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La Biblia en España, Tomo III (de 3)

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CAPÍTULO XLI

María Díaz. – Reproches del clero. – Visita de Antonio. – Antonio en funciones. – Una escena. – Benedicto Mol. – Su peregrinación por España. – Los cuatro Evangelios.

– Sepamos – dije a María Díaz tres mañanas después de mi encarcelamiento – . ¿Qué dice en Madrid la gente a propósito de este suceso?

– No sé lo que la gente, en general, dirá; probablemente no le importará esto gran cosa. La verdad, son ya cosa tan corriente las prisiones, que el público parece que las mira con indiferencia; pero los curas andan muy revueltos, y confiesan la imprudencia que han cometido al hacer que su amigo el corregidor le prenda a usted.

– ¿Cómo es eso? ¿Temen que castiguen a su amigo?

– No tal, señor– replicó María – Eso les importaría poco, aunque el corregidor se la haya buscado buena por servirlos; esa gente no tiene afectos, y no se les daría un ardite que colgasen a todos sus amigos, quedando ellos en salvo. Pero dicen que han procedido de ligero al meterle a usted en la cárcel, porque al hacer eso le han dado a usted ocasión de poner en práctica un plan antiguo. «Ese individuo es un bribón– dicen – . Se ha hecho amigo de los presos, y le han enseñado su lengua, que ya hablaba casi tan bien como si hubiera nacido en la cárcel. En cuanto le pongan en libertad publicará un Evangelio para que lo lean los ladrones, y será mucho más peligroso que el Evangelio en gitano, porque los gitanos son pocos, pero los ladrones…! ¡Ay de nosotros! ¡Todos vamos a ser luteranizados! ¡Qué infamia, qué picardía! Todo esto ha sido una treta suya. Siempre ha tenido ganas de ir a la cárcel el bribonazo; en mal hora le hemos metido en ella. España no estará segura hasta que le ahorquen; hay que mandarle al quinto infierno, y allí tendrá tiempo de traducir sus fatales Evangelios al lenguaje de los demonios.»

– No le he dicho al alcaide arriba de tres palabras acerca de la jerga de las cárceles.

– ¿Tres palabras? Don Jorge, ¿qué no se puede hacer con esas tres palabras? De poco le ha servido a usted vivir entre nosotros si cree que necesitamos más de tres palabras para armar un embrollo. Esas tres palabras acerca del lenguaje de los ladrones bastan para que por todo Madrid se diga que anda entremezclado con ellos, que ha aprendido su lenguaje y ha escrito un libro que va a trastornar a España, a abrir a los ingleses las puertas de Cádiz, entregar a Mendizábal toda la plata y las joyas de las iglesias, y a Don Martín Lutero, el palacio arzobispal de Toledo.

Al caer la tarde de un día bastante melancólico, y hallándome sentado en el aposento que el alcaide me había destinado, oí un golpe en la puerta. «¿Quién es?», pregunté. «C’est moi, mon maître», gritó una voz muy conocida, y al instante entró Antonio Buchini, vestido como la vez primera que le presenté al lector, es decir, con un excelente sobretodo francés, ya un poco ajado, chaqueta y pantalones, y en una mano, un sombrero pequeñito, y en la otra, un bastón largo y delgado.

– Bon jour, mon maître– dijo el griego. Echando una mirada en torno, continuó: – Me alegro de verle a usted bien instalado. Si no recuerdo mal, mon maître, en sitios peores que éste hemos dormido durante nuestros viajes por Galicia y Castilla.

– Tiene usted mucha razón, Antonio – repliqué – . Aquí estoy muy cómodamente. Le agradezco la bondad de haber venido a visitar a su antiguo amo, sobre todo ahora, que está pasando trabajos. Supongo que por venir aquí, no irá usted a enojar a su dueño actual; ya debe de estar cerca la hora de comer. ¿Cómo ha abandonado usted la cocina?

– ¿A qué amo se refiere usted, mon maître? – preguntó Antonio.

– ¡De quién voy a hablar! Del Conde… por cuyo servicio me dejó usted, tentado del ofrecimiento de cuatro duros al mes sobre los que yo le daba.

– Su merced me hace recordar un asunto que ya tenía olvidado por completo. Al presente no tengo otro amo que usted, monsieur Georges, porque siempre le considero a usted como tal, aunque no goce de la felicidad de acompañarle.

– ¿Entonces se marchó usted de casa del Conde a los tres días de entrar, según costumbre?

– A las tres horas, mon maître– repuso Antonio – . Pero yo le diré a usted en qué circunstancias. A poco de separarme de usted, fuí a casa de monsieur le Comte; entré en la cocina y miré en torno. No puedo decir que me descontentase lo que vi: la cocina era cómoda y espaciosa, todo estaba limpio y en orden; los criados parecían amables y corteses; sin embargo, no sé cómo fué, pero se apoderó de mí la idea de que la casa no me convenía en modo alguno y que no estaría en ella mucho tiempo; colgué de un clavo la mochila, y, sentándome en la mesa de la cocina, empecé a cantar una canción griega, como hago siempre que estoy disgustado. Rodeáronme los criados, haciéndome preguntas; pero yo no les contesté, y continué cantando hasta que se acercó la hora de preparar la comida; entonces salté al suelo de pronto y los eché de la cocina a todos, diciéndoles que nada tenían que hacer allí en tal ocasión. Al momento entré en funciones. Hice un esfuerzo, mon maître, y me puse a preparar una comida que me hubiese hecho honor; había convidados aquel día y determiné, por tanto, demostrar a mi amo que la capacidad de su cocinero griego era insuperable. Eh bien, mon maître, todo marchaba bastante bien, y casi me encontraba ya a gusto en mi nuevo empleo, cuando se precipitó en la cocina le fils de la maison, mi señorito, un chiquillo de unos trece años, bastante feo. Llevaba en la mano una rebanada de pan, y, después de un breve reconocimiento, la sepultó en una cacerola donde se guisaban unas perdices. Ya sabe usted, mon maître, que soy muy delicado en ciertas cuestiones, porque no soy español, sino griego, y tengo principios de honor. Sin vacilar un momento, cogí a mi señorito por los hombros, y empujándole hacia la puerta, le despedí como merecía. Con gritos clamorosos subió corriendo al piso alto. Yo continué en mi trabajo, pero no habían pasado tres minutos cuando oí un pavoroso estrépito en lo alto de la escalera, on faisoit un horrible tintamarre, y de vez en cuando oía juramentos y maldiciones. Al instante la puerta se abrió con violencia, y en impetuosa carrera echaron escaleras abajo el Conde, mi señor, su mujer, mi señorito, seguidos de una regular bandada de mujeres y de filles de chambre. A todos los llevaba gran delantera el Conde, mi señor, con una espada desnuda en la mano y gritando: «¿Dónde está el malvado que ha deshonrado a mi hijo? ¿Dónde está, que lo mato ahora mismo?» Yo no sé cómo ocurrió, mon maître, pero, cabalmente, en aquel momento volqué una gran fuente de garbanzos destinados a la puchera del día siguiente. Estaban crudos, y tan duros como piedras; los derramé por el suelo, y la mayor parte de ellos fué a parar junto a la entrada. Eh bien, mon maître, un instante después entró el Conde de un brinco, echando chispas por los ojos, y con una espada en la mano, como ya he dicho. «Tenez, gueux enragé», me gritó, tirándome una furiosa estocada; pero no había acabado de decir esas palabras, cuando resbaló, y cayó hacia adelante todo lo largo que era, y la espada se le escapó de la mano comme une flêche. ¡Si hubiese usted oído el alboroto que se armó! Hubo una confusión terrible: el Conde yacía en el suelo, al parecer, aturdido por el golpe. Yo no hice caso, y continué trabajando con afán. Al fin le levantaron, y con sus cuidados recobró el sentido; estaba muy pálido y agitado. Pidió la espada; todas las miradas se clavaron en mí, y adiviné que se preparaba un ataque general. De súbito, retiré del fuego una gran casserole, donde se freían unos huevos, y la mantuve a la distancia que permitía la longitud del brazo, examinándola con afectada atención, mientras avanzaba el pie derecho y echaba atrás el izquierdo cuanto podía. Todos se estuvieron quietos, figurándose que iba a hacer una operación importante, y así fué, en efecto, porque adelanté de pronto la pierna izquierda, y con un rápido coup de pied, lancé la casserole y su contenido por encima de mi cabeza con tal fuerza, que fueron volando a estamparse en una pared bastante detrás de mí. Esto lo hice para significar que el trato quedaba roto y que sacudía el polvo de mis zapatos; arrojé sobre el Conde la mirada peculiar de los cocineros scirotas cuando se sienten insultados, y, dilatando mi boca por ambos lados hasta cerca de las orejas, descolgué la mochila y me fuí, cantando al marcharme la canción del antiguo Demos, quien, moribundo, pedía la comida y agua para lavarse las manos:

 
Ὁ ἥλιος ἐβασίλευε, κι᾽ ὁ Δῆμος διατάζει.
Σύρτε, παιδιά μου, ᾽σ τὸ νερὸν ψωμὶ νὰ φάτ᾽ ἀπόψε.
 

De esta manera, mon maître, salí de casa del Conde.

Yo. – ¡Excelente manera de portarse! Por confesión propia, veo que su conducta no ha podido ser peor. Si no fuera por las muchas pruebas de valor y fidelidad que me dió usted estando a mi servicio, desde este momento no volveríamos a vernos más.

Antonio. —Mais qu’est ce que vous voudriez, mon maître? ¿No soy griego, y hombre de honor y muy susceptible? ¿Quiere usted que los cocineros de Scira y de Stambul se sometan en España a que los insulten los hijos de los condes, precipitándose en el templo con rebanadas de pan? Non, non, mon maître, usted es demasiado noble y, sobre todo, demasiado justo para pedir eso. Pero hablemos de otra cosa. Mon maître, no he venido solo: en el corredor espera una persona que ansía verle a usted.

Yo. – ¿Quién es?

Antonio. – Uno a quien ya se ha encontrado usted, mon maître, en sitios muy extraños y diversos.

Yo. – Pero ¿de quién se trata?

 

Antonio. – De uno a quien le aguarda un fin desusado, «porque así está escrito». El suizo más extraordinario que hay, el de Santiago: der Schatz Gräber.

Yo. – ¿Benedicto Mol?

– Yaw, mein lieber Herr– dijo Benedicto, abriendo del todo la puerta, que estaba entornada – . Soy yo. Me he encontrado en la calle a Herr Anton, y al oír que estaba usted aquí, he venido a visitarle.

Yo. – Pero ¿qué rareza es ésta, y cómo es que le veo a usted otra vez en Madrid? Yo creía que ya estaba usted en su país.

Benedicto. – No tema, lieber Herr; allá he de volver a su debido tiempo, pero no a pie, sino en coche de mulas. El Schatz se está todavía en su escondite, esperando que lo desentierren; ahora tengo mejores esperanzas que nunca; muchos amigos, mucho dinero. ¿Ha reparado usted cómo voy vestido, lieber Herr?

En efecto, llevaba ropas mucho mejores que nunca. La chaqueta y los pantalones, de crudillo, eran casi nuevos. Tocábase aún con un sombrero andaluz, de forma cónica, pero no viejo ni raído, sino nuevo y lustroso, y de inmensa altura. En lugar del tosco palo que llevaba en Santiago y en Oviedo, traía ahora una recia caña de bambú, rematada por una disforme cabeza de oso o de león, prolijamente tallada en peltre.

– Parece usted un buscador de tesoros al volver de una expedición fructífera – exclamé.

– Más bien parece – interrumpió Antonio – uno que ha dejado de trabajar por cuenta propia y busca tesoros a costa ajena.

Pregunté detalladamente al suizo por sus aventuras desde que le vi por última vez en Oviedo, donde le dejé para continuar mi viaje a Santander. De sus respuestas colegí que me había seguido hasta este último punto, pero invirtiendo mucho tiempo en el camino, debilitado por el hambre y las privaciones. En Santander me perdió el rastro. Ya se le había agotado el pequeño socorro que yo le dí. Pensó entonces irse a Francia, pero no se atrevió a aventurarse en las provincias Vascongadas, donde ardía la guerra, para no caer en manos de los carlistas, que hubieran podido fusilarle por espía. Como nadie le socorría en Santander, se fué pidiendo limosna por los caminos, hasta que se encontró en Aragón, no podía decir exactamente dónde. «Mis calamidades eran tantas – dijo Benedicto – que estuve a punto de perder el juicio. ¡Oh, qué horror, vagar por los agrestes montes y las vastas planicies de España, sin dinero y sin esperanza! Algunas veces, encontrándome entre peñas y barrancos, quizás sin haber probado alimento desde la salida hasta la puesta del sol, me enfurecía. Entonces levantaba el palo hacia el cielo, y, blandiéndolo, gritaba: Lieber Herr Gott, ach lieber Herr Gott, ahora más que nunca necesito tu ayuda; si tardas en socorrerme estoy perdido; ¡ayúdame ahora, ahora! Y una vez, cuando deliraba de ese modo, me pareció oír una voz – más, estoy seguro de haberla oído – que sonaba en la cavidad de una peña, muy clara y muy fuerte, gritando: «Der Schatz, der Schatz, no hay que desenterrarlo todavía; a Madrid, a Madrid. El camino del Schatz pasa por Madrid.» De nuevo la idea del Schatz se apoderó de mi ánimo; reflexioné en lo feliz que sería si pudiese desenterrarlo. ¡No más mendigar, no más errar por hórridas montañas y desiertos! Blandí el palo, y noté, con sorpresa, que mi cuerpo y mis miembros se reanimaban con nuevas energías; anduve a buen paso, y no tardé en salir al camino real; mendigué, y proseguí como mejor pude hasta llegar a Madrid.

– ¿Y qué le ha sucedido después de llegar a Madrid? – pregunté – . ¿Ha encontrado usted el tesoro en las calles?

De pronto, Benedicto se volvió reservado y taciturno, cosa que me sorprendió en extremo, porque hasta entonces se había mostrado siempre muy comunicativo en lo tocante a sus cuentas y proyectos. Por lo que pude sacar de sus medias palabras e insinuaciones, parecía que al llegar a Madrid cayó en manos de ciertas personas que le trataron con bondad, proveyéndole de dinero y ropa; no por puro desinterés, sino con los ojos puestos en el tesoro. «Esperan mucho de mí – dijo el suizo – . Después de todo, acaso hubiera sido más ventajoso sacar el tesoro sin su ayuda, con tal que hubiese sido posible.» No sabía o no quiso decirme quiénes eran sus nuevos amigos, salvo que tenían muchísima influencia. Dijo algo acerca de la Reina Cristina, y de un juramento que había prestado ante un obispo, sobre un crucifijo y los cuatro Evangelien. Pensé que había perdido la cabeza, y dejé de preguntarle. En el momento de marcharse, me dijo: «Lieber Herr, dispénseme usted si no le he hablado con entera franqueza, debiéndole tanto como le debo, pero no me atrevo; ahora no me pertenezco. Además, siempre es de mal agüero hablar una palabra acerca de un tesoro antes de tenerlo en nuestro poder. Una vez, en mi país hubo un hombre que cavó en el suelo hasta descubrir un caldero de cobre que contenía un Schatz. Al cogerlo por el asa, no hizo más que exclamar, en su entusiasmo: “¡Ya lo tengo!”, y eso bastó: desprendióse la caldera y se hundió, quedándose el hombre con el asa en la mano: eso fué cuanto ganó con tantos trabajos. Adiós, lieber Herr; dentro de poco me mandarán a Santiago para desenterrar el Schatz, pero vendré a verle a usted antes de marcharme. ¡Adiós!»

CAPÍTULO XLII

Salida de la cárcel. – Las excusas. – El corazón humano. – La vuelta del griego. – La Iglesia romana. – La luz de la Escritura. – El arzobispo de Toledo. – Una entrevista. – Piedras preciosas. – Una resolución. – El lenguaje extranjero. – Despedida de Benedicto. – La caza del tesoro en Compostela. – Realidad y ficción.

Unas tres semanas estuve en la cárcel de Madrid, y, al cabo de ese tiempo la dejé. Si yo hubiese sido orgulloso, o abrigado algún rencor contra el partido que me encarceló, el modo como me devolvían la libertad hubiera halagado grandemente esas malas pasiones. El Gobierno, en un documento transmitido a sir Jorge, reconoció que me habían detenido sin razón bastante, y que ninguna tacha quedaba sobre mí de resultas de la prisión; se encargaba al propio tiempo de pagar todos los gastos que la tramitación del asunto me originó.

Además, se mostró dispuesto a dejar cesante al individuo por cuyos informes me detuvieron, es decir, el corchete que me visitó en mi hospedaje de la calle de Santiago y se comportó del modo descrito en uno de los anteriores capítulos. Rehusé, empero, aprovecharme de la condescendencia del Gobierno, más que nada porque me dijeron que el individuo de marras tenía mujer e hijos, y si le dejaban cesante, se quedarían en la miseria. Consideré, además, que en cuanto hizo y dijo se limitó probablemente a obedecer órdenes secretas; le perdoné, pues, sin reservas, y si en el momento presente no conserva su plaza, la culpa, ciertamente, no es mía.

También rehusé aceptar indemnización por mis gastos, que fueron de importancia. Es probable que muchas personas en mi caso hubiesen procedido de muy diferente modo en este punto, y me guardo de afirmar que en ello anduviese yo del todo discreto o acertado. Pero me repugnaba recibir dinero de una gente como la que componía el Gobierno de España, gente a quien, lo confieso, despreciaba yo cordialmente, y no quería darle motivo para decir que el inglés a quien habían apresado injustamente y sin proceso, accedía a recibir dinero de sus manos. En una palabra, confieso mi debilidad: deseaba yo que continuasen siendo deudores míos, y estaba seguro de que no opondrían la más leve objeción a continuar siéndolo; se guardaron su dinero y probablemente se rieron para su capote de mi falta de sentido común.

La mayor pérdida que me ocasionó el encarcelamiento, y por la que no podía ofrecerse ni recibirse indemnización, fué la muerte de mi afectuoso y fiel Francisco, el vascongado, que por acompañarme durante todo el tiempo que duró mi prisión, cogió el tifus o fiebre carcelaria, que entonces hacía estragos en la cárcel de la Corte, y murió a los pocos días de mi liberación. Murió ya entrada la noche. A la mañana siguiente estaba yo en la cama reflexionando sobre esta pérdida, y me preguntaba de qué nación sería mi servidor futuro, cuando oí un ruido al parecer causado por una persona ocupada en limpiar vigorosamente zapatos o botas, y a intervalos una voz extraña y discordante que cantaba trozos de una canción en una lengua desconocida; no sabiendo lo que aquello podría ser, toqué la campanilla.

– ¿Ha llamado usted, mon maître? – dijo Antonio asomándose a la puerta con uno de los brazos profundamente sepultado en una bota.

– Sí, por cierto – contesté – ; pero no me podía imaginar que fuese usted quien respondiera a la llamada.

– Mais pourquoi non, mon maître?– exclamó Antonio – . ¿Quién va a servirle a usted ahora sino yo? N’est pas que le sieur François est mort? En cuanto lo supe, me dije: voy a volver a mi puesto chez mon maître, monsieur Georges.

– Supongo que estará usted sin colocación, y por eso ha venido.

– Au contraire, mon maître– replicó el griego. Acababa de ajustarme en casa del duque de Frías, donde me daban al mes diez duros más que su merced; pero al saber que se había usted quedado sin criado, fuí sin pérdida de tiempo a decir al duque, aunque ya estaba muy entrada la noche, que no me convenía servirle; y aquí estoy.

– Pues de esa manera, no le admito – dije yo – . Vuelva a casa del duque, preséntele sus excusas por lo que ha hecho, y solicite su cese en debida forma; entonces, si su gracia desea prescindir de usted, caso bastante probable, le admitiré con mucho gusto a mi servicio.

Después de sufrir una prisión cuya injusticia reconocían mis propios enemigos, era razonable esperar de sus manos un trato más liberal que el que hasta allí me habían dispensado. Mi única ambición era por entonces conseguir tolerancia para la venta del Evangelio en aquel infortunado y perturbado reino; para lograr ese fin no sólo hubiera consentido en sufrir, uno tras otro, veinte encarcelamientos como el pasado, sino que hubiera sacrificado gustoso la vida misma. Pronto advertí, sin embargo, que probablemente no iba a ganar nada con mi encarcelación; al contrario, desde que se concluyó el asunto, fuí objeto de la aversión personal del Gobierno, lo que tal vez no sucedía antes; las concesiones que se vieron obligados a hacer para evitar una ruptura con Inglaterra humillaron su orgullo y vanidad. Mostráronse dispuestos a saciar su aversión, contrariando mis planes todo lo posible. Tuve una entrevista con Ofalia acerca del asunto que embargaba mi ánimo; le encontré desabrido y áspero. «Lo que más le conviene a usted es permanecer tranquilo – me dijo – . ¡Cuidado! Ya ha puesto usted una vez toda la corte en confusión; cuidado, repito. Otra vez puede que no se escape usted tan fácilmente.»

– Quizás no – repliqué – y quizás ni lo deseo siquiera; es cosa agradable padecer por la causa del Evangelio. Ahora me tomaré la libertad de preguntar si, en el caso de ponerme a propagar la Palabra de Dios, me lo impedirán.

– Naturalmente – exclamó Ofalia – ; la Iglesia lo prohibe.

– Pues, con todo, voy a intentarlo – exclamé.

– ¿Sabe usted lo que dice? – preguntó Ofalia, arqueando las cejas y abriendo la boca.

– Sí, continué – ; voy a hacer la prueba en todos los pueblos de España donde me sea posible entrar.

Durante mi permanencia en España, la oposición más recia que encontré fué la del clero; por instigación suya el Gobierno adoptaba las medidas convenientes para impedir la amplia difusión del libro sagrado por el país. No interrumpiré el curso de mi narración con reflexiones acerca de la situación de una Iglesia que, si bien pretende fundarse en la Escritura, arrebataría la luz de la Escritura a toda la Humanidad, si pudiese. Pero Roma sabe perfectamente que no es una Iglesia cristiana, y como no tiene deseo de serlo, obra cuerdamente quitando a sus secuaces de delante de los ojos las páginas que podrían revelarles las verdades del Cristianismo. Sus agentes y validos en España esforzábanse cuanto podían por anular mis humildes trabajos y difamar la obra que yo andaba esparciendo. Todo el clero ignorante y fanático (la gran mayoría) era opuesto a ella, y cuantos ansiaban estar a bien con la corte de Roma vociferaban su oposición. Había, empero, una parte del clero, pequeña a la verdad, bien dispuesta en favor de la circulación del Evangelio, aunque en modo alguno inclinada a hacer el menor sacrificio individual por tal fin; éstos eran los que profesaban el liberalismo, que se supone implica una disposición a adoptar cuantas reformas, así en lo civil como en lo eclesiástico, parezcan conducentes al bien del país. No pocos clérigos españoles eran partidarios de ese principio, o al menos se declaraban tales; algunos, por conveniencia propia sin duda, con la esperanza de aprovechar el espíritu de los tiempos para su medro personal; otros, hay que esperarlo, por convicción, por puro amor a las ideas. Entre éstos se encontraban, por la época a que me refiero, varios obispos. Pero es digno de nota que ninguno de ellos debía su puesto al Papa, que los desautorizaba, sino a la Reina Gobernadora, cabeza visible del liberalismo en España. No es de extrañar, por tanto, que hombres colocados en tales circunstancias se sintiesen dispuestos a apoyar cualquier medida o plan favorables al progreso del liberalismo, más bien que a contrariarlos; y no hay duda que la circulación de la Escritura era una medida de ese género. Con todo, su buena voluntad, suponiendo que la tuvieran, fué para mí poco valiosa, porque nunca dieron un paso decisivo ni alzaron sus voces para denunciar de modo positiva y resuelto la conducta de quienes pretendían privar al mundo de la luz de la Escritura. En cierta ocasión creí que iba a conseguir, por su medio, algo importante para la causa del Evangelio en España; pero me desengañé pronto, y me convencí de que descansar en lo que quisieran hacer era tanto como apoyar la mano en una caña, que, sin sostenerme, me desgarraría la carne. Algunos de ellos me enviaron mensajes expresando la estimación en que me tenían y asegurándome cuán cara a su corazón era la causa del Evangelio. Recibí incluso un aviso insinuándome que mi visita no sería desagradable al arzobispo de Toledo, Primado de España.

 

Poco puedo decir de este personaje, cuya historia desconozco por completo. A la muerte de Fernando era, creo yo, obispo de Mallorca, pequeña e insignificante sede, de muy pobres rentas, que quizás cambió gustoso por otra más rica. Es probable, sin embargo, que de mostrarse fiel servidor del Papa, y, por ende, partidario de los legitimistas, hubiera ocupado hasta el día de su muerte la silla episcopal de Mallorca; pero pasaba por liberal, y la Reina Gobernadora tuvo a bien concederle la dignidad de arzobispo de Toledo, haciéndole así cabeza de la Iglesia en España. Cierto que el Papa se negó a ratificar la designación, razón por la que todos los buenos católicos estaban obligados a seguir considerándole como obispo de Mallorca y no como Primado de España. Pero el obispo cobraba las rentas de la sede toledana, débil sombra de lo que fueron antaño, pero muy importantes aún, y vivía en el palacio del Primado, en Madrid, de suerte que si no era arzobispo de jure era lo que para muchos valía más: arzobispo de facto.

Sabedor de la amistad personal del arzobispo con Ofalia, quien, según decían, le consideraba mucho, resolví hacerle una visita, y así una mañana me encaminé al palacio en que vivía. Sin dificultad obtuve audiencia: un lacayo, asturiano a lo que creo, a quien hallé sentado en un banco de piedra del portal, me condujo a su presencia. Cuando entré, el arzobispo estaba solo, sentado detrás de una mesa, en un vasto aposento, especie de sala de estrados. Vestía con sencillez: sotana negra y birrete de seda; pero en un dedo llevaba una amatista soberbia, resplandeciente, de brillo deslumbrador. Se incorporó un momento, al acercarme, y con la mano me indicó una silla. Podía tener sesenta años; era muy alto, pero se encorvaba bastante, por debilidad sin duda; y la tez pálida de sus facciones demacradas denotaba su mala salud. Cuando de nuevo se sentó inclinó la cabeza, como si contemplase la mesa que tenía delante.

– Supongo que V.E. sabrá quién soy – dije al cabo, rompiendo el silencio.

El arzobispo inclinó la cabeza hacia el hombro izquierdo, con expresión algo equívoca, pero no dijo nada.

– Yo soy el que los Manolos de Madrid llaman Don Jorgito el Inglés. Acabo de salir de la cárcel, donde me encerraron por propagar el Evangelio del Señor en este reino de España.

El arzobispo repitió el mismo movimiento equívoco de la cabeza, pero aún no dijo nada.

– He sabido que V.E. deseaba verme, y por esa razón he venido a hacerle esta visita.

– Yo no le he llamado a usted – dijo el arzobispo, alzando de súbito la cabeza, y con ojos de espanto.

– Quizás no; pero me habían dado a entender que mi presencia sería grata; como al parecer no es así, me iré.

– Puesto que ha venido usted, me alegro mucho de verle.

– Y yo celebro mucho oírle – dije yo, volviendo a sentarme – . Ya que estoy aquí, podemos hablar de un asunto de la mayor importancia: la difusión de la Escritura. ¿Conoce V.E. algún medio para alcanzar un fin tan deseable?

– No – dijo el arzobispo débilmente.

– ¿No cree V.E. que el conocimiento de la Escritura produciría inestimables beneficios a estos reinos?

– No lo sé.

– ¿Hay probabilidades de convencer al Gobierno para que consienta su circulación?

– ¿Cómo voy a saberlo? – y el arzobispo se me quedó mirando a la cara.

Yo también le miré a él; había en su rostro tal expresión de desvalimiento, que casi era chochez. «¡Válgame Dios! – pensé – . ¿A quién he venido yo a contar estas cosas? ¡Pobre hombre! No sirves para representar el papel de Martín Lutero, y en España menos que en otra parte. Me maravilla que tus amigos te hayan nombrado arzobispo de Toledo. Quizás pensaron que no harías provecho ni daño, y te escogieron, como escogen a veces en mi país a los primados, en razón de tu incapacidad. No pareces muy contento en este empleo, ni tu sitial debe de ser muy cómodo. Más a gusto estabas cuando eras el pobre obispo de Mallorca; entonces podías saborear la puchera sin miedo de que te la sazonaran con sublimado. No temías entonces que te ahogaran en el lecho. La siesta es cosa agradable, cuando no está uno expuesto a verla interrumpida por un súbito espanto. Me sorprenderá si no estás ya envenenado» – continué casi en voz alta, según estaba mirándole al semblante, que a mi parecer se cubría de palidez mortal.

– ¿Qué decía usted, don Jorge?– preguntó el arzobispo.

– Que V.E. lleva un brillante magnífico – dije yo.

– ¿Le gustan a usted los brillantes, don Jorge? – dijo el arzobispo, cuyas facciones se animaron – . ¡Vaya! ¡También a mí! ¡Son muy bonitos! ¿Entiende usted de brillantes?

– Sí entiendo – respondí – , y no he visto nunca otro mejor que ése, salvo uno, perteneciente a un conocido mío, un khan de Tartaria. Pero no lo llevaba en el dedo; poníaselo al caballo en el frontal, donde brillaba como una estrella. Llamábalo Daoud Scharr, que significa «luz de guerra».

¡Vaya!– dijo el arzobispo – . ¡Qué curioso! Me alegro de que le gusten a usted los brillantes, don Jorge. Al hablar de caballos me ha hecho usted recordar que le he visto con frecuencia a caballo. ¡Vaya! Qué modo de montar. Es peligroso encontrársele a usted en el camino.

– ¿V.E. es aficionado a la equitación?

– De ninguna manera, don Jorge. No me gustan los caballos. En la Iglesia no es costumbre montar a caballo; preferimos las mulas: son animales más tranquilos. Los caballos me dan miedo: ¡cocean de un modo!

– La coz del caballo mata – dije yo – si da en un sitio vital. Pero no opino como V.E. acerca de las mulas; un buen jinete puede sostenerse a caballo, por resabiado que el animal esté; pero las mulas, ¡vaya!, cuando una mula falsa tira por detrás, no creo que ni el propio Padre de la Iglesia se sostenga en la silla ni un momento, por muy buen bocado que lleve.

Al marcharme, le dije: – ¿Qué puedo esperar acerca del Evangelio?

– No sé– dijo el arzobispo inclinando de nuevo la cabeza hacia el hombro derecho, mientras sus facciones reasumían la expresión de vaciedad.

Así terminó mi entrevista con el arzobispo de Toledo.

– Me parece – dije a María Díaz al volver a casa – , me parece, Mariquita mía, que si el Evangelio, para ser tolerado en España, ha de esperar a que los obispos y arzobispos liberales acudan resueltamente en su ayuda, va a tener que aguardar mucho tiempo.

– Soy del mismo parecer, señor – respondió María – . ¡Bonito sería tener que esperar a que esa gente haga un esfuerzo en favor de usted! ¡Ca! Risa me da pensarlo. ¿Cómo ha tenido usted la candidez de figurarse que les importa algo el Evangelio? ¡Vaya!, son verdaderos curas; en los ofrecimientos que le han hecho a usted sólo les movía su propio interés. El Santo Padre no quiere reconocerlos, y les gustaría asustarle un poco para obligarle a transigir; pero como los reconociera, ya vería usted luego si le admitían en sus palacios o tenían algún trato con usted. «¡Fuera ese prójimo! – dirían – . ¡Vaya! ¿No es luterano? ¿No es enemigo de la Iglesia? ¡A la horca, a la horca!» Conozco a esa familia mejor que usted, don Jorge.