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Episodios Nacionales: Bodas reales

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XXII

Si la opinión de Doña Leandra, cuando de política trataban en la familia, había sido hasta entonces de muy escasa autoridad, ya D. Bruno y las hijas empezaban a oírla con respeto, observando que cuantos vaticinios hacía la señora se cumplían estrictamente. No había más razón de esto que la amistad de Cristeta, puntual proveedora de noticias traídas del propio cosechero, dígase de Palacio. Según rezaba el catecismo del Régimen, debían dirigir la política la opinión y el Parlamento; pero una y otro, viviendo de acaloradas pasiones, carecían de poder para dar impulso a la gran máquina. Meneaban ésta manos obscuras, desconocidas entonces, pero que andando los meses y los años habían de ser descubiertas y sacadas a luz, como verá el que leyere. La inocente Reina, lanzada en el torbellino sin guía, sin consejeros leales, sin maestros de alta virtud y práctico saber, no hacía más que desatinos. No es justo culpar a la pobre niña, sino a los que pusieron la Nación en sus manos, como un juguete complicado cuyo manejo se reservaban el interés y la ambición.

Sustituido Narváez por Miraflores, no pasó mucho tiempo sin que la nueva sibila, Doña Leandra, vaticinara que los días del buen Marqués estaban contados. «Ya veréis —dijo a la familia, – cómo con todo su aparato de decretos y su mayoría de Cortes le ponen en la calle para que vuelva Narváez, el único que sabe aquí meter en cintura a toda esta pillería». Cumpliose el vaticinio, y no llevaba el de Loja quince días de mando, cuando la profetisa volvió a entrar en funciones, diciendo: «Veréis al temerón patas arriba antes de una semana, porque, según parece, no ha dado gusto a las señoras, que ahora querían fundar un reino nuevo en un país de América que lo llaman Méjico, y poner en él a cierto caballero príncipe de la familia de Muñoz». Realizose también aquel atrevido pronóstico, y de la noche a la mañana, como por juego caprichoso, mandaron a Narváez a su casa, de allí a una embajada, que era como destierro, y en el gobierno de la Nación le sustituyó D. Javier Istúriz, el más ferviente partidario y adorador de la Reina Cristina, tan devoto de la hermosa Reina italiana, que a ella sometía por entero su voluntad y sus ideas. Fue Istúriz uno de estos hombres de viva inteligencia que jamás hicieron cosa de provecho, por falta de carácter y de ideales patrióticos. Liberal de abolengo, criado en el volterianismo y en la cultura moderna, tiraba a lo reaccionario por odio a las groserías del Progreso y aborrecimiento de la Milicia Nacional. La corrección y las buenas formas, la pureza de la palabra y la finura de los modales se habían sobrepuesto en su entendimiento a las ideas y al saber político estudiados en los libros y en los hechos. Su adhesión idolátrica, pasional, a la Reina Cristina, especie de culto caballeresco, más ardiente cuanto más platónico, le llevó a consentir y autorizar cuantas extravagancias políticas se le ocurrían a la orgullosa dama, que habiendo vuelto de su destierro con ardor de autoridad, veíase estorbada por la enérgica manipulación de Narváez. Las dos máquinas no podían funcionar juntas, y se rozaban con chirrido áspero y entorpecimiento enojoso. Mangoneando a sus anchas la ex-Gobernadora, ayudada de tan dócil mecanismo como Istúriz, ya podía entenderse libremente con su tío Luis Felipe para condimentar a gusto de ambos el guisote de los casamientos.

En una misma página de los anales de esta Nación aparecen la subida de Istúriz y la terrible trapatiesta entre Lea Carrasco y Tomás O’Lean, por nada, por un sí y un no. Germen de discordias es para los individuos, así como para las colectividades, la opinión política, y por causa de esta monstruosa fiera, o hidra, para decirlo mejor, han llorado y lloran grandes desdichas, cuando no tragedias, los humanos. A los amantes también les desazona esta bestia cruel, y por ella se han visto rotos los más dulces lazos y desconcertados los matrimonios más felices. ¿Quién creería que Lea y Tomasito, empalagosos amantes y tórtolos honestos, habían de pelearse por si se casaba o no se casaba Montemolín con nuestra Reina? ¿Qué les iba ni qué les venía en ello? Pues sí. Repitiendo conceptos de su padre, había dicho la joven que Don Carlos Luis era el representante de la teocracia obscurantista, y que ningún gobierno que tuviera vergüenza consentiría en la boda de semejante tipo con Isabel II. Mas lo dijo sin intención de mortificarle, riendo y como echándolo a broma. No pensó la chica que su novio lo tomase tan por la tremenda, ni que se pusiera como se puso, lo mismo que un león. Poco faltó para que le pegase, y por fin, después de soltar por aquella boca términos iracundos y despreciativos, se despidió con un hemos concluido y un gesto de teatro, que sumieron en gran consternación a la pobre manchega. El motivo aparente de la ruptura no era bastante poderoso; parecía más bien pretexto aguardado con ansia y aprovechado con diligencia para romper un pacto de amor que la familia de O’Lean no estimaba conveniente. No tardó en recibir la pobre señorita confirmación oficial del rompimiento en una esquela, que entre otras cosas por demás amargas decía: «Tus conceptos execrables han abierto un abismo entre nosotros… La revolución y la Monarquía no pueden aliarse, ni cabe unión sólida entre las tinieblas y la luz, entre la obscuridad de los errores y el resplandor de los principios… ¡Todo ha concluido entre nosotros!… Ciegos tú y yo, hemos creído que era posible la conciliación de nuestros caracteres. No mil veces… Has ultrajado mis sentimientos, y has hecho befa de mi leal adhesión al Altar y al Trono…». No pudo Leandrita acabar de leer tan ridículo documento, y estrujándolo lo arrojó lejos de sí. ¡Vaya, vaya!, ¿qué tenía que ver el Altar y el Trono con los amores de una chica y un chico?… ¿Cuándo se había visto farsa semejante?

Sabido el caso por D. Bruno, no pudo contener su indignación, y salió de casa en busca del tránsfuga, decidido a pedirle satisfacciones en el terreno del honor. ¿Pues qué, así se entretenía, ¡vive Dios!, meses y años a una señorita de familia honrada, y por un quítame allá esos Montemolines se rompían relaciones en vísperas de casorio, con los trapitos preparados? Fue de primera intención D. Bruno a descargar su furor con Doña Ignacia, madre de Tomasito; pero la señora había partido para Azpeitia, llevándose al héroe de aquel desconcertado drama. Pronto se supo que la señora vasca, que era como un lingote de hierro en humana figura, renegaba ya de los amores del D. Tomás con Lea, y había decidido casarle a escape, para evitar recaídas, con una heredera rica, de los Goenagas de Azcoitia. El desastre no tenía ya remedio, y así lo comprendió Carrasco retirándose a su casa con las manos en la cabeza. Comprendía que España entera se lanzase a una nueva guerra civil para castigar tal desafuero, y que corriesen ríos de sangre, no dejando piedra sobre piedra en las enriscadas provinciales, baluarte del absolutismo y nido de todos los males de la Nación.

Más comedida y resignada que su esposo, Doña Leandra lo llevó con paciencia, diciendo que Dios no les abandonaría, y que si la chica no se aferraba tontamente al cariño de aquel mal hombre, no sería difícil que se le presentase nuevo partido. No había de faltar un muchacho honrado y decente entre tantos como hay; ni era indispensable que todas las chicas buscasen marido en la clase de tenientes coroneles. Contentárase con lo que saliese, y no fuera melindrosa con los de cepa humilde, que entre estos, más que en la camada de empleadillos y militronches, estaba lo bueno. Hablando de esto, hija y madre pasaban largas horas. Absolutamente se retraía ya la desairada Leandrita de los paseos y de toda diversión mundana, y a ratos llorando, a ratos ayudando a Doña Leandra en la costura y remiendo de inútiles trapos, veía correr los lentos, tristísimos días. De estos coloquios nació en la joven el sentimiento del país natal, como consuelo de tristezas y reparación del organismo gastado por las cortesanas luchas; la común pena hizo una sola llama de la nostalgia de una y otra mujer, y ambas desearon lo mismo: huir de Madrid, respirar los aires manchegos y reanudar la vida del campo con todas sus delicias y pacíficas dulzuras. El refuerzo que la nueva querencia de su hija llevó a Doña Leandra, fue para esta motivo de grande animación y júbilo: gozaba lo indecible viendo la reproducción de cuanto pensaba y sentía, y oyendo un eco de su terrible odio a todo lo matritense.

Aunque más atado a la Corte cada día por amistades y costumbres, no se oponía D. Bruno a la repatriación, con carácter temporal, por supuesto. Y que no le vendría mal ciertamente echar un vistazo a sus propiedades y teclear un poco la opinión de los amigos para una nueva campañita electoral. Habría deseado el jefe de la familia que Doña Leandra y Lea se fuesen solas, quedando él en Madrid con Eufrasia y los chicos, hasta que estos salieran de sus exámenes; pero Doña Leandra, que sobre el amor a la tierra ponía siempre el culto idolátrico del esposo, y el deseo de no ceder a nadie su cuidado y asistencia, dijo que prefería esperar a que Bruno ultimase los asuntos que en Madrid embargaban su tiempo. Acordose, pues, diferir en un mes el viaje. Cuando la ocasión de este llegara, los chicos quedarían al cuidado de María Luisa Cavallieri, que a ello se prestó por un convenido estipendio, y Eufrasia viviría con Rafaela Milagro, que muy a gusto la hospedaba, más como hermana que como amiga. Harto comprendían los Carrascos que no era conveniente llevarse a Eufrasia, hallándose Terry tan maduro, y casi casi comprometido a que las bodas se celebraran a entrada de invierno. Entre San Antonio y San Juan, libres ya los muchachos del ahogo de sus exámenes, partirían alegres para Peralvillo. Eufrasia, gustosa de agradar a sus padres, convino en ir también, siempre y cuando los negocios llamasen a Terry al extranjero en los meses caniculares. Mientras el novio despachaba en París y Londres sus asuntos, sin olvidar las compras indispensables para la boda, todo ello proporcionado a su riqueza y exquisito gusto, la novia, en sus posesiones de la Mancha, trabajaría en el ajuar, que debía ser combinación feliz de la modestia y la elegancia.

 

XXIII

Quería Nuestro Señor poner a prueba la gran virtud y sublime paciencia de Doña Leandra, privándola de ver los campos manchegos, porque transcurrido el plazo de un mes que se había fijado para emprender el viaje, surgieron nuevas dificultades y entorpecimientos. Quebrantaba la salud de D. Bruno una irritación al hígado, que a más de producirle inapetencia mortal, le ocasionaba tristeza y molestias crueles. Era una razón más para largarse; pero el buen señor, lejos de sentir impaciencia, mostrábase cada día más perezoso y alegaba ocupaciones inopinadas. Veinte veces habían hecho y deshecho los equipajes la hija y la madre, engañando su anhelo con estos trajines, hasta que una mañana volvió D. Bruno a proponer a su esposa que partiera con Lea, dejándole a él en Madrid con los chicos y Eufrasia. Poco le faltó a la señora para caer con un síncope; tales fueron el desagrado y estupor de semejante propuesta; y después de muchas lágrimas y suspiros, hija y madre declararon, la mano puesta sobre los respectivos corazones, que a pesar de sus vehementísimas ganas de ponerse en camino, no lo harían dejando al padre y esposo amagado de cruel enfermedad, la cual requería más que otra alguna la medicina de los aires natales. Pareció flaquear el ánimo del manchego con estas manifestaciones, y pidió dos días más para decidirse, sin dar a conocer los motivos de su inercia ni los negocios cuya tramitación y arreglo le amarraban a Madrid. Llegado el término fijado para partir o explicarse claramente, encerrose D. Bruno con su esposa en el despacho, y se franqueó en los términos que puntualmente se transcriben:

«Vaya, mujer, para que no te devanes los sesos cavilando en los motivos de que yo no tenga prisa por irme con vosotras, voy a poner en tu conocimiento cosas reservadísimas, a condición de que me guardarás el secreto, pase lo que pase y venga lo que viniere».

Tanto se asustó Doña Leandra con este exordio, que hubo de llevarse las manos a la frente viendo venir una noticia muy mala; mas no le dio tiempo Carrasco a formular pregunta ni queja, anticipándose a la curiosidad de su mujer con estas razones: «Bien sabes tú mejor que nadie que un hombre de arraigo se debe a la Patria, a los grandes principios…».

– ¡Ay, ay, ay, Bruno mío! —exclamó la pobre mujer tranquilizándose. – Me habías asustado, hijo… Y ahora salimos que ello es cosa de política. ¡Vaya una simpleza! ¿Y qué tenemos nosotros que ver con la muy puerca política?

– Espérate un poco.

– ¡Pero tú has perdido el juicio por lo que veo! ¡Que un hombre se debe a su patria! Claro que sí; pero primero se debe a su familia, a sus hijos, a su salud.

– Según y conforme; y tales pueden ser los males de la Nación, que no pueda librarse el buen ciudadano de acudir a ellos antes que a los suyos y a sí mismo. Ejemplo, lo que pasó en la antigüedad, en tiempos de… No recuerdo el nombre de aquel que mandó a sus hijos a perecer… En fin, sea como quiera, yo estoy obligado a prestar mi ayuda a los que intentarán salvarnos de esta ignominia despótica. Habrás visto que el país está perdido.

– Perdido, tan perdido hoy como ayer, y como mañana, si os descolgáis vosotros con otra revolución. Pero dime, desventurado: ¿has vuelto al rebaño del Progreso; te has limpiado ya de la nota cangrejil, como decís en vuestro lenguaje, que parece de presidiarios? Porque los del partido de Milagro te habían puesto el sambenito…

– Ya nos hemos reconciliado; ya los que fuimos víctimas de un error, hemos vuelto al sacrosanto redil de la Libertad.

– Dios nos tenga de su mano.

– Y reunidos varios amigos, que no hay para qué nombrar, hemos acordado mancomunarnos para echarle la zancadilla al despotismo… Mujer, no te asustes… ¿Crees que lo intentaríamos sin contar, como contamos ya, con algunos individuos de nuestro valiente ejército?… Porque digan lo que quieran, Leandra, el ejército español ha sido siempre liberal; el ejército español ha sido el primero en sustentar la soberanía nacional; el ejército español ama al Duque de la Victoria, y si engañado un día por cuatro pillos, pudo hacer lo que hizo, ahora… ahora…

– Bruno, quisiera reírme, y la risa se me convierte en llanto, y las burlas en ira contra ti y toda esa recua de mentecatos que no sueñan más que con trifulcas: esos son los Milagros y Centuriones, que por pescar el pececillo de un destinejo son capaces de secar un río si pueden; y por coger la fruta de un árbol le dan por el tronco… Según veo, Bruno de mi alma, te has metido a conspirar. ¡Bonita cosa! Estamos como queremos. Pero di: ¿El pescuezo no te huele a cáñamo? ¿No temes que tus hijitos se queden sin padre? Ya ves… ¿cómo quieres que yo me vaya tranquila? Esto no puede ser… Aquí me planto, aquí moriremos todos, viéndote metido en esas mojigangas. ¡El Señor tenga piedad de esta pobre familia!

No impresionó a Carrasco la aflicción de su cara esposa tanto como debía, porque confiaba en la eficacia lógica de lo mucho y bueno que aún tenía que decir… «No te aturrulles, mujer —prosiguió sin descanso, – que oyéndome algo más podrá ser que cambien por completo tus pareceres. Para quitarte el susto, sabrás que mi conspirar no es de los que traen peligro, pues no soy yo de los que llevan el hilo con nuestros emigrados, ni me toca el tratar secretamente con los oficiales y sargentos que han de pronunciarse. No sirvo para esto; ni mi figura ni mi carácter son para obra de tapujo, en que tenga yo que disfrazarme y andar, ya por los desagües y alcantarillas, ya por los tejados, burlando a la policía. No: no me den a mí ese trabajo. Para que lo entiendas de una vez, mujer, te diré con la mayor reserva que el partido…».

– Pero si tú me dijiste que ya no hay partido; que los que llamáis corofeos están por extranjis, y aquí sólo quedan unos caballeros que son la ojalatería de la Libertad y no hacen más que decir ojalá, ojalá… preguntando cuándo viene el Duque. Y ese Duque vendrá el día en que yo sepa hablar inglés, o en que me salgan pelos en el cielo de la boca…

– Déjame acabar… Decía que el partido, pues partido hay otra vez, los de acá en perfecto acuerdo con los de allá, y todos en relación con Londres, ha determinado tomar cartas en el asunto del casamiento, rechazando las candidaturas corrientes de Trápani, Coburgo, Montemolín, D. Francisco, y apoyando con todas sus fuerzas la del Infante liberal D. Enrique.

Una cuarta de boca abrió Doña Leandra, y D. Bruno, teniendo por satisfactoria tal demostración de asombro, dijo: «De seguro piensas, como yo, que este candidato es el mejor, el candidato verdaderamente patriótico, dada la ilustración del Príncipe y el amor que ha demostrado a nuestras ideas».

– No sólo creo que no es el mejor —afirmó Doña Leandra, – sino que te sostengo y te apuesto lo que quieras a que ese no cuaja.

– ¿Por qué?

– Porque no le tragan en Palacio, porque reniegan de él, motivado a que echó un manifiesto ensalzando el liberalismo.

– Pues por eso, bruta, por eso.

– La Reina madre no le puede ver ni en pintura.

– ¿Qué importa que no guste a la madre si gusta a la hija, y de ello hay pruebas, Leandra?

– Si, como dices, a la niña gusta, ya se lo quitarán de la cabeza. Una madre despabilada, como es Doña Cristina, quita y pone en las almas de sus hijas lo que quiere… Y así como te digo que en Palacio no le tragan, también aseguro que no le tragan las Potencias.

– ¿Tú qué sabes de potencias? —indicó Don Bruno desdeñoso y enfático. – ¿Has hablado con la Francia, con la Inglaterra?… ¿Crees que tu amiga Cristeta posee los secretos del Gabinete de San James y del Gabinete de las Tullerías?

– Yo no sé lo que son esos gabinetes ni esas alcobas de Tullirías o del Infierno; sí sé que Cristeta está bien enteradita, como quien día y noche tiene metidos los morros en todo el secreteo de Palacio, y lo que ella cuenta óyelo como el mismo Evangelio… Y vamos a ver, ahora que crees estar en autos: ¿qué potencias terrenales apoyan a ese D. Enrique?

– Pues la que menos lo parece, Francia.

– Déjame que me ría, Bruno. Eres un alcornoque. ¿Con que Francia?… Anda, vete al Musiú ese, conde de no sé qué, y pregúntale por la cara que puso el Rey D. Luis Felipe cuando le hablaron de D. Enrique.

– Francia digo; que hay allá un partido democratista que apoya nuestro candidato, y el Rey, con más miedo que vergüenza, no ha tenido otro remedio que hocicar… Dile a Cristeta que se vaya con sus cuentos al Nuncio… Precisamente, querida Leandra, los que acá trabajamos el negocio estamos ahora en relación con personajes muy encopetados de París y de Londres, los cuales nos tienen al corriente de lo que en aquellas Cortes se piensa y se dice. No quiero extenderme en esto, no vaya a escapársete alguna indiscreción, y me comprometas… Lo único que te digo es que quieren a D. Enrique para marido de la Reina la Libertad y el Progresismo, parte del Ejército, la Marina y un poco de clero… Convéncete, mujer, de que ese D. Francisco no puede ser Rey de España. Averiguado está que reconoció secretamente los derechos de D. Carlos a la Corona de España, por pura superstición, que es lo más grave… Ello fue obra de un clérigo llamado el Padre Fulgencio y de una monja medio santa, cuyo nombre se me ha olvidado, los cuales poseían el don de hacerse invisibles, y de pasar de este mundo a los otros, en lenguaje de religión Infierno y Purgatorio…

– Calla, calla, Bruno, y no tomes en tu boca tales disparates… Vele ahí lo que habláis en los cafés, en vuestras tertulias de bigardones holgazanes.

– Aguarda, mujer. Lo que te cuento es para que sepas por qué teocracia vino D. Francisco a reconocer los derechos de su tío… Pues la monja y el fraile, cuando no tenían gran cosa que hacer en este mundo, se ponían en éxtasis, y extasiaditos se iban de paseo al Purgatorio, donde echaban un párrafo con la infanta Carlota, y esta les decía: «Hacedme el favor de veros con mis queridos hijos, y advertidles que reconozcan a mi cuñado Carlos Isidro como legítimo Rey de España, pues si así no lo hicieren no saldré nunca de estas llamas. Ordenado está que mientras no se dé al buen Rey la reparación debida, no acabaré de purgar mi grandísimo pecado de La Granja, cuando le aticé la bofetada al Ministro y deshice la trama salvadora por la cual mi cuñado Fernando, moribundo, determinó que no reinasen las hembras. Llevadles, por amor de Dios, esta súplica de su madre, que si escapó del Infierno por el arrepentimiento que tuvo en sus últimos instantes de vida, no acabará de purificarse mientras su descendencia no restablezca la verdad y el derecho en la Real Familia».

– ¡Jesús!, da miedo eso, aunque bien sabe una que es un cuento ridículo.

– Volvían al mundo los viajeros, fraile y monjita, se desextasiaban, que era como limpiarse el polvo del camino, y presentándose al punto a los dos Infantes, les comunicaban la embajada que de su mamá traían. La miga del cuento es que D. Francisco daba crédito a la historia, y el D. Enrique no… Ahí tienes la diferencia: el uno, como dice Centurión, es un cerebro fácilmente accesible a las paparruchas teocráticas; el otro, como dice Milagro, es un caletre robusto, educado en lo que llaman el Enciclopedismo… Sean o no verdad estas públicas referencias, existan o no ese fraile y esa monja que con sortilegios vanos quieren embaucar a nuestros príncipes, ello es que la corriente de maquiavelismo milagrero es un hecho, querida Leandra, y que se ha trabajado y se trabaja por poner en el Trono a Montemolín… Probado está que D. Francisco se cartea con su primo, y que anda muy alborotadillo de la conciencia, creyendo que Doña Isabel II usurpa el Trono, y que Dios desatará sobre el país todas las calamidades mientras no se dé a cada uno lo suyo y no reine quien debe reinar. Con que ya ves si puede ser marido de Isabel un joven que tal piensa, aunque adornado esté, como dices, de tantas virtudes y sea tan piadoso… También te digo que mejor le sienta a un Rey el coraje que la devoción, y que eso de pasarse las horas adorando a la Virgen del Olvido será muy bueno para ganar el Cielo; pero a mí no me des Reyes de esta condición santurrona, porque los Reyes, hija, aun siendo maridos o consortes, han de ser capitanes Generales y han de mandar tropas, y figurar como ejemplo de valentía y de calzones muy apretados… Pues esto es nuestro D. Enrique, al cual verás en su bergantín Manzanares, hecho un marino intrépido, desafiando las olas. Además de bravo es liberal, y más se entretiene en lecturas de filósofos, como dice Milagro, que en libros de religión y de mística; y no le verás haciendo novenas, sino echando discursos muy avanzados, y en los puertos donde su barco fondea, le verás platicando con los hombres del Progreso y rodeado de patriotas. Este es D. Enrique, este es nuestro candidato al Tálamo, y hemos de poder poco, o al Tálamo ha de ir ¡ajo!, para que veamos a un hombre en el pináculo de la Nación.

 

No se dio por convencida Doña Leandra, y sostuvo con enérgicas razones la primacía de D. Francisco sobre su hermano, fundada en las cristianas virtudes con que agraciado le había Nuestro Señor.