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Episodios Nacionales: Bodas reales

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X

Con estas turbulencias y estos dramas parlamentarios, agudísimo acceso de la dolencia de la Nación, vivía en gran zozobra la buena de Doña Leandra, viéndose obligada a repetir: ni se muere padre ni cenamos. Si no se determinaba la mudanza, tampoco se veía claro lo del destino, porque caído y arrastrado por los suelos Olózaga, lo más seguro era que su sucesor revocara todos los nombramientos hechos por aquel. La familia, pues, estaba con el alma en un hilo: ni se realizaba el bien supremo de volverse todos a la Mancha, ni el problema de la vida en Madrid se les presentaba claro. Provechosa sería tal vida, aunque triste, si la posición de Carrasco fuese tal como de sus méritos podía esperarse, si a las chicas les salieran excelentes partidos, si los pequeños adelantaran en sus estudios y se hicieran ilustradillos, en disposición de seguir brillantes carreras. Pero la realidad no acababa de confirmar las risueñas ilusiones. Siempre que Doña Leandra hablaba a su esposo de la poca gracia que le hacía Madrid, se le nublaba el rostro a D. Bruno, y dejaba escapar suspiros como catedrales. Sin duda, no bastando las rentas de la propiedad manchega para sostenerse, el buen señor se había visto obligado a contraer deudas, con lo cual y las cosechas flacas y el dispendio gordo, y los arrendamientos en deplorables condiciones por favorecer a parientes menesterosos, la riqueza de la familia, grande para la Mancha, cortísima para Madrid, iba cayendo y rodando por un despeñadero cuyo fondo no se veía.

Observó Doña Leandra, en la primera semana de Diciembre, que se agravaban las melancolías de D. Bruno, como si en el proceso parlamentario de Olózaga fuese él y no Salustiano el acusado a quien los palaciegos maldecían. Había tomado el manchego como cosa suya el tremendo litigio, y en su solución se interesaba cual si en ello le fuese la vida. Diariamente daba noticias a los suyos de cuanto en el reñidero de la Plaza de Oriente iba pasando: los discursos terribles de los acusadores, la defensa de Cortina y la que de sí propio hizo el supuesto delincuente. Ponderaba el valor cívico, el sólido argumento, la palabra elegante, la sinceridad, la ironía, todo lo que, a juicio del informante, hacía de Olózaga orador más completo que los llamados Cicerón y Demóstenes, de tiempos muy antiguos… Según D. Bruno, convertido de acusado en acusador, se había crecido tanto el hombre, que ya no se le veía la cabeza de tan alta como estaba.

Llegó por fin un día en que, el escándalo, si no concluido por el esclarecimiento del asunto, fue cortado y suspenso: los propios palaciegos echaron agua a la hoguera para que no fuese terrible incendio que a toda la Nación devorase. Olózaga, por consejo de sus amigos, que veían amenazada la vida del tribuno en nocturnas asechanzas, huyó al extranjero, y el Ministerio González Bravo procuraba entrar en la normal vida política, consistente tan sólo en dar y quitar destinos. En este punto advirtió la familia de Carrasco que el cabeza de ella, lejos de calmarse, se abismaba en más negras murrias; perdía notoriamente la salud, y ni entraba bocado en su boca ni de ella salía palabra alguna. Pasaron días, y el buen hombre, por los monosílabos que pronunciaba su trémulo labio, por el tenebroso signo de su entrecejo, parecía tocado de la desesperación. «Madre, señora, madre —dijo a Doña Leandra la hija mayor, – ¿sabe lo que tiene padre en su cuarto? Pues una pistola, así, muy grande. Escondidita debajo de los libros la vi cuando limpiaba. No he querido tocarla, temiendo que se me disparase». Corrieron allá hijas y madre, aprovechando la ocasión de estar ausente Don Bruno, que había bajado al estanco, y con grandísimas precauciones se apoderaron del arma y la guardaron en paraje recóndito, donde nadie podría encontrarla. Por la noche, acostados ya todos, durmiendo los menores, en vela Carrasco, su mujer haciéndose la dormida, notó esta que el buen señor se levantaba despacito, evitando el ruido, y que con paso de ladrón a su despacho se encaminaba; púsose en acecho la señora, le sintió encender luz, oyó el chasquido de la silla cuando en ella cayó el proceroso cuerpo; le sintió luego revolviéndose con paseo de lobo enjaulado en la reducida estancia, y a veces oía secos golpes, como si D. Bruno se diera de cabezadas contra los frágiles tabiques. Más muerta que viva levantose Doña Leandra, y echándose una falda y cubriéndose con la colcha rameada, que fue lo que encontró más a mano, corrió al lado de su esposo, el cual, al verla entrar en tal disposición, silenciosa por no traer zapatos, se estremeció de susto, creyendo que le visitaba algún fantasma o alma del Purgatorio. Estaba el manchego, cuando surgió la aparición, trazando el encabezamiento de una carta. A su lado se sentó la mujer y le dijo: «Que a ti te pasa algo, y aun algos; que no es cosa buena, no puedes negármelo, Bruno, que bien lo manifiestas, no con lo que dices, sino con lo que callas, y con la cara de tinieblas que se te ha puesto. De lo que sea dame conocimiento pronto, pronto, pues si a mí no te confías, no sé a quién lo harás».

– Pues sí, mujer —dijo Carrasco, que sólo con verse provocado a la confianza, algún alivio sentía ya de la pesadumbre que agobiaba su espíritu-: me pasa lo más terrible, lo más espantoso, lo más horrendo que puede pasarle a un hombre, y si ahora te pusieras tú a imaginar cosas malas, no llegarías a la verdad de mis padecimientos, Leandra.

– Todo sea por Dios —dijo la señora, abriendo el inmenso paraguas de su conformidad evangélica para el chaparrón que venía. – Si Dios quiere probarnos y afligirnos con penas grandes, es que las merecemos, Bruno, y a su santa voluntad debemos someternos… Ya me parece que estoy al tanto de lo que nos pasa. Esta vida no es para nosotros, pobres aldeanos, y por meternos a figurar en la Corte vamos cayendo, cayendo, y está próximo el día en que tengamos que vender nuestra propiedad para comer unas sopas. En la Mancha comprábamos comida, salvo el azúcar y chocolate, pues de nuestras tierras salía el gasto de boca, y aquí, ni perejil tienes si no sueltas el dinero. Luego vienen los pingajos para vestir a las niñas y poner con ello cebo a los novios, que pican, sí, pero no caen; luego el costerío del estudio de los chicos, el cual es tan grande que en cada libro que se les compra se va el valor de medio cochino, y de un diccionario en latín sabrás que costó más de cochino y medio… en fin, Bruno, que vamos perdiendo el vellón en las zarzas de este Madrid tan malo, y a poco más nos quedaremos desnudos.

– Algo hay de eso, mujer —dijo D. Bruno suspirando-; pero no es tanto el dispendio como tú crees, y las mermas de nuestro caudal no son tales que no podamos reponerlas.

– ¿Es que has tomado dinero con usura, para remediar lo flaco de las rentas, y no puedes pagarlo? Pues véndase lo que fuere menester, ya sea de lo tuyo, ya de lo mío, y salgamos de esos ahogos.

– No es eso, mujer. Algún dinero he tenido que procurarme. Después de lo que tomé a Corchales el de Tirteafuera, no hay otro préstamo que una corta cantidad que aquí me dio un amigo de Milagro, D. Carlos Maturana; pero por ahí no nos moriremos… Lo que ahora me tiene tan afligido es cosa de mayor gravedad que todas las deudas del mundo.

– Yo te aseguro —dijo Doña Leandra, sin poder salir del círculo de los intereses— que no me importa la miseria, teniendo conciencia tranquila. ¿Qué nos pasará?, ¿que lo perderemos todo, que tendremos que volvernos a nuestra tierra pidiendo limosna?

– No es eso… Nunca nos veremos en ese trance, mujer. Además, lo de los Pósitos va mejor que nunca.

– Será entonces que, caídos y hechos polvo los del Progreso, ya no tienes esperanza de ser jefe político, ni diputado, ni funcionario excelentísimo… Pues mira tú, eso sí que no me importa nada, porque díme: ¿no has vivido santamente y con la mayor holgura en nuestro pueblo sin que hicieras ninguno de esos papelones? ¿Por ventura, cuando allí nos sobraba todo, y teníamos para dar al pobre, eras tú hombre público y yo señora pública? No éramos públicos, sino honrados y trabajadores; nada debíamos a nadie, y el Señor nos colmaba de bendiciones… mientras que aquí, en este laberinto, somos unos tristes payos, que vienen al olor de la sopa boba y a ver si encuentran un par de pelagatos hambrones con quienes casar a las hijas.

– Tampoco ahora has dado en el clavo, Leandra. Todas esas desdichas que inventando vas son granos de anís en comparación de esta grande angustia que me hace desear la muerte… Para que no te devanes los sesos, te contaré lo que ocurre… He de comenzar por los antecedentes, que principio quieren las cosas, y no entenderías bien mi mal sin ver antes los caminos del demonio por donde ha venido… Pues el lunes, ¡ay!, a las tres de la tarde, me encontré en la calle de Alcalá, esquina a la que llaman Ancha de Peligros, a D. Serafín de Socobio…

– ¿Aquel señor que dicen es muy leído y de mucha sal en la mollera? Fue de Palacio.

– Y ahora está otra vez al servicio de Su Majestad con mucho predicamento. Pues nos saludamos: es hombre muy fino, muy sutil, de estos que sienten crecer la hierba… Naturalmente, se habló de lo de Olózaga, y yo me desmandé: no lo pude remediar. Mi conciencia siempre por delante. Dije que los de Palacio habían armado una gran canallada, y que si triunfaban por el pronto y hacían de Isabelita una Reina despótica, luego vendrían sobre la Nación calamidades terribles; que los moderados no tenían escrúpulo, ni vergüenza, ni…

– Y el hombre, ciego de ira, te arreó una bofetada.

– Nada de eso. Díjome que me calmara, que reflexionara, que viera las cosas por el prisma de… no sé qué prisma era… Vamos, que me convidó a refrescar, y entramos en el café de Matossi. Pues, señor, tomé una limonada, con lo que se me fue enfriando la sangre, y D. Serafín me explicó el porqué y el cómo de existir el moderantismo: que no se gobierna a los pueblos con el aquel de progresar siempre, como queremos nosotros, ni con hartarnos de libertades, que en la práctica son barullo para las cabezas y vaciedad para los estómagos… Nos despedimos y… Ahora viene lo bueno, quiero decir lo malo. Al día siguiente recibo una carta de D. Serafín, que luego te enseñaré, citándome para las diez de la noche en el propio sitio… La torpeza mía fue acudir a la cita, que si allá no fuera yo, y con el desprecio le contestara, no habría caído en estas congojas… Fui por mi mal…

 

– Y en la esquina más obscura tenía D. Serafín hombres apostados para que te apalearan… Ya voy entendiendo.

– No entiendes nada todavía, mujer. En el café me esperaban Socobio y otro sujeto, de los más calificados de la situación, Cándido Nocedal, en pasados tiempos patriota y miliciano, hoy cangrejo rabioso. Empezaron uno y otro a darme un jabón tremendo, hija, a colmarme de elogios, que me pusieron colorado, y tales eran que creí que se burlaban de mí. Socobio, poniéndome la mano en el brazo, me decía: «Nadie puede negarle a usted el dictado de buen español entre los mejores. De hombres como usted, honrados, independientes, serios, está muy necesitada la Nación, y el Gobierno que les convoque a todos, sin reparar en las ideas, mirando sólo a los méritos, olvidando antiguas y ya olvidadas denominaciones, será el Gobierno verdaderamente regenerador…». Pues con todos estos arrumacos se me fue metiendo en el corazón. La verdad, no es uno de bronce; no se ve uno halagado así todos los días. En fin, para no cansarte, después que me adormecieron con aquellas lisonjas tan bonitas, que si buen pico tiene el uno, no le va en zaga el otro… después que me pusieron bien blando que se me caía la baba, ¡zas!, diéronme la puñalada maestra.

– ¡Jesús!

– Dijéronme que González Bravo quería verme, y que allí estaban ellos para llevarme al despacho de Su Excelencia en aquel mismísimo instante.

XI

– Ello era una emboscada —dijo Doña Leandra. – ¡Si serían granujas!

– Espérate un poco. Yo, como tan lelo me tenían con las alabanzas, me dejé conducir, como un pobre buey cansino a quien llevan al matadero… Entré… Tan pagado estaba yo de mi papel de buen español entre los mejores, que por las escaleras arriba me iba riendo de satisfacción, y cuando vi que los porteros se quitaban la gorra galonada, tan finos, ¿que me creí?, que se daban la enhorabuena por ver entrar en la casa a la flor y nata de los buenos españoles. Metiéronme en el despacho del señor Presidente del Consejo, que allí estaba de palique con dos o tres mamalones junto a la chimenea… ¡Ay!, la vista de González Bravo me trastornó; a punto estuve de echar a correr. ¿Cómo había yo de cruzar mi palabra honrada con aquel pillete, con aquel libelista escandaloso, con el acusador de Olózaga, con el difamador de la Reina Cristina, con el hombre impúdico que se ha puesto a la Nación por montera, y a todos quiere hacernos esclavos? Temblando estaba yo de que acabase con aquellos señores y viniese sobre mí… No podía yo recibirle sino con cuatro coces y bofetadas…

– Ya, ya lo entiendo todo, Bruno; no sigas. El tunante de Brabo quería cazarte con reclamo, y una vez cogiéndote allí, ¿qué le faltaba más que mandar salir a los guindillas que tenía escondidos, y sujetarte con sogas y llevarte a los sótanos?… Ya veo claro que así fue, y que logrando escaparte, andas ahora en la grandísima zozobra de que vengan a prenderte.

– Si eso hubiera hecho conmigo el tal González, no estaría yo tan turbado y afligido como ahora lo estoy, ni creería, como creo, que debo pegarme un tiro… Déjame que siga contándote, y los cabellos se te pondrán de punta… Pues acabó el Ministro con los otros, y vino a mí muy risueño, alargándome las dos manos.

– ¡Ah… hi… de tal!… Comido de cuervos se vea.

– Socobio y Nocedal me presentaron y discretamente se fueron, y solo con la fiera me vi. Yo temblaba: el hombre me hizo mil carantoñas, mandándome sentar a su lado y dándome palmaditas en el hombro. Yo debí echarle mano al pescuezo y decirle: «¡Perro, traidor!…» pero lo que hice fue darle las gracias, todo confuso. «No veo en usted —me dijo el Ministro, – más que al buen español; no veo al sectario, ni eso me importa. Yo también he sido sectario, todos lo somos, y en el furor de bandería hemos cometido mil errores… Pero alguien ha de ser el primero en mandar a paseo las sectas y las denominaciones ridículas, alguien ha de haber que haga el llamamiento a la España robusta, varonil y sana, y ese alguien seré yo, o al menos pretendo serlo. Ayúdenme los buenos, y ya verán si se puede o no se puede…».

– ¿Y tú…?

– Me quedé de una pieza; abrí la boca un palmo; no supe decir más que ju, ju… Francamente, me trastornaba oír tales cosas a un hombre que era para mí el más aborrecido, el más despreciable del mundo. No puedo repetir las cosas magníficas que me fue diciendo, tan bien parladas, con tal retintín de verdad y tanto aquel, que yo no sabía lo que me pasaba. Habías tú de oír su acento, y ver cómo los ojos hablaban mejor aún que la palabra… En fin, que el hombre me tenía embobado, me tenía loco. Yo me acordaba de cuando le veía desde la tribuna, vomitando mil infamias contra Olózaga, llamando poco menos que figurón a Espartero, gavilla de mentecatos a la Milicia Nacional, y me acordaba también del torcedor que me andaba por dentro oyendo tales villanías, y de las ganas que yo sentía de bajar y darle de patadas, o de ahogarle de un achuchón… Pues nada: el mismo sujeto en quien puse todos mis odios, ahora, charlando conmigo de silla a silla, me volvía lelo, me cautivaba y me convertía en un monigote… Todo por la fuerza de su amabilidad, de la miel de su labia, del juego de sus ojos y de aquel sortilegio con que el maldito se explica… Yo debí tomar una actitud muy digna y decirle: «señor González, todas esas cosas se las cuenta usted a su abuela, y a mí déjeme en paz, que tengo malas pulgas, y si me hurgan…». Pero nada de esto dije, y el muy tuno volvió a coger el incensario, dándome con él en las narices… Que yo soy un hombre de arraigo… Eso ya lo sabía… Que soy representante genuino de la clase media, el justo medio, del buen sentido y tal… que el Gobierno hará una política de concordia, de atracción, manteniendo el orden, eso sí… y procurando que los buenos españoles… ¡Demonio de González! Acabó de volverme tarumba cuando me dijo que el objeto de haberme llamado era, ¡Dios me valga!, ofrecerme el mismo puesto para que me nombró Cantero… Yo me quedé como quien ve visiones, figúrate… Respondile que mi conciencia, que tal… todo en medias palabras sin sentido, por causa del gran trastorno en que aquel hombre me había puesto… Insistió en que aceptase, burlándose con mucha gracia de mis escrúpulos. Los hombres se deben a su país, no a una cofradía, y tal y qué sé yo… Respondí que lo pensaría, pues la cosa es grave… pero muy grave… ¿No lo crees tú así?

Nada contestó Doña Leandra: abierta de par en par su boca por causa de la repentina estupefacción, ni las palabras hallaban manera de producirse, ni el pensamiento acertaba con la generación de las ideas.

«Y no paró aquí la cosa, Leandra —prosiguió D. Bruno. – Aún me faltaba la sorpresa mayor, y fue que el señor Ministro me manifestó tener conocimiento de mi pleito con el Estado por lo del Pósito. ¡Mira que estar enterado el tío, y saber todo lo que nos pasa!… Luego me dijo: ‘Esta desdichada Administración nuestra es una máquina mohosa que no anda… Yo me propongo simplificarla de resortes para que los asuntos vayan más a prisa’. Y cuando me lamentaba yo de que los gobiernos anteriores no me hubieran resuelto cuestión tan sencilla, el hombre dijo: ‘Es una iniquidad, un grande atropello. Como mi política es una política de reparación; como me propongo estar siempre a la defensa de todos los intereses legítimos, y facilitar, no entorpecer… desde luego aseguro a usted que dé por resuelto ese asunto en la forma que ha solicitado, pues es de rigurosa justicia…’».

Como oyese un gruñido de su esposa, Don Bruno la miró asustado. A la luz de la vela que rápidamente se consumía, moqueando a goterones el sebo y elevando en medio de la llama un pábilo negro y pestífero, vio el manchego la faz de Doña Leandra descompuesta por un asombro semejante al de los apóstoles cuando presenciaron la Transfiguración del Señor. Estaba la buena mujer en éxtasis, la boca entreabierta, la respiración imperceptible, los ojos fijos en un punto del techo, donde veían por un boquete la Bienaventuranza…

«Todavía no he concluido, mujer —siguió D. Bruno. – Aún queda algo… lo más salado, lo más increíble. El Sr. D. Luis me dijo: ‘Ya sé que tiene usted mucha familia. Al chico mayor, que ha entrado en los diez y ocho años, podríamos colocarle…’».

– ¡Un destino al niño! —exclamó Doña Leandra con voz un tanto desgarrada, volviendo hacia el marido su faz lívida, su mirada que reproducía el rojizo fulgor de la vela. – ¿Pero qué estás diciendo, Bruno? ¿Tú y yo soñamos?

– No, mujer, que estamos bien despiertos.

– ¡A ti el empleo gordo, lo de Pósitos resuelto, y a Brunillo un destino con que atender al calzado de toda la familia! —dijo la manchega, pellizcándose los brazos para convencerse de que no soñaba. – Eso es chanza, Bruno, o el D. Luis te lo decía para escarnecerte antes de mandarte al patíbulo.

– Tú lo expresas como una doctora de Salamanca —dijo Carrasco echando su alma en un suspiro, – porque el darme este Gobierno tantas cosas, colmando todos mis deseos, es mandarme al patíbulo, no a la horca material, sino a la moral como quien dice; es deshonrarme, quitarme la virtud que más me enorgullece: la consecuencia. Ya ves, ya ves el conflicto que me ha traído ese hombre, ese diablo, con sus ofrecimientos, y harto comprendes que esté yo en la mayor amargura y en la vacilación más horrible, porque si no acepto pierdo la mejor coyuntura para restablecer y asegurar mis intereses… ¿cuándo me veré en otra?, y si acepto, ¡carambolos!, heme aquí deshonrado para siempre ante mi partido, ante mi adorada Libertad… Mereceré que mis compañeros de opinión me escupan a la cara. Figúrate las pestes que dirán de mí, lo que pensará el Duque, y cómo se holgarán los cangrejos de haberme comprado por un pedazo de pan. No, no, Leandra: yo no puedo vender mi alma, y mi alma es la Libertad. Bien claro se ve a lo que tiran esos bellacos; tiran a deshonrar al Progreso, para poder decir: «veles ahí, con tantas ínfulas y tanto presumir; veles ahí viniendo a lamernos las manos por el mendrugo que les echamos». No; Bruno Carrasco no puede prestarse a esta villanía; Bruno Carrasco no es un pelele de estos que llegan a Madrid muertos de hambre; no es de estos que gritan en las calles y alborotan, para que les den unas sopas, y en viendo el cazuelo se callan; no, no soy yo de estos… Y como no paso por tal ignominia, tendremos que recoger los bártulos y volvernos a nuestro pueblo, y allí, pegados al terruño y a la labranza santísima, esperaremos a que una nueva revolución nos traiga otra vez el Progreso… Cree tú que sin Progreso no hay paz ni decencia en la Nación…

La idea de restituirse a la Mancha con toda la familia trastornó súbitamente el caletre de Doña Leandra; pero al mismo tiempo la idea de los dones ofrecidos por González Bravo determinaba en el propio cerebro una confusión tempestuosa, que habría terminado por estallido formidable si la señora, echándose mano a la testa, no la comprimiera como para sujetar los dos hemisferios que querían separarse y caer cada uno por su lado.

«Bruno de mi alma —dijo la manchega participando del conflicto en que su esposo se veía, – si me pides consejo, no puedo dártelo en cosa tan grave con prontitud y seguridad, como cuando me preguntas si debemos sembrar alforfón o berberisco. A estas horas, las cabezas caldeadas no pueden dar de sí un pensamiento claro… Acostémonos y procuremos el descanso… pidamos a Dios el auxilio de su gracia y de su luz para resolver lo que sea más conveniente. Yo estoy, con todo lo que me has dicho, como si me hubiesen dado una paliza, o como si me hubiera caído de la torre de la iglesia… Déjame que recapacite, que coja la balanza y vaya pesando las cosas… Descansa, hijo, descargado ya de ese secreto: lo que yo discurra, lo que yo desentrañe, mañana lo sabrás. Ya no se habla ni una palabra más por esta noche».

Diciéndolo, y sin esperar observaciones ni respuesta, entapujose, y a su alcoba enderezó el paso, dando tumbos y chocando en las paredes, y se inhumó al fin en su lecho, como un difunto correntón que vuelve al descanso de la sepultura. D. Bruno, soltada ya por virtud de la confianza la opresora pesadumbre que agobiaba su espíritu, se tendió de largo y cogió un tranquilo sueño, que era sueño atrasado de tres noches. Doña Leandra, hecha un ovillo, la cabeza casi tocando a las rodillas, velaba meditando…