Zahorí II. Revelaciones

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From the series: Zahorí #2
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Ataque

Justo el día que Marina y Gabriel empezaban el año escolar, a Magdalena le tocaba recibir el turno de la mañana. La semana anterior le habían asignado todos los turnos de noche, así que esta, por fin, podría descansar. La verdad era que no tenía muchas opciones porque las enfermeras en Puerto Frío se contaban con los dedos de las manos –también los médicos, técnicos paramédicos y auxiliares–, así que, una vez repartido el horario, se acataba sin posibilidad de cambio.

Gabriel manejó hasta el colegio. Marina se despidió y bajó de la camioneta. Ellos se quedaron un rato más en el auto. Aún faltaban unos minutos para que entrara al turno y, como el hospital quedaba a cinco cuadras de ahí, no demoraría en llegar. Gabriel tomó su mano y, aunque no se lo dijo, ella supo lo que estaba pensando: siempre que las tenía heladas, algo malo pasaba. Ambos sabían por qué sucedía eso; el calor de la tierra estaba en su cuerpo y, cuando su elemento intuía el peligro, la tierra prevenía.

—Algo va a pasar hoy día.

No dijo “algo malo”, pero Gabriel lo supo. Apretó más fuerte su mano como si con ello aliviara la tensión que habitaba en ella desde la muerte de sus padres. Sabía que jamás le diría frases complacientes como que se quedara tranquila porque todo estaría bien; nunca le había gustado que fueran condescendiente con ella y él lo tenía claro.

—Lo único que podemos hacer es estar alertas y defendernos cuando sea necesario.

—Hay algo más que podemos hacer.

Magdalena tomó su bolso, abrió un bolsillo lateral y de él sacó dos sacos pequeños de color azul marino. Una mezcla de aromas llenó cada rincón de la camioneta.

—Yo me quedo con uno, tú con otro –le dijo, y puso la bolsita en la mano de Gabriel–. Es una mezcla que hice ayer en la noche; tiene ruda, lavanda y albahaca.

—Transmutar malas energías, buena suerte, protección contra la magia oscura... ¿Tan segura estás de que va a pasar algo?

—La tierra me lo dice a gritos.

—Entonces, quizás es mejor que le pase esta mezcla a la chica.

—No hace falta, puse uno en el bolsillo interior de su falda sin que se diera cuenta.

—Ella también siente el cambio energético de los últimos días.

—Si sé, por eso no quiero preocuparla más. Ya tiene suficiente. ¿Qué crees que vaya a pasar?

—Oscuros, traidores de fuego, cuarta elegida... Tenemos varias opciones.

Magdalena abrazó a Gabriel. Últimamente, siempre que hablaban sobre los posibles ataques le daban ganas de abrazarlo. De algún modo recordaba lo que había vivido Marina con Damián y el temor a que algo así le pasara a Gabriel, le recorría todo el cuerpo. Sabía que era imposible que él se transformara en un oscuro, pero sí podía morir. También podían morir sus hermanas y su abuela. Era en esos momentos cuando se alegraba de no haber hecho amigos de verdad en Puerto Frío. Menos personas por las cuales preocuparse. Menos pérdidas, menos dolor.

—Ya, tenemos que entrar al trabajo. Si pasa algo, si atacan oscuros o traidores, usa la mezcla.

—A la orden.

—En serio.

—En serio.

—La bolsa está impregnada con las hierbas, así que al mínimo contacto con la oscuridad, hará efecto.

—¿Y qué va a pasar, exactamente?

—No tengo idea –Gabriel ahogó una risa–. No te rías. Esperemos que sirva.

—Creo que, si me ataca un oscuro, me sirve más el rayo de luz que sé, saldrá de mis manos.

—Bueno, no pierdes nada con el intento y quizás te salve la vida. Así que úsala.

Le dio un beso, Gabriel bajó de la camioneta y ella se trasladó al puesto del conductor. Tres minutos después, ya estaba en el estacionamiento. El hospital era pequeño en comparación con los centros comerciales edificados el último tiempo en el país. Eso significaba que su tamaño estaba bien para la cantidad de gente que vivía en el pueblo. Lo que no estaba bien, sin embargo, eran los recursos destinados a su mantención. Había sido una casa particular cuando los primeros habitantes llegaron al pueblo hasta que, a mediados de los años cincuenta, se transformó en el Hospital General de Puerto Frío. La construcción era fría y antigua, al igual que la mayoría de los hospitales ubicados en las regiones olvidadas por la capital. Se podía advertir, con facilidad, la falta de cuidados, no por parte de los empleados ni los pacientes, sino de las autoridades. Había sido remodelado en una sola ocasión, cuando un paciente murió en pleno invierno por la helada que se coló a través de la ventana de la sala común. Solo entonces, cuando los medios de comunicación pusieron su ojo en el pueblo por primera y última vez, el gobierno de turno destinó un presupuesto miserable para que repararan los daños básicos, mismo momento que aprovecharon para pavimentar el estacionamiento.

A pesar de todo, a Magdalena le gustaba trabajar ahí. A diferencia de Santiago, donde los recursos y el personal abundaban, en el hospital de Puerto Frío todavía quedaba mucho por hacer. En él, Magdalena sentía que realmente podía ser un aporte. Y lo era. Sus colegas la respetaban, los pacientes la querían. Era la enfermera con la cual todos querían trabajar por su buena disposición, así como la enferma amable por la que todos querían ser atendidos. “Si existiera el premio a la empleada del mes, te lo ganarías de forma consecutiva”, le dijo una vez Rosa, una de sus compañeras. La mayoría de las veces le asignaban los turnos con ella, así que era lo más parecido a una amiga dentro de Puerto Frío. No obstante, Magdalena sabía que no se podía dar ese lujo. En eso se parecía a Marina.

Estacionó la camioneta en la parte trasera del hospital. Bajó y fue recibida por la brisa. El mar estaba muy cerca de ahí aunque no se veía, más por los alerces que por la ubicación. La tierra le seguía dando señales de que algo no estaba o no iría bien; lo sentía en su olor, en el movimiento de los árboles y las sombras que proyectaban en el pavimento. Aferró con fuerza la bolsita con ruda, lavanda y albahaca en su mano y la dejó dentro del bolsillo de su pantalón, dio una última mirada alrededor y entró.

Marcó tarjeta, saludó a un par de colegas y fue a recibir el turno. Como Rosa tendía a llegar pasada la hora de entrada, era la primera en llegar. Se dirigió al mesón principal donde estaba la enfermera del turno anterior para que la pusiera al día con los pacientes. Los más graves: dos ancianos con neumonía y uno con insuficiencia cardíaca descompensada. Sabía perfectamente quiénes eran, primero, porque en el pueblo no vivía mucha gente; segundo, porque ante la necesidad de oxígeno, ya llevaban una semana en el hospital. Siguió las indicaciones del doctor, organizó los horarios de sus medicamentos y fue hasta la sala hospitalaria. En ella había tres camillas separadas por cajoneras y porta sueros. Se acercó al primer paciente y controló sus signos vitales. Se encontraba estable pero con dolor, así que le puso una vía con analgesia. Luego, fue donde el segundo paciente que, después de la nebulización, quedó profundamente dormido. “Hasta ahora, todo bien”, bastó que pensara eso para que la primera situación extraña del día apareciera, aunque no sería la última.

Llegó hasta la tercera camilla y vio la cara del paciente más pálida y grisácea que de costumbre. No pudo identificar si fue eso o quizás el hecho de que sus ojos se hundieran en dos agujeros negros, pero notó algo tenebroso en él. No tenía la mirada ennegrecida ni la voz grave de los oscuros, aun así, Magdalena sentía que emanaba un aura extraña.

—Don Miguel, ¿cómo se siente hoy?

El anciano, antiguo pescador del pueblo, la observó en silencio. Tenía una mirada extraña, como si recién la estuviera conociendo o, más bien, como si la hubiera reencontrado después de mucho tiempo. Sus gestos, en todo caso, no parecían amistosos.

—Lo vamos a controlar para ver cómo sigue, ¿bueno?

Magdalena no alcanzó a darse vuelta para tomar el saturómetro cuando el hombre agarró su muñeca con una fuerza que no era propia de alguien así de enfermo. No le dijo palabra alguna, solo sonrió.

—¿Qué pasa, don Miguel?

Era un paciente de piedra, no hacía un solo movimiento. Tenía los labios resecos y entre abiertos, y por ellos se veían los pocos dientes amarillos que le quedaban. Un hedor a muerte salió de su boca. La sonrisa estaba intacta.

—Estoy cerca –le dijo aferrando la muñeca de Magdalena con la fuerza de una sola mano.

—Dime quién eres.

Magdalena sabía que, cuando una elemental lograba descubrir el nombre del oscuro que poseía a la persona, era más rápido encerrarlo y ahí, en el hospital, no tendría mucho tiempo. Lo extraño, sin embargo, era que cuando los mortales estaban poseídos sus ojos completos eran inundados por las tinieblas, en cambio, el iris de don Miguel era café, como siempre lo había sido. El oscuro pareció notar este error y rio.

—Si la elegida de tierra no sabe reconocer los distintos niveles de rialú que un oscuro puede ejercer sobre la raza humana, los elementales están perdidos.

No tenía idea qué significaba esa palabra, pero lo averiguaría después.

—Dime tu nombre –ordenó nuevamente. Sentía los pies bien enraizados en la tierra.

—A mí no me puedes encerrar. A mí solo puedes temerme. Ya vengo por ti.

Los dedos del oscuro apretaron aún más su muñeca y la sintió arder; si se hubiera quemado con una plancha, no le habría dolido tanto. Intentó zafarse, pero la mano del oscuro estaba adherida a ella como pegamento; ardía, dolía y no podía hacer nada para liberarse. Tampoco podía gritar porque llamaría la atención del piso completo, así que se mordió los labios hasta hacerlos sangrar. El oscuro sabía que atacarla ahí, en ese momento, era su mejor opción: Magdalena no podía defenderse a menos que estuviera dispuesta a quedar en evidencia frente a todos sus colegas y pacientes. Entonces, con la otra mano, sacó la bolsita con hierbas del bolsillo y, ejerciendo toda la presión que podía, la aplastó sobre la frente del anciano. El oscuro tensó el cuerpo completo, pero la fuerza de su mano no menguó. Las hierbas comenzaron a emanar un humo grisáceo desde el interior de la bolsa; no quería hacerle daño, pero Magdalena no tenía otra opción, era la única forma para lograr expulsar a ese oscuro, donde sea que estuviera. Ella ejerció más presión sobre la bolsa humeante, él apretó más su muñeca. Era una batalla silenciosa. Magdalena dobló sus rodillas, pero se mantuvo con los pies firmes sobre el suelo. Entonces, improvisó: “Es la tierra quien te expulsa. Es la luz la que te expulsa”, le dijo con voz raspante; en cualquier minuto se quedaría sin piel ni carne alrededor de la muñeca. El oscuro entornó sus ojos. “Es Aïne, la señora de la tierra, matriarca de los elementales, quien te expulsa”. El oscuro recuperó su vista llena de repulsión, estaba más pálido y sudoroso. “Aïne... Ese nombre...” fue lo que alcanzó a murmurar antes de emitir un alarido que se propagó por toda la sala. Luego, abandonó el control que ejercía sobre el cuerpo del enfermo.

 

Magdalena soltó la bolsita y volvió a meterla dentro del pantalón para que nadie sospechara que algo extraño había sucedido. Sin embargo, su respiración agitada y las cenizas marcadas sobre la frente del paciente que gritaba incoherencias, la delatarían. Antes de tranquilizarlo, limpió el rastro de las hierbas en su cuerpo. Al hacerlo, pudo notar los dedos del hombre marcados en pústulas alrededor de su muñeca derecha. El dolor era insoportable. Rosa, que ya había llegado al hospital, entró corriendo a la sala y Magdalena escondió su herida. Cuando por fin lograron estabilizarlo, Rosa le preguntó qué había pasado y ella respondió que se había descompensado de repente. Luego, salió de la sala.

Fue hasta los baños del personal. Una vez ahí, se metió en un cubículo, se sentó y apoyó los codos sobre las rodillas para sostener su cabeza entre las manos. Respiró profundo unos segundos para ayudarse a pensar con claridad. ¿A quién se había enfrentado? ¿A un oscuro cualquiera? ¿Al Maldito? Intentó recordar la palabra que le había dicho durante el ataque, pero había sido todo tan sorpresivo y confuso, que temía no encontrarla entre sus recuerdos. Sin embargo, después de un rato rialú volvió a su mente. Sacó su celular del bolsillo trasero y abrió el buscador. No tenía idea cómo se escribía, pero de algún modo llegaría a ella. Y lo hizo. Después de un par de minutos de búsqueda, lo logró: la palabra significaba “control”. ¿Eso quería decir que los oscuros podían ejercer distintos niveles de control sobre los mortales? ¿Su abuela sabría eso? ¿O quizás Manuela?

Hasta ese minuto solo conocía la posesión, en la cual el oscuro literalmente habitaba el cuerpo del ser humano, pero ese ser no estaba verdaderamente ahí, los ojos y la voz del paciente se lo confirmaron porque siempre fueron los de don Miguel. Más bien había sido como si el oscuro fuera capaz de controlarlo desde la distancia. ¿Podrían hacer lo mismo con las elementales? Se reprochó a sí misma no haber estudiado bien a los oscuros; había sido una irresponsabilidad de su parte no averiguar cada mínimo detalle sobre ellos. Si no hubiera sido por su habilidad con las plantas, quizás qué habría hecho ese oscuro ahí mismo, en un lugar lleno de personas enfermas que no tenían por qué sufrir las consecuencias de esa guerra.

Seguramente Manuela conocía todas las formas que tenía un oscuro para dominar a los seres humanos, y aunque tenía muchas ganas de llamarla para preguntarle, se contuvo: solo lograría preocuparla. También pensó en llamar a Gabriel, que a esa hora estaba en clases con Marina, pero también lo descartó por la misma razón que había desechado contarle a Manuela. De todos modos, le extrañó que para ese entonces no hubiera sido él quien se comunicara con ella: estaban conectados, ¿por qué no había sentido ese ataque?

Cuando llegara a la casona y estuvieran todos juntos, les diría. Mientras, volvería al trabajo e intentaría comportarse lo más normal posible. Si el oscuro volvía –algo muy posible teniendo en cuenta cómo había terminado esa embestida–, esta vez, estaría preparada. Abrió apenas la puerta del baño para corroborar que no hubiera nadie adentro. Luego de hacerlo, volvió a cerrarla, tomó su talismán entre las manos, cerró sus ojos y despacio murmuró: “Aïne, sé que parte de tu esencia está siempre conmigo. Te siento, te escucho y, a mi forma, te veo. Cuando ese oscuro venga por mí, cédeme tu espíritu de tierra, naturaleza y matriarcado. Ayúdame a canalizar el poder de mi elemento, que en parte es el mismo que el tuyo; ayúdame a ser la elegida de tierra”. Ella no pudo verlo, pero cuando abrió los ojos, un brillo verdoso se filtró en su mirada.

La tarde transcurrió tranquila, sin nuevos enfrentamientos ni percances. Quizás, después de cómo había resultado su primera ofensiva, el oscuro había decidido planear su próximo movimiento y esperar unos días para volver a atacarla. Al margen de lo que él decidiera, ella ya estaba preparada; no bajaría la guardia por nada del mundo. En realidad, lo que le preocupaba no era que fuera tras ella, sino que agrediera a su familia. ¿Y si el oscuro descubría que su verdadero punto débil eran, precisamente, sus seres queridos? Estaban todos dispersos –unos en la casona, otros en el colegio– y si algo pasaba en cualquiera de esos dos lugares, para cuando ella llegara, ya sería demasiado tarde. Quería que terminara pronto su jornada de trabajo para poder reunirse con su familia, explicarles lo que había pasado y así idear un plan de acción. Era ridículo advertir que no lo hubieran hecho antes, pero el dolor por la muerte de Pedro y la transformación de Damián los había dejado a todos aturdidos y un tanto ensimismados. Manuela se había dedicado aún más a la investigación, Marina a practicar sus poderes, ella y Gabriel al herbario. Solo Mercedes llevaba un luto prolongado y estático; apenas comía y se notaba, en las bolsas de sus ojos, que no podía dormir. Había significado un peso excesivo sobre ella la muerte de su confidente, la desaparición de alguien que consideraba un nieto más y el rechazo de Marina. Por lo menos, pensó Magdalena, a su hermana menor ya se le estaba pasando la rabia por los secretos de Mercedes. Eso era una de las mejores cualidades de Marina: su capacidad para perdonar.

Vio el reloj: eran casi las seis de la tarde. Gabriel debía estar por salir del colegio. Bajó al primer piso del hospital y salió por la puerta trasera hacia el estacionamiento, ahí podría hablar por teléfono con él sin sentir que un millón de ojos la observaban. Una ráfaga de aire helado la envolvió. El ramaje de los árboles se movía en sincronía. Tomó su celular, marcó el número de Gabriel y caminó hasta el límite del estacionamiento, que colindaba con el bosque. Cuando escuchó su voz al otro lado del teléfono, una sensación de calma le recorrió el cuerpo entero. Le contó lo que había pasado con el oscuro, la quemadura en su muñeca, las palabras murmuradas.

—Lo que no entiendo es por qué no me sentiste. ¿Pasó algo?

—Llegó el enviado de la Marina.

Esa no era una buena noticia. Conocía muy bien a su hermana y la llegada de su enviado, en esos momentos, significaba un conflicto más en su vida. De hecho, pronto descubriría que sería un problema mayor de lo que imaginaba. Marina tendría que aprender a convivir con los inminentes sentimientos hacia León, aun estando enamorada de una persona ausente y, peor, dominada por la oscuridad.

Magdalena no respondió, solo emitió un suspiro lleno de tedio.

—Si te sirve de algo, de seguro él está peor.

—Cómo me va consolar eso. Pobre cabro.

—De cabro, nada, debe tener nuestra edad.

—Eso es imposible.

—No si lo llamaron antes.

—¿Se puede hacer eso?

—Si te invocan, caes.

—Pero quién habría hecho eso... Para qué.

—No sé, pero creo que es mejor que no nos metamos ahí.

—¿Estás seguro de que tiene nuestra edad?

—Quizás es un poco menor, pero no debe tener menos de veintitrés años.

—¿Nuevo profesor?

—Educación Física.

—Igual es raro... La chica es menor de edad.

No escuchó nada particular al otro lado del teléfono, pero conocía a Gabriel y sabía que intentaba reprimir una sonrisa.

—Maida, la Marina cumple dieciocho en unos meses más. Y no alcanzan a ser ni ocho años de diferencia.

—¿Y la Marina? ¿Te dijo algo?

—No mucho, que necesitaba tiempo. Estaba como ida.

Magdalena sabía qué significaba eso: cuando Marina se veía aturdida, en realidad peleaba contra su mente. Seguro se había pasado todo el día pensando qué le diría al enviado, cómo le explicaría que no sentía nada por él, que no creía en esas cosas del amor a primera vista; que ella quería elegir de quién enamorarse, no que se lo dictara el legado autoritario de su familia. Gabriel tenía razón, él debía estar cien veces peor que ella.

—Parece que la conoce bien, en todo caso.

—¿Por qué, Maida?

—Porque habría sido una pésima idea aparecer en la casona. Probablemente, como buen enviado, sabía que el colegio era un territorio neutro.

—Y eso le daba la posibilidad a la chica de elegir si hablaba con él en ese momento o después.

—No, seguro sabía que no iba a querer conversar el primer día que se vieran. Lo hizo para presentarse, para que supiera que existía y que está acá, en Puerto Frío –resopló.

A su hermana menor siempre le tocaba todo junto. Recordó una vez, cuando Marina acababa de cumplir los once años, que se fracturó el dedo meñique del pie al pasar a llevar una silla. Luego, le vino una amigdalitis purulenta que la tuvo un mes sin ir a clases. Para rematar la mala suerte, tuvo que rendir los exámenes del colegio en vacaciones porque se había atrasado en el año académico regular. Aun así, era la persona más resiliente que conocía.

—Mejor te corto, le voy a mandar un mensaje, marco tarjeta y te voy a buscar para irnos a la casona, ¿dale?

—Sí, te espero. Un beso.

—Beso.

Cortó la llamada y fue hasta los mensajes para mandar uno a Marina: “Supe lo que pasó. Pronto conversaremos con calma. Fuerza”. Apretó el botón, el mensaje se envió y metió el celular al bolsillo. Antes de girar para entrar de nuevo al hospital, sintió una brisa gélida adherirse a su cuerpo y la tierra vibrar bajo sus pies. El oscuro estaba ahí, escondido, observándola; esperando a que Magdalena mostrara vulnerabilidad para volver a atacarla. Seguramente creyó que los alerces, tupidos uno al lado del otro, eran el lugar perfecto para encubrirse, pero una vez más, estaba equivocado: ella era la elegida de tierra y su elemento le diría la ubicación exacta. El talismán vibraba, sujeto a la cadena que colgaba de su cuello; lo tomó con una mano y extendió la otra junto con su brazo, estirando al máximo los dedos. Sentía cada vibración sobre su palma. Las partículas de polvo suspendidas, la respiración de la tierra, el viento contra ella. De pronto, lo sintió a él. Era una energía negativa y oscura, inconfundible. Lo haría salir de su escondite a rastras si era necesario. Una mano seguía aferrada a su talismán, la otra formó un puño; entonces, con un movimiento ágil y veloz, la llevó hacia ella. Eso fue suficiente para que el oscuro fuera arrastrado más de tres metros por la tierra y el pavimento hasta quedar tirado de espaldas a sus pies.

No podía ver el rostro, pero su cuerpo, su ropa desgajada y su pelo negro y largo se lo decía. “Es él. No puede ser él. No puedo pelear contra él”. El oscuro se incorporó de a poco, siempre de espaldas hacia ella. Cuando estuvo de rodillas, Magdalena se acercó y puso su mano sobre uno de los hombros; no necesitó verlo, la tierra se lo dijo: era Damián.

Giró y su mirada negra, llena de odio, se posó en el talismán de tierra. Luego, en ella. No tuvo tiempo para reaccionar, lo próximo que supo fue que volaba por los aires hasta chocar contra uno de los muros externos del hospital. Sintió un dolor agudo recorrer el costado izquierdo de su cuerpo y la quemadura de su muñeca ardió de nuevo, viva. El sabor de la sangre llegó a su boca. Damián estaba parado a unos metros de distancia; duro, gélido y temible como una gárgola. No tenía necesidad de hacer el teatro que provocaban los oscuros menores: nada de volutas de humo negro ni niebla, su sola figura era suficiente para paralizar al más valiente. “No hay nada de él ahí dentro”, pensó Magdalena. Se levantó y abrió las palmas de sus manos en dirección a la tierra, que emitió una energía vibrante en dirección a Damián, haciéndolo tambalear y caer de bruces al suelo. Se elevó en el aire en menos de un minuto y escupió la sangre negra que salía del interior de su boca. Juntó su dedo índice con el medio, hizo un ligero movimiento hacia la derecha y Magdalena salió expulsada en esa trayectoria hasta rebotar contra el parachoques de la camioneta. Un dolor punzante e intenso se propagó desde la cadera a las rodillas mientras que otro, profundo y visceral, se extendió desde sus pulmones al abdomen. La verdad era que le dolía todo el cuerpo. Habría podido valerse del talismán de tierra y la esencia de Aïne para estar al mismo nivel del oscuro, pero no podía enfrentarse con todas sus fuerzas a él. Si existía alguna posibilidad de liberar a Damián de la maldición –probabilidad que veía cada vez más lejana–, tenían que mantenerlo con vida. Se lo debían al recuerdo de Pedro. Y ella, se lo debía a Marina. Solo podía defenderse. Tocó con su mano el pavimento y, una vez más, Damián fue a dar directo al suelo, sin embargo, esta vez Magdalena mantuvo la palma conectada a la tierra. La fuerza de gravedad se concentraba encima del cuerpo del oscuro haciendo imposible que se levantara de nuevo. Advirtiendo que no sería sencillo volver a estar de pie, el oscuro abrió su boca y de ella salió un vaho negro que llegó hasta Magdalena. Juntó sus labios pero el vaho se coló por sus fosas nasales, corrió por su garganta hasta comprimir sus pulmones. No podía respirar. De forma instintiva, llevó ambas manos hasta su cuello; apenas lo hizo, Damián quedó liberado. Se levantó con el empuje de una fuerza invisible y sus pies quedaron levitando unos centímetros por encima del suelo. Magdalena sabía que debía defenderse, pero no podía concentrarse ni mucho menos usar su poder; solo podía sentir el aire negro del oscuro dentro de su cuerpo, ejerciendo presión sobre su pecho. Damián se aproximó a ella, lentamente, como el cazador que le gusta cercar y oler el miedo de su presa. Se acuclilló a su lado y la miró sin expresión alguna, con los ojos secos. Acercó su oído a la boca de Magdalena para escuchar más de cerca sus gritos de asfixia y una sonrisa se esbozó en su rostro. Entonces, le habló con su tono grave y una pronunciación aturdida, que le hizo notar aún más la presencia de un extraño dentro del cuerpo de Damián.

 

—Te queda poco, elemental de tierra. Unos tres minutos, probablemente –le levantó el mentón para clavar su mirada de triunfo en ella–. Tachtadh dubh11 funciona así: yo lo transfiero a tus pulmones y, de a poco, va impidiendo el paso del aire.

Magdalena hizo el intento de quitar su mentón de las manos del oscuro, pero este le clavó con fuerza los dedos en la mandíbula.

—No sabes cuántos siglos soñé con este momento. Por fin te veré caer y nadie podrá salvarte del abismo, Aïne.

¿Había escuchado bien o la asfixia no solo le nublaba la mirada, sino también la razón? Magdalena movió su cabeza de un lado hacia otro: ella no era Aïne.

—¿No quieres morir? Ah, pero es tiempo, ya has destruido suficientes vidas.

La mano del oscuro bajó del mentón al cuello y sus largos dedos lo envolvieron. El cuerpo de Magdalena, demasiado débil y lánguido, no respondió a sus intentos por defenderse. Entonces, cuando parecía que el oscuro ganaría esa batalla, un rayo de luz lo golpeó en el costado, produciéndole una erosión en el brazo. Gabriel se acercó con paso decidido a él, dando un golpe de luz tras otro, sin interrupciones. El oscuro se levantó para responderle con destellos negros y, apenas se alejó de Magdalena, ella recobró la respiración. Dio una inspiración profunda, desesperada, y llenó de aire sus pulmones. Su pecho subía y bajaba de modo convulsivo mientras Gabriel y Damián se enfrentaban en el centro del estacionamiento. En cualquier momento alguien del pueblo vería lo que sucedía y, peor aún, de seguro saldría herido: tenía que acabar con esa pelea.

Con la poca energía que le quedaba, intentó levantarse del suelo pero la adrenalina no le sirvió para menguar el dolor que recorría su cuerpo. Se quedó de rodillas y puso la palma de una mano sobre la superficie. Una pequeña grieta se abrió en la tierra y avanzó rápidamente en una línea irregular hacia Damián. Cuando lo alcanzó, de ella emergió un tallo leñoso aunque, al mismo tiempo, dócil, que se enroscó primero en el tobillo del oscuro, recorrió su pierna y subió por su cintura como una serpiente inmovilizando a su presa. Damián intentó zafarse, pero Gabriel seguía enviando rayos de energía directo a sus extremidades; le era imposible moverse. Littin se acercó a él, quedando solo a unos centímetros de distancia. Damián estaba de espaldas a Magdalena, así que no podía ver su expresión, pero por las manos en puño de Gabriel podría haber asegurado que se burlaba: él sabía que ninguno de los dos haría algo que atentara verdaderamente contra ese cuerpo; tenía la vida asegurada.

Damián miró hacia un costado para fijar su vista en Magdalena y, antes de desaparecer, dijo: “Esto es solo el comienzo”.

Una espiral de humo negro lo envolvió de pies a cabeza y, luego, se desvanecieron juntos.

Entonces, Magdalena cayó al suelo, exhausta.

11 “Ahogo negro”.