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Episodios Nacionales: Bodas reales

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V

El dedo de Dios, como algún diario de la época escribió con poético énfasis, señalaba al ídolo revolucionario, al rebelde y traidor Espartero, el único camino que debía seguir, para sumergir su ignominia en el ancho foso de los mares. A toda prisa tomó el Regente, con los restos de la dominación ayacucha, el camino de Cádiz, única plaza importante que aún no se había pronunciado; alentaba la esperanza de hacerse fuerte dentro de aquellos gloriosos muros, que habiendo sido cuna de la libertad recién nacida, debía ser su refugio cuando, ya persona mayor, volvía vencida y descalabrada. ¡Vana ilusión! Mal podría pensar D. Baldomero en que los baluartes gaditanos le dieran apoyo para la restauración de su poder, cuando no tenía ya fuerza, ni partido, ni partidarios. Al salir de Sevilla empezaron las deserciones: huían los oficiales, tras ellos los soldados; en Lebrija y Morón, Cuerpos enteros, volviendo descaradamente la espalda al viejo ídolo, corrían a campo-traviesa en busca del ídolo nuevo, que en aquel caso era D. Manuel de la Concha, el cual de la parte de Málaga venía con hueste numerosa y brava en persecución del fugitivo. La relajada moral que entonces reinaba, fruto de tantas sublevaciones y del derroche de recompensas con que las estimulaba una política vil, obró con infalible poder corruptor en las almas de los últimos ayacuchos. ¿No era un dolor que cuando en toda España derramaban ascensos a manos llenas las Juntas de Salvación, se expusieran a ser postergados o quizás perseguidos los pobrecitos jefes y oficiales que acompañaban el cadáver de la Regencia por la única razón de una etiqueta vana y de una lealtad inútil?… Espartero llegó al Puerto de Santa María sin más ejército que su escolta, sus ayudantes y un grupo de fieles amigos, entre los cuales se contaban Nogueras, Van-Halen, Infante, Linaje, Montesinos, Gurrea, Milagro y otros cuyos nombres resultan desvanecidos en el oleaje del tiempo. Refugiado en el vapor Betis, firmó el Regente su protesta, último resuello de un poder expirante, y luego se trasladó a bordo del navío Malabar, de la marina Real inglesa, el cual, guardándole miramientos exquisitos y no escatimándole los honores oficiales, le llevó a Lisboa. De Lisboa partió a Londres en otro buque inglés.

Ved aquí extinguido un poder de la manera más pedestre y oscura, sin la brillantez ni el interés trágico que suelen acompañar a las catástrofes de imperios y a la caída de dictadores o favoritos. Todo ello es de la más estulta prosa histórica, y fuera de la postura digna que adopta el caído, no se ve ni en sus partidarios ni en sus enemigos más que amaneramiento, bajeza de ideas, finalidades egoístas. Ni resplandecen grandes virtudes ni los furores desordenados, que suelen ser signos de vitalidad en los pueblos y de grandeza de caracteres. Todo es pequeño, vulgar, con una mezcla repugnante de candor bobo y de malicia solapada. Los ataques y las defensas de palabra y por escrito revelan afectación y mentira; se hacen y sostienen con hinchado lenguaje afirmaciones en que nadie cree. La única fe que se trasluce entre tanta garrulería es la de los adelantamientos personales; el móvil supremo que late aquí y allí no es más que la necesidad de alimentarse medianamente, la persecución de un cocido y de unas sopas de ajo, ambiciones tras de las cuales despuntan otras más altas, anhelos de comodidades y distinciones honoríficas. Bien lo dice la profana Clío cuando, interrogada acerca de estas cosas tan poco hidalgas, nos muestra la imagen de la Nación desmedrada por los hábitos de ascetismo a que la han traído los que durante siglos le predicaron la pobreza y el ayuno, enseñándola a recrearse en su escualidez cadavérica y a tomarla por tipo de verdadera hermosura. Dícenos también la diosa que no puede hacer nada contra los siglos, que han amaestrado a nuestra raza en la holgazanería, imbuyéndole la confianza en que los hombres serán alimentados con semillitas que lleva y trae el viento de la Providencia. Añade que las necesidades humanas, eterna ley, despertaban al fin en el pobre español los naturales apetitos, sacándole del sueño de austeridad ascética, y al llegar esta situación, encontraba más fácil pedir a la intriga que al trabajo la mísera sopa y el trajecito pardo con que remediarse del hambre y del frío.

Y sin pedir nuevos dictámenes a la Musa, puede asegurarse que no escaseaban, en medio de tanto prosaísmo, accidentes cómicos de cierto valor estético. El General bonito declaraba a Espartero traidor a la Patria, privado de todos sus honores, y le entregaba por sí y ante sí a la execración de los españoles… A la protesta que formuló el Regente a bordo del Betis contestaron el mismo Serrano, López y Caballero con otra soflama, repitiendo lo de la execración universal, acusándole de haber saqueado las arcas públicas, y quitándole, por fin, todos sus empleos, títulos, grados y cruces. No sería justo acusar a los que tales desatinos e insulsas candideces escribían, y esta es otra de las gravísimas corrupciones de la política, que hace a los hombres desvariar ridículamente y decir mil necedades sin creer en ellas. Por esto la historia de todo grande hombre político en aquel tiempo y en el reinado de Isabel no es más que una serie de enmiendas de sí mismos, y un sistemático arrepentirse hoy de cuanto ayer dijeron. Se pasan la vida entre acusaciones frenéticas y actos de contrición, flaqueza natural en donde las obras son nulas y las palabras excesivas, en donde se disimula la esterilidad de los hechos con el escribir sin tasa y el hablar a chorros.

Lecciones de consecuencia podía dar a todos el buen Milagro, que al volver de la tierna despedida del Regente, dejándole en la lancha, era tan fanático esparterista como en los días gloriosos del 40 y del 41, y en la fidelidad de esta religión pensaba morir, legando a sus hijos, a falta de caudales que no poseía, el ejemplo de su adoración idolátrica del dogma liberal. Si en el gobierno de la ínsula que su D. Quijote le confiara había cometido mil tropelías electorales para sacar diputado a Don Bruno; si fue un gobernador muy parcial y más devoto de sus amigos que del procomún, en el terreno de los intereses conservó inmaculada pureza, y su conciencia salió de allí tan limpia como sus bolsillos. De su integridad era testimonio el hecho de que tuvo que pedir dinero a sus amigos para costearse el viaje de Cádiz a Madrid, y resignado con su suerte, por el camino iba soltando aforismos de manchega filosofía: «Todo el mal nos viene junto, como al perro los palos… A donde se piensa que hay tocinos, no hay estacas». Volvía el hombre a su casa sin otro caudal que las esperanzas en la próxima vuelta del Duque.

Cogido el mango de la sartén por los hombres de Octubre, ayudados de los hombres de Julio, reducido habían a la mayor miseria y aniquilamiento a los hombres de Septiembre. Entraron proclamando que se hundía todo, Patria, Religión, Gobierno, Monarquía, y hasta el firmamento, si no se arrancaban de las manos de Espartero aquellos diez y seis meses que de regencia le restaban, y para que no se creyese que ellos, los señores de Octubre y de Julio, ambicionaban los puestos de Regente o Tutores, declararon la mayor edad de la niña, haciéndola de golpe y porrazo mujer capacitada para pastorear el español ganado, tan pacífico y obediente. Cierto que el Duque había cometido errores políticos, algunos muy graves; pero ¿qué planes, qué ideas, qué sistema traían los nuevos curanderos para aplicar a los males antiguos un remedio eficaz? Atropellaron un poder para crear otro con los mismos y aun peores vicios; tiraron un ídolo para poner en su peana otros, que más bien debieran llamarse monigotes, cuya incapacidad se vio muy clara en el correr del tiempo. Repitieron los defectos de la Administración esparteril, agravándolos escandalosamente; si el Duque convirtió en razón de Estado la protección a los que le eran fieles; si a veces pospuso el bien General al de una media docena de compinches y paniaguados, los libertadores de Octubre y de Julio nos traían el imperio sistemático de las camarillas, del caciquismo, del pandillaje, de las asoladoras tribus de amigos, con el desprecio de toda ley y la burla del interés patrio. En el tránsito de la turbulenta infancia de Isabel a su mayor edad, vemos aparecer la pléyade funesta: hombres de talento en gran número, de brillante exterior y fecundos en palabrería, enteramente vacíos de voluntad y de rectitud, en el sentido General. Entre unos y otros, civiles y militares, no hicieron más que levantar esta Babel que tanto cuesta destruir: los Olózagas y López, por el lado liberal; los Narváez, Serranos y Conchas, por el opuesto; el mismo O’Donnell, que supo hallar un pasajero equilibrio, con un pie en cada lado, y otros que no es necesario nombrar, más que laureles merecen maldiciones, porque nada grande fundaron, ningún antiguo mal destruyeron. Entre todos hicieron de la vida política una ocupación profesional y socorrida, entorpeciendo y aprisionando el vivir elemental de la Nación, trabajo, libertad, inteligencia, tendidas de un confín a otro las mallas del favoritismo, para que ningún latido de actividad se les escapase. Captaron en su tela de araña la generación propia y las venideras, y corrompieron todo un reinado, desconceptuando personas y desacreditando principios; y las aguas donde todos debíamos beber las revolvieron y enturbiaron, dejándolas tan sucias que ya tienen para un rato las generaciones que se esfuerzan en aclararlas.

VI

Observó en Madrid el buen Milagro mudanzas y novedades: derribos de casas, edificaciones hermosas, modas y costumbres de importación reciente, y a María Luisa la encontró muy flaca y desmedrada, a Rafaela repuesta de sus destemplanzas con la dichosa viudez y el más dichoso casamiento, a los chicos muy despiertos, adornados de relumbrones de ciencia y de pedantesca verbosidad ostentosa que en el trato escolar iban adquiriendo. Mayor sorpresa que él con estas hechuras del infalible progreso, tuvieron sus hijas viéndole venir de la ínsula sin una mota ni nada que se le pareciese; tampoco traía regalos, que con la visita al Regente tuvo que dejarse allá las ollas de arrope y dos cajitas de bizcochos de Almagro. Creían las chicas que su padre no volvería del Gobierno sin una carga de dinero, producto de su honesto ahorro y de las obvenciones propias del cargo, y les supo mal verle venir a lo náufrago que a duras penas salva la vida y lo puesto. Ciertamente se condolió más de esta desventura María Luisa, por ser pobre, que su hermana Rafaela, la cual, enriquecida por un buen matrimonio, no necesitaba para nada del socorro paterno, y así, mientras la señora de Cavallieri, al notar la vaciedad de bolsa de su señor padre, dejó traslucir su enojo, trocando su afectuoso júbilo en frialdad cercana al menosprecio, la otra, por el contrario, sintió redoblada su piedad (pues era, según dicen, aunque disoluta, mujer de buen corazón), y quiso darle la mejor prueba de su filial cariño, brindándole hospedaje y asistencia por todo el tiempo que quisiera, esto es, hasta que volviese el Duque con la contra-regeneración. Muy buena cara puso Don Frenético al oír las ofertas de su esposa, y accediendo a todo, como marido enamorado que en los ojos de ella se miraba, repitió y extremó la cariñosa protección, con lo que D. José, vencido del agradecimiento y de la ternura, bendijo a la Providencia, después a sus hijos, y se limpió las lágrimas que en tan patética escena brotaron de sus ojos.

 

Visitado de sus numerosos amigos, frecuentando desde el día de su llegada cafés, círculos y tertulias, entró de lleno en el mar de las conversaciones políticas, sin que ni por casualidad saliese de sus labios palabra sobre otro asunto; que así son los que adquieren ese vicio nefando. Los atacados de él, que eran casi todos los habitantes de las ciudades populosas, no se entretenían tan sólo en discutir y comentar los problemas graves de la cosa pública, sino que principalmente cebaban su apetito en la baja cuestión de personal, caídas y elevaciones de funcionarios, y en otros mil enredos, chismes y menudencias. Componían el Gobierno llamado Provisional las mismas figuras, con corta diferencia, del Gabinete de Mayo, en las postrimerías de la Regencia. Lo presidía el mismo D. Joaquín María López, que con su oratoria musical fue uno de los que más contribuyeron al desastre pasado; a Guerra y a Gobernación habían vuelto Serrano y Caballero, y gobernaba el Tesoro público el Sr. Ayllón. Aunque todos procedían de la vieja cepa progresista, el alma del Gabinete era Narváez, a quien nombraron Capitán General de Madrid. Narváez mangoneaba en lo pequeño como en lo grande, y de su secretaría y tertulia salían las notas para el terrorífico desmoche de empleados.

El angustioso lamentar de los cesantes que iban cayendo, y el bramido triunfal de los nuevos funcionarios que al comedero subían, formaban el coro en las vanas tertulias de los cafés. Otros parroquianos puntuales de aquellas mesas, satisfechos de permanecer en sus destinos, declaraban a boca llena que la última revolución, hecha con tanta limpieza de manos, derramando tan sólo algunas gotitas de sangre, era la admiración del mundo entero. El Ejército estaba contentísimo por la prodigalidad con que se había premiado su patriótico alzamiento, repartiendo sin tasa empleos, grados, honores y cruces; el pueblo bailaba de gusto, viendo a todos reconciliados sin más mira que el bien común, y confiado en que se rebajarían las contribuciones; la Iglesia también se daba la enhorabuena, porque se reanudarían pronto las buenas relaciones con el Papa y se pondría coto al ateísmo y a la impiedad; y en fin, general era el contento, porque bien a la vista estaba que entrábamos en una era de bienandanza, paz y trabajo…

Todo esto lo rebatía con múltiples razones y ejemplos D. José del Milagro, sosteniendo que la era en que estábamos era una era erial, es decir, sin trigo, porque todo el grano de ella era para los gorriones moderados. No nos alababa la Europa: lo que hacía era reírse de nosotros y de la suma necedad de los liberales. En cuanto al Ejército, justo sería pedirle que pusiera las cosas en el estado que tenían antes de los escándalos de Julio, pues bien iban comprendiendo los mismos militares que habían sido instrumento de la más odiosa de las traiciones y de la más vil de las sorpresas, expulsando al libertador de España, para traernos a media docena de generales bonitos y feos, que no eran más que servidores de Cristina y de los Muñoces. La conducta de los progresistas que habían concertado la coalición cayendo como bobos en la trampa moderada, juzgábala el ex-gobernador de la ínsula manchega en los términos más crueles y despreciativos. Con un símil ingenioso representaba el proceder de López, Olózaga, Serrano y Caballero: habían sujetado por brazos y piernas a la Libertad para que los Narváez y Conchas se hartaran de darle de puñaladas… ¡Y luego seguían tan frescos, gobernando al país y hablándonos de voluntad nacional y de reconciliación!

En su propia casa, o sea la de Rafaela, no cesaba el cotorreo de Milagro, porque allá concurrían diferentes personas, como él entregadas al feo vicio de la embriaguez política. Moderados eran algunos y moderado el dueño de la casa, antaño conocido por Don Frenético, hombre fino tolerante, que siempre ponía la cortesía y la amistad sobre las ideas; progresistas eran otros, de los poquitos que cultivaban con esmero las formas sociales, y por esto las discusiones que a cada instante se empeñaban no eran desagradables ni groseras. Entre los asiduos descollaba D. Mariano Centurión, gentilhombre de Palacio en tiempo de la tutoría de Argüelles. Aún sufría dolores agudos en la parte posterior de su individuo, efecto de la violentísima puntera con que le arrojaron del real servicio a los pocos días de la caída de su protector el Serenísimo Regente, y el hombre se llevaba sin cesar la mano, idealmente, a la parte lastimada, discurriendo a qué faldones se agarraría para enderezar de nuevo su persona y procurarse un medio decoroso de vivir. Grande amistad se trabó entre Centurión y Milagro, llegando a la más feliz armonía por la conformidad de sus juicios acerca del presente y por su incondicional adhesión al caído Espartero. Algo dijo el cortesano cesante al cesante gobernador que le obligó a modificar su esperanza en el liberalismo de la Reina. Ciertamente, Isabel era buena, cordial, afabilísima, generosa hasta la disipación, muy amante de su patria, con la cual quería candorosamente identificarse; pero por muchas cualidades nativas que en ella existiesen, imposible parecía que la pobre niña, en tan corta edad y sin adecuada educación seria y verdaderamente Real, se sustrajese a la red con que el moderantismo había cuidado de aprisionar todos y cada uno de los miembros de su juvenil voluntad. «Mire usted, querido Milagro —decía D. Mariano platicando a solas con su amigo, – desde el punto y hora en que fuimos arrojados de Palacio ignominiosamente D. Agustín Argüelles y yo, Quintana y yo, D. Martín de los Heros y yo, la Condesa de Mina y yo, y tras de nosotros bajaron de cinco en cinco peldaños las escaleras, con una mano atrás, los poquísimos liberales que allí servían, la mansión de nuestros Reyes quedó convertida en el nidal de la teocracia cangrejil. Ni allí ha quedado persona de ideas libres, ni volverá a traspasar aquellos umbrales ningún individuo de nuestra comunión. Sin hacer ningún caso del bendito López, que es un angelical marmolillo sonoro, ni de Olózaga, que mira por sí y sus adelantos antes que por el partido, han pergeñado totalmente la servidumbre de Palacio con los elementos muñociles, con los adulones de la Santa Cruz y del Duque de Bailén, con los paniaguados de Narváez, con gentezuela oscura de abolengo absolutista, hechura de los Burgos, Garellys, y aun del propio Calomarde. Han metido a la pobrecita Reina dentro de una redoma en que no puede respirar más que miasmas de retroceso. Nosotros, mirando por el partido y por nuestras posiciones legítimamente ganadas, quisimos imbuir en la Isabel los buenos principios, enseñándole el sistema que tan excelentes frutos da en Inglaterra; pero no nos dejaban los muy perros: noche y día rodeaban a las niñas pasmarotes del bando cristino, vigilándolas sin cesar, dándoles lecciones de despotismo, enseñándoles el desprecio del Progreso, y pintándonos a todos como gente sin educación, mal vestida y que no sabe ponerse la corbata, ni comer con finura, ni andar entre personas elegantes. Por esto, ¡caracoles!, ni Quintana con su gran saber, ni la Mina con su suavidad y agudeza, ni yo haciéndome el tonto para mejor colarme, pudimos llegar a donde queríamos. No cuente usted, pues, con que Palacio vuelva el rostro a la Libertad, que los moderados lo tienen todo bien guarnecido y amazacotado de su influencia, y hasta los ratoncillos roen allí por cuenta de ese gitano de mi tierra, Narváez».

VII

Quedose de una pieza D. José, tardando algún tiempo en volver de su engaño, al cual quería dar explicación por su alejamiento sistemático de la atmósfera palatina. Jamás pisó las alfombras de la casa grande; a la Reina y Princesa no las había visto más que en la calle, cuando salían en carretela descubierta a recibir las ovaciones del pueblo. Eran las niñas símbolo precioso de la Libertad contra el Despotismo, y sus dulces nombres, decorados con los epítetos más rimbombantes y poéticos, habían conducido a nuestros ejércitos a las heroicas campañas contra el obscurantismo y la barbarie. A pesar de todo lo dicho por Centurión, le costaba trabajo arrancar de su alma la fe en las angélicas criaturas; que nada es tan poderoso como el amaneramiento, nada perdura tanto como las fórmulas de popular entusiasmo unidas al orden de ideas petrificado en una generación. De los pensamientos graves que D. Mariano despertó en el ex-gobernador de la ínsula, se distrajo este observando los latidos de la nueva revolución que en otoño se estaba preparando ya contra la que triunfara en estío. Fue que los progresistas de los pueblos iban cayendo en la cuenta de que, burlados con travesura y no sin gracia por los enemigos de la Libertad y de Espartero, habían consumado la criminal tontería de lanzar a este del Reino, quedándose todos a merced de un vencedor insolente y amenazados de triste esclavitud. Al proponerse reparar su engaño, no comprendían los infelices que si susceptible de enmienda es un error, no lo es la necedad. Sostenían en algunos pueblos las Juntas su autoridad bastarda, y Barcelona y otras ciudades grandes pedían que se reuniese una delegación de todas y cada una de las Juntas, con el nombre de Central, para que acordase lo concerniente a Regencia nueva o declaración de mayor edad de Isabel II. Con esto sobrevino una turbación honda en las provincias, y descontento de los milicianos desarmados ya o por desarmar; empezaron también a rezongar algunos cuerpos del ejército, y el Gobierno tuvo que desmentir su programa de reconciliaciones, concordias y abrazos, metiendo en la cárcel a infinidad de españoles que días antes fueron proclamados buenos, y ya se habían vuelto malos sólo por querer armar su revolucioncita correspondiente.

Siguiendo con ardiente interés y atención el rebullicio del Centralismo, creía Milagro que ya estaba armado el desquite, y que no tardaría en volver de Londres, traído en volandas por buenos y malos, el gran soldado y pacificador Baldomero I. Pero aquel amago de revolución, síntoma reciente de la diátesis nacional, pasó pronto, y la fiebrecilla de los pueblos remitió sólo con que le administrara algunos chasquidos de su látigo el guapo de Loja. También el orador angélico D. Joaquín María López iba cayendo de su burro, mejor dicho, había caído ya, y suspiraba por volver a su casa, convencido al fin de que no le llamaba Dios por el camino de dirigir a un partido y de gobernar a la Nación. Era hombre de intachable honradez, caballeroso, amante de su patria, en sus convicciones políticas noble y sincero, ambicioso de una gloria pura y desinteresada, mirando al bien general. Carecía de aptitudes para ese arte supremo del gobierno que requiere reflexión, tacto y el don singular de conocer a los hombres y entender los varios resortes de la malicia humana. Su oratoria de caja de música y el ver todos los casos y cosas del gobierno con ojos sentimentales fueron la causa de que no dejara tras sí ninguna idea fecunda, ninguna labor eficaz y duradera. Trajo a su patria, con funesto candor, el barullo y la destrucción del partido del Progreso. Pero si su figura, pasado el tiempo, pierde todo interés en la vida pública, en la vida privada es de las más bellas, dramáticas e interesantes. Mil veces más que la historia de D. Joaquín María López vale su novela, no la que escribió titulada Elisa, sino la suya propia, la que formaron los desórdenes, las debilidades y sufrimientos de su vida, y que remató una muerte por demás dolorosa. Vivió su alma soñadora en continuos aleteos tras un ideal a que jamás llegaba, y en continuas caídas de las nubes al fango; y si su bondad y abnegación en la vida pública le granjearon amigos, sobre sus flaquezas privadas arroja su manto más tupido la indulgencia humana.

 

Pues, señor: el lento andar de la rueda histórica trajo lo que iba haciendo ya mucha falta: nuevas Cortes, representación fresca del país, que bien a las claras expresó su voluntad favorable a la juventud moderada. En las filas de esta, risueña esperanza del país, descollaba González Bravo, que ya parecía sentar la cabeza y se abrazaba honradamente a la causa del orden, buscando el olvido de los pasatiempos demagógicos con que se abrió camino, y de las bromas pesadas que solía gastar con la excelsa Reina Doña María Cristina. De los demás que al lado de Ibrahim Clarete formaban un entusiasta batallón, muchachos de buenas familias, muy leídos y escribidos, se hablará en lugar oportuno… Lo más urgente ahora es decir que la elección de Presidente fue reñidísima, por no tener mayoría los moderados y presentarse divididos los progresistas. No habiendo reunido bastante número los dos candidatos Cortina y Cantero, echaron al redondel un tercer candidato, Olózaga, que con los votos de los aliados salió vencedor. Pronto se verá que la elección de Salustiano, la res más brava y voluntariosa del progresismo, obedeció a la idea de dar a este muerte ignominiosa; se verá con qué astuta brutalidad le asestaron la estocada maestra, que en un punto quitó de en medio al hombre y al partido.

No se les cocía el pan a las Cortes hasta no declarar la mayor edad de la Reina, y desde las primeras sesiones aplicáronse Senado y Congreso a este negocio, del cual fue primer trámite la proclamación que el Protector, Narváez de Loja, hizo en la Cámara de S. M. ante el Cuerpo diplomático, acto solemne al cual siguió otro en la Plaza Mayor, en que el propio D. Ramón María y el Brigadier Prim, ya Conde de Reus, celebraron con militar pompa y arrogancia la inauguración provisional del nuevo reinado… Ya de tal modo se le agotaba la mansedumbre al bendito López, y tan cargado le tenía su papel de salvador del País y del Trono, que se plantó resueltamente, y no hubo razones que le retuvieran un día más en el Gobierno. Como gato escaldado salió de la Presidencia, y su sucesor fue Olózaga. Todo iba pasando conforme al gusto y a las previsiones de narvaístas y palaciegos, a quienes no faltaba ya más que preparar al nuevo Ministro y cuadrarle bien para que no marrase la estocada.

Acontecimientos tan fútiles no merecen un lugar en la Historia más que a título de engranaje, y si en estas páginas figuran, no es más que por preparar la relación de otros hechos realmente grandes, famosos y trascendentalísimos, como el que a continuación se lee. Fue que una tarde, allá por el 28 de Noviembre, poco después de haber formado D. Salustiano su Ministerio, los amigos de Milagro, que tenían su tertulia política en uno de los principales cafés de la Corte, vieron entrar a D. Bruno Carrasco con el sombrero echado hacia atrás, pálido el rostro, fulgurante la mirada, señales todas de un grandísimo sobrecogimiento del ánimo. Antes de que el buen manchego satisficiera la curiosidad del noble concurso, comprendieron todos que de algún grave suceso se trataba, quizás cataclismo en las esferas, o revolución que por igual ponía patas arriba a todas las naciones de Europa… Dejáronle tomar aliento, beber algunos buches de agua, y luego se supo, con general estupefacción, que D. Bruno traía en el bolsillo el nombramiento de Subdirector de Aduanas. Habíale llamado a su despacho aquella tarde el nuevo Ministro de Hacienda, el honradísimo, inteligente y chiquitín D. Manuel Cantero, y sin preámbulos le dijo que el Gobierno de Olózaga quería rodearse de todos los consecuentes liberales que desperdigados andaban por España, y reclutar buenos españoles donde quiera que se encontrasen. Naturalmente, Cantero, que conocía los méritos de Carrasco y le apreciaba de veras, se acordó de él, y… Nada, nada, que era Subdirector de Aduanas, y ya estaba el hombre medio loco de pensar si aceptaría o no el cargo, pues si de un lado le estimulaban a la renuncia su fidelidad y adhesión a Espartero, de otro pedíanle lo contrario sus ganas de ser útil al país, y de manifestar públicamente en el terreno administrativo su honradez y laboriosidad. El tumulto que armó la noticia no es fácil describirlo: quién felicitaba con terribles voces, golpeando la mesa con los duros vasos, y con botellas y cucharas; quién soltaba pullas, calificando a D. Bruno entre los vividores que saben nadar y guardar la ropa. Alguien sostuvo que D. Baldomero se pondría furioso cuando lo supusiese, y otros opinaron que debía escribirse a Londres sin pérdida de tiempo, pidiendo consejo al Duque sobre lo que se había de hacer. No pudo Milagro disimular su contrariedad, que no llegaba a los tonos de la envidia. Inconsecuente sería Carrasco si aceptaba, a menos que no declarase el Gobierno que la situación era esencialmente progresista y anti-moderada, arrojando sin ningún escrúpulo el lastre cangrejil, y fusilando a Narváez, Serrano, Concha y Prim, por primera providencia… No menos de un cuarto de hora duró la parlamentaria confusión de la tertulia, en la que todos hablaban a un tiempo, mareando y enloqueciendo al pobre D. Bruno más de lo que estaba. La suerte suya fue que le obligó a marcharse el natural deseo de comunicar a su familia la feliz nueva. Salió de estampía, y en el cotarro siguieron zumbando los incansables moscardones, cesantes los unos y sin esperanzas, colocados otros y con el alma en un hilo por el temor de ser arrojados de sus comederos, pretendientes los demás, tenacísimos y fastidiosos, cualquiera que fuese la situación saliente y la entrante. Todos tenían hijos que mantener y ningún oficio con que ganar el pan, fuera de aquel remar continuo en las galeras políticas.

A su casa corrió D. Bruno como una exhalación, y no encontró a nadie. Las señoritas habían ido de paseo con Rafaela, los chicos correteaban con sus amigos, después de clase, y Leandra, desmintiendo en aquellos días sus hurañas costumbres, buscaba fuera de casa el alivio de su honda nostalgia. Obligado a esperarla, y no teniendo a quién comunicar su alegría, se franqueó el señor con la Maritornes, dándole conocimiento del destino y anticipando la idea de que la familia debía mudarse al centro de Madrid, pues no era cosa de que tuviera él que andar media legua todas las mañanas para ir al Ministerio; ni cómo había de llevarle la criada el almuerzo a tan larga distancia. Era costumbre y tono que los empleados almorzasen en la oficina, y que después pidieran el café al establecimiento más cercano. Luego fumaban un rato, leían el periódico y… En estos risueños pensamientos el hombre se adormecía, renegando de la tardanza de su digna esposa…

La cual entonces había contraído una dulce amistad, que era su pasatiempo más grato. Andando por paradores y tenduchos, tropezó con una paisana, del Tomelloso, propietaria de una colchonería en la calle del Ángel, y hablando de la tierra, iban apareciendo mujeres, hombres y familias que habían tenido el honor de nacer en la felice Mancha. En el término de esta cadena de relaciones y conocimientos halló Doña Leandra a una pobre señora que había visto la luz en Aldea del Rey, lugar del propio Campo de Calatrava, con lo que resultaba un paisanaje más familiar, casi con honores de parentesco. Era la tal Doña María Torrubia, viuda de un tratante en ganado de cerda, y había pasado en poco tiempo de una holgada posición a la más humilde y lastimosa, pues vivía de un humilde tráfico: vender torrados, altramuces y piñones para los chicos; para los grandes, yesca, pedernales y pajuelas. Todo su comercio lo llevaba en dos cestas colgadas de uno y otro brazo, y con él se instalaba en la Fuentecilla o en la Puerta de Toledo, en el puente los días de fiesta. En cuanto las dos mujeres se echaron recíprocamente la vista encima, reconoció cada cual en la otra el aire y habla de la tierra, y por cariñosa atracción instintiva se abrazaron, con lágrimas en los ojos. Rápidamente se dieron las informaciones precisas, nombres, linaje… y resultaron, ¡ay!, parientes, pues si Doña María era Quijada por su madre, Doña Leandra tenía sangre de Torrubia por el segundo grado de la línea paterna. Enumeró Doña María todas las familias enlazadas con los Carrascos y los Quijadas, y a Doña Leandra no se le olvidó en la cuenta ninguno de los parientes y deudos de la Torrubia ni de su difunto esposo, Mateo Montiel, a quien Bruno había tratado íntimamente. Dos horas emplearon en hacer el censo de población del Campo de Calatrava, no escapándoseles familia rica ni pobre. Daba cuenta Doña María de las casas y posesiones de los Quijadas en Peralvillo, enumerando las granjas, paneras, abrevaderos, palomares, corrales y hasta los pares de mulas. ¡Ay! Doña Leandra veía el cielo abierto, y no habría parado en tres días de platicar de materia tan sabrosa.