Defender la vida e imaginar el futuro

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El valor de las memorias transformadoras

Entonces en Colombia son unas huellas de africanía que llegan a hacer memoria [...]. Cuando intentamos no dejar de lado el cuero, el tambor, yo entiendo esto [como] remembranza. Es recordar todas esas memorias históricas que nos han servido demasiado a todos los procesos [...]. Recordamos para saber lo que sufrimos, para buscar una estrategia, para no sufrir lo mismo para —cuando venga el opresor— saber ya cómo hacerle el lado [...]. La memoria histórica nos ayuda también para eso y, dentro de un marco del conflicto armado, entra más todavía a darle relevancia a aquellos que cayeron luchando por nosotras y por nosotros [...]. Creo que desde allí abordamos nosotros el tema de la memoria histórica.

Entrevista a miembro del Grupo Arambeé, 2017

Testimonios como el que anotamos como epígrafe de esta parte del capítulo introductorio aparecen varias veces en las entrevistas que hicimos a distintos actores comunitarios de Buenaventura durante el trabajo de campo. Ellos escenifican el sentido, los alcances o los límites de unas memorias que no han dejado de performar, a través de lo corporal y lo narrativo, a grupos y colectivos. La peculiaridad del Grupo Arambeé consiste en “narrar mediante el cuerpo ciertas situaciones que se vivieron en el puerto, buscando la reivindicación de prácticas tradicionales y la construcción de propuestas artísticas que involucren relatos del pasado y del presente” (Jaramillo et ál., 2019, p. 111).

Esta memoria no se estanca ni se momifica, sino que se canta, baila, narra, cocina, poetiza, corporaliza en un sinfín de repertorios y registros. Es una memoria viva en la comunidad. Pero podría uno preguntar: ¿por qué este apego al pasado, a los ancestros, a aquello de lo que no quedan más que huellas lejanas e incluso imaginarias?

La respuesta la da el mismo entrevistado, a saber: el pasado —por más lejano que sea— y, en general, la memoria histórica que se hace de este (se trata de una práctica y no de una supuesta esencia eterna) hasta el día de hoy sirven como estrategia política de lucha ante las violencias, como terapéutica frente al sufrimiento y la muerte, como herramienta de conocimiento frente al olvido y al futuro incierto.

Estamos, pues, frente a una memoria que tiene funciones políticas, reparadoras y epistemológicas, entre otras. Se trata de una memoria que mira al pasado, que invoca huellas y que recuerda a todos aquellos que lucharon, pero con el objetivo de continuar la lucha hacia delante por la vida y el territorio. Las principales virtudes de esta memoria consisten en reafirmar el ser y el derecho a ser e imaginar el futuro a partir de visiones propias de este (PCN, 2015). Es una memoria, a todas luces, transformadora.1

Esta característica transformadora de la memoria de la comunidad afrobonaverense ha sido destacada, entre otros, por el Centro Nacional de Memoria Histórica en el informe mencionado líneas atrás:

Acciones como el cuidado del otro, la construcción de una ética social para el reconocimiento del sufrimiento de las víctimas y el mantenimiento de relaciones de solidaridad y de apoyo mutuo, [que] llevan a los habitantes del puerto a una reflexión política más amplia, donde se evidencia que los procesos de resistencia se tejen en espacios de movilización social, confrontación directa y a través de acciones colectivas; así como en los espacios privados y en las prácticas cotidianas, los cuales encierran gran parte del legado cultural y ancestral que han mantenido estas comunidades étnicas a pesar de la violencia. (CNMH, 2015a, p. 430)

Pero ¿hasta dónde esta memoria tiene la capacidad de seguir ayudando a defender la vida e imaginar el futuro, cuando existen unas geografías seriamente violentadas que la siguen aterrorizando, despojando, desarraigando e incluso destruyendo como comunidad étnica?2

Son preguntas que se refieren, de manera general, a los alcances y límites de la memoria como plexo de recursos en un “territorio paradojal donde se entretejen órdenes armados y regímenes sociales y económicos de violencia que son desafiados y reinventados por prácticas de reexistencia mediante repertorios políticos, creativos y cotidianos” (Jaramillo et ál., 2019, p. 111).

Estas prácticas son configuradas de manera simultánea por formas tradicionales y contemporáneas de índole organizativa, imaginativa y creativa, tales como el teatro, el hip hop, la poesía, la danza, los alabaos, los rituales fúnebres y de nacimiento (por ejemplo, el entierro del cordón umbilical), etc.

¿Es posible seguir haciendo memoria en medio del terror?: la búsqueda de fuentes de sentido de cara a unas geografías violentadas

Viendo el contexto actual de Buenaventura, donde se siguen presentando formas de violencia y muerte —como en el pasado reciente, con la diferencia de que ahora estamos en lo que se ha llamado, bajo el paraguas de la paz liberal, posacuerdo—, brota la pregunta que hizo Homi Bhabha (2013) en su texto “Filología y violencia en Ruanda: ética y política de las pedagogías humanistas”: ¿en qué medida es posible seguir haciendo arte y —podemos añadir— memoria en medio del terror?

¡El desplazamiento forzado o la muerte!: he allí la dura alternativa a la que se han visto enfrentados, principalmente los jóvenes de Buenaventura y del Pacífico en general. Las cifras hablan de un aumento sustancial en el asesinato de líderes sociales y comunitarios y en los desplazamientos (Codhes, 2019), desde la firma de los acuerdos de paz y aún más desde el inicio del gobierno del presidente Iván Duque, en agosto de 2018. Algunas organizaciones postulan “la falta de voluntad política y el financiamiento por parte del Estado [que] han impedido la implementación total tanto del capítulo étnico” como de todas las disposiciones de los acuerdos de paz (PCN et ál., 2019).

De hecho, la firma de los acuerdos de paz no ha mejorado la situación de la comunidad afrobonaverense y de toda la región del Pacífico que sigue enfrentando las violencias en un nivel alarmante. Según el Codhes (2019),

actualmente, hay una reconfiguración del conflicto armado y la disputa territorial en varias zonas rurales del Pacífico (como lo ejemplifican las zonas rurales de Buenaventura, Tumaco o Chocó). Desde la firma del Acuerdo de Paz y la salida de los territorios de las Revolucionarias de Colombia-Ejército Popular (FARC-EP), se ha visto la presencia de nuevos grupos armados, algunos autodenominados como disidencias de las FARC-EP, otros como nuevos grupos armados y algunas facciones del ELN. Debido a la presencia de estos grupos se han reportado enfrentamientos, situaciones de confinamiento y restricciones de movilidad de la comunidad en los ríos —lo que tiene impacto negativo en las actividades económicas tradicionales—, así como intimidaciones y amenazas, violencia sexual, riesgo de desplazamiento y altos riesgos de reclutamiento de niños, niñas, adolescentes y jóvenes (NNAJ). (p. 3-4)

Sin embargo, esta situación no ha sido nueva. La comunidad afrobonaverense es parte de una gran diáspora, que cuenta con alrededor de doscientos millones de personas que “se identifican a sí mismas como descendientes de africanos que viven en las Américas” (Organización de las Naciones Unidas [ONU], 2015). Hasta el día de hoy, estas personas “constituyen algunos de los grupos más pobres y marginados [...] y todavía tienen un acceso limitado a servicios de educación y salud de calidad, a la vivienda y la seguridad social” (ONU, 2015).

Aunque estos descendientes fueron construidos en las sociedades coloniales como negros por medio de un “lento proceso de validación religiosa, científica e intelectual de la ‘raza negra’” (Ndiaye, 2019, p. 32), el objetivo con el que ellos, en particular la comunidad afrobonaverense, han usado la memoria y la cultura no ha sido para hacer “un itinerario del regreso” a África (Hall, 2003, p. 494). Al contrario, la memoria ha sido usada para reexistir en un “aquí” caracterizado por el desarraigo y en un “ahora” saturado de sufrimiento y dolor. La reexistencia les ha habilitado un “conjunto de gramáticas de vida, expresadas en formas de ser, estar y sentir en la cotidianidad” (Jaramillo et ál., 2019, p. 118).

Ser negro o afrodescendiente ha significado para estos descendientes o renacientes “llegar a ser”, “producirse a sí mismos” (Hall, 2003, p. 494), y en esta constante autoproducción se ha echado mano del pasado, del legado cultural y ancestral y de lo que se ha encontrado en el territorio. Se ha convertido este pasado en fuente de sentido para el presente y en plexo de posibilidades para el futuro.

Las condiciones históricas de la memoria afro

En 1956 un grupo de intelectuales y artistas que se identificaban como negros realizaron un congreso en París para reflexionar, entre otros temas, sobre lo que significaba “tener una condición histórica idéntica, una misma presencia en el mundo y la necesidad de hacerse escuchar por las vías de la cultura y los medios del arte y de la literatura” (Fonkoua, 2008, p. 13).

En este congreso se analizaron algunos elementos comunes de esta condición histórica negra que, por supuesto, se aleja de todo esencialismo, para el que “la identidad cultural está fijada por el nacimiento, es parte de la naturaleza, está marcada en los genes a través del parentesco y los vínculos de sangre” (Hall, 2003, p. 479). Allí se plantearon como características comunes de dicha condición el doble hecho de: a) ser herederos de víctimas o sobrevivientes de la esclavitud (la trata negrera), del racismo (que es inherente a esta), de la colonización; y b) cargar con una “larga historia [marcada por todo lo anterior] que ha tenido consecuencias profundas sobre la vida de los negros y sobre la naturaleza de la civilización occidental” (Dioup, 1956, p. 11).

 

Estos intelectuales y artistas —muchos de ellos eran marxistas en aquel momento como Frantz Fanon, Aimé Césaire, Léopold Sedar Senghor, Jacques Stephen Alexis— fueron conscientes de la diversidad de sus contextos sociopolíticos y de la heterogeneidad de sus situaciones culturales, lingüísticas y económicas. Por ejemplo, venían en aquel entonces (en 1956) de muchas partes del mundo: del continente africano en plena lucha por la liberación nacional —en particular Sudáfrica, donde imperaba el régimen del apartheid—; de Estados Unidos de América, donde los afroamericanos luchaban por el reconocimiento de sus derechos civiles (civil rights); de las Antillas Francesas —Martinica, Guadalupe y Guyana Francesa— que reclamaban su descolonización; de Haití y de otras naciones independientes que reivindicaban su autonomía real frente a las amenazas neocoloniales e imperialistas procedentes de los Estados Unidos en el marco de la Guerra Fría.

En el contexto colombiano, la pregunta por las condiciones históricas de la memoria de los descendientes de esclavizados fue abordada por el escritor afrocolombiano Manuel Zapata Olivella. Este médico y antropólogo afrocolombiano planteó que la dimensión africana de Colombia no ha sido ni reconocida ni debidamente valorada en el país. En su libro Changó, el gran putas (1983), recordó la odisea de los ancestros africanos, rehaciendo el viaje de África al continente americano, pero para plantear la autoproducción liberadora de estos ancestros y sus descendientes en el continente de exilio:

Desde Los orígenes en África (primera parte), pasando por El Muntu americano, que se encuentra ya en América (segunda parte), La rebelión de los vodus contra la colonización (tercera parte), hasta Las sangres encontradas (cuarta parte) y Los ancestros combatientes (quinta parte) que describen la lucha victoriosa de los negros, principalmente a través de la revolución haitiana de 1804. (Louidor, 2016, p. 118)

En sintonía con aquellos intelectuales y artistas negros, Zapata Olivella asumió los mencionados elementos centrales de una memoria histórica de largo trazo para denunciar la exclusión de los negros en el continente americano y sus constantes luchas por su reconocimiento y liberación. En el pensamiento de Zapata Olivella el ser negro no es más que un devenir histórico que se forja de manera cotidiana y, sobre todo, por medio de la rebelión y la lucha. De allí la importancia específica del legado cultural y ancestral en esta lucha.

En nuestra investigación sobre los distintos repertorios y registros de la memoria, con los que la comunidad afrobonaverense ha generado gramáticas de vida, encontramos múltiples formas de escenificación de este legado: la remembranza de quienes murieron en la lucha por la vida, la dignidad y la libertad; la denuncia de la violencia y del desplazamiento forzado, principalmente en el marco del conflicto armado interno; la afirmación y transmisión de saberes, costumbres y sentidos sobre su pasado, presente y futuro; la defensa del territorio y de la paz contra los detentores y mercenarios del capital neoliberal. A través de estos horizontes se puede palpar la lucha por crear y generar alternativas para detener la destrucción de la vida, pero también para imaginar otros futuros posibles y otras cotidianidades posibles. Es una lucha por abrir y ampliar el “campo de lo posible” (Rancière, 2009, p. 202).

El escritor y psiquiatra martiniqueño Frantz Fanon interpretó las expresiones artísticas y culturales como el síntoma de un despertar de la conciencia, por el cual “la nueva gesta suscita un nuevo ritmo respiratorio y desarrolla la imaginación” (2002 [1961]), p. 230). En esa dirección, Mbembe (2016) habla de “fiesta del imaginario”. Fanon invita en esos casos a “seguir paso a paso […] la emergencia de la imaginación, de la creación en las canciones y los relatos épicos populares”, por medio de los cuales “se recobra la libertad”, “se hace obra creadora” y, definitivamente, “se le revela al público un hombre nuevo” (Fanon 2002 [1961]), p. 230).

Sin embargo, frente a esta constante autoproducción imaginativa y creativa de la comunidad afrobonaverense por medio del arte y la memoria, se han agudizado al mismo tiempo prácticas de despojo, de terror y de desterritorialización. No es exagerado afirmar que la comunidad afrobonaverense viene enfrentando lo que el historiador y politólogo camerunés Achille Mbembe llama la necropolítica, a saber, un régimen de poder que se caracteriza por matar a los otros diferentes y que, frente a la muerte de estos, no manifiesta “ningún sentimiento de responsabilidad o de justicia” (2016, p. 56). Así como su vida, su muerte es también banal o, mejor dicho, banalizada. Es el culmen de la exclusión, en que la vida del excluido ya sobra o, como diría Judith Butler (2006):

Algunas vidas valen la pena, otras no; la distribución diferencial del dolor que decide qué clase de sujeto merece un duelo y qué clase de sujeto no, produce y mantiene ciertas concepciones excluyentes de quién es normativamente humano: ¿qué cuenta como vida vivible y muerte lamentable? (pp. 16 y 17)

¿A quién le importa el sufrimiento, el dolor, la vida y la muerte de este territorio, más allá de algunos destellos de espectacularización que los medios de comunicación le conceden marginalmente de vez en cuando o, especialmente, durante el periodo electoral?

El carácter paradojal del territorio de Buenaventura —que oscila entre, por un lado, las geografías violentadas, resultado del despojo, el terror y la necropolítica y, por el otro, las gramáticas de vida, producto de las memorias y reverberaciones artísticas de resistencia y reexistencia— se ha evidenciado de una manera nítida desde la década de los noventa del siglo pasado. Por ejemplo, en los noventa, las personas y comunidades afrodescendientes alcanzaron logros históricos muy importantes, como

 la Constitución Política de 1991, que consagró el carácter multiétnico y pluricultural de la nación colombiana, que puso fin —al menos jurídicamente— a la exclusión y marginalización de las personas y comunidades descendientes de africanos esclavizados;

 la publicación de la Ley 70 de 1993 —que no ha sido del todo aplicada— y que reconoció “a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico”, con el objetivo a “garantizar que estas comunidades obtengan condiciones reales de igualdad de oportunidades frente al resto de la sociedad colombiana”.

Pero, en esa misma década, ocurrieron también otros eventos que afectaron los tejidos locales con resonancias hasta ahora:

 la liquidación de la empresa Puertos de Colombia en 1993 y la progresiva privatización del Puerto de Buenaventura —el principal puerto del país—, que ha tratado de “arrinconar” a la comunidad, tal como lo ha mostrado de manera convincente el informe Un puerto sin comunidad;

 la intensificación del conflicto interno en Buenaventura con la llegada masiva de los actores armados —guerrilla de las FARC-EP, paramilitares y grupos vinculados al crimen organizado— a “los territorios ancestrales y colectivos de las comunidades negras e indígenas”.

Ambos eventos se han conjugado con

la imposición de modelos de desarrollo basados en economías de modelo neoliberal y “mercenarias” que han traído como consecuencia un ambiente de guerras geoeconómicas y políticas concentradas en los territorios afrodescendientes, con hostigamiento y violencia discriminada contra comunidades, formas organizativas, líderes y lideresas, con impactos económicos, culturales y ambientales. (PCN, 2012, p. 2)

De cierta manera, se trata de la continuación del “racismo sistémico en Colombia” (PCN, 2012, p. 11), por medio del cual el Estado y la sociedad niegan la existencia de la discriminación en contra de las personas negras y sus territorios. Esta negación ha contribuido a desconocer que, por su misma condición negra, las comunidades afrocolombianas han sido unas de las principales víctimas del conflicto armado interno, de la exclusión social y de todas las formas de violencia (que persisten en el posacuerdo). Se trata de un racismo sistémico porque está entretejido por una triada que no es circunstancial: colonialismo, racismo y fascismo (Mbembe, 2016, p. 112).

Imaginar otro futuro posible en el que la vida y el territorio recobren su sentido, frente a la profanación, banalización y deshumanización a la que han sido sometidos, es urgente y necesario hoy. Y creemos que este libro contribuye en esa dirección. Además, lo es porque como lo dijo C. L. R. James en un estudio sobre la diáspora negra descendiente de africanos en el Caribe, citado por Stuart Hall: “Estas gentes que están en la civilización occidental, que han crecido en ella, pero a quienes se les ha hecho sentir —y ellos mismos lo han sentido— que están fuera, tienen una visión única en nuestra sociedad” (2003, p. 497).

Los aportes de este libro

Este proyecto editorial reúne los aportes de nueve investigadores e investigadoras (incluyendo este capítulo introductorio) con diversos grados de experiencia en este territorio y provenientes de diferentes disciplinas académicas, trayectorias sociales y ámbitos profesionales. Estos investigadores exploran, desde diferentes estrategias teóricometodológicas y perspectivas temáticas, las configuraciones actuales tanto de los órdenes sociales de violencia en Buenaventura como de las gramáticas de vida articuladas por la comunidad afrobonaverense para resistir y reexistir.

A lo largo de los capítulos el/la lector/a puede conocer las múltiples facetas de la coyuntura paradojal que la comunidad afrocolombiana enfrenta en Buenaventura, en particular tras la firma oficial en septiembre de 2016 de los Acuerdos de Paz entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército Popular (FARC-EP) y el gobierno de Juan Manuel Santos.

Varios de los capítulos son resultados de procesos investigativos recientes, realizados con base en ejercicios históricos, cartográficos, discursivos y sociojurídicos. Sus aportes tienen el mérito de actualizar, ahondar, complejizar y ampliar los resultados de la pesquisa ya iniciada con el proyecto de investigación que da origen al libro. Por ello, proponemos a continuación tres claves de lectura y de agrupación de esos diversos abordajes.

En una primera parte, que hemos titulado “Un contexto de paradojas y fricciones: entre violencias y resistencias”, encontramos dos capítulos. El primero reconstruye, desde una perspectiva histórica que va de 1990 a 2017, el proceso de configuración de diversas violencias, la intensificación del conflicto armado interno en Buenaventura y la penetración del capitalismo global en torno al proyecto de ampliación del principal puerto del país. El capítulo le apuesta a una radiografía de las distintas intersecciones entre los niveles global, nacional y local en la producción de estas violencias en el territorio, así como a comprender el proceso de construcción de resistencias territoriales.

El segundo capítulo analiza unas cartografías de las violencias constitutivas del proyecto civilizatorio, articuladas en torno a la ideología del desarrollo —que en Buenaventura se simboliza en el puerto— y las contrasta con las prácticas de resistencias creadas por las organizaciones afrourbanas que le hacen frente en estos últimos años. Así mismo, analiza cómo estas cartografías utilizan repertorios de terror, desterritorialización e invisibilización como estrategias necropolíticas. Frente a esto, los colectivos de la comunidad afrourbana logran practicar lo que la autora llama el estar siendo, que es el resultado de un juego de interacciones imaginadas entre dos dinámicas: vivos-muertosausentes-música-baile y duelo-política-lo humano-no humano.

En la segunda parte, nombrada “Subjetividades políticas y jurídicas en disputa por la vida y el territorio”, también encontramos dos capítulos. Uno de ellos centra su atención en la producción de la subjetividad negra en Buenaventura a partir de una revisión de la emergencia de la categoría afrodescendiente en el derecho internacional público y su reciente llegada al sistema de protección de derechos en la región y, en particular, en Colombia desde la proclamación de la nueva Constitución Política de 1991. Además, complementa esta revisión con un análisis del contraste entre esta categoría afrodescendiente postulada desde el derecho internacional y un gran plexo de subjetividades negras que han ido surgiendo de manera heterogénea: por ejemplo, las multiculturales inspiradas en la Constitución de 1991, las que emergen en la ciudad, las que se declaran víctimas del conflicto armado y también las que se ubican en procesos de expulsión por las dinámicas del capitalismo global.

 

El otro capítulo aborda el tema de la consulta previa y su importancia fundamental como mecanismo jurídico para la protección y la exigibilidad de sus derechos étnicos, tomando como estudio de caso el corredor vial de la Vía Alterna de Buenaventura y las luchas de la Comuna 6 y de su líder, Temístocles Machado, asesinado en 2018. A través de este estudio de caso, el capítulo muestra cómo estos proyectos de desarrollo vinculados al puerto afectan tremendamente la vida y el territorio de la comunidad afrobonaverense —en particular, la Comuna 6— y cómo esta ha luchado hasta la muerte por defender su territorio. De igual manera, argumenta y defiende, desde una perspectiva legal y social, el derecho de estas comunidades como sujetos de derechos étnicos y, por tanto, aplicables de consulta previa.

Finalmente, en una tercera parte, denominada “Movilización local y espacios de cabildeo internacional”, ubicamos otros dos capítulos. Uno se enfoca en la última protesta social en Buenaventura que tuvo lugar entre mayo y junio de 2017 para analizar cómo este evento ha permitido la emergencia y renovación de actores políticos y sociales, quienes vienen dinamizando la disputa político-electoral en el territorio. Así mismo, el capítulo evidencia el impacto que ha tenido el discurso étnico-territorial, enarbolado por dinámicas organizativas de corte comunitario (que fueron la piedra angular de la mencionada protesta social), en la construcción de agendas y reivindicaciones políticas y, en particular, en el escenario político-electoral de Buenaventura.

El último capítulo trae a colación los debates que ocurrieron entre 2004 y 2011 en torno al Tratado de Libre Comercio y que llevaron a los Estados Unidos a congelar por cinco años el TLC con Colombia. El texto analiza cómo en estos debates jugaron un papel importante, para esta toma de decisión trascendental, las preocupaciones que se generaron en los Estados Unidos en torno a la situación de los derechos laborales en Colombia, el escándalo de la parapolítica y los derechos de las comunidades afrodescendientes. Este capítulo también profundiza en el proceso del cabildeo que hicieron los sindicatos y los grupos de la sociedad civil en los dos países para poner en el centro de estos debates las violaciones a los derechos de los trabajadores portuarios de Buenaventura y el despojo de la comunidad afro en la zona de bajamar.

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