Investigar a la intemperie

Text
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

Análisis

Este es el segundo momento de la investigación, durante el cual buscamos expresamente dispersar los escenarios de producción de conocimiento. Parte del análisis de las investigaciones lo hacemos en la universidad cavilando reflexiones, a veces solas o entre las dos, muchas veces en conversaciones con colegas o en clase con estudiantes. Sin embargo, otra parte importante del análisis la realizamos en conjunto con las organizaciones. En este último caso, hemos ensayado dispersar la producción del conocimiento bajo dos modalidades.

La primera es intercalar como escenarios de producción de conocimiento los territorios donde una organización lucha por los comunes y la universidad. En los territorios dedicamos unas horas a exponer y afinar los análisis con activistas, generalmente, después del trabajo campesino —casi siempre, por la tarde, si es en territorios periurbanos o por la noche, si es en territorios campesinos—. En las universidades recibimos la visita de las organizaciones para continuar con el análisis de la investigación. En ambos escenarios los análisis ganan más complejidad, ya sea gracias a la contundencia de los argumentos del movimiento social o a la organización académica de la abrumadora información que ellos manejan.11 Mientras los proyectos de investigación hayan sido más desarrollados con una organización, menos veces se repite ese recorrido de ir y venir entre un escenario y otro, pues se cuenta con unas categorías de análisis compartidas y afinadas. En algunas ocasiones, luego de varias idas y venidas, como producto investigativo desarrollado, entregamos a la organización un archivo popular y jurídico, definido como la recopilación y organización con los movimientos del material, información y procesos para el uso social del derecho —a veces deliberado y en otras como un recurso obligado y aceptado con recelo—. Varias veces los análisis incluyen disensos no resueltos, como, por ejemplo, que una de las organizaciones desestime la importancia de ser catalogada como movimiento social o que para otra no sea tan importante validar el análisis como el hecho de que las universidades (y no solo las ONG) se solidaricen con sus luchas.

La segunda modalidad explorada para dispersar los escenarios de producción de conocimiento en los momentos de análisis es más costosa y exigente. En conjunto con una o varias organizaciones, visitamos otro territorio de lucha por los comunes con el que también estemos trabajando para intercambiar experiencias entre las propias organizaciones sobre esta disputa. Bajo esta modalidad hemos hecho intercambios entre movimientos de distintos municipios y departamentos e, incluso, continentes, en una ocasión.12 De esos encuentros procuramos que queden productos de análisis capaces de descentrar la escritura sin suprimirla. Por ejemplo, en un encuentro al que concurrieron organizaciones de tres territorios construimos piezas figurativas que plasmaron los dilemas éticos de desarrollar economías comunitarias y campesinas en cada uno de esos territorios (Arias, Asociación Herrera, Civipaz y Kruglansky, 2017). Se trata de expresiones plásticas que fueron posibles después de dos días de análisis grupal y en asamblea con el acompañamiento de académicos como Nicolás Espinel y Stephen Healy, y de artistas como Aviv Kruglansky o Carlos Arias. Gracias a las amistades tejidas entre activistas de las diferentes organizaciones en esos encuentros, se relega la importancia de la universidad, al punto de que, a veces, sabemos de activistas de una organización por las de otra. También hay que decir que, en una ocasión, fue frustrante constatar que el intercambio se convirtió más en un paseo, por lo cual se perdió la potencia del intercambio.

En los tres escenarios de análisis usamos técnicas de investigación convencionales (como la observación participante, las conversaciones informales y las notas de campo) como complemento de nuestra principal técnica de investigación-intervención: los procesos de formación. Entre varios temas estudiados, los comunes como resistencia a las continuidades e intensificaciones de las violencias económicas asociadas a la transición política ha sido el más interesante para nosotras. La idea de desarrollar un proceso de formación la tomamos de un espacio pedagógico que una de las organizaciones ha sostenido por cerca de diez años con base en la educación y el feminismo populares.13 Desarrollamos esos procesos con esa organización y luego los ensayamos en otras, con algunas dificultades. Para ello, siempre contamos con estudiantes —que a veces mantienen su propio vínculo con las organizaciones tras culminar sus estudios—, así como con un colega con quien tradujimos textos de economía comunitaria, William E. Sánchez Amézquita, y también con otros colegas experimentados en temas específicos y comprometidos con las luchas de las organizaciones, como Daniel Navarro y Julieta Barbosa.

Cada uno de los procesos es guiado por un material pedagógico basado en la misma literatura académica que usamos en la investigación (J. K. Gibson-Graham, Arturo Escobar o Silvia Federici, entre otras), pero reescrito pacientemente con un lenguaje no academicista, que incluye imágenes y mapas, y que queda como un producto de la investigación para las organizaciones y comunidades bajo la modalidad de cuadernos de trabajo. Los llamamos así, y nunca cartillas, porque esta denominación, muy común en los procesos de formación de izquierda, tiene el riesgo de infantilizar los movimientos sociales. Hemos leído los cuatro cuadernos de trabajo en el marco de un ejercicio de acompañamiento pedagógico que incluye ejercicios autónomos; por eso transcurre un tiempo importante de la investigación entre el diseño del cuaderno de trabajo y su uso mediante ejercicios. Lo más interesante es que casi siempre la gente toma la iniciativa de hacer estos ejercicios de manera grupal y presentarlos mediante exposiciones que sobrepasan lo solicitado. En el caso de dos organizaciones, el estudio de los cuadernos de trabajo fue la antesala para una conversación compartida (Haraway, 1995), o una conferencia, con las tres autoras mencionadas. En el caso de otra organización, el intercambio se logró solo con una autora.

Socialización

El tercer y último momento, en el cual buscamos expresamente dispersar los escenarios de producción de conocimiento en la investigación, es durante la socialización de los hallazgos de la investigación, llevada a cabo en los territorios de lucha y en la universidad.

En el primer caso, la socialización de la investigación se realiza preferiblemente aprovechando el espacio asambleario o algún foro comunitario convocado por las propias organizaciones de la región. En este punto, nos apoyamos básicamente en dos tipos de productos: los audiovisuales (que referiremos luego) y las guías de derecho, entendidas como documentos que proponen posibles rutas jurídicas para defender la permanencia en el territorio, proponer formas de reparación o fortalecer demandas sociales asociadas a los comunes.

Cuando la socialización se hace en la universidad invitamos a la gente de los territorios, siempre compartiendo el espacio de ponencias con gente de las organizaciones. En este caso, la idea no es tanto presentar resultados de investigación como reflexiones de la lucha en torno a los comunes, aprovechando eventos científicos, clases o presentaciones de libros y audiovisuales. Este escenario de socialización es el que resulta más costoso. Tanto la organización como nosotras debemos buscar recursos para financiar el viaje de activistas hasta Bogotá; la retribución a su acogida en los territorios con alojamiento y comida de nuestra parte ayuda bastante. Se insiste en ese viaje a Bogotá porque, además de servir para que los miembros de las organizaciones puedan hacer diligencias y pasear un par de días, es una ocasión para que la universidad se comprometa públicamente con las luchas territoriales. En todo caso, es un escenario de producción de conocimiento costoso y difícil de lograr para activistas que deben venir desde muy lejos y abandonar por unos días sus muchas labores campesinas. Por otro lado, es un escenario que exige mucha atención de nuestra parte porque, si bien la acogida de ciertos colegas puede ser muy cálida, con vergüenza todavía recordamos recibimientos cargados de una alta dosis de violencia epistémica: “Saber que en la universidad hay profes solidarios y otros violentos puede ser muy duro”, afirma una activista, pero también puede ser muy útil para entender que en la ciudad no todo es una maravilla.

TERCERA PRÁCTICA: CUESTIONAR Y SORTEAR LOS PROCEDIMIENTOS ADMINISTRATIVOS QUE PUEDEN DEVENIR AUTORITARIOS

Trabajamos en instancias institucionales donde la investigación es una actividad central para las universidades y las labores que realizamos, donde hay equipos críticos y reflexivos que permiten que la administración esté al servicio de lo académico y no al revés, como dice nuestra colega Silvia Bohórquez. Sin embargo, se trata de instancias que no están aisladas respecto de los procedimientos administrativos porque deben apegarse a los estándares a partir de los cuales se organiza toda la universidad. Con frecuencia, debemos apegarnos a esos procedimientos administrativos que, en los puntos más alejados de nuestras instancias de trabajo, buscan asegurar ciertas condiciones para la operatividad de la investigación, pero corren el riesgo de perder de vista el sentido de la actividad investigativa. Hasta cierto punto, la sostenibilidad de las unidades académicas puede convertirse en un asunto aparentemente neutro para tomar decisiones sin discusiones ni soporte empírico.

Seguimos ciertas líneas de análisis según las cuales este riesgo de disociación responde a lógicas del capitalismo cognitivo en las universidades. Una de sus expresiones más evidentes es el cobro de costos generales (overhead cost) para investigaciones y consultorías.14 Esto puede ser particularmente problemático en aquellos casos en los que el contenido de investigación en las consultorías, así como sus objetivos, no solo contradicen las premisas que sostienen el overhead, sino que desfiguran y limitan el contenido de la investigación. Otras expresiones autoritarias del aparato administrativo en las universidades son las formas de medir el impacto de las investigaciones en términos de indicadores de eficacia y eficiencia, omitiendo otros criterios de la evaluación de su incidencia en el entorno comunitario y académico.

 

Estas expresiones y otras tantas buscan inscribir los procesos de investigación en esquemas formalmente transparentes (de flujogramas, planillas, estándares, buenas prácticas, etc.). Por eso es clave abrir un debate más profundo al respecto dentro de las universidades. En este texto únicamente señalaremos tres tensiones que emergieron en nuestro trabajo con movimientos sociales, y que hemos intentado sobrellevar, en algunos casos mejor que en otros.

Una expresión de esa tensión es la legalización de los gastos del trabajo de campo. Por ejemplo, entre los requisitos que exige la universidad está la identificación de los proveedores de las regiones que brindan servicios de transporte, alimentación y alojamiento (nombre, número de identificación y teléfono). Esta exigencia, que parece obvia, resulta profundamente problemática en algunos de los territorios donde trabajamos porque quienes brindan estos servicios están en una situación de vulnerabilidad o peligro y, por tanto, no quieren que sus datos sean registrados. Incluso, en ciertos escenarios, la necesidad de mantener el anonimato para protegerse puede hacer que las personas desistan de ofrecer los servicios que requerimos para desarrollar la investigación. Esto es particularmente problemático al inicio de las investigaciones, cuando los lazos de confianza no son lo suficientemente sólidos. Una dificultad similar de legalización de gastos se presenta cuando la única posibilidad de acceder a ciertos lugares y obtener información depende de transgredir una norma legal, pero ilegítima, que suele estar asociada al detrimento de los comunes por los cuales luchan los movimientos. Por ejemplo, es inviable pedir el recibo del transporte del viaje en lancha por una hidroeléctrica por la que está prohibido navegar, pero que debemos visitar si queremos identificar las afectaciones socioambientales denunciadas por los movimientos sociales. Finalmente, la dificultad de legalizar los gastos de viaje en ocasiones ha surgido de la exigencia de presentar el número de identificación tributaria (NIT) de las empresas prestadoras de los servicios tomados cuando superan una suma determinada, algo absurdo cuando la mayoría de esos servicios —por ejemplo, el transporte interveredal— suele ser informal y única en el lugar. Estas exigencias de legalizar todos los gastos revelan unos procedimientos administrativos poco sensibles a las economías campesina, solidaria y comunitaria, las dinámicas de los movimientos sociales y sus contextos de lucha y la situación de vulnerabilidad de ciertos activistas. No se trata, claro, de una posición deliberada sino de una inercia administrativa, resultado de no contar con espacios suficientes de reflexión frente a estas realidades, y que, afortunadamente, abren las colegas administrativas de nuestros espacios institucionales más inmediatos. Pagar de nuestro bolsillo es la práctica con la que hasta ahora hemos sorteado estos procedimientos administrativos autoritarios, pero no es muy satisfactoria. Lo hacemos movidas por la satisfacción de sacar adelante la investigación y poder centrarnos en cosas más importantes y complejas del proceso, lo cual no significa, sin embargo, que podamos sostenerla financieramente ni que normalicemos esta medida.

Otra expresión de esta tensión es la ineficacia con la que estamos contabilizando los aportes de las organizaciones a las investigaciones. Si bien una salida es tratar de incluir estos gastos en los de arriendos de espacios y preparación de alimentos, no estamos incluyendo, por ejemplo, las horas dedicadas por activistas a los debates, las convocatorias, la validación de información y las muchas conversaciones telefónicas, tampoco las visitas a las universidades o eventos académicos que, generalmente, son de varios días y pueden acarrear pérdidas productivas significativas. Por ejemplo, al regresar de un congreso un activista encontró que su sembradío de maíz había sido arrasado por una manada de micos. Estamos, entonces, en mora de diseñar un sistema financiero que nos permita calcular los aportes de las organizaciones a las investigaciones. Serían cálculos dirigidos no a mercantilizar la relación universidad-academia, sino a comprender qué es un costo, un ingreso y un egreso en una investigación. También sería una ocasión para plantear el presupuesto desde la premisa de la diversidad económica (en el sentido de Gibson-Graham, 2011) que guía nuestras investigaciones, contabilizando, por un lado, los trabajos alternativos a los asalariados (capitalistas) de las organizaciones con las que trabajamos y, por otro lado, fuentes de financiación que sostienen nuestros procesos de investigación, distintas a las usadas convencionalmente en la academia (consultorías, proyectos de extensión o servicio o grandes bolsas de investigación).

Una tercera expresión de la tensión con procedimientos administrativos autoritarios tiene que ver con la exigencia de pedir consentimientos informados. Si bien es un requisito de los comités de investigación y ética, la incluimos aquí por el tono de requisito administrativo con el que suele ser tratada. Por el tipo de investigaciones que hacemos, cuestionamos su pertinencia. Si bien las ciencias sociales adaptaron esta práctica de las ciencias de la salud (donde tiene mucho sentido), a nuestro juicio, su traducción ha sido poco interdisciplinaria y sigue remitiendo a la visión individualista, sin salida y con agencia reducida del sujeto con el que se trabaja (un sujeto enfermo), a una comprensión unidimensional de la racionalidad de la relación investigadora-sujeto (aceptación de haber recibido una información adecuada sobre el procedimiento de investigación y sus motivaciones) y, finalmente, a una idea de que las instituciones académicas pueden distanciarse de los problemas y las contingencias que puedan surgir a raíz de esa relación (aceptación de los riesgos de dicho procedimiento).15 Como alternativa, presentamos las actas de las asambleas de las organizaciones con las que trabajamos y en las cuales se discute, ajusta y aprueba una investigación. Con esta práctica lenta (suele tomar dos o tres visitas al territorio) garantizamos no tanto deshacernos de los riesgos de la investigación, sino que sea tratada como otro asunto propio de la organización en torno a la cual se reúnen para deliberar. La asamblea también es el espacio donde se presentan posteriormente los resultados de la investigación, con un tono también deliberativo, que excede la noción de apropiación del conocimiento que privilegian nuestras instituciones.

Una cuarta y última tensión surge de la posibilidad de brindar formaciones extrauniversitarias como una actividad de extensión o servicio de las universidades y que, muchas veces, coincide con los planes de formación de las organizaciones con las que trabajamos. Si bien para las universidades estas formaciones deben conducir a los diplomados, buscamos sortear este protocolo administrativo, pues su costo es exorbitante para activistas de zonas rurales o periurbanas e, incluso, si es asumido por el proyecto de investigación. Por eso, como alternativa, tomamos la salida de que la formación sea parte de la investigación y que cubra una cantidad de horas menor a la establecida por la universidad para los diplomados, opción ensayada comúnmente por colegas de Latinoamérica. En el mejor de los casos, buscamos que la formación sea diseñada con la organización. Esta salida potencia la diversidad económica de las universidades al concretar actividades de extensión o servicio cuyas prácticas de finanzas alternativas son distintas a las capitalistas. En la medida que no siguen una lógica mercantil, son gestos de reciprocidad con las organizaciones con las que trabajamos; además, siguiendo los lineamientos de pedagogía comunitaria de una de las organizaciones con las que trabajamos, de la lógica moderna universitaria conservamos la exigencia de la asistencia y la puntualidad así como la entrega de trabajos y su evaluación. Procuramos hacer la entrega de los certificados de los cursos en la universidad, que es uno de los momentos más emocionantes de la investigación, cuando quedan plasmados en las redes sociales de activistas y que convierte a la universidad en un lugar de encuentro con sus familiares, donde cobran sentido muchas de sus horas dedicadas al trabajo comunitario y se rompe la frontera de clase establecida por nuestras universidades, como solemos escuchar en esos eventos: “Nunca pensé estar aquí… en la universidad de los ricos”. De todos modos, nos queda el sinsabor de que la universidad no otorgue becas para estas comunidades, por ejemplo, como forma de reparación colectiva a las violencias del conflicto armado.

CUARTA PRÁCTICA: INCORPORAR LA VIVENCIA SITUADA DEL TERRITORIO AL DISEÑO INVESTIGATIVO

Los estudios más conservadores conciben los territorios como el “contexto” de la investigación; remiten entonces a un apartado, generalmente inicial, en el que se concibe como un elemento constitutivo del estado, y desespacializado, que con frecuencia es descrito en términos de población, ubicación geográfica, riquezas naturales, actividades económicas, etc. Para las perspectivas más críticas, como en las que se inscriben nuestras investigaciones, es clave complejizar la concepción de territorio, considerándolo como un complejo relacional, pero también una categoría, con dimensiones heterogéneas (políticas, biofísicas, ecológicas, socioeconómicas, jurídicas, entre otras), cuyos significados interrelacionados son disputados para redefinir las problemáticas que abarcan cuestiones variadas como los usos del suelo y los cambios en el paisaje o los supuestos espaciales que subyacen a las representaciones del territorio, sus elementos y sus interacciones.

Tomarnos en serio estas resignificaciones continuas del territorio, el espacio y el lugar nos ha exigido poner en práctica modos de investigar que asuman esta premisa metodológica: el territorio no es un lugar geográfica y espacialmente limpio, fijo y predefinido, sino algo que es vivido y está constituido por múltiples y complejas relaciones turbias. Se trata de múltiples relaciones: 1) entre humanos, por ejemplo, entre activistas de las organizaciones con las que trabajamos y entre estas y la universidad o la institucionalidad local y nacional; 2) entre humanos y no humanos, como entre campesinos y organizaciones con los ríos, para poder explicar no solo las funciones materiales y simbólicas de estos, sino también cómo su relación corporal con el entorno abre preguntas sobre historias sonoras y visuales que retan la capacidad explicativa de las categorías de nuestras disciplinas y de una academia profundamente urbana; y otros tipos de relaciones en las que ya hemos insistido (Olarte-Olarte, en prensa); 3) entre sujetos no humanos orgánicos e inorgánicos; 4) entre inorgánicos entre sí, como, por ejemplo, la relación entre aguas superficiales y subterráneas y los elementos que constituyen redes de interdependencia en el subsuelo; 5) las relaciones de codependencia y coexistencia entre todos los anteriores.

Partir de estas premisas también ha exigido buscar técnicas de investigación capaces de captar la densidad del territorio de modo tal que esta desestabilice el diseño investigativo que preparamos desde la ciudad. Por ejemplo, investigar en un área periurbana exige comprender la articulación simultánea entre las limitaciones biofísicas que el agotamiento del agua por la agroindustria suscita para las economías campesinas, así como el condicionamiento del cultivo de alimentos a las transformaciones de los usos del suelo impulsadas por entidades del orden local y nacional. Para abordar estas complejidades, han sido especialmente útiles las claves político-teóricas de análisis de Bruno Latour o Donna Haraway, que recuerdan el peso de la materialidad del territorio en sus múltiples relaciones; también las de Marisol de la Cadena o Arturo Escobar para contextos en los que pueblos indígenas, afros y campesinos han movilizado relaciones de interdependencia y conexidad entre sus modos de vida y cultura, y el territorio que habitan.

Abrirnos a este tipo de claves ha exigido de nuestra parte desarrollar la capacidad de improvisar en el camino técnicas de investigación capaces de abrazar el peso de la materialidad con la que irrumpen los territorios en las investigaciones. Por ejemplo, es común que las condiciones climáticas de la zona tropical impidan seguir los estándares ortodoxos de una entrevista grupal planeada con mucha anticipación, pues la intensa lluvia sobre un techo de zinc impide escuchar los debates. En casos como este —de irrupción de la materialidad del territorio en los que se agota el tiempo para retomar una entrevista programada—, con frecuencia hemos continuado la indagación mediante la técnica de los recorridos de reconocimiento territorial, que no se limita al marcaje usando el Global Positioning System (GPS), sino que exige adaptarse a los ritmos cotidianos de la gente con la que trabajamos y reconocer las variadas vivencias del territorio y su contraste con las representaciones narrativas e iconográficas oficiales y locales.

 

Otro ejemplo, para tomar en serio la materialidad de los territorios, es aprovechar para la investigación la labor del suelo (Lyons, 2016) o los elementos de un territorio (Latour, 2001). Subrayar esta labor ha sido un eje de la literatura que ha rebatido y cuestionado desde la materialidad la comprensión de la naturaleza como un recurso económico y que, por tanto, es nítidamente cercenable y fragmentable y aislado de las relaciones que lo sostienen. Por ejemplo, en nuestra investigación aprovechamos la labor refrescante del río La Cal, en la región del Ariari (sus complejas conexiones entre brisa, sombra de árboles, temperatura del agua, etc.) para favorecer las condiciones anímicas, la disposición y la temperatura corporal, de modo que durante una entrevista sea más llevadero el dolor del relato de las violencias vividas en el conflicto armado.

Los principales productos de investigación asociados a la práctica de incorporar la vivencia situada del territorio al diseño investigativo incluyen audiovisuales, fotografías y murales en centros poblados y veredas. La comprensión del alcance de estos productos ha sido reciente. Si bien comenzamos a producirlos para promover una actividad creativa o guardar la memoria visual del proceso, tardamos en captar su potencial para resaltar la materialidad del territorio, en dos sentidos: 1) estos productos han sido claves para condensar en un lugar concreto el compromiso de las organizaciones por los comunes de su territorio, especialmente los murales diseñados y desarrollados con el artista Bicho y un grupo de niñas, niños y jóvenes en una de las comunidades altamente fragmentada por las dinámicas de la guerra; 2) estos productos han sido claves para captar la densidad de la materialidad territorial. Durante la producción del último de seis audiovisuales tuvimos consciencia de que, hasta ese momento, habíamos subestimado el esfuerzo colectivo de producir conocimiento mediante un lenguaje no escrito y también nuestro trabajo amateur como guionistas y productoras de campo.

Investigadoras comunitarias: figuras centrales en la red de afinidades

En el cruce de estas cuatro prácticas hemos devenido investigadoras feministas, esto es, investigadoras sucias y finitas antes que trascendentes y limpias. En ese devenir tejimos la red de afinidades que sostiene nuestra investigación. Cerraremos este capítulo apuntando algunas ideas sobre una importante figura que emerge en este proceso: la investigadora comunitaria.

Esta figura ha tomado fuerza en momentos puntuales de ese trasegar. La ensayamos por primera vez cuando invitamos a dos activistas a participar como asistentes de investigación en una región cuya lucha por los comunes es afín pero distinta a la suya; sus habilidades pedagógicas potenciaron la investigación más allá de lo que hubiéramos podido lograr por nuestra propia cuenta. En ese momento ya teníamos claro el talante descolonial de las investigaciones, pero nos hacía falta concretarlo aún más. A ello nos ayudaron tanto los debates sobre pluriversidad epistémica16 como las conversaciones que habíamos tenido unos años antes con Patricia Conde, del Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, y con activistas del Comité Cívico del Sur de Bolívar sobre la insuficiencia de los diplomados universitarios en las regiones. Desde su perspectiva las universidades deben abrir espacios laborales para activistas, de modo que cuando se abran convocatorias laborales en esos territorios, estos puedan demostrar su larga experiencia y, así, ganar cargos desde los cuales puedan seguir aportando, pero con el reconocimiento simbólico y material merecido (comunicación personal, 2013, Monterrey, sur de Bolívar). Posteriormente, acuñamos el nombre investigadora comunitaria cuando una activista de la Sabana de Bogotá visitó la región del Ariari en reemplazo de una colega que no pudo asistir, y atendiendo a la práctica de dispersar los lugares de producción de conocimiento. Ya en terreno ratificamos el nombre cuando, con mucha autonomía, cambió su agenda de trabajo por una más apegada al mundo campesino, pero que permitió cumplir con el sentido de la visita. Más recientemente, en un proyecto sobre la salud de las trabajadoras de los cultivos de flores, coordinado por Amparo Hernández y Zuly Suárez, del Instituto de Salud Pública de la Pontificia Universidad Javeriana, perfilamos aun más esta figura; cuatro activistas, con distintos ritmos de trabajo, se integraron al equipo de investigación para realizar parte de las entrevistas a sus excompañeras trabajadoras de la agroindustria. Hasta ahora hemos ensayado esta figura con nueve activistas de dos territorios.

En retrospectiva, podemos definir la investigadora comunitaria como una o un activista que asume un rol puntual y delimitado en la investigación realizada en su territorio de lucha o en otro de los visitados en conjunto. Su trabajo no es equivalente o sustituto del académico, sino que es desarrollado desde su conocimiento sobre la lucha por y la vivencia de sus territorios. Hasta ahora las tareas desarrolladas han sido diseñar y desarrollar los procesos de formación, hacer acompañamientos pedagógicos, desarrollar reconstrucciones históricas de las luchas, realizar entrevistas, caracterizar procesos productivos de sus territorios y participar en el diseño metodológico de la investigación. De estos procesos, con un par de investigadoras comunitarias escribimos en coautoría cuatro textos relativos a la investigación en su territorio y cuatro informes sobre otros territorios de lucha.

Los ensayos de esta figura no han estado exentos de dificultades, como conseguir fondos para pagar su salario y formalizar ese reconocimiento y pago ante la universidad, por la tensión de los procesos administrativos, incapaces de captar la potencia de estos conocimientos, hasta ahora considerados ilegítimos. Además, la propuesta de sumarse a un proyecto de investigación, en apariencia atractiva, deja de serlo cuando se suman las horas que tendría que dedicarse al trabajo comunitario en detrimento del trabajo campesino, según explicó una activista.

Contar algunas veces con una investigadora comunitaria nos ha permitido construir más fácilmente una red de afinidades con las luchas por los comunes en tiempos de transición del país. Por ser políticas, esas afinidades no eluden los vínculos afectivos; no evitan “dejarse tocar” como “cuerpos en alianza”, diría Butler (2011). Sentir no le ha quitado rigor a una investigación atenta al movimiento pendular que nos aleja de la posición del testigo modesto sin terminar por ello ocupando el lugar de la Salvadora. Así, asumimos el riesgo de sentir en la investigación sin pretensiones asépticas y sin promover una política de la autoidentidad que indique “las” vías científicas para el desarrollo del campo. También asumimos ese riesgo cuidándonos de no buscar identificaciones plenas con la vida campesina; sobre todo, cuando ni siquiera contamos con las destrezas mínimas exigidas para producir alimentos de autoconsumo, como sostener una huerta muy variada o matar animales.