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La Biblia en España, Tomo III (de 3)

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– Es inútil aguardar más – dije yo – . Pero en Madrid nada puedo hacer. No se puede vender la obra en el despacho, y acabo de saber que todos los ejemplares dejados para la venta en las librerías de las diversas poblaciones que he visitado los ha secuestrado el Gobierno. Mi decisión está tomada: montaré en mis caballos, que relinchan en la cuadra, y me iré a recorrer en persona los pueblos y llanuras de la polvorienta España. Al campo, al campo. «Camina, avanza prósperamente y reina por medio de la verdad y de la mansedumbre y de la justicia; tu diestra te conducirá a cosas maravillosas.» Caminaré, pues, María.

– No puede hacer su merced cosa mejor, y permítame ahora decirle que, por cada libro que pudiera usted vender en un despacho en la ciudad, venderá usted ciento en los pueblos con tal de darlos baratos, porque en el campo hay poco dinero. ¡Vaya! ¿Sabré yo lo que digo? ¿No soy también de pueblo, villana de la Sagra? A caballo, pues; los caballos no hacen más que relinchar en la cuadra, como usted dice, y casi podía haber añadido que el señor Antonio relincha en la casa. Dice que no tiene nada que hacer, motivo por el que está otra vez disgustado e inquieto. Todo lo encuentra mal, a mí en primer término. Esta mañana le saludé, y, en lugar de contestarme, torció la boca de un modo nunca visto en tierras de España.

– Se me ocurre una idea – dije yo – . Ha mentado usted la Sagra ¿Por qué no comenzar mis trabajos por los pueblos de esa comarca?

– Muy bien pensado – replicó María – . La recolección termina ahora por allí, y encontrará usted a la gente relativamente desocupada, con vagar para acompañarle a usted y oírle. Si quiere seguir mi consejo, debe usted establecerse en Villaseca en la casa que fué de mis padres, donde al presente vive mi señor marido. Vaya usted a Villaseca lo primero, y desde allí puede usted emprender excursiones con el señor Antonio. Quizás mi marido les acompañe; si es así, les servirá de mucho. La gente en Villaseca es amable y cortés; cuando se dirigen a un forastero le hablan a gritos y en gallego.

– ¡En gallego! – exclamé.

– Todos saben unas cuantas palabras de gallego aprendidas de los que bajan todos los años a segar, y como el gallego es la única lengua extraña que conocen, la emplean por cortesía al dirigirse a un extranjero. ¡Vaya! No es mal pueblo Villaseca, ni es mala gente; la única persona de mala condición que allí hay es el reverendo señor cura.

No fueron largos los preparativos de mi empresa. Envié por delante con un arriero un buen repuesto de Testamentos, y yo salí al siguiente día. Pero antes de marcharme recibí la visita de Benedicto Mol.

– Vengo a decirle a usted adiós, lieber Herr. Mañana me vuelvo a Compostela.

– ¿Con qué propósito?

– Para desenterrar el Schatz, lieber Herr. ¿Cuál otro podía llevar? ¿Por qué he vivido hasta hoy, sino para al fin poder desenterrar el Schatz?

– Pudiera usted haber vivido para algo mejor – exclamé – . Con todo, le deseo buen éxito. ¿En qué funda usted sus esperanzas? ¿Le han dado permiso para hacer excavaciones? Seguramente no se le habrán olvidado a usted las penalidades que sufrió en Galicia.

– No se me han olvidado, lieber Herr, ni el viaje a Oviedo, ni las siete bellotas, ni la lucha con la muerte en el barranco. Pero tengo que cumplir mi destino. Ahora voy a Galicia a expensas del Gobierno, como si perteneciera de nuevo a la Guardia suiza: voy en coche de mulas, quiero decir, en galera. Tendré toda la ayuda necesaria, y puedo cavar hasta el centro de la tierra si lo creo conveniente. Además… pero no puedo decirle más, porque he jurado sobre los cuatro Evangelien guardar secreto.

– Bien, Benedicto, no tengo nada que decir, salvo desearle a usted que triunfe en sus excavaciones.

– Gracias, lieber Herr; gracias. Ahora, adiós. ¡Triunfaré, triunfaré!

Aquí se quedó cortado, se estremeció, y, mirándome, con expresión casi de loco en el semblante, exclamó:

¡Heiliger Gott! Me olvido de una cosa. Supongamos que al fin y a la postre no encuentro el tesoro.

– Es muy sensato lo que usted dice; ¡lástima que hasta ahora no se le haya ocurrido! Le aseguro a usted, amigo mío, que se ha metido en una empresa desesperada. Verdad que puede usted encontrar un tesoro; pero hay cien probabilidades contra una de que no lo encontrará. ¿Qué será de usted en tal caso? Le tomarán por un impostor, y las consecuencias serán horribles. Recuerde quién es usted y entre qué gentes está. Los españoles son crédulos; pero cuando una vez llegan a sospechar que los han engañado, y sobre todo que se han reído de ellos, su sed de venganza no conoce límites. No crea usted que su inocencia le servirá de algo. Yo estoy convencido de que no es usted un impostor, pero ellos no lo creerán jamás. Todavía no es tarde. Devuelva usted esas ropas tan buenas y ese elegante bastón a quien se lo haya dado. Póngase un traje viejo, empuñe el tosco palo, y véngase conmigo a la Sagra para ayudarme a difundir el insigne Evangelio entre los lugareños de la ribera del Tajo.

Benedicto meditó un momento, y luego, sacudiendo la cabeza, gritó:

– ¡No! ¡No! Tengo que cumplir mi destino. El Schatz no está aún desenterrado. Así lo dijo la voz en el barranco. Mañana, a Compostela. Lo encontraré: el Schatz está allí aún; «tiene» que estar.

Salió y no le volví a ver más. Pero después oí contar de él cosas extraordinarias. Resultó que el Gobierno dió oídos a la fábula de Benedicto, y se dejó impresionar de tal modo por sus exageradas descripciones del tesoro oculto, que llegó a creer en la posibilidad de desenterrar en Santiago, con poco trabajo y poco gasto, oro y diamantes de sobra para enriquecerse y para extinguir la deuda nacional de España. El suizo volvió a Compostela «como un duque», para usar sus mismas palabras. El asunto, mantenido al comienzo en profundo secreto, se divulgó con rapidez. Se acordó dar a una exploración que podía tener tan importantes consecuencias toda la publicidad y el aparato posibles. Acercábase una fiesta muy solemne, y pareció lo más acertado que la busca comenzase en tal día. El día llegó. Todas las campanas de Compostela repicaban. El pueblo en masa se lanzó a la calle; un millar de soldados formaba en la plaza; la expectación llegó al grado sumo. Una solemne comitiva se dirigió a la iglesia de San Roque; a su cabeza iban el capitán general y el suizo, que blandía un mágico bastón; pegada a ellos iba la meiga, la bruja gallega que primeramente guió al buscador del tesoro; numerosos albañiles cerraban la marcha, llevando las herramientas necesarias para la excavación. La comitiva entra en la iglesia, la cruza con paso solemne, y llega a una galería abovedada. El suizo mira en torno. «Cavad aquí» – dijo de pronto – . «Sí, cavad aquí» – dijo la meiga. Los albañiles trabajan, horadan el piso, espárcese un olor horrible y fétido…

Para qué más; no se halló tesoro alguno, y mis advertencias al desgraciado suizo resultaron demasiado proféticas. Sin tardanza le prendieron, arrojándole en la hórrida prisión de Santiago, seguido de las maldiciones de millares de personas, que con gusto le hubieran despedazado.

El asunto no terminó ahí. Los enemigos políticos del Gobierno no dejaron escapar una ocasión tan favorable para asestarle los dardos del ridículo. Los moderados fueron censurados en las Cortes por su avaricia y su credulidad, mientras en alas de la Prensa liberal se esparcía por toda España la historia del tesoro escondido en Santiago.

– Después de todo, eso ha sido una trampa de don Jorge– dijo un enemigo mío – . Ese prójimo se encuentra siempre enredado en la mitad de las picardías que se cometen en España.

Ansioso por saber la suerte que había corrido el suizo, escribí a mi antiguo amigo de Compostela, Rey Romero. En su respuesta decía: «Vi al suizo en la cárcel, desde donde me mandó llamar, implorando mi socorro en nombre de la amistad que tengo con usted. Pero ¿cómo favorecerle? Se lo llevaron de Santiago en seguida, no se adónde. Dicen que ha desaparecido por el camino.»

La verdad es a veces más sorprendente que la fábula. ¿En qué novela se encontrará nada más insensato, grotesco y triste que la historia fácilmente comprobable de Benedicto Mol, el buscador del tesoro de Santiago?

CAPÍTULO XLIII

Villaseca. – Una casa morisca. – La puchera. – Un cónclave de rústicos. – Ceremoniosa urbanidad. – La Flor de España. – El puente de Azeca. – El castillo en ruinas. – Nos echamos al campo. – Demanda de Testamentos. – El labrador viejo. – El cura y el herrero. – La baratura de los Testamentos.

Llegué a Villaseca uno de los días de más furioso calor en que he desafiado los rayos del sol. La temperatura debió de llegar a cien grados a la sombra; la atmósfera parecía una ardiente llama. En un lugar que dicen Leganés, a seis leguas de Madrid, y como a mitad de camino entre la capital y Toledo, nos apartamos de la carretera, dirigiéndonos al Este. Cabalgamos por lo que en España llaman llanuras, que en cualquier otro país del mundo parecería terreno quebrado y desigual. Las mieses de trigo y cebada habían ya desaparecido; quedaban aquí y allá, como últimos vestigios, algunos haces que los labradores se ocupaban en recoger para acarrearlos a sus pueblos.

Difícil me sería decir que fuese bello aquel paisaje, de absoluta desnudez, sin árboles ni verdor. No le faltaban, empero, pretensiones de magnificencia y grandeza, como no le faltan a ningún paraje de España. Los objetos más llamativos eran dos enormes cerros calcáreos, o más bien uno rajado en dos, que se erguía a gran altura; la cima del más próximo se coronaba con las ruinas del antiguo castillo de Villaluenga. A eso de la una de la tarde llegamos a Villaseca.

 

Era un pueblo grande, de unos setecientos habitantes, rodeado de un muro de tierra. En el centro está la plaza, uno de cuyos lados lo ocupa lo que llaman un palacio, tosco edificio cuadrangular, de dos pisos, perteneciente a alguna familia noble, los señores de las tierras del contorno. Estaba vacío; ocupábalo tan sólo una especie de administrador, que encerraba en sus salones el grano que en pago de las rentas recibía de los arrendatarios y villanos que labraban el término.

El pueblo dista como un cuarto de legua de la orilla del Tajo, que aun allí, en el corazón de España, es un hermoso río, no navegable, sin embargo, a causa de los bancos de arena que en muchos sitios emergen a modo de isletas, cubiertas de árboles y maleza. La aldea saca del río toda su provisión de agua, por carecer de ella, al menos potable, dentro de sus muros; todos los manantiales son salobres, y de esto le vendrá probablemente el nombre de Villaseca. Dícese que sus habitantes son de origen moro; y es la verdad que aquí se observan ciertas costumbres que robustecen mucho ese supuesto. Entre otras, hay una muy curiosa: se reputa infamante para una mujer de Villaseca atravesar la plaza, o ser vista en ella, aunque no vacilan en mostrarse en las calles y callejas.

Existe una hostilidad profundamente arraigada entre los habitantes de este lugar y los de un pueblo inmediato llamado Bargas; rara vez se hablan cuando se encuentran, y nunca se casan entre sí. Una tradición vaga pretende que los naturales de este último pueblo son cristianos viejos, y es harto probable que los del vecino fuesen originariamente de muy otra sangre; los de Villaseca tienen la tez muy morena, mientras los moradores de Bargas son rubios y blancos. Así, en pleno siglo XIX, se conserva en España la antigua enemistad de moros y cristianos.

Empapados en sudor, que nos corría a chorros por la frente, llegamos a la puerta de Juan López, el marido de María Díaz. Sabedor de que iríamos a visitarle, ya nos esperaba, y nos acogió cordialmente en su vivienda que, como una casa mora auténtica, tenía un solo piso. Era muy espaciosa, no obstante, con patio y establo. Todos los aposentos eran deliciosamente frescos. El pavimento, de ladrillo o piedra; las angostas ventanas, enrejadas y sin cristal, apenas dejaban pasar un rayo de sol.

Habían preparado una puchera contando con nuestra llegada; el calor no me quitó el apetito, y no pasó mucho tiempo sin que hiciese cabal justicia al manjar típico de España. Mientras yo comía, López punteaba en la guitarra, cantando a veces trozos de canciones andaluzas. Era un tipo pequeño, de rostro alegre, muy activo, a quien había visto yo con frecuencia en Madrid; buena muestra del labrador español. Aunque no tenía, ni con mucho, la inteligencia ni los recursos de María Díaz, su mujer, no por eso carecía de natural despejo ni entendimiento. Era, además, honrado y desinteresado, y prestó buenos servicios a la causa del Evangelio, como se verá ahora.

Acabada la comida, López me habló así: —Señor don Jorge, su llegada a este pueblo ha causado ya sensación, sobre todo, por ser los tiempos de guerra y alborotos, y vivir cada cual temeroso del vecino; aquí estamos pegados a los confines del país faccioso, porque, como usted bien sabe, la mayor parte de la Mancha está en poder de carlinos y de ladrones, y algunas partidas se asoman a menudo por la otra orilla del río. En razón de esto, el alcalde del pueblo y otros vecinos pudientes y graves desean ver y hablar a su merced, y examinar su pasaporte.

– Bien está – exclamé – . Vamos a visitar a esos dignos señores.

En diciendo esto, condújome a través de la plaza a casa del alcalde, donde hallamos al rústico dignatario sentado entre puertas, gozando de la refrigerante frescura de una corriente de aire. Era hombre viejo, como de sesenta años, sin nada notable en su continente ni en sus facciones plácidas, en las que se reflejaba su buen natural. Estaban con él otras personas, entre ellas el barbero del pueblo, alto, de enorme corpulencia, alavés por su cuna, nacido en Vitoria. También estaba allí un individuo cuya faz tenía un pronunciado tinte rojizo, con la nariz bastante torcida: era el herrero del lugar, y le llamaban El Tuerto, por la circunstancia de no tener más que un ojo. Hice una profunda reverencia al concurso, y manifestando mi pasaporte, hablé así:

– Graves señores y caballeros de esta ciudad de Villaseca, como yo soy un extranjero de quien no es posible que sepan cosa alguna, me he creído obligado a presentarme ante vosotros y a deciros quién soy. Sabed, pues, que soy inglés de limpia sangre y buena familia, que viajo por estos países para diversión y provecho propios, y también para los de otras personas. Ahora he venido a Villaseca, donde me propongo estar algún tiempo, dedicado a lo que me parezca conveniente: unas veces pasearé a caballo por esos campos, otras me bañaré en las aguas del río, cosa buena, según dicen, en tiempo de calor. Suplico, por tanto, que durante mi estancia en esta capital sus gobernantes me concedan la protección y el amparo que habitualmente dispensan a los que llevan vida pacífica y bien ordenada, y están dispuestos a ser dóciles y obedientes a las costumbres y leyes de la república.

– Habla bien – dijo el alcalde mirando en torno.

– Sí, habla bien – dijo el corpulento alavés – . No hay que negarlo.

– Nunca he oído hablar mejor – exclamó el herrero, levantándose del taburete en que se hallaba sentado – . ¡Vaya! Es hombre recio y de buen color, como yo. Me agrada; tengo yo un caballo que le irá muy bien, un caballo que es la flor de España, con ocho dedos sobre la marca.

Entonces, con nueva inclinación de cabeza, presenté el pasaporte al alcalde, quien con un ligero movimiento de la mano pareció que se negaba a recibirlo, y al mismo tiempo decía: – No es necesario.

– Oh, de ningún modo – exclamó el barbero.

– Los vecinos de Villaseca – observó el herrero – saben portarse como gente seria. Vergüenza les daría abrigar sospecha alguna contra un caballero tan cortés y bien hablado.

Pero yo sabía que su negativa no significaba nada, por ser tan sólo una parte del ceremonial de su urbanidad; presenté por segunda vez el pasaporte y lo tomaron con avidez; en un momento, todos los presentes clavaron en él los ojos con intensa curiosidad. Lo examinaron de arriba abajo, lo volvieron y revolvieron, y aunque no es probable que ninguno de los presentes entendiese palabra de él, por estar escrito en francés, produjo, sin embargo, universal contento; cuando el alcalde, doblándolo con cuidado, me lo devolvió, todos observaron que no habían visto en su vida otro pasaporte mejor, o que hablase de su portador en términos más elogiosos.

¿Quién ha escrito que «La mofa de Cervantes ahuyentó de España el heroísmo»? No lo sé14; el autor de esa línea apenas merece recordación. La tentación de emborronar papel es tan violenta en nuestros días, que muchos se ponen a escribir de pueblos y países de los que no saben nada, o menos que nada. ¡Vaya! El haber visto una corrida de toros en Madrid o en Sevilla, o gastado un puñado de onzas en una posada en cualquiera de esos dos puntos, regida acaso por un genovés o un francés, no da competencia para escribir acerca de una gente como los españoles, ni para decir al mundo cómo piensan, cómo hablan y cómo proceden. ¡Ahuyentar con burlas el espíritu caballeresco de España! Cuando todas las probabilidades son de que la gran masa de la nación española habla, piensa y vive exactamente como sus antepasados hace seis siglos.

Por la tarde, el herrero, o como le llamaban en el pueblo, El Herrador, se presentó a caballo ante la puerta de López.

– Vamos, don Jorge– exclamó – . Venga conmigo si su merced está dispuesto a montar. Voy a bañar el caballo en el Tajo, por el puente de Azeca.

Al instante ensillé mi jaca cordobesa, y juntos salimos del pueblo, dirigiéndonos a través de la llanura hacia el río.

– ¿Ha visto usted alguna vez un caballo como el mío, don Jorge? – preguntó – . ¿Verdad que es una alhaja?

El caballo era, en efecto, un animal de gran estampa, garboso, de diez y seis palmas de alzada cuando menos, ancho de pechos, pero muy fino y limpio de remos. Engallaba soberbiamente el cuello y erguía la cabeza como un cisne. De pelo alazán claro, tenía las crines y la cola casi negros. Al expresarle mi admiración, el herrador se animó, y apretando con las rodillas los flancos del caballo y soltándole las riendas, se lanzó por el campo en prodigiosa carrera, al mismo tiempo que profería el antiguo grito español: ¡Cierra! En vano quise competir con él.

– Le llamo «flor de España» – dijo el herrador al reunirse conmigo – . Cómprelo usted, don Jorge, lo doy en tres mil reales. No lo vendería ni por el doble; pero los ladrones carlistas le han echado el ojo y temo que el día menos pensado crucen el río y se metan en Villaseca para apoderarse de mi caballo, la «flor de España».

No estará de más hacer notar aquí que, pasado un mes, mi amigo el herrador, no pudiendo hallar un buen comprador para su corcel, entró en tratos con los susodichos bandoleros, y acabó vendiéndoselo a su cabecilla, no por los tres mil reales que pedía, sino a cambio de una punta de ganado, robada probablemente en las llanuras manchegas. Por ese trato, caso de alta traición, ni más ni menos, le metieron en la cárcel de Toledo; pero no debió de estar allí mucho tiempo, porque en una breve visita que hice a Villaseca en la primavera del siguiente año me lo encontré de alcalde de aquella «república».

Llegamos al puente de Azeca, situado como a media legua de Villaseca; junto a él hay un gran molino, sobre una presa que corta el río. Apeándose del corcel, el herrador le quitó la silla, le hizo entrar en la represa y lo llevó, guiándolo con una cuerda, a un sitio dado, donde el agua le llegaba a la mitad del cuello; una vez allí, ató la cuerda a un poste hincado en la orilla y dejó al caballo metido en el río. Me pareció lo mejor seguir su ejemplo: pedí una cuerda en el molino, y metí mi caballo en el agua.

– Esto les refresca la sangre, don Jorge– dijo el herrador– . Que se estén así una hora; mientras, iremos por ahí nosotros a entretenernos.

Cerca del puente, en la orilla donde estábamos nosotros, había una especie de cuerpo de guardia, y en él tres carabineros que cobraban el pontazgo. Trabamos conversación con ellos.

– Este puesto, tan inmediato al campo faccioso – dije a uno de los carabineros, que resultó ser catalán – será muy peligroso. Con seguridad que a una partida de carlinos o de bandoleros no le costaría gran trabajo atravesar el puente y hacerles prisioneros a todos ustedes.

– Eso puede ocurrir en cualquier momento, caballero – contestó el catalán – . Pero todos estamos en manos de Dios, y hasta ahora nos ha protegido, y quizás siga protegiéndonos. Es verdad que el otro día, un compañero nuestro de los cuatro que estábamos aquí cayó en manos de la canaille. Se le ocurrió ir a la otra orilla con el fusil, a ver si mataba algo en el soto, y de pronto, tres o cuatro facciosos cayeron sobre él y le dieron una muerte horrible. ¡Hay que tener paciencia! Todos hemos de morir. Puede ser que mañana me degüellen esos malvados, pero eso no me quitará el sueño esta noche. Caballero, yo soy de Barcelona, y allí he visto a los marinos de su nación; esta tierra no es tan buena como Barcelona. ¡Paciencia! Caballero, si desea un vaso de agua, entre en nuestra casa. Tenemos agua fresca, porque enterramos el cántaro en un hoyo abierto en el suelo; está fría, como le digo; pero el agua de Castilla no es como la de Cataluña.

La luna había salido cuando tomamos los caballos para volver al pueblo; los rayos del bello luminar rebrillaban alegremente en las impetuosas aguas del Tajo, plateaban la planicie por donde íbamos, y bañaban en ondas de claridad las escarpadas vertientes del cerro calcáreo de Villaluenga y las ruinas antiguas que coronan su cumbre.

 

– ¿Por qué llaman a ese sitio el Castillo de Villaluenga? – pregunté.

– Porque al otro lado del cerro hay un pueblo de ese nombre, Don Jorge– respondió el herrador– . Ese castillo es un lugar muy raro, ¡vaya! Algunos dicen que lo edificaron los moros en tiempos antiguos; otros, que los cristianos al sitiar, por vez primera, a Toledo. Ahora está deshabitado, salvo por los conejos, que se crían en abundancia entre la hierba frondosa y en las ruinas, y por las águilas y buitres que anidan en lo alto de las torres. A veces voy por allí con la escopeta a matar un conejo. En los días despejados se ve desde las murallas Madrid y Toledo. No diré que me agrade el sitio: lo encuentro demasiado triste y melancólico. El cerro es todo de greda y muy penoso de subir. Oí decir a mi abuela que una vez cuando era chica salió de ese cerro una nube de humo y se vieron llamas, talmente como si hubiera ahí un volcán, y quizás lo haya, Don Jorge.

La magna obra de difundir la Escritura comenzó sin dilación en La Sagra. A pesar del sofocante calor, recorrí a caballo todos aquellos contornos. No fué corta fortuna que el calor me siente bien; en otro caso no hubiera podido hacer nada en aquella estación, pues con frecuencia hasta los arrieros se caían de las mulas muertos de insolación. Antonio me prestó excelente ayuda; despreciaba como yo el calor, y sin temor a nada visitó varios pueblos con éxito notable. «Mon maître– decía – tengo empeño en demostrarle que sirvo para todo.» Pero quien nos hizo avergonzarnos de nuestros trabajos fué mi huésped, Juan López, a quien el Señor quiso inclinar a favor de la causa. «Don Jorge– dijo – , yo quiero engancharme con usted; soy liberal, enemigo de la superstición; voy a echarme al campo, y, si es preciso, le seguiré a usted al fin del mundo. ¡Viva Inglaterra, viva el Evangelio!» Así diciendo, puso un buen fardo de Testamentos en las aguaderas, cargó con ellas a su rucia y gritó: ¡Arre, burra!, y se fué a más andar. Yo me senté a escribir mi diario.

Antes de concluir mi tarea oí a la burra roznar en el corral; suspendí la escritura, fuí allá y hallé de vuelta a mi huésped. Había vendido toda la carga, veinte Testamentos, en el pueblo de Bargas, distante una legua de Villaseca. Ocho pobres agosteros, que se refrigeraban a la puerta de una taberna, compraron sendos ejemplares, y el maestro de escuela adquirió los restantes para los pequeñuelos que tenía a su cuidado, lamentándose al propio tiempo de la dificultad con que tropezaba para adquirir libros religiosos, a causa de su rareza y de su exorbitante precio. Muchas otras personas deseaban también comprar Testamentos, pero López no pudo suministrárselos; al marcharse le rogaron que no tardara en volver.

Bien sabía yo que estaba jugando una partida muy arriesgada, y que, cuando menos lo pensase, podía verme preso, atado a la cola de una mula y arrastrado a la cárcel de Toledo o de Madrid. Tal perspectiva no me desanimaba lo más mínimo; antes bien, me incitaba a perseverar; puedo decir, sin la más leve intención de engrandecerme, que en aquella época ansiaba ofrecer mi vida en aras de la causa, y no me hubiera importado que la bala de un forajido o una fiebre carcelaria pusiesen fin a mi carrera. Nada me amedrentaba. Mi lema era: «camina con la palabra de la verdad».

La noticia de la llegada del libro de vida corrió por los pueblos de La Sagra de Toledo como una chispa en un reguero de pólvora, y dondequiera que mi gente o yo encaminábamos nuestros pasos, hallábamos a los habitantes dispuestos a recibir nuestra mercancía, y donde no la mostrábamos, nos la pedían. Una noche, según estaba bañándome y bañando el caballo en el Tajo, se reunió un grupo de gente en la orilla y gritó: «Sal del agua, inglés, y danos libros; traemos el dinero en la mano». La pobre gente extendía hacia mí las manos, llenas de cuartos; pero, desgraciadamente, no tenía allí Testamentos que darles. Sin embargo, Antonio, que no andaba lejos, les enseñó uno, y al instante se lo arrancaron de las manos; luego tuvieron los rústicos un altercado, disputándose la posesión del libro. Era cosa frecuente que los pobres labriegos de aquellos contornos, con deseos de adquirir Testamentos, pero sin dinero para comprarlos, nos llevasen a casa, para cambiarlos por libros, varios artículos de valor equivalente; por ejemplo, conejos, fruta y cebada; y yo tenía por regla no desairarlos nunca, ya que nos llevaban cosas útiles para nuestro consumo personal o para el de los caballos.

En Villaseca había una escuela donde aprendían las primeras letras cincuenta y siete niños. Una mañana, el maestro, alto de cuerpo y flaco, de unos sesenta años, cubierta la cabeza con un puntiagudo sombrero andaluz, y embozado, a pesar del tiempo tan caluroso, en una larga capa, se presentó en mi casa, y después de tomar asiento, me pidió que le enseñara uno de nuestros libros. Le entregué un ejemplar y estuvo examinándolo casi una hora sin proferir palabra. Al cabo lo dejó, dando un suspiro, y dijo que le contentaría mucho comprar algunos ejemplares para su escuela, pero que su aspecto, sobre todo la calidad del papel y la encuadernación, le hacían temer que estuviesen fuera del alcance de los medios de los padres de sus alumnos, casi desprovistos de dinero, por ser labradores pobres. Entonces comenzó a censurar al Gobierno, que, decía, instalaba escuelas sin proveerlas de los libros necesarios; añadió que en su escuela sólo había dos libros para uso de todos sus alumnos, y ésos contenían poco bueno. Le pregunté cuánto podría pedirse, en su opinión, por los Testamentos. «Hablando con franqueza – dijo – , señor caballero, he pagado otras veces doce reales por libros muy inferiores al de usted; pero le aseguro que mis pobres alumnos no pueden, en modo alguno, pagar ni la mitad de ese precio.» «Pues yo le vendo a usted – repuse – todos los que quiera a tres reales cada uno. Ya sé que el país es pobre, y ni mis amigos ni yo, al procurar al pueblo medios de instrucción espiritual, queremos disminuir su ya escaso pan.» «¡Bendito sea Dios!» – replicó, y apenas podía dar crédito a sus oídos. Al instante compró doce ejemplares, gastando en eso, según me dijo, todo el dinero que poseía, excepto unos pocos cuartos. La introducción de la palabra de Dios en las escuelas rurales de España estaba empezada, y humildemente espero que, con el tiempo, será ese uno de los sucesos que la Sociedad Bíblica podrá con más razón recordar con júbilo y con acciones de gracias al Todopoderoso.

Un labriego viejo está leyendo en el portal. Ochenta y cuatro años han pasado sobre su cabeza, y está casi enteramente sordo; no obstante, lee en alta voz el segundo capítulo de Mateo: tres días antes encargó un Testamento, pero como no disponía del dinero no lo ha pagado hasta este momento. Acaba de traerme treinta cuartos. Al contemplar los cabellos plateados que coronan su semblante quemado por el sol, vienen a mi memoria las palabras del cántico de Simeón: «Ahora, Señor, sacas en paz de este mundo a tu siervo, según tu promesa, porque mis ojos han visto tu salvación».

Durante mi estancia en Villaseca recibí de los buenos vecinos del pueblo muchas pruebas de sencilla hospitalidad y honesta fineza. De tal modo conquisté sus corazones por la «formalidad» de mi conducta y de mis palabras, que tengo la firme creencia de que me hubieran defendido a cuchilladas contra cualquier intento de reducirme a prisión o de molestarme de cualquier otro modo. Quien desee conocer al español genuino no debe buscarlo en los puertos ni en las grandes ciudades, sino en los pueblos solitarios y apartados, como los de La Sagra. Allí encontrará la gravedad en el porte y la caballeresca disposición del ánimo que se dan como destruídas por la sátira de Cervantes; y allí oirá, en la conversación de cada día, esas expresiones grandiosas, que son objeto de mofa, como exageraciones ridículas, al encontrarlas en los libros de caballerías.

Un enemigo tenía yo en el pueblo: el cura.

– Ese individuo es un hereje y un pícaro – dijo un día en la tertulia – . Nunca va a la iglesia y está envenenando el alma del pueblo con sus libros luteranos. Hay que enviarlo a Toledo atado codo con codo, o a lo menos echarle del pueblo.

– No haré nada de eso – dijo el alcalde, que pasaba por carlista – . Si tiene sus opiniones, yo también tengo las mías. Se porta como es debido, y no tengo para qué meterme en sus asuntos. Ha estado muy fino con mi hija y le ha regalado un libro. ¡Que viva! Y si es o no luterano, yo tengo oído que entre los luteranos hay hijos de tan buenos padres como aquí. Me parece todo un caballero. Habla muy bien.

14Alude a Byron. Borrow, citando de memoria, escribe: «Cervantes sneered Spain’s chivalry away.» El pasaje de Byron es: Cervantes smiled Spain’s chivalry away;A single laugh demolish’d the right armOf his own country; – seldom since that dayHas Spain had heroes. Don Juan; XIII, 11.