Investigar a la intemperie

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El haber desplegado unas prácticas de investigación que ponen en discusión nuestras premisas nos abre al cuestionamiento recíproco (entre movimiento social y académicas) que no acepta incondicional ni aisladamente los referentes del conocimiento situado. No se trata, entonces, de una romantización de los movimientos sociales ni del territorio; incluso, asumir limpiamente la pretensión de no romantizarlos podría fácilmente oscurecer el uso instrumental del conocimiento local de los territorios a través del lente de un testigo modesto que se exceptúa, en la violencia de la excepción, de ser representado en su labor de representar al otro. En ese reconocimiento recíproco también nos afincamos para reivindicar, como nos enseñaron Flor Edilma Osorio y Juan Guillermo Ferro (comunicación personal, 2015), que investigar es un trabajo siempre en construcción en el que es posible reivindicar el fracaso y el compromiso a ponerse siempre en riesgo.

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Notas

* Psicóloga, con doctorado en Psicología Social de la Universitat Autònoma de Barcelona (España). Profesora asociada del Instituto de Estudios Sociales y Culturales Pensar, de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá). Correo electrónico: florez.maria@javeriana.edu.co

** Abogada, con doctorado en Derecho del Birkbeck College, University of London (Reino Unido). Profesora asociada de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes. Correo electrónico: mc.olarteo@uniandes.edu.co

1 Aumentar, dosificar y mantener la potencia son tareas políticas de la filósofa feminista Rossi Braidotti (2009).

2 Al respecto puede revisarse sus dos recientes publicaciones, recogidas bajo el título La economía del cuidado como práctica y Discurso político de mujeres populares, como proceso que sostienen la vida.

3 Múltiples autores han hecho referencia a este cambio en la orientación de los movimientos sociales latinoamericanos con diferentes denominaciones. Estas denotan la proliferación de discusiones acerca del alcance de la noción de territorio y las disputas políticas sobre el significado de lo ecológico, lo ambiental y lo territorial, en contraposición a lecturas reductivas del territorio como un elemento definitorio del Estado. La relevancia de estas discusiones excede los objetivos de este artículo y serán abordadas en otro texto que estamos desarrollando sobre luchas por los comunes en tiempos de transición.

4 Este es el caso, por ejemplo, de la Ley Zidres (Ley 1766 de 2016), que permite la entrega a empresarios agroindustriales de grandes extensiones de baldíos que, en principio, estaban destinados a campesinos sin tierras; también el reciente fallo de la Corte Constitucional (Sentencia SU-095, 2018) que veta las consultas populares locales como mecanismo para decidir sobre la explotación económica del subsuelo.

5 La distinción que establecemos entre colaboración y solidaridad contrasta con la diferencia que el movimiento indígena del Cauca (Colombia) establece entre las figuras de colaboradores y solidarios, la cual es referida por Joanne Rappaport (2006).

6 Con esta premisa radicalizamos el argumento de quienes han insistido desde hace varios años en la capacidad de los movimientos sociales para constituir terrenos cognitivos (Eyerman y Jamison, 1991) o para desplegar prácticas intelectuales extraacadémicas (Mato, 2002); también entramos en sintonía con quienes más recientemente también argumentan que los movimientos sociales producen un conocimiento activista (Escobar, 2008), que hay temas éticos a tratar en esa producción del conocimiento (Chesters, 2012) y que es posible hacer una coproducción situada de conocimiento con ellos (Arribas, 2018).

7 Aquí seguimos a Rossi Braidotti (2009), que, inspirada en Spinoza, establece que una tarea política del sujeto nómade es sostener la propia potencia.

8 Nos referimos a ellos deliberadamente como “productos” para resaltar su creciente fuerza en el capitalismo cognitivo universitario (cfr. Berardi, 2003; Lazzarato, 2004; Galcerán, 2007). De hecho, casi ninguno ha sido reconocido por los sistemas de evaluación de producción intelectual cientificistas; esto, a pesar de que fueron producidos para las organizaciones y, casi siempre, con ellas, y constituyen un referente importante para respaldar sus luchas y las de sus comunidades.

9 Sobre la colaboración entre movimientos y científicos en un marco de “ciencia con la gente” en contextos en los que la incertidumbre y las complejidades éticas son centrales, véase, entre muchos, Conde (2014). Sobre la tensión entre el conocimiento producido localmente y los movimientos, de un lado, y el conocimiento “técnico” o “científico”, por el otro, los estudios críticos de la ciencia y tecnología han contribuido significativamente. Véase, entre otros, Elam y Bertilsson (2003), Fischer (2000) y Hess (2015).

10 Agradecemos esta observación a Margot Pujal (comunicación personal, 2005).

11 Esta reflexión sobre la función organizadora de la academia es de nuestra colega feminista y marxista Amparo Hernández (2015).

12 Algunas activistas de la región del Ariari, la Sabana de Bogotá y nosotras nos encontramos en Londres con activistas de Finlandia y Corea del Sur. Todavía estamos en mora de procesar lo que ese encuentro implicó.

13 Con esa misma organización desarrollamos formaciones sobre despojo de las mujeres, siguiendo a Silvia Federici (2004); el arte de narrarse: trabajo y vida con Flor Edilma Osorio (2019), y acumulación estatal de la riqueza producida por el trabajo de cuidado de las mujeres en los hogares, con Amparo Hernández (2015).

14 Puede seguirse el debate en la revista Nómadas, n.º 20 (Laverde, Rueda, Durán, Zuleta y Valderrama, 2004), n.° 27 (Escobar, 2007), n.° 29 (Jiménez y Rojas, 2008), n.° 36 (Valderrama y Rueda, 2012), n.° 43 (Escobar, 2015) y n.° 50 (Neira y Escobar, 2019).

15 En las universidades hay cursos y textos oficiales sobre ética en la investigación que explicitan el requisito de los consentimientos informados y cuya definición se acerca a su comprensión más estándar del área de la salud relativa a la aceptación por parte de quien padece una enfermedad de someterse a un tratamiento, después de haber recibido una información adecuada sobre las razones para recibirlo y los riesgos que este implica.

16 Estos debates son centrales para la línea de investigación del Instituto Pensar “Saberes: usos y fronteras”; también puede revisarse la producción de Carvalho y Flórez (2014) en torno al proyecto Encuentro de Saberes.

DEL CUERPO AL MUNDO, DEL MUNDO AL CUERPO: ETNOGRAFÍA, MIGRACIÓN Y CUIDADO

Camila Esguerra Muelle*

La ruta

En este capítulo hago una reflexión sobre cómo hacer etnografía multisituada en el campo de las migraciones a partir de una investigación iniciada hace cerca de diez años en España y Colombia sobre “tramas (trans)nacionales del cuidado” (Esguerra, Ojeda y Fleischer, en prensa). A la vez, hago una reflexión encarnada, tanto epistemológica como metodológica, sobre lo que significa construir una agenda investigativa y, a la vez, sobre el lugar del cuerpo en la etnografía. Siguiendo la premisa de Trihn Minh-ha (1989), “no tenemos cuerpos, somos cuerpos y somos nosotros mientras existimos en el mundo” (p. 36), pregunto, en ultimas, cómo somos cuerpo y cómo en el cuerpo se encarnan políticas locales y globales.

 

De esta manera, en el primer apartado de este capítulo, reflexiono sobre mi lugar en el campo, sobre el proceso de constitución de una agenda investigativa y sobre mi idea de una epistemología de frontera. Luego, en el segundo apartado, abordo la cuestión de cómo hacer investigación desde una algunas perspectivas —interseccional (Crenshaw, 1991; Viveros, 2016), situada (Haraway, 1988), heterárquica (Kontopoulos, 1993), multiescalar (Haidar y Berros, 2015), inter y transdisciplinar y multisituada—. En el tercer apartado me pregunto por el lugar del cuerpo y las políticas del espacio en la experiencia etnográfica. En el último apartado propongo un balance de lo que significa conocer y construir conocimiento desde registros tanto racionales como sensoriales y emocionales, apostando por una práctica deslogocentrada como parte de la experiencia cognoscente, lo que implica un compromiso con entender que la substancia, la performatividad, la materialidad y la corporeidad es la carne y el hueso del conocimiento.

Mi situación en el campo: agenda investigativa y epistemología de frontera o migrante

Elijo una escritura en primera persona para mostrar las entrañas de las condiciones de producción de conocimiento siempre situado (Haraway, 1988); una escritura que apueste a una objetividad radical (Harding, 2019) y a políticas de la localización (Rich, 1985). Es decir, me inclino por un conocimiento responsable, que entiende que el sujeto cognoscente no está localizado fuera del campo de conocimiento ni en una posición de “testigo modesto”, jugando el truco de la puesta en escena del laboratorio; por un conocimiento parcial, no clausurado y expuesto a negociación (Haraway, 1988); por un conocimiento contingente y en contingencia; también me inclino a hacer un “tráfico de teorías” (Da Lima, 2002). Con esto en mente, usando la metáfora borderland/la frontera de Gloria Anzaldúa (2007), intentaré desarrollar mi idea de lo que puede ser una epistemología de frontera (Esguerra, 2015), de cómo me sitúo en las suturas de las epistemologías, las teorías y las políticas, figuradas en la larga tradición occidental como lugares sin costuras, inconsútiles.

Mi aproximación a los campos de la migración, primero, y del cuidado, luego, ha supuesto un devenir político y una experiencia encarnada. A continuación, relataré la manera en que llegué a construir, poco a poco, una agenda de investigación sobre migraciones, sexualidades y cuidado. No se trata de una exposición autobiográfica caprichosa, sino de un ejercicio pedagógico compartido con ustedes para llegar a entender cómo me incorporo a un campo de investigación y cómo está encarnado.

Cuando empecé a investigar sobre migraciones, en 2007, lo hice a partir de mi experiencia migratoria como estudiante, que me hizo profundizar mi conciencia sobre cómo funcionaba el sistema colonial. En un tiempo muy breve sentí cómo se abría una “herida colonial” (Mignolo, 2005). En ese momento inicié mi maestría en Género en España, que luego continué en Holanda. Me sabía inmensamente privilegiada, pero también dislocada en la frontera de las competencias lingüísticas contradictorias que habían signado mi herencia familiar, por un lado, y mi lugar en el capacitismo como hipoacúsica, por el otro. Al tiempo, mi privilegio como bogotana blanco-mestiza en el contexto colombiano se ponía en entredicho y mi lugar como una persona con una sexualidad y situación en el género no normativas seguía siendo amenazado y leído como amenaza, a pesar de lo que había supuesto inicialmente. Por otra parte, contaba con una estructura mental cognitiva y política suficiente, construida en particular a partir de mi experiencia desde 1995 con organizaciones lésbicas feministas y luego en el movimiento de personas con sexualidades e identidades de género disidentes —que en ese momento ni siquiera se denominaba movimiento y que, luego, en 2001, con el inicio y transformación del Proyecto Planeta Paz, se denominó sectores sociales y luego movimiento LGBT—.

Respecto a mi experiencia migratoria, lo que quiero señalar es que mi capital cultural y simbólico no eran menores, y eso me ubicó en el campo. Había logrado conseguir unos capitales suficientemente occidentalizados, pero también latinos, a partir de la experiencia ya mencionada y de mis reflexiones académicas y políticas alrededor de sexualidades e identidades y expresiones de género no normativas.1

Durante mi maestría había planteado hacer una investigación sobre la idea de familia, muy debatida por ese entonces en Colombia, y sobre la transnacionalidad de las familias integradas por parejas del mismo sexo. Por eso, mi lugar en el campo se constituye en el cruce de mi activismo y mi labor académica en torno a las sexualidades y luego en torno a la migración.

Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que mi posición como agente en el campo (Bourdieu, 1997) había cambiado, y de que el campo había cambiado, de que las reglas eran otras. Era una migrante, y mi blancura, no mi blanquitud (Echeverría, 2010), se tornaba oscura en ese entorno en donde no era otra cosa que una sudaca, en donde el fantasma o la fantasmagoría social franquista aún me veía como una “invertida”, como las que en España fueron objeto de las leyes de peligrosidad social (Osborne, 2009) y en un nuevo Viejo Mundo que me costaba escuchar al mismo tiempo que me hacía inaudible, tanto en español como en inglés: mi acento sudaca y mi mal inglés no eran un problema fonético o gramatical, sino un lugar geopolítico.

Al tiempo, entendí mi privilegio al verme por primera vez en mi trayectoria académica con todas las condiciones materiales de existencia cubiertas por una beca bastante suficiente, para mí, que no tenía responsabilidades de cuidado o provisión, porque las había dejado atrás: ahora sé que irme era una huida. Entendí que esa no era la situación de las y los migrantes que vivían o llegaban a residir en una Europa occidental, que iniciaba su descenso al pánico xenófobo y racista dada la mal llamada “crisis económica” de 2007, que más bien era una crisis financiera y bursátil. No tardé en empezar a ver las sutiles, a veces no tan sutiles, manifestaciones de ese racismo y de esa xenofobia estructurales, que de vez en cuando se volteaban sobre mi existencia-cuerpo sudaca, aunque menos que otros “más sudacas” que yo, o hacia determinados africanos, europeos del Este o asiáticos.

Se abrió una herida y con ella la “ira y la ternura” (Rich, 2002, p. 113). Empecé a hacer una oposición, activa y torpe, a esas formas simbólicas y materiales, y a entender que la migración era una reactualización de las relaciones coloniales (Esguerra, 2009). Planteé mi proyecto sobre migración y existencia lesbiana, con el ánimo de tejer todo lo construido y destruido con esta urdimbre, desde 1995 hasta 2007, para entender esta nueva frontera que habitaba y me habitaba, esta nueva rajadura, esta grieta, esta herida. Así, seguí haciendo etnografía y viviendo, y recordé que eran lo mismo.

En ese camino, me encontré de frente con la noción de “cadenas globales de cuidado”2 (Hochschild, 2000), categoría que emergió primero como realidad empírica antes que como categoría teórica, pues tuve noticia de ella por Gloria Wekker —mi codirectora de trabajo final de maestría— cuando ya tenía mi texto preliminar. Es decir, encontré la teoría luego de dos años de trabajo de campo. Había encontrado en el campo que esas “mujeres y no-mujeres migrantes que habitaban la existencia lesbiana”, como en ese entonces las llamé, estaban encadenadas a ese aparato espectacular que hasta ese momento no había sido capaz de ver en mi propia familia: las cadenas globales de cuidado.

Encontré, además, que la máxima de Monique Wittig (2006) “las lesbianas no son mujeres”, en la medida en que no dedican sus energías sexuales y de cualquier índole a los hombres, se caía a pedazos ante la evidencia: allí estaban esas mujeres y no-mujeres rindiendo tributo con sus energías y su trabajo a un “sistema sexo-género” (Rubin, 1975), que es algo más complejo que un simple sistema patriarcal. Es un sistema que —a través de las “tecnologías del género” (De Lauretis, 1987), de la raza, de la clase, del capacitismo— configura a las mujeres como cuidadoras, en particular a las mujeres del sur, marcadas en términos étnico-raciales, y a todos los seres feminizados. Ser mujer no es simplemente un lugar en el género, sino un lugar en la producción-reproducción.

Cuando regresé a Colombia, me encontré con el diagnóstico de la enfermedad de mi mamá Lucía, una enfermedad que empezó a incubar un par de años antes de que yo me fuera a Europa, pero que ahora me recibía como un pase de bienvenida a mi realidad bogotana de nubes densas —atrás quedaron esos cielos bogotanos profundos que había perdido de vista en los azules firmamentos estacionales de las cuencas del mar Cantábrico, del río Manzanares y del mar Mediterráneo y los cortos días del otoño y aún más cortos del invierno holandés de canales congelados—: esclerosis lateral amiotrófica.

Poco a poco entendí la carga desmesurada que Lucía había llevado durante años. En mi casa había una gran carga de trabajos de cuidado y provisión porque mi tía abuela y mi abuela sufrían un Alzheimer voraz; mi tío, con una discapacidad cognitiva, aunque bastante autosuficiente, había sido mal educado en una dependencia que él mismo detestaba. Además, estábamos quienes, sin una dependencia tan marcada, demandábamos cuidado y provisión. De manera acientífica sentencié que todo su trabajo de cuidado no reconocido la había asesinado finalmente.

¿Dónde está el asesino de Lucía? ¿Puede ser esta una pregunta de investigación? Entendí que las preguntas de investigación son a menudo emociones, inquietudes, malestares, giros de una trayectoria. Esa pregunta quedó en cuarentena, después de su muerte, mientras que durante cuatro años intentaba hacer parte del trabajo que ella hacía como cuidadora y proveedora al tiempo que escribía mi tesis de doctorado sobre exilio y sexualidades no normativas. Una aproximación a cosas más amables, pensaba yo, como las representaciones de mujeres con sexualidades no normativas exiliadas, a través de la poesía, la música, el performance, la fotografía, en fin, a través de discursos multimodales.

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