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La Biblia en España, Tomo I (de 3)

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CAPÍTULO XVII

Córdoba. – Los moros de Berbería. – Los ingleses. – Un cura viejo. – El breviario romano. – El palomar. – El Santo Oficio. – Judaísmo. – Los palomares profanados. – Propuesta del posadero.

Poco hay que decir de Córdoba, ciudad pobre, sucia y triste, llena de angostas callejuelas, sin plazas ni edificios públicos dignos de atención, salvo y excepto su Catedral, dondequiera famosa; su emplazamiento es, sin embargo, bello y pintoresco. Corre por un lado el Guadalquivir, que, si bien poco profundo en estos lugares y lleno de bancos de arena, no deja de ser un río deleitoso; por el otro se alzan las escarpadas vertientes de Sierra Morena, plantadas de olivares hasta la cima. La ciudad está rodeada de altas murallas moriscas, que pueden tener hasta tres cuartos de legua de desarrollo; a diferencia de Sevilla y de la mayoría de las ciudades de España, carece de arrabales.

La Catedral, único edificio notable de Córdoba, como ya he dicho, es acaso el templo más extraordinario del mundo. Fué en su origen, como todos saben, una mezquita, erigida en los días más brillantes de la dominación árabe en España. Era de planta cuadrangular y de techo bajo, sostenido por infinidad de redondas columnas de mármol, pequeñas y finas, muchas de las cuales subsisten aún, y ofrecen al primer golpe de vista la apariencia de un bosque de mármol; la mayor parte de ellas, sin embargo, fueron quitadas cuando los cristianos, después de expulsar a los muslimes, quisieron transformar la mezquita en catedral, como, en efecto, la transformaron parcialmente, levantando una cúpula y despejando en el interior un cierto espacio para hacer el coro. Tal como hoy está el templo, parece pertenecer en parte a Mahoma, y en parte al Nazareno; y aunque la mezcla de la pesada arquitectura gótica con el aéreo y delicado estilo de los árabes produce un efecto algo raro, todavía el edificio es magnífico y grandioso, y muy adecuado para suscitar el respeto y la veneración en el ánimo del visitante.

Los moros de Berbería parecen cuidarse muy poco de las hazañas de sus antepasados: sólo piensan en las cosas del día presente, y únicamente hasta donde esas cosas les conciernen de un modo personal. El entusiasmo desinteresado y la admiración por cuanto es grande y bueno, señales verdaderas e inconfundibles de un alma noble, son sentimientos que en absoluto desconocen. Asombra la indiferencia con que cruzan ante los restos de la antigua grandeza mora en España. Ni se exaltan ante las pruebas de lo que en otro tiempo fueron los moros, ni la conciencia de su situación actual les entristece. Vienen a Andalucía a vender perfumes, babuchas, dátiles y sedas de Fez y Marruecos; eso es lo que más les interesa, aun cuando la mayor parte de estos hombres estén lejos de ser unos ignorantes y hayan oído y leído lo que ocurría en España en los antiguos tiempos. Una vez hablaba yo en Madrid con un moro bastante amigo mío acerca de su visita a la Alhambra de Granada. «¿No lloró usted – le pregunté – , al pasar por aquellos patios, al acordarse de los Abencerrajes?» «No – respondió – . ¿Por qué había de llorar?» «¿Y por qué fué usted a ver la Alhambra?» – pregunté. «Fuí a verla porque estando en Granada para asuntos míos un compatriota de usted me rogó que le acompañase a la Alhambra y le tradujese unas inscripciones. Es seguro que espontáneamente no se me hubiese ocurrido ir, porque la subida es penosa.» El hombre que me hablaba así compone versos y no es en modo alguno un poeta despreciable. Otra vez, estando yo en la catedral de Córdoba, entraron tres moros y la atravesaron pausadamente, dirigiéndose a la puerta situada en el lado frontero. Todo su interés por aquel lugar se tradujo en dos o tres ojeadas ligeras a las columnas, diciendo uno de ellos: «Huáje del Mselmeen, huáje del Mselmeen» (Cosas de los moros, cosas de los moros); y la única muestra de respeto que dieron por el templo donde en su tiempo se prosternaba Abderrahman el Grande fué que, al llegar a la puerta, se volvieron de cara y salieron andando hacia atrás; sin embargo, aquellos hombres eran hajis y talibs, hombres asimismo de grandes riquezas, que habían leído y viajado, que habían estado en la Meca y en la gran ciudad de la Nigricia144.

Me detuve en Córdoba mucho más de lo primeramente calculado, porque no cesaba de recibir noticias acerca de la inseguridad del camino de Madrid. En poco tiempo escudriñé todos los rincones y escondrijos de aquella antigua ciudad y adquirí algunas amistades entre la gente del pueblo, que es mi modo de proceder habitual cuando llego a una población desconocida. Varias veces subí a Sierra Morena, acompañado por el hijo del posadero, aquel buen mozo de quien ya he hablado. Los posaderos, convencidos de que yo participaba de sus opiniones, me trataban con extremada cortesía; cierto que, en cambio, hube de prestar oídos a vastos planes carlistas, verdaderas traiciones contra los poderes constituídos en España; pero todo lo llevé con paciencia.

– Don Jorgito– díjome un día el posadero – , yo quiero mucho a los ingleses; son mis mejores parroquianos. Es una lástima que no haya más unión entre España e Inglaterra y que no vengan más ingleses a visitarnos. ¿No se podría hacer un casorio? El rey entraría en seguida en Madrid. ¿Por qué no se hacen las bodas del hijo de don Carlos con la heredera de Inglaterra?

– De esa manera – respondí – vendrían seguramente muchos ingleses a España, y no sería la primera vez que el hijo de un Carlos se casa con una princesa de Inglaterra.

El huésped meditó un momento, y luego exclamó:

– Carracho, Don Jorgito, si se hiciera ese matrimonio, el rey y yo tendríamos motivo para tirar el sombrero al aire.

La casa o posada en que yo vivía era sumamente espaciosa, con infinidad de habitaciones grandes y chicas, pero desamuebladas en su mayoría. Mi cuarto estaba al final de un corredor inmensamente largo, como el que por modo admirable se describe en la leyenda maravillosa de Udolfo145. Durante uno o dos días creí que era yo el único huésped en la casa. Pero una mañana vi sentado en el corredor, junto a una ventana, a un anciano de singular aspecto, que leía con atención en un pequeño y abultado volumen. Sus vestidos eran de grosera tela azul, y llevaba un amplio sobretodo encima de un chaleco adornado con varias filas de botoncitos de nácar; tenía calados los espejuelos. Aunque le veía sentado, me di cuenta de que su estatura rayaba en lo gigantesco.

– ¿Quién es ese hombre? – pregunté al posadero, al encontrarle poco después – . ¿Es otro huésped de la casa?

– No puedo decir que sea precisamente un huésped, Don Jorge de mi alma– replicó – ; pues, aunque pára en mi casa, no me da nada a ganar. Ha de saber usted, Don Jorge, que éste es uno de dos curas que había en un pueblo bastante grande146 no lejos de aquí. Al entrar en el pueblo las tropas de Gómez, su reverencia salió a su encuentro revestido, con un libro en la mano, y, a petición de los soldados, proclamó a Carlos Quinto en la plaza del mercado. El otro cura era un liberal violento, un negro rematado, y los realistas le echaron mano, disponiéndose a ahorcarlo. Intervino su reverencia y obtuvo gracia para su colega, a condición de que gritase ¡Viva Carlos Quinto!, y así lo hizo para salvar la vida. Bueno; pues en cuanto los realistas se fueron, el cura negro montó en una mula, vino a Córdoba y delató a su reverencia, a pesar de deberle la vida. Prendieron a su reverencia, trajéronle a Córdoba, y seguramente le habrían metido en la cárcel común por carlista si yo no hubiera salido fiador suyo, poniendo que no se marcharía de aquí y se presentaría cuando le llamaran a responder de los cargos aportados contra él; y en mi casa está, aunque no pueda llamarle mi huésped, pues no gano nada con él: toda su comida, que se reduce a unos pocos huevos, un poco de leche y pan, se la traen a diario del pueblo. En cuanto a su dinero, no sé de qué color es, aunque, según dicen, tiene buenas pesetas. Con todo, es un santo; siempre está leyendo y rezando, y es, además, del partido de los buenos. Por eso le tengo en mi casa, y saldría fiador suyo aunque fuese veinte veces más avaro de lo que parece.

Al siguiente día, al pasar otra vez por el corredor, vi al viejo sentado en el mismo sitio, y le saludé. Me devolvió el saludo con mucha cortesía y cerró el libro, colocándolo en sus rodillas, como si quisiera trabar conversación. Después de cambiar breves palabras, tomé el libro para examinarlo.

– No podrá usted sacar mucho provecho de este libro, Don Jorge– dijo el viejo – . No puede usted entenderlo, porque no está escrito en inglés.

– Ni en español – repliqué – . Pero, respecto a poder entenderlo o no, ¿qué dificultad puede haber en una cosa tan sencilla? Este es el breviario romano escrito en latín.

 

– ¿Pero entienden los ingleses el latín? – exclamó – . ¡Vaya! ¿Quién hubiera pensado que los luteranos pudiesen entender la lengua de la Iglesia? ¡Vaya! Cuanto más vive uno, más aprende.

– ¿Cuántos años tiene vuestra reverencia? – pregunté.

– Ochenta, Don Jorge; ochenta años largos.

Esta fué la primera conversación que tuvimos su reverencia y yo. No tardó en sentir notable inclinación por mí, y me hacía el favor de acompañarme no pocos ratos. A diferencia de nuestro amigo el posadero, el cura no gustaba de hablar de política, cosa que no dejó de sorprenderme, conociendo yo, como conocía, la resuelta y peligrosa parte que había tomado en la última irrupción carlista en las cercanías. En cambio, le gustaba mucho platicar acerca de asuntos eclesiásticos y de los escritos de los Padres.

– He formado en mi casa una pequeña librería, Don Jorge, con todos los escritos de los Padres que me ha sido dable encontrar; su lectura me sirve de entretenimiento y de consuelo. Cuando pasen estos tristes días, Don Jorge, espero que, si continúa usted por estas partes, irá a visitarme, y le enseñaré mi modesta colección de los Padres, y también un palomar, donde crío muchas palomas, que me producen no pequeño solaz y algún provecho.

– Supongo que al hablarme de su palomar – repuse – , alude usted a su parroquia, y que por la cría de las palomas representa usted el cuidado que toma por las almas de sus feligreses, inculcándoles el temor de Dios y la obediencia a la ley revelada, ocupación que, naturalmente, le produce a usted muchos solaces y consuelos espirituales.

– Hablaba sin metáfora, Don Jorge– replicó mi interlocutor – . Al decir que crío muchas palomas, no pretendo significar sino que yo proveo de pichones el mercado de Córdoba, y a veces el de Sevilla; mis aves son muy apreciadas, y creo que no hay en todo el reino otras más gordas ni mejor cebadas. Si fuera usted a mi pueblo, Don Jorge, tendría que hacer alto en una venta donde las probaría seguramente, porque en mi jurisdicción no consiento más palomares que el mío. Respecto de las almas de mis feligreses, creo que cumplo con mi deber en cuanto está de mi parte. Las cosas espirituales me deleitan sobremanera, y por esta razón me incorporé a la Santa Casa de Córdoba, en la que he servido durante muchos años.

– ¿Vuestra reverencia ha sido inquisidor? – exclamé un poco asombrado.

– Desde los trece años hasta que se suprimió el Santo Oficio en estos desventurados reinos.

– Me sorprende y me alegra el saberlo – repuse yo – . Nada tan placentero para mí como hablar con un sacerdote que perteneció antaño a la Santa Casa de Córdoba.

El viejo, mirándome fijamente, contestó:

– Ya le comprendo a usted, Don Jorge. He adivinado hace rato que usted es de los nuestros. Es usted un santo varón y muy instruído; aunque crea conveniente hacerse pasar por inglés y luterano, he penetrado su verdadera condición. Ningún luterano se tomaría por las cosas de la Iglesia el interés que usted demuestra; y a lo de ser inglés, digo que ninguno de esa nación puede hablar el castellano, y menos el latín. Creo que usted es de los nuestros: un sacerdote misionero; y me confirmo en esta idea, sobre todo, porque le veo a usted en frecuente conversación con los gitanos; parece que hace usted propaganda entre ellos. Pero viva usted prevenido, Don Jorge; desconfíe de la fe de Egipto; son malos penitentes y me gustan poco. No le aconsejaría yo a usted que se fiara de ellos.

– No lo intento siquiera – repliqué – ; sobre todo en lo tocante al dinero. Pero, volviendo a cosas más importantes, dígame: ¿de qué delitos conocía la Santa Casa de Córdoba?

– Supongo que sabrá usted cuáles eran los asuntos propios de la función del Santo Oficio; por tanto, no necesito decirle que los delitos en que entendíamos eran los de brujería, judaísmo y ciertos descarríos carnales.

– ¿Qué opinión tiene usted de la brujería? ¿Existe en realidad ese delito?

¡Qué sé yo!– dijo el viejo encogiéndose de hombros – . La Iglesia tiene, o al menos tenía, el poder de castigar por algo, fuese real o irreal, Don Jorge; y como era necesario castigar para demostrar que tenía el poder de hacerlo, ¿qué importaba si el castigo se imponía por brujería o por otro delito?

– ¿Ocurrieron en su tiempo de usted muchos casos de brujería?

– Uno o dos, Don Jorge; eran poco frecuentes. El último caso que recuerdo ocurrió en un convento de Sevilla. Cierta monja tenía la costumbre de salir volando por la ventana al jardín y de revolotear en él sobre los naranjos. Se tomó declaración a varios testigos, y en el proceso, instruído con toda formalidad, quedaron, a mi entender, bastante bien probados los hechos. Pero de lo que sí estoy cierto es de que la monja fué castigada.

– ¿Les daba a ustedes mucho que hacer el judaísmo en estas partes?

– ¡Oh! Lo que más trabajo daba a la Santa Casa era, en efecto, el judaísmo; sus brotes y ramificaciones son numerosos, no sólo por aquí, sino en toda España; lo más singular es que hasta en el clero descubríamos continuamente casos de judaísmo de ambas especies que, por obligación, teníamos que castigar.

– ¿Hay más de una especie de judaísmo? – pregunté.

– Siempre he dividido el judaísmo en dos clases: negro y blanco; por judaísmo negro entiendo la observancia de la ley de Moisés con preferencia a los preceptos de la Iglesia; en el judaísmo blanco entra todo género de herejía, como luteranismo, francmasonería y otros por el estilo.

– Comprendo fácilmente – dije yo – que muchos sacerdotes acepten los principios de la Reforma, y que no pocos se hayan dejado extraviar por las engañosas luces de la filosofía moderna; pero es casi inconcebible que dentro del clero haya judíos que sigan en secreto los ritos y prácticas de la ley antigua, aunque ya antes de ahora me han asegurado que el hecho es cierto.

– Crea usted, Don Jorge, que en el clero hay abundancia de judaísmo, lo mismo del negro que del blanco. Recuerdo que una vez estábamos registrando la casa de un eclesiástico acusado de judaísmo negro, y, después de buscar mucho, encontramos debajo del piso una caja de madera, y en ella un pequeño relicario de plata, donde había guardados tres libros forrados de negra piel de cerdo; los abrimos, y resultaron libros devotos judíos, escritos en caracteres hebreos, antiquísimos; al ser interrogado, no negó su culpa el reo; antes bien, se vanaglorió de ella, diciendo que no había más que un Dios, y atacando el culto a María Santísima como una idolatría grosera.

– Y aquí entre nosotros, ¿qué opina usted de esa adoración a María Santísima?

– ¿Qué opino yo? ¡Qué sé yo!– dijo el viejo, encogiéndose de hombros aún más que la vez primera – . Pero le diré a usted que, bien mirado, me parece justa y natural. ¿Por qué no? Cualquiera que vaya a visitar mi iglesia, y la contemple tal como en ella está, tan bonita, tan guapita, tan bien vestida y gentil, con aquellos colores, blanco y carmín, tan lindos, no necesitará preguntar por qué se adora a María Santísima. Y, sobre todo, Don Jorgito mío, eso es cosa de la Iglesia y forma parte importante de su sistema.

– ¿Y tuvo usted que entender en muchos casos de delitos carnales?

– Entre los seglares, no muchos; sobre los clérigos ejercíamos una rigurosa vigilancia. Pero, en general, éramos tolerantes en estas materias, conociendo las muchas flaquezas de la naturaleza humana. Rara vez castigábamos, salvo en los casos en que la gloria de la Iglesia y la lealtad a María Santísima hacían absolutamente inexcusable el castigo.

– ¿Cuáles eran esos casos? – pregunté.

– Aludo a la profanación de los palomares, don Jorge, y a la introducción en ellos de carne de contrabando para fines que no eran ni apropiados ni decentes.

– Vuestra reverencia me perdonará; pero no acabo de entender.

– Me refiero, don Jorge, a ciertos actos de perversión practicados por algunos clérigos en apartados y lejanos palomares, en olivares y huertos; actos condenados, si no recuerdo mal, por San Pablo en su primera carta al Papa Sixto. Ahora me habrá usted entendido, don Jorge, porque es usted hombre versado en cosas de iglesia.

– Creo que le he entendido a usted – repliqué.

Después de permanecer unos cuantos días más en Córdoba, resolví continuar mi viaje a Madrid, aunque seguían diciéndome que los caminos estaban muy inseguros. Me pareció inútil quedarme allí más tiempo en espera de que se restableciera la normalidad, cosa que podía no ocurrir nunca. Consulté, pues, con el posadero respecto del mejor modo de hacer el viaje. «Don Jorgito– respondió – , creo que puedo darle a usted un buen consejo. Usted tiene ganas de marcharse, según me dice, y yo no acostumbro a retener a mis huéspedes más tiempo del que buenamente quieren estar en mi casa; proceder de otro modo sería impropio de un posadero cristiano; eso se queda para los moros, los cristinos y los negros. Para facilitarle a usted el viaje, don Jorge, tengo un plan en la cabeza, y ya, antes de que me preguntase, había resuelto proponérselo a usted. Mi cuñado tiene dos caballos, y cuando se le ofrece los da en alquiler; usted puede alquilarlos, don Jorge, y mi cuñado en persona le acompañará para servirle y darle conversación, por lo que le pagará usted cuarenta duros. Pero, y esto es lo importante, como en el camino hay muchos ladrones y malos sujetos, tales como Palillos y su gente, hará usted una obligación, don Jorge, comprometiéndose, si los roban y desvalijan a ustedes, y si los ladrones se quedan con los caballos de mi cuñado, a hacerle bueno, en cuanto lleguen a Madrid, todo lo que por seguirle a usted haya perdido. Este es mi plan, don Jorge, y no dudo que su merced lo apruebe, porque está trazado para favorecerle, y no con miras de lucro para mí ni los míos. En mi cuñado tendrá usted un gran compañero de viaje; es un hombre muy formal, pertenece al partido de los buenos, y ha viajado también mucho; porque, entre nosotros, don Jorge, es un poco contrabandista, y con frecuencia trae de contrabando diamantes y piedras preciosas de Portugal a España, para colocarlas en Córdoba o en Madrid. Conoce todos los atajos, don Jorge, y le respetan mucho en las ventas y posadas del camino. Ahora venga esa mano para cerrar el trato, y en seguida iré a buscar a mi cuñado para decirle que se disponga a salir con su merced pasado mañana.»

CAPÍTULO XVIII

Salida de Córdoba. – El contrabandista. – Treta judaica. – Llegada a Madrid.

Salí de Córdoba una radiante mañana en compañía del contrabandista, que iba montado en un hermoso caballo de media alzada, una jaca, de la renombrada casta cordobesa; era el animal de color bayo claro, lucero, de remos fuertes, pero elegantes, y con una larga cola negra que le arrastraba por el suelo. El otro caballo, destinado a llevarme a Madrid, era de muy diferente estampa, que no predisponía en favor suyo. Por muchos rasgos se parecía sumamente a un cerdo, sobre todo por la curvatura del lomo, por la cortedad del cuello y por la manera de llevar siempre la cabeza junto al suelo; su perpetuo husmear y su rabo eran también enteramente los de un cerdo. Su piel más parecía cubierta de ásperas cerdas que de pelo; y en cuanto al tamaño, muchos cerdos de Westfalia he visto tan altos como él. No me agradaba mucho la idea de exhibirme a lomos de tan singularísimo cuadrúpedo, y me puse a mirar fijamente al excelente animal en que mi guía había tenido por conveniente instalarse. El hombre interpretó mis miradas, y me dió a entender que por llevar el equipaje le correspondía el mejor caballo, alegación que me pareció harto bien fundada para oponerle reparo alguno.

Resultó que el contrabandista no era, ni con mucho, un compañero de camino tan agradable como las manifestaciones del posadero de Córdoba me habían hecho suponer. Durante el día, cabalgaba taciturno y en silencio, y apenas respondía a mis preguntas más que con monosílabos; por las noches, empero, después de comer bien y beber en proporción a mis expensas, consentía en mostrarse a veces más sociable y comunicativo. «Me he quitado del contrabando – me dijo en una de estas ocasiones – a causa de una estafa que me hicieron en Lisboa: un judío, a quien conocía yo desde mucho tiempo atrás, me encajó por bueno un brillante falso. Lo hizo con una habilidad extraordinaria, porque no soy yo tan novato que no sepa conocer las piedras buenas; al parecer, el judío tenía dos, y las cambió con mucha destreza, guardándose la buena, comprada por mí, y substituyéndola con otra, muy bien imitada, pero que no valía cuatro duros. Descubrí la estafa cuando había cruzado ya la frontera, y aunque volví allá a escape, no pude dar con el bandido; uno de sus rabinos me dijo que el tal había muerto y que acababan de enterrarle; pero bien conocí que mentía, porque al decírmelo le retozaba la risa en los ojos. Desde entonces renuncié al contrabando.»

 

No intentaré describir minuciosamente los varios incidentes de este viaje. Dejando a nuestra derecha las montañas de Jaén, pasamos por Andújar y Bailén, y al tercer día llegamos a La Carolina, pequeña pero linda ciudad en las faldas de Sierra Morena, habitada por los descendientes de los colonos alemanes. A dos leguas de este lugar entramos en el desfiladero de Despeñaperros, que aun en tiempos normales tiene muy mala fama por los robos que continuamente se perpetran en sus escondrijos, y que en la época de que voy hablando era, según decían, un hormiguero de bandidos. Creíamos, pues, que nos robarían, o que quizás nos dejarían desnudos en el monte o nos maltratarían de cualquier otro modo; pero la Providencia intervino en favor nuestro. Al parecer, el día antes de nuestra llegada los bandidos habían cometido una espantosa muerte y robado hasta cuarenta mil reales, botín que probablemente los satisfacía por algún tiempo; lo cierto es que nadie nos molestó. A nadie vimos en el desfiladero, aunque a ratos llegaban hasta nosotros voces y silbidos. Entramos en la Mancha, donde temía yo caer en manos de Palillos y Orejita. La Providencia me protegió de nuevo. El tiempo había sido hasta entonces delicioso; súbitamente, el Señor sopló un viento helado, tan riguroso que era casi irresistible. Ningún ser humano, salvo nosotros, se aventuraba a salir. Atravesamos llanuras cubiertas de nieve, y pasamos por ciudades y pueblos que parecían desiertos. Los ladrones se estuvieron encerrados en sus cuevas y chozas; pero el frío a poco nos mata. Llegamos a Aranjuez el día de Navidad, ya tarde, y fuí a casa de un inglés, donde ingerí casi un cuartillo de aguardiente: no me hizo más efecto que si fuese agua tibia.

Al siguiente día llegamos a Madrid, y tuve la fortuna de encontrarlo todo tranquilo y en orden. El contrabandista estuvo conmigo dos días más, al cabo de los cuales se volvió a Córdoba montado en el grotesco animal que me había traído a mí todo el viaje; la jaca se la compré yo, porque en el camino aprecié sus facultades, y pensé que podría utilizarla en mis excursiones futuras. El contrabandista quedó tan contento del precio que le pagué por el caballo, y del trato que en general había recibido de mí mientras me acompañó, que de muy buena gana se hubiera quedado a servirme como criado, y así me lo pidió, asegurándome que si yo consentía en ello, dejaría a su mujer y a sus hijos, y me seguiría por el mundo entero. No quise acceder a su petición, aunque necesitaba un criado; le hice, pues, volver a Córdoba, donde, según supe más tarde, murió repentinamente a la semana de haber llegado.

Su muerte ocurrió de singular manera: un día tomó el hombre la bolsa de su dinero, y después de contarlo le dijo a su mujer: «Con el viaje del inglés y la venta de la jaca he hecho noventa y cinco duros; a poca suerte que tenga, puedo doblarlos arriesgándolos en el contrabando. Mañana me voy a Lisboa a comprar diamantes. Vamos a ver si hay que herrar el caballo.» Se levantó, encaminándose a la puerta con intención de ir a la cuadra; pero antes de trasponer el dintel, cayó muerto al suelo. Así son las cosas de este mundo. Bien dice el sabio: «Nadie está seguro del mañana.»

FIN DEL TOMO PRIMERO
144Alude, probablemente, a Khartum, capital del Sudán. (Nota de Burke.)
145The mystery of Udolpho, por Mrs. Radcliffe (1764-1823). (Nota de Burke.)
146Puente. (Nota de Burke.)