Zahorí II. Revelaciones

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From the series: Zahorí #2
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Zahorí II. Revelaciones
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A José, mi compañero

Contenido

Portadilla

Dedicatoria

Baisteadh

Duelo

Vínculos

Ataque

Dudas

Nómade

León

Samhain

Imprevisto

Maldición

Disfraz

Reemplazante

Imbolc

Aliados

Celebración

Plan

Rito

Yule

Propuesta

Candado

Reencuentro

Revelación

Identidad

Blyth

Fuego

Epílogo

Créditos

Baisteadh

Se cuentan historias tenebrosas, relatos oscuros que nacieron en la tierra, corrieron con el viento, se perdieron en el mar. En ellas se dice que el fuego devoró a sus hijas y arrastró sus cenizas a las tinieblas. Y hubo lágrimas, sangre y dolor. Hubo pérdidas, almas malditas que vagan errantes hasta el día de hoy.

Se cuenta, se canta, se llora por ella, la traidora. La mujer de fuego que se dejó consumir por él. La mujer de fuego que usurpó los poderes de sus hermanas. La mujer de fuego que le quitó el fuego a su descendencia, que legó oscuridad. Solo oscuridad.

Hay otra historia, no obstante; una que no se cuenta, no se dice ni se nombra. Esa historia oculta tiene su origen en el suroeste de Irlanda Celta, luego de las invasiones cambro-normandas. Y esa historia, comienza aquí.



Baile na nGall,

An Mhumhain


Bahee vio a sus cuatro niñas, por primera vez, una noche de luna nueva. El invierno había transcurrido sin visiones ni sueños premonitorios y se preguntaba si los dioses le habrían quitado su don como consecuencia de algún acto que los hubiera decepcionado. Nieve, hielo y niebla se fundieron frente a ella, cegándola durante meses. Era la única druida de su clan, el oráculo en el cual todos confiaban. ¿Qué harían si ella fallaba? ¿Cómo podrían prever los ruines ataques de los hombres o las advertencias de los dioses? Kene le había asegurado que no era necesario preocuparse. “La naturaleza tiene un destino para nosotros, tú lo sabes”, le dijo un día. “Tu ceguera es parte de ese plan divino: si los dioses no quieren que lo veas, escúchalos”. Kene siempre encontraba las palabras precisas. Era el druida que su clan veneraba, quería y respetaba. Se había instruido desde pequeño, en secreto, al igual que todos los de su clase. Para ese entonces, era uno de los pocos que aún conservaba la tradición. Las invasiones no solo habían azotado tierra, mujeres y costumbres, sino también las creencias. Pero Kene provenía de un linaje moldeado por la mano de los Tuatha Dé Danann y jamás dejaría de creer. Ni él, ni ella, ni su descendencia. Eso pensaban ellos.

Así pasó el invierno Bahee: sin ver ni prever. Kene se valió de su magia y hechizos para continuar con el oráculo, aunque nada se asemejaba a las visiones de ella. Solo quedaba esperar para entender por qué su don la había abandonado. Cuando llegó la primera luna nueva de la primavera de 1292, comprendió el silencio de los dioses. Esa noche, se acostó más temprano de lo habitual. Se había sentido inusualmente mareada a lo largo del día y la fatiga le exigió irse a la cama. El fogón ardía en el centro de la casa y el humo escapaba por el agujero del techo, aun así, dejó la puerta abierta para que el aire recorriera la estructura circular. Quizás así sus náuseas menguarían. Se quitó el cinturón de cobre y la bolsa de cuero donde llevaba las hierbas para sus pociones; luego, se sacó la capa, el vestido de lino blanco y los dejó sobre un caballete de madera. Se recostó y cerró los ojos. Y entonces, la clarividencia volvió a ella. Se vio unida al Crann Bethadh. Sus piernas formaban una urdimbre perfecta con las raíces del árbol de la vida, que se hundían en lo más profundo de la tierra; su torso se fundía con el tronco, que mediaba entre el mundo subterráneo y el celestial; sus manos se multiplicaban y convertían en ramas que alcanzaban el cielo. Pies-raíces, cabeza-copa, corazón de árbol. Sintió que la tierra la impulsaba hacia la superficie, haciendo que se desligara del Crann Bethadh hasta quedar frente a él. Observó su magnificencia, sintió los espíritus dentro de un solo espíritu. De él emergieron cuatro esferas: verde, cristalina, roja y azul, que se aunaron para formar, en su centro, un núcleo común. La Rueda del Ser avanzó y entró a su cuerpo, a la altura del vientre. Sintió crecer tierra, aire, fuego y agua dentro de ella, y justo cuando vio el rostro de cuatro niñas, el sueño acabó. Despertó bañada en sudor con Kene a su lado. Él le preguntó qué pasó, por qué gemía. “Ahora entiendo el silencio de los dioses”, le respondió. “Me estaban preparando para lo que vendrá”. Le contó que el árbol de la vida había aparecido en sus sueños y que, así, entendió el motivo de su existencia. Ella, Bahee, la vida; él, Kene, el poder. Vida y poder se unirían para traer a la tierra cuatro mujeres que serían una con la naturaleza. Sus hijas serían el legado druida encarnado. Kene tocó su vientre y los dos lo supieron: la primera llegaría dentro de cuarenta lunas. Y así fue.

La nieve cubría todo el territorio, lo que dificultaba la permanencia del calor dentro de la casa, incluso a pesar de estar formada por una armadura de postes de madera, ramas y mimbres entrelazados. Ni siquiera la espesa cubierta de entramados de paja lograba aislar por completo la helada exterior. Sin embargo, nadie temía por la vida de la pequeña, tanto ella como sus hermanas estaban destinadas. Serían las primeras en comenzar un linaje que se perpetuaría durante siglos; un legado basado en el respeto a la naturaleza y en el amor a todos los seres vivientes. El origen de la vida en el poder de la Madre Tierra.

Apenas Bahee sintió la primera punzada en su vientre, Kene tomó su vara de serpiente enroscada y se dirigió al fogón común para cantar plegarias que bendijeran a su familia. El resto del clan lo acompañaría hasta que naciera la niña, a excepción de las parteras, que no se despegaron del lado de Bahee. La túnica blanca de Kene se mimetizaba con el color pálido de la nieve y sus pies descalzos llamaron la atención de varios presentes, en especial los más jóvenes, quienes aún no comprendían a cabalidad la esencia de un druida tan especial como él. En cambio, los mayores admiraban su temple y liderazgo, incluso en un parto tan complejo y esperado como el de Bahee. El fuego ardía en el centro. Solo se escuchaban los gritos de la mujer hasta que Kene cerró los ojos y comenzó a cantar la invocación:

Boanna, Brigit, Belenus

dheonú, déithe, a chosaint

grá, sláinte agus síochaná

do Bahee, máthair a chruthú.


Boanna, Brigit, Belenus

dheonú, déithe, a chosaint

grá, sláinte agus síochaná

chun an cailín a seog ag teacht an iníon de chruthú.


Boanna, Brigit, Belenus

dheonú, déithe, a síochaná

grá, sláinte agus machnamh

do oidhreacht a rugadh sa lá atá inniu.1

Las plegarias de Kene alcanzaron el interior de la casa donde Bahee se preparaba para dar a luz. Tres veces repitió las invocaciones, aunque la mezcla de sopor con éxtasis hizo que las escuchara rondar durante mucho tiempo más. El sudor corría por cada parte de su cuerpo junto con el dolor que, sobre todo hacia el final, se hacía insoportable. Sentía en su vientre el calor, la luna y el sol; la niña era hija de la tierra. Advirtió que una de las parteras tomaba en sus manos las cuatro cruces de Brigit, confeccionadas el día anterior sabiendo que pronto llegaría el momento del nacimiento. Habían pasado la mañana trenzando junco y heno para simbolizar la fuerza triple de la diosa y el ciclo perpetuo de las cuatro estaciones, pero sobre todo, para representar a la primera de las cuatro niñas que vería la luz. La partera salió de la casa con las cuatro cruces y comenzó a dar vueltas por la estructura circular, dejando una cruz a una distancia equidistante con la siguiente. Antes de entrar nuevamente a la casa, se detuvo en el umbral y le deseó buena suerte a Bahee, uniéndose a las bendiciones de Kene y su clan. Luego vino la respiración jadeante, la sangre y, finalmente, el llanto de la criatura. La niña de la tierra nació junto con el día. Fue recibida por una de las parteras, que se la entregó en los brazos a Bahee. Ella lloró junto a su hija recién nacida, mientras otra mujer de su clan vertía tres gotas de agua en la frente de la niña. “Cuerpo, mente, vida”, decía mientras otra partera se paseaba tres veces alrededor de la madre y la niña con una vela encendida. Tres gotas más. Pasado, presente, futuro. La niña enfocó la mirada en su madre y dejó de llorar. Bahee vio en ella el poder de la Madre Tierra y, por primera vez, tuvo miedo: la tierra es benigna, pensó, pero cuando se le perturba, nadie puede contra su ira. Entonces, elevó sus plegarias a los dioses para que protegieran a su hija de sí misma.

 

La Rueda volvió a girar y, a los pocos meses, supo que estaba embarazada del aire. La hija del viento llegaría en 1294, entre hojas secas y soplos otoñales. Las parteras que habían recibido a la mayor, se encargaron de darle la bienvenida a la siguiente. Tres plegarias a tres dioses; tres gotas de agua para proteger y purificar; tres vueltas alrededor de la madre y la hija. Nunca antes habían tenido un rito tan estructurado e igual a otro, pero tanto Kene como Bahee sabían que estos nacimientos eran especiales. Las cuatro hijas de los elementos debían ser bienvenidas de forma igualitaria para prevenir discordias, celos o injusticias. Bahee, que gozaba de una reputación de gran adivina, había consultado a los astros, advirtiendo que lo mejor sería llevar a cabo el mismo rito para cada una de las niñas. Cuando la hija del aire abrió sus ojos, Bahee pudo ver en ellos la música del viento. Supo, en ese momento, que los poderes mágicos de la niña invadirían todos los aspectos de su vida y ambiente; que sería etérea y fuerte como su elemento, pero más dócil que su hermana mayor.

El clan creyó que, como siempre y pronto, la Rueda giraría una vez más. Las dos hijas mayores habían nacido con poca diferencia y el sueño premonitorio de Bahee le dio a entender que la tercera no tardaría en llegar. Sin embargo, no aparecía en su vientre. La demora no fue bien recibida por ninguno de los dos druidas y la inquietud se difundió rápidamente por el clan, que esperaba a la hija del fuego o del agua con ansias. Una noche de luna llena, cuando el fogón central irradiaba grandes y altas llamaradas, Bahee y Kene se apartaron de la multitud y se internaron en la espesura del bosque. Descalzos y con sus túnicas blancas, trazaron un círculo de sal a su alrededor, quedando ambos dentro de él. La sal los protegería de cualquier espíritu que quisiera hacerles daño o nublar sus pensamientos. Se tomaron de las manos, cerraron los ojos y dejaron que el poder de la naturaleza se filtrara dentro de ellos. Kene sabía que la respuesta que buscaban no llegaría a él, sino a Bahee, así que canalizó todas sus energías en la mujer: si quería saber por qué la tercera niña demoraba, ella sería capaz de verlo. Bahee podía sentir la luz de Kene recorrer su cuerpo, partiendo en la punta de los pies hasta alcanzar la coronilla. Mientras, el manto de la luna llena la guardaba de cualquier distracción. Se dejó caer en un mar desierto. Ahí, en la oscuridad, vio una llama nacer. El resplandor azul-morado titilaba despacio, como si fuera demasiado débil y frágil para pertenecer al fuego. De a poco, los tonos amarillos y anaranjados aparecieron en ella. La flama bailaba en soledad. Se nutría por sí misma, sin necesidad del viento para animarse o de la tierra para nutrirse; sin siquiera temer al agua. Los miedos desaparecieron de ese espíritu de fuego y llegó el rojo para invadir la llama en su totalidad. La devoró desde dentro sin darle oportunidad de defenderse. Cuando la visión de Bahee se tiñó por completo de un tono escarlata, abrió los ojos. Su pecho subía y bajaba al ritmo de la llama que apenas unos segundos antes había visto. Apoyó su mano en el brazo de Kene para estabilizarse y solo dijo: “Es el fuego el que viene”. La niña voraz, autónoma y en eterna soledad venía en camino. Los dioses habían demorado su llegada por una sola razón: Kene, Bahee y todo su clan debían estar preparados para la hija del fuego.

La tercera niña llegó el caluroso verano de 1296 con el sol del crepúsculo. Tenía los ojos más verdes y vivos que Bahee y Kene verían en toda su vida. Padre y madre la notaron frágil y fuerte a la vez, como si la contradicción se hubiera encarnado en su hija. Ambos recordaron la visión de Bahee y advirtieron, mejor que antes, el destino dual que se anidaba en ella. Fue en ese momento cuando entendieron la necesidad de enseñarle, correcta e intensamente, el arte de la magia, la naturaleza y sabiduría druida, incluso con más tesón que a las otras dos, que ya tenían tres y dos años, respectivamente. Para esta niña había dos destinos posibles, cada uno en el extremo del otro: creación o destrucción. Kene y Bahee sabían que el resultado dependería de sus enseñanzas. Por eso, dedicarían sus vidas a esa niña. Y también, en un futuro, su muerte.

Solo faltaba un elemento para que la profecía de Bahee se cumpliera tal y como la había recibido. Cuando la última niña naciera llevarían a cabo la primera lluvia de protección, el ritual donde se presentarían oficialmente a la Madre Tierra para recibir un nombre que las bendeciría y protegería hasta más allá de la muerte. Era costumbre que la primera protección se realizara de forma muy posterior al nacimiento y que, mientras, se les otorgara un nombre provisional: Talamh, Aer y Dóiteáin2 las llamaron desde un principio, de forma natural, aunque todos sabían que no serían sus nombres definitivos. Cada día que pasaba, Kene y Bahee veían crecer los rasgos y personalidad de sus tres hijas, pero la ausencia de la última menguaban el desarrollo completo; al igual que los elementos de la naturaleza, ellas funcionaban como un perfecto engranaje y mientras faltara una, no podrían realizarse como estaban destinadas. Entonces, pareció que la hija del agua escuchó a sus hermanas porque llegó al poco tiempo, en una lluviosa tarde de 1297. El rito para recibirla fue exactamente igual al de las otras tres, sin embargo –y al contrario de lo que Bahee y sus parteras creían– fue el nacimiento más doloroso. Tiempo atrás habían pensado que la niña de fuego sería quien más sufrimiento infligiría a la madre, pero se equivocaron, porque mientras ese parto resultó similar al de Talamh y Aer, este terminó en un baño de sangre. Bahee se desvaneció luego de que la hija del agua saliera de su vientre y, si no hubiera sido por los cuidados de las matronas y las pociones curativas de Kene, probablemente habría muerto. Todo su clan sabía lo que eso significaba: sería ella, la menor, quien más tristezas provocaría, y solo entonces su gente se preguntó si esas cuatro niñas habían sido una bendición de los dioses o la maldición que marcaría generaciones completas.

Ya recuperada, Bahee volvió a abrir los ojos. Frente a ella vio a sus cuatro niñas, las mismas que había augurado años atrás, en un sueño de luna nueva. Talamh y Aer jugaban en el centro de la casa, mientras Kene cuidaba de Dóiteáin y Uisce3. Cuando Kene advirtió que Bahee estaba de vuelta, se acercó a ella y le entregó a la menor de las niñas. Bahee le mostró una sonrisa llena de amor e incertidumbre. Antes de que pudiera decirle a Kene que había llegado el momento de darles un nombre para que su magia natural aflorara del modo más benéfico posible, él se adelantó y le dijo que ya todo estaba listo: apenas llegara la primera hora del día siguiente las ungirían con la lluvia de protección.

Esta vez, la ceremonia de bienvenida no la realizarían en torno al fogón central; porque querían que las niñas fueran bendecidas bajo el símbolo que aunaba los cuatro elementos: el árbol. Así, cuando la luna estuvo en lo más alto del cielo y el nuevo día comenzaba, los integrantes del clan se internaron en el bosque para dirigirse al gran roble, uno de los árboles sagrados que veneraban con devoción. Talamh y Aer ya caminaban, así que cada una tomó la mano de su padre mientras que Bahee llevó en sus brazos a Dóiteáin y una de sus parteras cargó a Uisce. Caminaron con parsimonia, sin apuro alguno. Cada paso era parte del rito y, por lo mismo, debían darlos con suma conciencia. Todas las energías del clan conducían hacia las cuatro pequeñas que, en su conexión innata con la Madre Tierra, entendían la importancia de aquel momento.

El bosque apenas emitía sonidos. Los pájaros habían emigrado meses atrás y los demás animales e insectos tendían a huir del frío. Solo la niebla se hizo presente esa noche; sabían lo que eso significaba: los seres del Otro Mundo estaban ahí, con ellos. Una vez que llegaron al gran roble, los integrantes del clan se colocaron, uno a uno, a su alrededor. Kene soltó las manos de sus dos hijas mayores para que tomaran lugar al centro de la multitud; Bahee, por su parte, dejó a las dos menores al lado de sus hermanas, sobre una pequeña cama urdida con mimbre y hierbas frescas. En el altar de piedra colocaron un pocillo con agua y una vela blanca cuya llama ardía impetuosa. Kene tomó el recipiente, lo levantó hacia la luna que se perdía en la niebla y habló para invocar a los dioses:

Bless an uisce, oh déithe.

Arianrhod, bandia an chinniúint agus a thionscnamh

iad le do a chosaint le do chlóca.

Dana, bandia máthair,

uisce as an spéir agus cruthaitheoir na sol

anoints do benevolence.

Ogmios, dia na filíochta agus eloquence

mhúineadh dóibh chun cumarsáid

gan fuath nó rancor.4

Bahee sacó cuatro hojas del gran roble, partió cada una en tres y las arrojó dentro del pocillo mientras decía:

Tá mo cailíní, do iníonacha.

Sa talamh doirteal do fréamhacha

breathe an aer, le do duilleoga,

ar thine na gréine is féidir leat teacht ar an solas

tá uisce, do bhia.

Tá mo cailíní, do iníonacha.5

Cuando las hojas del roble estuvieron divididas y dentro del recipiente, Kene se dirigió a la mayor de las niñas, dejó que sus dedos índice y anular sacaran un poco de agua, y la ungió tres veces sobre la coronilla.

Ó a chruthú a scrios,

ó a scrios agus a cruthú,

tá tú Aïne, iníon de talamh

beidh tú glóir agus onóir a thabhairt di.6

Hizo lo mismo con cada una de las niñas, quienes recibieron su nombre, protección y bienvenida en las tres gotas de agua que sentían caer encima:

Ó a chruthú a scrios,

ó a scrios a cruthú,

tá tú Sile, iníon de aer

tá ceol íon agus do ghrásta.

Ó a chruthú a scrios,

ó a scrios a cruthú,

tá tú Ciara, iníon de dóiteáin

beag dorcha-haired

cruthaitheacha, riamh, millteach.

Ó a chruthú a scrios,

ó a scrios agus cruthú,

tá tú Máira, iníon de uisce

bean na farraige, calma agus anfa.7

Cuando Kene dejó caer la última gota de agua sobre la menor de las hermanas, el clan fue testigo de la primera manifestación de sus poderes: en la frente de cada niña apareció trazado un círculo de luz. El de Aïne fue verde; el de Síle, blanco; el de Ciara, rojo y el de Máira, azul. La niebla desapareció y la luna brilló en lo alto del cielo. Bahee las giró para que quedaran de cara a su pueblo y habló en voz alta para que todos pudieran escucharla:


“Anseo, daoine daor, tá daoine daor, an bunaidh: Domhan, Aeir, Dóiteáin agus Uisce i os comhair tú. Beidh siad a threorú agus a chosaint. Beidh chinn siad le fáil ar an oidhreacht eiliminteach. Ag tosú lá atá inniu ann, is féidir gach roghnaigh ceann de ar cheann de cheithre cosáin. Ceithre gnéithe, ceithre clans. Beidh an ghealach finné do rogha”.8

Uno a uno, cada integrante del clan llevó a cabo su opción. Se acercaron de forma individual a la niña que encarnaba el elemento del cual querían formar parte, siendo la división casi equitativa, a excepción del clan de agua: el pueblo sabía que Máira había sido mal presagiada y no querían que su descendencia corriera la misma suerte. Sin embargo, ni Kene ni Bahee refutaron dicha elección. Su gente era libre. Ahora más que nunca.

 

Las lunas se sucedieron una a otra, las niñas y los clanes crecieron con ellas. Los padres las criaron con amor y conciencia, en especial a las dos menores, Ciara y Máira, cuyos destinos se veían trazados por una suerte distinta al de Aïne y Síle. Por eso, las mayores adquirieron una independencia y confianza distinta a las otras dos. Aïne se movía con libertad por los bosques usando como única brújula su voz interna. Al mismo tiempo, y a pesar de su corta edad, se mostraba protectora con su clan. Donde fuera irradiaba su luz, iluminando los caminos sombríos y ocultos. Era una con la Madre Tierra y se notaba completa en sí, no a través de los otros. Si ya era una guardiana de su círculo interno, todos sabían que en un futuro sería quien sostendría la fuerza de la tradición y el hogar. Sin embargo, lo que nadie adivinaba, era el costo que ello acarrearía.

Síle era una buscadora. Había heredado, de forma innata, la curiosidad druida de sus padres. Le gustaba investigar el arte de las plantas y los movimientos de los astros, y no temía acercarse al mundo subterráneo. Había algo de luz y oscuridad en ella, como la suave brisa de verano y la tempestad del invierno. Le interesaba el desarrollo y evolución de todos los seres vivientes, así como la vida del Otro Mundo. Por eso, parecía ser una niña sin aprensiones, capaz de reinar sobre los aspectos que más temía, reponiéndose pronto de ellos. No obstante, hasta el momento había vivido en un ambiente familiar confortable sin verse forzada a experiencias realmente profundas, desconocidas y dolorosas. Pronto conocería el miedo.

Si Síle tenía la curiosidad, Ciara había heredado el talento. Como su madre, era una hacedora de pócimas y encantamientos. Desde temprana edad mostró una facilidad sorprendente para preparar todo tipo de ungüentos y brebajes, entendiendo la importancia que existía detrás de cada fórmula. Bahee creía que en la enseñanza estaba la verdadera comprensión de la filosofía druida, y solo con esa sabiduría, pensaba, podría evitar que Ciara fuera devorada por el poder del fuego. Pero Bahee no quería ver que en la niña se anidaba, en igual medida, una fuerza creadora y destructora. Todo surgía, moría y volvía a ella; era la madre de luz y oscuridad, y la infinitud del tiempo y el espacio habitaba en cada rincón de su cuerpo. En esa dualidad demostraba más humanidad que cualquiera de sus otras hermanas, en especial Aïne, que emanaba aires de diosa y matriarca aun siendo una niña. El clan de fuego era el más unido y completo de los cuatro porque veían en Ciara la fuerza de una líder y, al mismo tiempo, la fragilidad humana. Bahee y Kene podían ver la adoración innata que inspiraba la hija del fuego y no sabían si sentir alegría o temor.

En Máira estaba la belleza y vida de la naturaleza. Los clanes no comprendían cómo una niña que irradiaba tanto entusiasmo y alegría podía haber sido mal presagiada por los astros. En ella existía una atracción magnética que producía un encanto inexplicable, y que transformaba a todo aquel que tenía en frente. Máira era pura como su elemento y parecía incapaz de ocasionar daño a los demás. Su clan, en especial, tenía la certeza de que, si algún mal era generado por ella, no sería con intención: esa niña todo lo que quería era paz y abundancia para su pueblo. Por eso, cuando su descendencia completa fuera maldita, no lograría encontrar descanso.

Cuando Aïne cumplió once años, su sangre bajó. Entonces, se acercó a Bahee y le contó lo que había sucedido. Su madre se alegró de que ya fuera una mujer, la tomó y la llevó al gran roble, donde había sido bautizada. Trazó un círculo de sal alrededor de las dos y unieron ambas manos. Bahee le dijo que ella y sus hermanas eran únicas y que, por lo mismo, no sabía si podrían continuar su linaje con los hombres mortales de su clan. Sin embargo, en ese momento, lo averiguarían. Cuando cerraron los ojos, una catástrofe inundó los ojos de Bahee. Sangre, tristeza y generaciones malditas llegaron a ella. Aïne, que carecía del don de la visión, no pudo ver lo que su madre, aunque sí la envolvió un sentimiento de profunda desolación. Abrieron los ojos al mismo tiempo y Aïne, con las pupilas contraídas por el miedo, le preguntó a Bahee si acaso estaban condenadas a no tener descendencia. Bahee negó. Le explicó que, cuando cayera la sangre de sus hermanas, podrían crear seres que las ayudaran a continuar el legado elemental. Cuando Aïne le preguntó cómo debían hacerlo, un humo llegó hasta el gran roble. No tuvieron tiempo de cuestionar lo que sucedía, Bahee tomó la mano de su hija y corrieron veloces hasta el castro.

Lo que antes había sido su hogar, ahora estaba envuelto en llamas y oscuridad. Los clanes intentaban reunirse y salvar lo que podían, pero los normandos ya habían invadido prácticamente todo el lugar, dejando apenas la posibilidad de escape. Los huertos ardían, los animales bañaban con su sangre la tierra. Bahee no gritó, no habló, solo se concentró en buscar a sus hijas y Kene. Vio a Máira y Síle con los sobrevivientes de sus clanes y les ordenó a los mayores que esperaran a las cuatro elementales en el gran roble para luego escapar hacia el este. La niña del agua exclamó que no quería dejar a nadie, ni a ella ni a su padre, y Síle aseguró que podían luchar. Aïne, que conocía la desesperación de Bahee, tomó a cada hermana de una mano y les dijo que no tenían tiempo, que debían huir. La madre besó la frente de sus tres hijas y, en seguida, corrieron hacia el roble junto a lo que quedaba de sus clanes. Cuando las vio perderse en el interior del bosque, Bahee volvió a la realidad. A los gritos de dolor, al humo. Al hedor de la muerte. ¿Dónde estaba Ciara y Kene? Corrió entre cadáveres, pasó rauda entre la gente de su pueblo que peleaba contra las bestias extranjeras. Vio a un hombre que venía hacia ella con una espada, listo para atravesarle el pecho. Entonces, tomó una lanza enemiga que estaba inserta en el cuerpo de un niño y la arrojó con fuerza hacia su oponente. El golpe fue preciso y el hombre no alcanzó a emitir un solo sonido. Siguió corriendo, luchando, matando. Sintiendo cada muerte dentro de ella y rogando para que Kene y Ciara estuvieran con vida, pero el paisaje era desolador. Solo un milagro podría salvarlos.

Entre gritos y humo vio a Ciara acurrucada bajo un árbol cuya copa ardía y, frente a ella, Kene malherido luchaba contra tres invasores. Bahee pensó que los hombres del norte parecían bestias mitológicas. Eran más altos y robustos que su gente y, además, a diferencia de ellos, estaban preparados para la guerra. Tenían cotas de malla y escudos; en cambio, al estar desprevenidos, Kene solo tenía una túnica, dos pies descalzos y una espada. Con otra lanza en sus manos, Bahee corrió, saltó cadáveres y cruzó el castro completo hasta llegar a ellos. Entonces, le asestó un golpe en la cabeza a uno de los oponentes de Kene. El casco lo protegió y solo quedó aturdido, sin embargo, Bahee logró lo que quería: el hombre centró su atención en ella y dejó de pelear contra Kene. La miró con desdén y superioridad, seguro de que matar a un ave sería más difícil que dibujar una línea de sangre sobre su cuello. Pero él no sabía que las mujeres celtas eran guerreras, más aún Bahee, que temía por la vida de su hija. Cuando el normando fue directo a su corazón, ella lanzó un grito amenazador, se agachó y le respondió con un corte fino y largo en ambas piernas. El hombre no cayó al suelo, aunque un dolor agudo le recorrió todo el cuerpo. Su ira se manifestó en un movimiento rápido de la espada, que partió la lanza de Bahee en dos mitades. Tiró a un lado la parte inservible, lo encaró con la punta en alto y fijó la mirada en su rostro; podía ver el cuello hinchado y la mandíbula tensa, como si estuviera rechinando sus dientes de dolor, cansancio o humillación. Esta vez, el grito provocador vino de él. La espada se dirigió al pecho de Bahee, pero ella se movió como el aire: retrocedió y escapó de su filo; luego, saltó y giró siendo una con la punta de la lanza, que enterró en el cuello de su oponente. La sangre fluyó. El hombre la miró por última vez con sorpresa y temor, antes de caer muerto sobre la tierra. Por un momento, Bahee solo escuchó el silencio. Solo vio las ramas de los árboles fundirse con el fuego y el humo del paisaje. Su vestido blanco estaba teñido de escarlata, al igual que rostro y manos. Miró a su alrededor: tierra, aire, agua y parte del fuego habían logrado escapar; los que ahí estaban vivos, eran del bando contrario. Debían huir o Ciara moriría con ellos.

Un grito de dolor la trajo de vuelta a la batalla. Kene, empapado en sangre, continuaba luchando para defender a Ciara, que se mantenía hecha un ovillo a los pies del árbol en llamas. Uno de los hombres había caído, pero el otro seguía firme mientras que, malherido, Kene apenas podía sostener el peso de su propio cuerpo. Tenía dos cortes visibles: un tajo fino pero profundo que le atravesaba la mejilla izquierda; otro que cruzaba su torso en diagonal. Si es que lograban salir con vida de esa batalla, no sabía cómo lograría sanar esas heridas.

Con una mano, Bahee extrajo la mitad de la lanza enterrada en el cuello y, con la otra, tomó la espada del guerrero recién caído. Corrió hacia el oponente de Kene, profiriendo un grito que se unió a los demás, y le clavó la punta de la lanza en el hombro derecho. El guerrero se dio vuelta, pero no alcanzó a defenderse: Bahee empuñó con fuerza la espada y la clavó sin piedad en el abdomen del hombre. En ese momento, Kene cayó de rodillas a la tierra roja. Bahee fue hasta él y se arrodilló a su lado para ver sus heridas, pero le respondió con el nombre de su hija. La mujer, entonces, se acercó a Ciara y pasó su mano por la mejilla de la niña.