Una vida cualquiera

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Una vida cualquiera
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Herrera de Barth, Carmen Rosa, 1912-2000

Una vida de cualquiera / Carmen Rosa de Barth. – Medellín: Editorial EAFIT, 2020

262 p.; 21 cm. -- (Rescates).

Nota: Obra publicada originalmente por la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, 1995

ISBN 978-958-720-679-1

ISBN: 978-958-720-680-7 (versión EPUB)

1. Novela colombiana. I. Morales Henao, Jairo, pról. II. Tít. III. Serie

C863 cd 23 ed.

H565

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

UNA VIDA DE CUALQUIERA

Primera edición: Biblioteca Pública Piloto de Medellín (1995)

COLECCIÓN RESCATES

Primera edición en la colección Rescates

© HEREDEROS DE CARMEN ROSA HERRERA DE BARTH

© EDITORIAL EAFIT

CARRERA 49 no. 7 SUR - 50 tel. 261 95 23, MEDELLÍN

http://www.eafit.edu.co/editorial

Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co

EDICIÓN: Claudia Ivonne Giraldo G.

CORRECCIÓN DE PRUEBA: Carmiña Cadavid Cano

DISEÑO DE COLECCIÓN: Alina Giraldo Yepes

ILUSTRACIÓN DE CARÁTULA: William J. Giraldo G.

ISBN: 978-958-720-679-1

ISBN: 978-958-720-680-7 (versión EPUB)

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad. Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018.

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial.

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

CONTENIDO

PRESENTACIÓN

Jairo Morales

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO 1.

DESCRIPCIÓN

CAPÍTULO 2.

LA AURORA

CAPÍTULO 3.

LOS HIJOS DEL MÍSTER

CAPÍTULO 4.

EL COLEGIO

CAPÍTULO 5.

CRUEL JUGADA DEL DESTINO

CAPÍTULO 6.

LA FUERZA DEL DESTINO

CAPÍTULO 7.

SEGOVIA

CAPÍTULO 8.

INDECISIONES

CAPÍTULO 9.

UNA LINDA AMISTAD

CAPÍTULO 10.

INESPERADO ENCUENTRO

CAPÍTULO 11.

INCIDENCIAS

CAPÍTULO 12.

DESPEDIDA DOLOROSA

CAPÍTULO 13.

REGRESO A LA AURORA

CAPÍTULO 14.

CRUEL DESPEDIDA

CAPÍTULO 15.

MINA BERLÍN

CAPÍTULO 16.

LA SIBERIA

CAPÍTULO 17.

TRES ESQUINAS

CAPÍTULO 18.

REGRESO AL CHOCÓ

CAPÍTULO 19.

TRASLADO A SAN ANDRÉS

CAPÍTULO 20.

DESAFORTUNADO TRASLADO

CAPÍTULO 21.

MI FAMILIA

CAPÍTULO 22.

ÚLTIMO ACCIDENTE

NOTAS AL PIE

PRESENTACIÓN
UNA VIDA DE CUALQUIERA: RIQUEZA TESTIMONIAL

“Al declinar la existencia es indispensable tratar de reunir la mayor parte de las sensaciones que han atravesado nuestro organismo. Pocos conseguirán realizar así una obra maestra (Rousseau, Stendhal, Proust), pero todos serían capaces de preservar de tal manera algo que sin este pequeño esfuerzo se perdería para siempre. Llevar un diario o escribir a una cierta edad las propias memorias debería ser una obligación ‘impuesta por el Estado’; el material que de tal forma se habría reunido después de tres o cuatro generaciones tendría un valor inestimable […] no hay memorias que no encierren en sí mismas valores sociales y pintorescos de gran importancia”. Estas palabras, escritas por el estupendo narrador italiano Guiseppe Tomasi di Lampedusa en la Introducción a sus Recuerdos de infancia, sirven con mucha propiedad para resumir algunos de los mejores valores del libro de Carmen Rosa de Barth, Una vida de cualquiera.

Gracias al esfuerzo de la autora por dejar testimonio de los momentos y circunstancias más decisivos de su vida, algunas cosas de la historia del país no se han “perdido para siempre”. Al rescatar buena parte de su crónica, colateralmente lo ha hecho de una franja de la experiencia nacional y regional en las primeras décadas del siglo XX, de manera específica lo que fue la vida de los ingenieros extranjeros que arrimaron el hombro a la modernización de Colombia en materia vial, minera, petrolera, aeroportuaria, etc. Por supuesto, no es la primera vez que se habla de ellos, que se les reconoce lo que hicieron, tanto en estudios socioeconómicos como en obras biográficas, pero todo lo que se acopie de material inédito tiene un valor incuestionable. La recuperación de todo anecdotario de esas existencias vividas bajo los signos del riesgo, el azar y la provisionalidad, de la envidia y los olvidos, y, sobre todo, de una ingratitud de rasgos atávicos, amplía el conocimiento de nuestro propio pasado, nos completa.

Como muchos libros de memorias escritos cuando sus autores tienen ya una edad avanzada, estas páginas de Carmen Rosa de Barth retozan en un territorio donde no interesa tanto el género literario al que suelen adscribirse otros proyectos, como la fidelidad evocadora de la palabra, donde la pulsión autobiográfica se impone a cualquier camisa de fuerza literaria, donde, en una palabra, el anhelo del testimonio hace valer su linaje primario sobre la ficción y la preocupación por una composición sólida cede ante un recordar espontáneo.

 

Como resultado de ese viaje de la memoria que desovilla una vida, equilibrando el interés documental con el estético, se logra en la fragmentariedad agrupada establecer lo que fue un destino personal y, de contera, los valores que lo alimentaron y la atmósfera general de unos años. Mucho de esto lo consigue Carmen Rosa de Barth en su libro Una vida de cualquiera. Todo libro de memorias naturalmente aspira a la totalidad. Ninguno lo consigue, por supuesto. Y no solo por las limitaciones universales y particulares que constriñen a todo autor, sino porque no tendría valor, amén del tedio que significaría la reconstrucción exhaustiva del anecdotario de una existencia: de lo que se trata es de ofrecer la intensidad significativa de esta –sus epifanías y desgarramientos determinantes– a través de una obligada selección, es decir, de una construcción.

Y son la sinceridad y limpieza evocadoras que animan el libro la savia que provoca su lectura interesada, ante todo en su primera parte. No quiere esto decir que la segunda haga agua, que no ofrezca sabrosos bocados al apetito lector. No. Sin tratarse de un gran libro, sostiene de principio a fin un similar nivel de escritura –exceptuando ese momento en que no reprime el impulso de sermonear a la juventud de hoy–. Solo que el ritmo pausado de la primera favorece su degustación en mucho mayor medida que el desenvolvimiento acelerado y nervioso de la segunda. No se trata, aclaramos, de una separación formal, sino de un diferente tratamiento del material impuesto porque su resonancia en la memoria de la autora no es el mismo: niñez y juventud quieren volver con todas las paladeadas lentitudes de lo que es ensueño o paraíso perdido; la vida adulta parece querer escabullirse pronto entre las líneas de la página. Sobre la dicha recordada, se camina; sobre el dolor y las bregas, se cabalga raudo.

La infancia en El Zancudo (Titiribí, Antioquia) y la prolongada cantata de amor, donde se cuenta el nacimiento de ese idilio pastoril entre dos niños y su final realización adulta luego de años de espera, desencuentros y dificultades, como en cualquier novela convencional de amor que se respete, es la parte que mejor entrega, tanto lo que fue el signo de ese amor como las conductas generales y los valores que las alimentaban, el horizonte de vida de ciertos hombres y capas sociales de una época. Todo ello surgiendo en la luz indirecta que le proporciona esa historia de amor en un lugar y un tiempo con nombres propios, porque en ningún momento la autora se ha propuesto pintar el fresco de una época. Lo que le quema las manos es el tejido de lo que fue su vida hasta el comienzo de la vejez, lo demás es accesorio, derivado o circunstancial.

El idilio pastoril es precipitado por el matrimonio en el acezante torbellino desgastador de las imposiciones de la responsabilidad adulta. El rosario de traslados del esposo-ingeniero (si se lee el libro se verá que no es indiferente la unión que hacemos de estos dos sustantivos) a lugares apartados y selváticos, no siempre con aceptación de la esposa, y su secuela de separaciones; la convivencia familiar en medio de la precariedad de los campamentos y de su inveterado aislamiento de los centros urbanos desarrollados; en suma, una vida difícil, en ocasiones tocada por una fortuna modesta, y en otras, por su reverso, herida por la cuota normal de pena de toda vida humana (léase muerte, enfermedad, sufrimiento moral), concluyen por hacer del agua pura de ese amor de infancia una verdadera, rota, chamuscada, fragmentada pero enhiesta “bandera de Palonegro”.

Pero esa fidelidad a la “prosa de la vida” favorece en fuerza y credibilidad la extensa secuencia del romance y la infancia, y afirma la condición testimonial de estas memorias, con las cuales Carmen Rosa de Barth ha cumplido con esa “obligación” ideal propuesta por Lampedusa para todo ciudadano entrado en años. Memorias que, dentro de su inevitable fragmentariedad, dadas las limitaciones de toda vida humana y la obligada selección del total de material biográfico, encierran “en sí mismas valores sociales y pintorescos de gran importancia”.

Jairo Morales Henao

Tomado de Lecturas, Biblioteca Pública Piloto, 1995

INTRODUCCIÓN

Una vida de cualquiera es un relato común acerca de personas que por fuerza del destino tuvieron que vivir al margen de toda comunidad y diversión según la clase social a la que pertenecían, por circunstancias especiales; las minas y las vías de comunicación fueron su lucha.

La Nena compartió su niñez con el pequeño Albert, y vivían cual dos pajarillos al cuidado de sus padres Alfredo Fernández y el doctor Richard Ribert, quienes trabajaban como técnicos en la mina de El Zancudo.

Creo que es provechoso mirar a través de estos relatos, casi inverosímiles, cómo se puede vivir un amor imposible y la forma corriente en que se desenvolvió: desengaños, trabajos, luchas espirituales implacables, encuentros prodigiosos, lugares desérticos, inconformidades y, al fin de la lucha, la unión y un decidido enfrentarse a la naturaleza virgen, cerrada y desafiante. Y dentro de ella, la felicidad perseguida por dos seres que al final creen haberla encontrado, ignorando los azares que les tenía reservado el destino para probar la fuerza vital de sus voluntades.

Estos relatos se refieren solo al trabajo tenaz de un ingeniero en los campos más inhóspitos de Colombia, siempre en busca del progreso y las comunicaciones. Y al terminar de la ruta… la derrota, lo inexorable.

Y al final va la Nena, sola, luchando por la cultura y ofreciendo sus obras literarias como un desafío espiritual a su nostalgia.

CAPÍTULO 1
DESCRIPCIÓN

Las empinadas crestas de los Farallones del Citará lucían despejadas, ¡majestuosas! Y en todo su fulgor se divisaban los contornos de las altas lomas, esas estribaciones que se extienden perezosamente hasta quedar dormidas en las extensas llanuras o planicies que lentamente riega el Cauca.

En su extensa carrera no pretende detenerse y va ofreciendo en su profundo serpentear, inmensas riquezas en terrenos laborables donde lucen los cacaotales, sombríos inmensos de búcaros y carboneros que cubren el oro verde. Minas de carbón de hulla y de oro, que en intrincadas redes llevan las cordilleras en sus entrañas rocosas y que se perfilan desafiantes ante la naturaleza. Grandes extensiones de potreros y cafetales que de los valles van empinándose hasta las más increíbles pendientes entre el amarillo o verde de las inmensas dehesas de ganado, y las huertas que adornan las valiosas fincas que son la despensa de poblaciones y ciudades.

Cuando empezó la fiebre de trabajar las minas en las postrimerías del siglo pasado, los trabajadores lo hacían en formas muy rústicas, como la razón les indicaba: con pequeños taladros, martillos y pólvora rompían los nudos de las cordilleras. En Marmato y Supía fueron las primeras experiencias de extraer el oro en condiciones comerciales. Con almadanas quebraban las piedras y lavaban las arenas en las bateas en que se lavaba el oro corrido de los ríos. Ese era el método utilizado por los indígenas. Por esos ensayos los propietarios supieron que las minas eran muy ricas, resolviendo conseguir expertos y formar sociedades con técnicos de otras naciones para hacer los montajes en la forma moderna de otros países. Alemania e Inglaterra fueron los que cambiaron las carretas de madera, los taladros de mano, las almádanas, las picas y las palas.

Anteriormente, de Estados Unidos habían enviado técnicos en minería, pero en el campo no sabían ni cómo manejar la brújula, ni aun los rústicos aparatos con que trabajaban los mineros nacionales. Los primeros ingenieros fueron alemanes: el Dr. Carlos Gartner, Dr. Carlos de la Cuesta, don Luis Felipe Henker y don Julio Rister, quienes hicieron una bella amistad con los trabajadores de las minas.

Los primeros técnicos que enviaron fueron Mr. Boussingault y Mr. Maulle, quienes elogiaban la fidelidad y el trabajo del personal que laboraba en esa dura faena, sin técnica alguna, y también la belleza bucólica de sus pueblitos. Y así se lo decían a los demás ingenieros que llegaban.

En cuanto llegaron a Marmato se hicieron muy amigos de los otros ingenieros de El Zancudo, sociedad que se había fundado en 1877 con Mr. Tyrell Moore, quien en las innovaciones realizadas en la mina solo había instalado una pequeña Pelton. Con esta mejora se formó la Sociedad de La Unión, cuyo dueño inicial fue don Coroliano Amador.

El general don Marceliano Vélez desde 1865 había hecho una reorganización del departamento de Antioquia. En ese tiempo Titiribí era la capital de la Provincia del Cauca, siendo esta apenas una pequeña aldea. Desde entonces todo lo jurídico pasó a la jurisdicción de Medellín en esa nueva organización.

La comisión de estudios de El Zancudo contrató a los doctores Carlos Garner y Carlos de la Cuesta como ingenieros destacados en esa especialidad, y estos se trasladaron a El Zancudo con su equipo de colaboradores.

Como persona de confianza venía con ellos don Alfredo Fernández, casado con una bella joven, doña Laura Escovar, y su familia. Él también vino a trabajar en ese equipo a Titiribí. El señor Fernández, de familia caldense, persona muy bien preparada y amable; doña Laura, inteligente, muy culta y humanitaria, de origen antioqueño (suroeste). Cuando llegaron a la mina se situaron en una linda casita rodeada de jardines, con amplios corredores, donde se mecían antiguas melenas y begonias de diferentes colores, que alegraban distintos lugares de la casa.

Allí se reunían en las tardes ingenieros y amigos con los trabajadores, a comentar los problemas del trabajo en una amable camaradería, y el amor, en las tardes, se mecía tranquilo y sosegado en agradables tertulias hogareñas. Tranquilo pasaba el tiempo y como no había casi qué leer, ni diversiones, las gentes se sometían a esa apacible soledad, que solo alegraba cada año la llegada de un nuevo retoño.

Los ingenieros eran el doctor Carlos Gartner, el doctor Carlos de la Cuesta y el doctor Richard Ribert, quien llegó con otras personas que se instalaron en diferentes partes del país: las familias Cock, Eastman, Willis, Rister, Wolff. El doctor Ribert llegó a Titiribí con su familia, contratado como los otros dos, Gartner y De la Cuesta. La familia del doctor Ribert se componía de su señora, Frau Lenny, y su pequeño hijo; vivían al frente de la casa de doña Laura y por esa circunstancia se hicieron muy amigas las dos familias, que fueron líderes en todos los aspectos en cuanto a mejoramiento social y cultural de la región. Frau Lenny era de carácter suave, muy colaboradora, por lo que los trabajadores la respetaban y querían igual que a doña Laura, que era la de las ideas, pues el idioma de Frau Lenny era muy deficiente. Ella enseñaba a bordar y a tejer a las señoras y niñas de la región. Y en la escuelita eran ellas las que proponían con las madres qué era lo que se debía hacer para el mejoramiento en cuanto a educación y cultura de los niños de esas veredas.

Ahora vamos a ocuparnos de los niños pequeños de las dos familias: Albert era un niño de seis años, muy blanco, de ojos azules, que hacía honor a su raza aria. Los hijos mayores de la familia Fernández ya se habían casado o estudiaban en la ciudad y con ellos solo quedaba una pequeña de cuatro años, blanca, sonrosada, con sus cabellos rizados, que caían graciosamente ensortijados sobre sus hombros; era dos años menor que su amigo Albert. La llamaban la Nena.

Los ingenieros europeos que llegaron al país en ese tiempo eran felices en los pueblitos por la apacibilidad que se disfrutaba. Ellos venían huyendo de los horrores que les habían dejado las guerras que acababan de terminar.

CAPÍTULO 2
LA AURORA

La Aurora era una bella finca que quedaba dentro de los predios de la mina; era tan provocativa la casa, que los Ribert y Fernández vivían deseando comprarla, hasta que un día supieron que la vendían y el Dr. Richards propuso a Fernández que la compraran en compañía, y así lo hicieron. La partieron y cada uno quedó con su casa cerca a la otra, y a su gusto, incrementaron las siembras de caña, café, cacao y además finas bestias y ganado, ya que ese era el patrón económico de los señores de ese tiempo.

 

Las dos familias disfrutaban de todo como si fuera una sola heredad. Albert, el niño de los Ribert, como no tenía con quién jugar, pues fue hijo único, pasaba a las casas vecinas para jugar con los hijos de los trabajadores; La Nena, hija de los Fernández, era la mejor amiga de Albert y su compañera inseparable. Sus padres se juntaban por las tardes en caminadas, juegos y veladas con la comunidad, mientras los chicos se divertían de lo lindo en las diferentes actividades de los pequeños, todos según su edad: unos en los patios, otros en los corredores, cada cual con sus juguetes y su bullanguería.

Todos los padres, cuando el reloj daba las siete, llamaban al orden, después de rezar un interminable rosario en cualquiera de los ángulos de la casa. Luego a dormir. Esas eran órdenes de autoridad que no se podían alterar, ni refutar. Los padres continuaban hasta un poco más tarde; como no había luz eléctrica, las veladas muy pocas veces pasaban de las ocho de la noche.

En La Aurora, yo, la Nena, era como la mascota, una avecilla alegre que crecía vagando por todos los contornos de las fincas. Me levantaba muy temprano y salía a las huertas y jardines a coger cuantos avechuchos raros encontraba a mi paso y les hacía maldades. Todos los vecinos y los mozos gozaban al verme retozando en los potreros y pantanos, espiando los pichones de los pajaritos a la espera de que los padres los echaran a su primer vuelo; recogiendo flores en los rastrojos o haciendo aspavientos al ver la salida del sol tras los altos cerros, que con sus destellos doraba las cimas de las lomas. Cuidaba de los animales, aunque a veces mataba los polluelos recién nacidos, pues al cogerlos los apretaba tanto que los destripaba y lloraba inconsolable. Era feliz al ver cómo las gallinas con su clu, clu llamaban a los pollitos ofreciéndoles una frugal comida de un mojojoy o una larga lombriz; corría tras la clueca y los pollitos por todo el patio en graciosa bullería. Las excursiones las hice con el perro y mi inseparable amiguito de juegos y diabluras, Albert.

Nos metíamos por todos los rincones de las huertas y potreros en busca de animalitos raros y flores del rastrojo, amarrando cucarrones y chicharras para llevarlos a casa y ofrecerles a nuestros padres la cacería del día.

En las tardes de lluvia los juegos eran otros. Mientras los padres hablaban de política, de economía, de sucesos mundiales y de progresos o urgencias en los trabajos, nosotros jugábamos al escondite, a la gallina ciega en las piezas, con almohadas y cojines en plena guerra, o a toreros con las cobijas, lo que a veces nos costó estrujones o pellizcos de nuestros padres. Esos casos eran sucesos comunes en cualquiera de las casas.

Albert y yo nos levantábamos al salir el sol; cuando los capataces salían con los trabajadores a las minas, ya estábamos jugando con los sapos en los charcos que se hacían en los caminos del ordeñadero; hostigábamos en todas partes, nos llamaban “la parejita del míster”; no había rincón, ni monte espeso donde no nos metiéramos. Los padres nos reconvenían muchas veces por el peligro de las culebras venenosas que abundaban en la región, pero no entendíamos de esos peligros; la pesca en las quebradas era cotidiana, pasábamos horas enteras en el agua tratando de coger los pequeños pececillos con una totuma o con las manos, sin tener en cuenta el tiempo.

En los ordeñaderos y la pesebrera, con el paso de los animales a los alrededores, se formaban gredales de tierra roja donde nos gozábamos a los peones soltando terneros y ordeñando vacas sin atar, aunque a veces teníamos percances; las vacas trataban de patearnos o embestimos, cosa que asustaba a los peones encargados. Pero a nosotros se nos perdonaba todo. Algunas veces me llevaron a la casa, revolcada en el pantano por los terneros que quería torear, igual que lo hacía con la lorita en las tardes, toreándola con las toallas por los corredores de la casa, enseñándole a renegar. Algunas veces Albert recogía flores del rastrojo y me llevaba a la casa coronada como una reina, o como una novia, adornada de batatillas y bejucos del campo.

Cuando llegué a mi primer año de escuela, ya Albert había asistido a ella dos años; yo tenía seis y Albert ocho. La señorita se llamaba Rosmery y vivía en mi casa, era muy culta, joven, como de veinte años, cordial, y se encargaba de ayudar a doña Laura en cuanto a mi cuidado. Me enseñaba a elaborar mis tareas; doña Laura, a cambio, le ayudaba a ella, pues había sido maestra; por eso se trataban como dos amigas. La señorita en las mañanas colaboraba en preparar las cosas y luego salía para la escuela con los hijos del míster.

La escuela era una casa abandonada, de alguien que ya no trabajaba en la mina, quien la vendió a la empresa con ese fin. Era mixta, con capacidad para treinta niños; un salón, unos corredores y los patios, y una pequeña quebradita que servía para la limpieza de los cuarticos o excusados. En el patio había lugar para el pequeño jardín de la escuela; en un ángulo del salón estaba instalada la mesa de la señorita; al frente, en la pared, colgaba una imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro, a la que invariablemente todos los días los niños le ofrecían florecillas, rezándole siempre las oraciones que enseñaba la maestra.

En las tardes, después de terminar tareas, volvíamos a casa los tres; pero en ocasiones, cuando la señorita se distraía, nos volábamos a coger frutas y nos escondíamos en la arboleda para asustarla cuando pasara. Muchísimas veces nos perdíamos por los desechos y nos lanzábamos a nuestras travesuras; llegábamos a la casa tan tarde, que nuestros padres nos castigaban.

Una tarde nos disfrazamos de espantos, con las chamizas y hojas del monte, y en un recodo montañoso, cuando estaba medio oscureciendo, le salimos a la maestra a la que casi le da un síncope; por eso nos encerraron por varias horas en la pieza del diablo o de los avíos (¡lástima que se haya extraviado ese lugar que ayudaba tanto a los padres en cuanto a la obediencia de los hijos!). Allá sí fue cierto que casi acabamos con el cuarto y lo que había en él. Pero el diablo por ninguna parte. Lo que le hicimos a la pobre señorita no está todo escrito, ¡pero ella nos adoraba!…

Las funciones de la escuela se desarrollaban más o menos en esta forma: de siete a once (en la mañana) y de una y media a las cuatro de la tarde. Los sábados eran las reuniones de evaluación de las tareas y el buen comportamiento de la semana. Sacaba los niños al patio en filas impecables y en silencio absoluto. Empezaba a llamar por lista y a hacer las observaciones sobre por qué se había faltado a clases en la semana; luego, se dedicaba a contar los papelitos que daban el equivalente de la conducta y rendimiento de cada alumno, ya que en ellos se basaban los padres para saber cómo iban los niños en la escuela. Nos daba una clase de urbanidad a pleno sol; en ella se recalcaba ante todo el respeto, la obediencia y sumisión a los superiores en cualquier campo, y sobre todo en lo referente al cumplimiento del deber. Ahora, decía la profesora, los deberes de ustedes son muy pequeñitos, pero a medida que los seres crecen, también los deberes son mayores y más difíciles de cumplir. Cuando uno aprende a cumplir bien con ellos, ya no se le hace difícil, porque la responsabilidad debe aprenderse desde pequeño. Examinaba los dientes, las uñas, la ropa interior, y si alguien tenía piojos y niguas, porque muchos iban descalzos, la señorita se las sacaba y mataba los piojos con Polvorrojo.

Hacía el reconocimiento a los aplicados; al que más papelitos había conseguido en la semana le cambiaba por un vale de mayor valor, que le daba derecho a subir al Cuadro de Honor cada mes, y a los desaplicados que le debían faltas, los arrodillaba en el patio mientras terminaba la clase de urbanidad. Para los más pequeños, la clase se terminaba rápido, pero nos mandaba a coger las ramas para las escobas de la semana, porque las escobas viejas eran para lavar los cuarticos; estos eran un encierrito de orillos de madera parada, llenos de rendijas; por la mitad corría la quebradita y en el medio ponían el cajón con un hueco redondo sobre el tablado, que también era de orillos o cáscaras de los trozos de madera que les sacan a los palos para cuadrar las trozas, cuando asierran para sacar las tablas. Uno era para los niños y otro para las niñas.

Con la dirección de una alumna de las más grandes, mandaba a los chicos a cargar agua; la limpieza de los cuarticos se hacía con escobas, totumas y tarrados de agua tirada; otros con escobas empujaban la suciedad que se había recogido en la semana, porque la quebradita era muy pequeña. Con las escobas se iban haciendo cañaditas, y de arriba se tiraba el agua, hasta darle corriente de nuevo. Cuando todo estaba muy limpio, la quebrada y los cuarticos, entonces llamaban a la señorita para que calificara el trabajo, y lo pagaba con vales. Esto servía para calificar la conducta, porque a más vales, mejor conducta, que era la base para subir al Cuadro de Honor y ocupar la primera banca, la de los más aplicados y que la Nena nunca ocupó; en cambio Albert, por su espíritu de servir y ayudar a la señorita en todo, la ocupaba casi siempre. Por estas pequeñas diferencias los padres podían medir el adelanto y conducta de los hijos.

La enseñanza más recalcada por la señorita era la de aprender a cumplir con el deber, porque daba en vida mayores satisfacciones no solo a los padres, sino también a los superiores y luego a la sociedad; allí es donde más se puede apreciar y estimar a las personas. Porque la responsabilidad en la corriente de la vida cimenta la estabilidad, que es lo que ofrecen las personas cuando aportan todo lo mejor que poseen en beneficio de la humanidad. Los lunes la señorita recogía las tareas y ¡ay de quien no las tuviera al día!, pues se ponía furiosa, dejaba media hora arrestados a los incumplidos estudiando la materia, y se paseaba sacudiendo una pretina de cuatro rejos retorcidos que le habían regalado los padres, haciendo pensar que de verdad la asestaría en las piernas de alguien, diciendo:

—Me la regalaron los padres para que les enseñe a obedecer y a estudiar, y estoy dispuesta a hacerme sentir, porque no podemos permitir que ninguno pierda el año.

Recalcaba mucho el servicio a los demás, la hermandad, la humanidad y el respeto mutuo. Infundía algo tan sano y moral en sus palabras y en su ejemplo; los que recibimos de ella la primera educación comprendimos que preparó tan profundamente los espíritus, que esa fuerza se refleja hoy en las actividades de la vida en quienes fuimos sus discípulos, sobre todo en los hijos del míster, que éramos los que estábamos en contacto más íntimo con la señorita.

Los años pasaron. Los señores vivían del trabajo de la mina y además en las labores de las fincas, actividades corrientes de los hombres de esos tiempos; ellos se esmeraban en mantener bellas bestias, cuidar a sus familias y embellecer sus fincas, desafiando la naturaleza y los diferentes accidentes que rigen las cosechas en todos los productos agrícolas. Quienes se dedicaban de lleno a esas actividades tenían que someterse a esos accidentes y reconocer en todos sus detalles la mano prodigiosa y omnipotente del Creador. Quien no ve la mano de Dios en la fuerza de la naturaleza es incrédulo e insensible al desconocer la grandeza, la sabiduría y amor con que Él ha creado todas las cosas.