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La Biblia en España, Tomo I (de 3)

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CAPÍTULO III

Un comerciante de Evora. – Contrabandistas españoles. – El león y el unicornio. – La fuente. – Confianza en el Todopoderoso. – Reparto de folletos. – La librería en Evora. – Un manuscrito. La Biblia como guía. – La infame María. – El hombre de Palmella. – El conjuro. – El régimen frailuno. – Domingo. – Volney. – Un auto de fe. – Hombres de España. – Lectura de un folleto. – Nuevos viajeros. – La mata de romero.

Evora es una pequeña ciudad murada, pero sin un sistema defensivo, y no resistiría un sitio de veinticuatro horas. Tiene cinco puertas; delante de la del Suroeste se halla el paseo principal, donde también se celebra una feria el día de San Juan. Las casas son, en general, muy antiguas, y muchas están vacías. Cuenta unos cinco mil habitantes; pero con sobrada capacidad para doble número de gente. Los dos edificios principales son la Seo, o catedral, y el convento de San Francisco, en la misma plaza en que, frente a él, se hallaba mi posada. A mano derecha, entrando por la puerta del Suroeste, hay un cuartel de caballería. Por el Sureste, a unas seis leguas de distancia, descúbrese una cadena de montañas azules; la más alta, llamada Serra Dorso, pintoresca, bella, alberga en sus escondrijos muchos lobos y jabalíes. Como a legua y media más allá de esa montaña, está Estremoz.

El día siguiente a mi llegada lo empleé principalmente en visitar la ciudad y sus cercanías, y al vagar de un lado para otro, trabé conversación con diversas personas. Algunas eran de la clase media, comerciantes o artesanos, y todos constitucionalistas, o se llamaban tales; pero tenían muy pocas cosas que decir, salvo unos cuantos lugares comunes acerca de la vida de frailes, de su hipocresía y holgazanería. Quise obtener noticias respecto del estado de la instrucción en la localidad, y de sus respuestas deduje que el nivel debía de estar muy bajo, porque, al parecer, no había escuelas ni librerías. Si les hablaba de religión, mostraban grandísima indiferencia por el asunto, y, haciéndome una cortés inclinación de cabeza, se marchaban lo antes posible.

Fuí a ver a un comerciante para quien llevaba yo una carta de presentación, y se la entregué en su tienda, donde le encontré detrás del mostrador. En el curso de nuestra conversación averigüé que le habían perseguido mucho durante el antiguo régimen, al que profesaba aversión sincera. Díjele que la ignorancia del pueblo en materia de religión había sido el sostén del antiguo régimen, y que el mejor modo de impedir su retorno sería llevar la luz a todos los espíritus. Añadí que había llevado a Evora un pequeño repuesto de Biblias y Testamentos, y deseaba entregárselos a un comerciante respetable para su venta, y que si él deseaba contribuir a extirpar las raíces de la superstición y de la tiranía, no podía hacer cosa mejor que encargarse de tales libros. Se declaró dispuesto a ello, y me fuí, determinado a entregarle la mitad de los que tenía. Volví a mi posada y me senté en un leño, debajo de la inmensa campana de la chimenea de la sala común; dos hombres de rostro huraño estaban arrodillados en el suelo. Tenían ante sí un buen montón de objetos de hierro viejo, latón y cobre, que iban clasificando, y colocábanlos después en sacos. Eran contrabandistas españoles de ínfima categoría, y ganaban miserablemente su vida llevando de matute tales desechos desde Portugal a España. No hablaban ni una palabra, y cuando me dirigí a ellos en su lengua natal, me contestaron con una especie de gruñido. Estaban tan sucios y mohosos como el hierro en que traficaban; en la cuadra del piso bajo tenían cuatro miserables borriquillos.

La posadera y su hija me trataban con amabilidad extremada, y por adularme me hicieron algunas preguntas respecto de Inglaterra. Un hombre con traje algo parecido al de los marineros ingleses, sentado frente a mí debajo de la campana, dijo: «Yo aborrezco a los ingleses porque no están bautizados y son gente sin ley.» Se refería a la ley de Dios. Me eché a reír y le dije que, según la ley inglesa, a nadie sin bautizar podía dársele sepultura en tierra sagrada; a lo cual repuso: «Entonces sois más rigurosos que nosotros.» Luego, añadió: «¿Qué significan el león y el unicornio que vi el otro día en un escudo a la puerta del cónsul inglés en Setubal?» Respondí que eran las armas de Inglaterra. «Sí; pero ¿qué representan?» Dije que no lo sabía. «Entonces – replicó – , no conoce usted los secretos de su propio país.» A lo cual: «Supóngase – le contesté – , que le dijese a usted que representan el león de Bethlehem y la bestia cornuda de abismos ardientes, luchando por el predominio en Inglaterra, ¿qué diría?» «Diría – repuso – , que me daba usted una respuesta perfecta.» Aquel hombre y yo llegamos a ser grandes amigos. Venía de Palmella, no lejos de Setubal; llevaba unos cuantos caballos y mulas, y era tratante en cebada y trigo. De nuevo volví a pasearme y a vagar por los alrededores de la ciudad.

Como a media milla de las murallas, por el lado Sur, hay una fuente de piedra, donde los arrieros y demás gentes que acuden a la ciudad, acostumbran a dar agua a sus bestias. Allí me estaba sentado unas dos horas, hablando con todo el que hacía alto en la fuente. Hago notar que durante mi estancia en Evora repetí a diario esta visita, deteniéndome en ella el mismo tiempo; gracias a este plan, creo que hablé, por lo menos, con unos doscientos portugueses acerca de asuntos tocantes a su salvación eterna. Descubrí que muy pocos de aquellos a quienes hablé habían recibido educación literaria, ninguno había leído la Biblia, no más de media docena tenían una ligerísima noticia de lo que son los libros santos. Casi todos eran fanáticos papistas y miguelistas de corazón. Por tanto, cuando me decían que eran cristianos, negábales yo la posibilidad de que lo fueran, pues ignoraban a Cristo y sus mandamientos, y ponían la esperanza de su salvación en reglas externas y prácticas supersticiosas inventadas por Satanás para mantenerlos en tinieblas y que al cabo cayesen en el abismo que les tenía preparado. Díjeles muchas veces que el Papa, a quien reverenciaban, era un insigne impostor y el principal ministro de Satanás en la tierra, y que los frailes y monjes, cuya ausencia lamentaban, a quienes estaban acostumbrados a confesar sus pecados, eran agentes subalternos suyos. Cuando me pedían pruebas, aducía invariablemente la ignorancia de mis oyentes respecto de las Escrituras, y decía que si sus guías espirituales hubiesen realmente sido ministros del Señor, no hubieran dejado a sus rebaños ignorar su palabra.

Desde entonces acá, me ha sorprendido muchas veces el no recibir insultos ni malos tratos de la gente cuya superstición atacaba yo de ese modo; en verdad, nada malo me sucedió, y me inclino a creer que la extremada audacia que yo desplegaba, confiado en la protección del Todopoderoso, puede haber sido la causa de ello. Lo mejor frente al peligro es mirarlo cara a cara, y así generalmente se desvanece como las nieblas de la mañana a la luz del sol; mientras que, desanimándose, el peligro se hace de fijo mayor. Abrigo la viva esperanza de que mis palabras llegaron muy adentro en el corazón de algunos de mis oyentes, porque vi a muchos de ellos marcharse abstraídos y pensativos. En ocasiones repartía entre estas gentes algunos folletos, pues aunque fuesen incapaces de sacar de ellos personalmente gran provecho, pensé que servirían de instrumento para que en lo futuro cayeran en otras manos y alguien los utilizara para su salvación. ¡Cuánto libro abandonado a las olas aborda a remotas playas, y allí sirve de bendición y consuelo a millones de gentes que ignoran su procedencia!

Al siguiente día, viernes, fuí a visitar en su casa a mi amigo don Jerónimo Azveto. No le encontré, pero me dijeron que le buscase en la Seo, o palacio episcopal, en uno de cuyos aposentos le hallé, en efecto, escribiendo con otro señor, a quien me presentó; era el gobernador de Evora, que me recibió con toda bondad y cortesía. Después de hablar un rato salimos juntos a visitar un edificio antiguo, del que se decía que en tiempos pasados fué templo de Diana. Parte de él era evidentemente de construcción romana; no había lugar a error ante las bellas y elegantes columnas que sostenían la cúpula, bajo la que probablemente se cumplían sacrificios a la divinidad más poética y atrayente de los gentiles; pero los antiguos intercolumnios habían sido macizados en tiempos modernos, y el resto del edificio parecía ser de fines de la Edad Media. Estaba situado en un extremo de la antigua casa de la Inquisición, y fué residencia del obispo antes de construirse la Seo actual.

Dentro de la Seo, donde vive ahora el gobernador, hay una magnífica biblioteca, que ocupa una inmensa pieza abovedada, como la nave de una catedral; en un aposento contiguo hay una colección de cuadros de autores portugueses, principalmente retratos, entre los que se halla el de don Sebastián. Quiero creer que el pintor no le hizo justicia, porque le representó en figura de un tosco mancebo como de diez y ocho años, abotagado y bobo, con ojos saltones, y una golilla en torno del cuello corto y apoplético.

Me enseñaron varios misales con bellas miniaturas, y otros manuscritos, uno de cuales atrajo sobre todo mi atención, por motivos que se adivinan con sólo decir que su título era:


¡Me pareció oír la voz de mi amada tierra natal en los tiempos pasados! La biblioteca y la colección de cuadros las formó uno de los últimos obispos, varón muy ilustrado y piadoso.

Por la noche cené con don Jerónimo y su hermano; éste nos dejó en seguida para cumplir sus deberes de militar. Mi amigo y yo hablamos con detenimiento de cosas importantes. Empezó lamentándose de la ignorancia en que estaban sumidos sus conterráneos, y me dijo que tanto él como su amigo el gobernador se proponían establecer un colegio en aquellos contornos, habiéndose dirigido al Gobierno en demanda de autorización para utilizar un convento vacío, llamado el Espinheiro, o el espino, distante una legua de allí, y esperaban ver aceptada su propuesta. Ya le había yo dicho a don Jerónimo mi calidad y mis propósitos; y al manifestarle ahora mi contento por los planes que abrigaba, le rogué con las más vivas instancias que usase de su valimiento para que la educación dada a los muchachos tuviera por base el conocimiento de las Escrituras, y añadí que la mitad de las Biblias y Testamentos llevados por mí a Evora la ponía gustoso a su disposición. Al instante me tendió la mano, y aceptó mi oferta con gran placer, prometiéndose hacer cuanto pudiera en pro de mis intenciones, también suyas en muchos respectos. Entonces añadí que yo no había ido a Portugal con la idea de propagar los dogmas de una secta particular, sino con la esperanza de difundir la Biblia, manantial de cuanto es útil y conducente al bien de la sociedad; que no me importaba lo que la gente profesara, con tal que tuviese por guía la Biblia, porque allí donde se leen las Escrituras, ni la superchería clerical ni la tiranía duran mucho; aduje como ejemplo mi propio país, cuya libertad y prosperidad se deben a la Biblia, y donde cabalmente el último perseguidor del libro, la sanguinaria e infame María Tudor, fué también el último tirano que se sentó en el trono. Me separé de mi amigo ya muy entrada la noche, y a la mañana siguiente le envié los libros, en la firme y confiada esperanza de que una aurora radiante y gloriosa iba a disipar las lúgubres sombras de la noche que durante tanto tiempo habían envuelto al Alemtejo.

 

Al siguiente día de este interesante suceso, sábado, hablé de nuevo con el hombre de Palmella. Le pregunté si nunca en sus viajes le habían atacado los ladrones; me respondió que no, pues, en general, viajaba acompañado. «Sin embargo – añadió – cuando viajo solo tampoco tengo miedo, porque voy bien protegido.» Supuse que llevaría buenas armas, y así se lo dije. «No más arma que esta» – repuso, mostrándome uno de esos enormes cuchillos de manufactura inglesa, de que suelen estar provistos los campesinos portugueses. Esos cuchillos se emplean para muchos usos, y me parecen un arma bastante más eficaz que el puñal. «Pero no es este cuchillo – continuó el hombre – lo que me da más confianza.» «¿Pues qué es?» «Esto – contestó, y extrajo del seno un escapulario que llevaba colgado del cuello con un cordón de seda – . Aquí llevo una oraçam, o plegaria, escrita por una persona de virtud, y mientras no se aparte de mí no me ocurrirá nada.» Como la curiosidad es el principal rasgo de mi carácter, dije al momento al hombre aquel, con gran calor, que si me dejaba leer la oración me proporcionaría un placer vivísimo. «Bueno – contestó – ; somos amigos, y voy a hacer por usted lo que haría por muy pocos.» Me pidió el cortaplumas, y sin descoser el envoltorio sacó un pedazo de papel, bastante grande, cuidadosamente ajustado a él. Corrí a mi aposento para examinarlo. Estaba escrito con garrapatos casi ilegibles, y tan manchado de sudor, que me costó mucho trabajo descifrar su contenido; al cabo conseguí hacer la siguiente transcripción literal del conjuro, escrito en mal portugués, pero que me impresionó en aquella ocasión, por tratarse de la composición más extraordinaria que había visto:

El conjuro. – «Justo juez y divino Hijo de la Virgen María, que naciste en Belén, Nazareno, y fuiste crucificado entre la muchedumbre de los judíos, te suplico, Señor, por tu sexto día, que mi cuerpo no sea preso por la justicia ni reciba de sus manos la muerte, la paz sea con nosotros, la paz de Cristo, venga a mí la paz, la paz sea con nosotros, dijo Dios a sus discípulos. Si la maldita justicia recela de mí, o pone en mí sus ojos, para apoderarse de mí o robarme, que sus ojos no puedan verme, que su boca no pueda hablarme, que sus oídos no puedan oírme, que sus manos no puedan agarrarme, que sus pies no puedan seguirme; de suerte que, armado con las armas de San Jorge, cubierto con el manto de Abraham y embarcado en el arca de Noé, no puedan verme, ni oírme, ni verter la sangre de mi cuerpo. Te conjuro, además, Señor, por aquellas tres benditas cruces, por aquellos tres benditos cálices, por aquellos tres benditos sacerdotes, por aquellas tres hostias consagradas, que me des aquella dulce compañía que diste a la Virgen María desde las puertas de Belén a los portales de Jerusalem, para que pueda yo ir y venir alegre y gustoso con Jesucristo, el Hijo de la Virgen María, madre, y, sin embargo, siempre virgen.»

La posadera y su hija llevaban pendientes del cuello otros escapularios con amuletos semejantes, para librarse, según decían, de todo maleficio. La creencia en la brujería está muy extendida entre los campesinos del Alemtejo, y creo que entre todos los de Portugal. Esta es una de las reliquias del régimen frailuno, que en todos los países donde ha existido parece haberse propuesto embotar el entendimiento del pueblo para extraviarlo con más facilidad. Todos esos amuletos estaban confeccionados por frailes, que se los vendían a sus entontecidos penitentes.

Los monjes de las iglesias griega y siria trafican también con estas cosas, aun sabiendo que son nocivas, y anteponen ese comercio a la difusión del saludable bálsamo del Evangelio, porque de aquél sacan muy buenas ganancias y mantienen así el engaño que les permite vivir regaladamente.

La mañana del domingo fué muy hermosa, y la explanada que hay delante del convento de San Francisco se llenó de gente que iba a misa o volvía de oírla. Cumplidas mis devociones matinales me desayuné, y bajé a la cocina; una muchacha llamada Gerónima estaba sentada al amor de la lumbre. Le pregunté si había oído misa, y me respondió que ni la había oído ni pensaba oírla. Inquirí el motivo y replicó que desde la expulsión de los frailes de sus iglesias y conventos, había dejado de oír misa y de confesarse, porque los curas no tenían en tal ministerio poder espiritual, y, por tanto, se abstenía de ir a molestarlos. Dijo que los frailes eran unos santos varones, muy caritativos, que a diario daban de comer en el convento de enfrente a cuarenta pobres con las sobras de la comida del día anterior, y ahora a esa gente se la dejaba morirse de hambre. Contesté que como vivían de la enjundia de la tierra, bien podían permitirse los frailes arrojar unos pocos huesos a sus pobres, haciéndolo así por política, con la esperanza de ganar amigos para los casos de apuro. La muchacha me dijo después que, como domingo, tal vez desearía yo entretenerme viendo algún libro, y sin esperar respuesta me trajo unos cuantos. Eran en su mayoría narraciones populares de vidas y milagros de santos, pero entre ellos había una traducción del libro de Volney, Las ruinas. Pregunté cómo había adquirido tal obra. Díjome que un joven, ardiente constitucionalista, se la había dado unos meses antes, con muchas instancias para que la leyese, ponderándosela como uno de los mejores libros del mundo. Repuse que el autor, enviado de Satán, enemigo de Jesucristo y del alma humana, había escrito la obra con el único propósito de mofarse de la religión y de inculcar la doctrina de que no hay vida futura ni premio para el virtuoso ni castigo para el malo. La muchacha, sin responder palabra, se fué a otro aposento, del que volvió con el delantal lleno de astillas y otra leña menuda, volcándola en la lumbre, que levantó viva llama. Entonces, tomando de mis manos el libro, lo echó en la hoguera, se sentó, sacó del bolsillo un rosario y estuvo rezando hasta que el volumen quedó consumido. Fué esto un auto de fe en el mejor sentido de la palabra.

El lunes y el martes hice mis acostumbradas visitas a la fuente, y también recorrí los alrededores, montado en una mula, para repartir folletos. Dejé caer una buena porción de ellos en los paseos preferidos por la gente de Evora, porque era dudoso que los aceptaran si yo se los ofrecía en propia mano, mientras que si los veían tirados por el suelo, pensaba yo que la curiosidad acaso los indujera a cogerlos y leerlos.

En la tarde del martes fuí a despedirme de mi amigo Azveto, pues mi intención era salir de Evora el jueves siguiente y regresar a Lisboa; con esta mira alquilé una calesa, cuyo dueño me dijo que había servido como soldado en la grand’armée de Napoleón y asistido a la campaña de Rusia. Tenía toda la estampa de un borracho. Su rostro era carbuncoso, y su aliento apestaba a aguardiente. Muchos deseos tenía de hablar conmigo en francés, enorgulleciéndose de poseer ese idioma; pero yo rehusé, y le dije que me hablase en la lengua del país o no cruzaría la palabra con él.

El miércoles empeoró el tiempo y, a ratos, llovió. Al bajar a la cocina me encontré con que mi amigo el de Palmella se había marchado; pero habían llegado varios contrabandistas de España. Casi todos eran muy apuestos, y, a diferencia de los dos que vi la semana anterior, locuaces y expansivos; sólo hablaban su lengua natal y parecían sentir gran desprecio por el portugués. La magnífica entonación del español resonaba muy ventajosamente junto al dialecto chillón de Portugal. Pronto trabé con ellos un grave coloquio, y descubrí con alegría que todos sabían leer. Ofrecí al más viejo, hombre de unos cincuenta años de edad, un folleto en español, y después de examinarlo un rato con mucha atención, se alzó de su asiento y, poniéndose en medio del cuarto, comenzó a leer en alta voz, despacio y con gran énfasis. Sus compañeros le rodearon, y de vez en cuando manifestaban su conformidad con lo que oían. En ocasiones, el lector acudía a mí en demanda de explicación de algún pasaje que no entendía bien, por referirse a determinados textos de la Escritura, ya que ninguno de la cuadrilla había visto nunca el Antiguo ni el Nuevo Testamento. Continuó leyendo más de una hora, hasta acabar el folleto; al concluir, todos clamaron por otros parecidos, y se los di con mucho gusto.

Casi todos aquellos hombres hablaban del clericalismo y del régimen frailuno con odio profundo, hasta preferir la muerte a someterse de nuevo al yugo que había oprimido sus cuellos. Híceles muchas preguntas acerca de la opinión de sus parientes y amigos sobre ese punto, y me aseguraron que en la parte de la frontera española frecuentada por ellos, todos eran de la misma opinión, importándoles tan poco el Papa y sus frailes como don Carlos, porque éste era un chicotito y un tirano, y los otros, ladrones y salteadores. Díjeles que no debían confundir la religión con la superstición clerical, ni olvidar por odio a ésta que hay un Dios y un Cristo en quien hemos de buscar nuestra salvación, y cuya palabra estaban obligados a meditar en todo momento; expresáronse, al oírme, como muy devotos creyentes en Cristo y en la Virgen.

Estos hombres eran, en muchos respectos, más ilustrados que los campesinos del contorno, pero en otros se hallaban en iguales tinieblas; creían en brujerías y en el poder de hechizos y ensalmos. La noche fué muy borrascosa. A eso de las nueve oímos un galope que se acercaba, y a poco llamaron a la puerta; abrieron, y se precipitó en la cocina, todo azorado, un hombre montado en un jumento; llevaba una raída chaqueta de piel de carnero de las llamadas en español zamarras, con calzones de lo mismo; desde las rodillas para abajo tenía las piernas desnudas. Alrededor del sombrero llevaba atada una gran cantidad de la hierba llamada en inglés rosemary, romero en español, y en portugués rústico alecrim, palabra de origen escandinavo (ellegren), que significa planta mágica, llevada probablemente al Sur por los vándalos. El recién llegado parecía loco de terror, y contó que las brujas le habían venido persiguiendo y revoloteando en torno de su cabeza desde hacia dos leguas. Aquel hombre traía de la frontera de España harina y otros artículos; dijo que su mujer venía tras él y estaba a punto de llegar. Llegó, en efecto, un cuarto de hora después, chorreando agua y montada también en un borrico. Pregunté a mis amigos los contrabandistas qué significaba el romero, y me dijeron que era bueno contra las brujas y las desventuras del camino. No me entretuve en combatir esta superstición, porque la calesa iría a buscarme a las cinco de la mañana y deseaba yo aprovechar el poco tiempo que podía consagrar el sueño.