día más difíciles de llevarse a cabo debido al deplorable estado de las antiguas calzadas romanas y a la inseguridad que suponía aventurarse a viajar en tiempos de guerra. Estos desplazamientos eran muy necesarios dado el hecho de que los soberanos francos no poseían una residencia fija y por ello debían trasladarse de un dominio a otro de manera constante para poder atender todos los asuntos de estado que fueran surgiendo, acompañados de su cuerpo de funcionarios palatinos, entre los que destacaba el mayordomo de palacio.

Desde tiempos de Clodoveo (481-511) hasta a partir de la segunda mitad del siglo vi, durante el periodo de la gran guerra civil entre Austrasia y Neustria, los reinos merovingios harían todavía uso del sistema de recaudación de impuestos del Imperio romano. Esto pondría a disposición de sus monarcas una importante tesorería que les permitiría ejercer el poder de manera efectiva, riqueza a la que habría que añadir la posesión de amplias tierras de cultivo obtenidas durante la conquista de la Galia y que acrecentaron la fortuna personal del rey. Este abundante patrimonio en tierras junto con la caída del comercio, que se venía produciendo ya desde tiempos romanos a partir del siglo iii, provocaron una reducción en la circulación de moneda, así como también disminuyó su acuñación. Todo esto convirtió, ahora más que nunca, a la tierra en la principal fuente de riqueza y, al mismo tiempo, de poder. Quien era dueño de terrenos cultivables, principalmente el rey y también sus nobles, podía pagar a huestes clientelares, es decir, contaría con el poderío militar. El cada vez más mermado valor del dinero —consecuencia de la sustitución paulatina de una economía de base monetaria por otra que se sostenía mediante pagos en especie— justifica también el progresivo abandono del sistema de recaudación de impuestos, en el que los reyes francos habían dado continuidad al aparato fiscal tardorromano, que requería del mantenimiento de un costoso cuerpo de funcionarios para su correcto funcionamiento.

Con el abandono de la moneda como fuente de riqueza en detrimento de la posesión de latifundios, parte de las tierras de propiedad regia servirían como pago a la nobleza franca por el apoyo militar ofrecido al rey en estas campañas bélicas, aunque el poderío de la monarquía merovingia aun sería importante durante el periodo al que nos referimos gracias precisamente a sus amplias propiedades agrarias. Sin embargo, tanto la alta nobleza franca como la antigua aristocracia senatorial romana, presente todavía en la Galia, se erigirían en una fuerza opositora a los designios del rey. En busca de más apoyo, los reyes merovingios optaron por contrarrestar este poderío de la alta nobleza favoreciendo a una nueva aristocracia que alineaba a sus huestes con los intereses del rey a cambio del cobro de sus servicios militares a través de pagos en especie, es decir, mediante la donación de tierras. Estos hombres de armas favorecidos por la monarquía franca acabarían constituyendo una nueva aristocracia terrateniente con un poder cada vez mayor conforme el rey iba perdiendo su patrimonio y la capacidad para recaudar impuestos de manera efectiva. Las guerras civiles provocaron que cada vez se precisara más de estas clientelas armadas. Con el paso del tiempo, el rey poseía menos tierras, al ser estas entregadas a los nuevos nobles, y con ello su poder iba mermando. Al mismo tiempo, estos conflictos armados internos acabarían por destruir lo que quedaba de la antigua administración romana, con lo que el sistema fiscal centralizado se desmoronó por completo, también como consecuencia de su abandono por parte de los reyes que poco beneficio obtenían de su aplicación en un sistema económico de base no monetaria.

Los tiempos estaban cambiando. El dinero poco valía y la auténtica fuente de riqueza la daba la tierra. Tierra que estaba en posesión de la alta nobleza franca y cuyos miembros más potentes, como bien sabemos, se disputaban el gobierno efectivo de los estados merovingios. Aquel que ocupara la mayordomía poseería el control de los territorios francos. Pastel este al que las dinastías aristocráticas francas más poderosas no estaban dispuestas a renunciar, sobre todo cuando tras la muerte de un soberano enérgico, como había sido Dagoberto, sus herederos no contaban con edad suficiente como para poder gobernar por sí mismos.

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