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Misericordia

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XIV

«¿Pero tú ves algo, Almudena?—le preguntó Cuarto e kilo.

Ver mí burtos ellos».

Explicó que distinguía las masas de obscuridad en medio de la luz: esto por lo tocante a las cosas del mundo de acá. Pero en lo de los mundos misteriosos que se extienden encima y debajo, delante y detrás, fuera y dentro del nuestro, sus ojos veían claro, cuando veían, mismo como vosotras ver migo. Bueno: pues se le aparecieron dos ángeles, y como no era cosa de aparecérsele para no decir nada, dijéronle que venían de parte del Rey de baixo terra con una embajada para él. El señor Samdai tenía que hablarle, para lo cual era preciso que se fuese mi hombre al Matadero por la noche, que estuviese allí quemando ilcienso, y rezando en medio de los despojos de reses y charcos de sangre, hasta las doce en punto, hora invariable de la entrevista. No hay que añadir que los ángeles se marcharon con viento fresco en cuanto dieron conocimiento de su mensaje a Mordejai, y este cogió sus trebejos de sahumar, la pipa, la ración de cáñamo en un papel, y se fue caminito del Matadero: el largo plantón que le esperaba, se le haría menos aburrido fumando.

Allí se estuvo, sentado en cuclillas, aspirando los vahos olorosos del sahumerio, y fumando pipa tras pipa, hasta que llegó la hora, y lo primerito que vio fue un par de perros, más grandes que el cameio, brancos, con ojos de fuego. Él, Mordejai, mocha medo, un medo que le quitaba el respirar. Vino después un arregimiento de jinetes con mucho cantorio, galas mochas; luego empezó a caer lluvia espesísima de arena y piedras, tanto, tanto, que se vio enterrado hasta el pescuezo… y no respiraba. Cada vez más medo… Por encima de toda aquella escoria pasó velocísimo otro escuadrón de jinetes, dando al viento los blancos alquiceles, y sin cesar disparando tiros. Siguió un diluvio de culebras y alcranes, que caían silbando y enroscándose. El pobre ciego se moría de medo, sintiéndose envuelto en la horrorosa nube de inmundos animales… Pero luego vinieron hombres y mujeres a pie, en pausada procesión, todos con blancas vestiduras, llevando en la mano canastillas y bateas de oro, y pisando sobre flores, pues en rosas y azucenas se habían convertido mágicamente las serpientes y alacranes, y en olorosas ramas de menta y laurel todo aquel material llovido de arena cálida y puntiagudos guijarros.

Para no cansar, apareció por fin el Rey, hermoso, con humana y divina hermosura, barba larga y negra, aretes en las orejas, corona de oro que parecía tener por pedrería el sol, la luna y las estrellas. Verde era su traje, que por lo fino debía de ser obra de unas arañas muy pulidas que en los profundos senos de la tierra tejen con hebras de fuego. El séquito de Samdai era tan vistoso y brillante que deslumbraba. Como le preguntara la Petra si no venía también Su Majestad la Reina, quedose un momento parado el narrador, recordando, y al fin dio cuenta de que vido también a la señora del Rey, pero con la cara muy tapada, como la luna entre nubes, y por esta razón Mordejai no pudo distinguirla bien. La Soberana vestía de amarillo, de un color así como nuestros pensamientos cuando estamos entre alegres y tristes. Expresaba esto el ciego con dificultad, supliendo las torpezas de su lenguaje con el juego fisonómico de la convicción, y los mohines y gestos elocuentes.

Total: que a una orden del Rey le fueron poniendo delante todas aquellas bateas y canastos de oro que traían las mujeres de blanco vestidas. ¿Qué era? Pieldras de diversas clases, mochas, mochas, que pronto formaron montones que no cabrían en ninguna casa: rubiles como garbanzos, perlas del tamaño de huevos de paloma, tudas, tudas grandes, diamanta fina en tal cantidad, que había para llenar de ellos sacos mochas, y con los sacos un carro de mudanzas; esmeraldas como nueces y trompacios como poño mío

Oían esto las tres mujeres embobadas, mudas, fijos los ojos en la cara del ciego, entreabiertas las bocas. Al comienzo de la relación, no se hallaban dispuestas a creer, y acabaron creyendo, por estímulo de sus almas, ávidas de cosas gratas y placenteras, como compensación de la miseria bochornosa en que vivían. Almudena ponía toda su alma en su voz, y con la lengua hablaban todos los pliegues movibles de su cara, y hasta los pelos de su barba negra. Todo era signos, jeroglífico descifrable, oriental escritura que los oyentes entendían sin saber por qué. El fin de la espléndida visión fue que el Rey le dijo al bueno de Mordejai que de las dos cosas que deseaba, riquezas y mujer, no podía darle más que una; que optase entre las pedrerías de gran valor que delante miraba, y con las cuales gozaría de una fortuna superior a la de todos los soberanos de la tierra, y una mujer buena, bella y laboriosa, joya sin duda tan rara que no se podía encontrar sino revolviendo toda la tierra. Mordejai no vaciló un momento en la elección, y dijo a Su Majestad de baixo terra, que para nada quería tanta pedrería por fanegas, si no le daban muquier… «Querer mi ella… gustar mí muquier, y sin muquier migo, no querer pieldras finas, ni diniero ni naida».

Señalole entonces el Rey una hembra que bien envuelta en un manto que la tapaba toda, el rostro inclusive, iba por el camino, y le dijo que aquella era la suya, y que la siguiese hasta cogerla o más bien cazarla, pues a paso muy ligero iba la condenada. Y dicho esto por el Rey, se dignó Su Majestad desaparecerse, y con él se fueron todos los de su comitiva, y los arregimientos y las señoras de blanco, y tudo, tudo, no quedando más que un olor penetrante del ilcienso, y los ladridos de los dos perrazos que se iban perdiendo en las lontananzas de la noche fría, cual si despavoridos huyeran hacia los montes. Tres meses estuvo enfermo Mordejai después de este singular suceso, y no comía más que agua y harina de cebada sin sal. Quedose tan flaco que se contaba al tacto todos los huesos, sin que se le escapara uno en la cuenta. Por fin, arrastrándose como pudo, emprendió su camino por toda la grandeza del mundo en busca de la mujer que, según dicho del divino Samdai, era suya.

«Y no la encontraste hasta tantismos años de correr, y se llamaba Nicolasa—dijo la Petra, queriendo ayudar al biógrafo de sí mismo.

–¿Tú qué saber? No ser Nicolasa.

–Entonces será la señora—apuntó la Diega, señalando no sin cierta impertinencia a la pobre Benina, que no chistaba.

–¿Yo?… ¡Jesús me valga! Yo no soy ninguna tarascona que anda por los caminos».

Contó Almudena que desde Fez había ido a la Argelia; que vivió de limosna en Tlemcén primero, después en Constantina y Orán; que en este punto se embarcó para Marsella, y recorrió toda Francia, Lyon, Dijon, París, que es mu grande, con tantos olivares y buenos pisos de calle, todo como la palma de la mano. Después de subirse hasta un pueblo que le llaman Lila, volviose a Marsella y a Cette, donde se embarcó para Valencia.

«Y en Valencia encontraste a la Nicolasa, con quien veniste por badajes, que vos daban los aiuntamientos, con dos riales de tapa—dijo la Petra—, y de Madrid vos fuisteis a los Portugales, y tres años te duró el contento, camastrón, hasta que la golfa se te fue con otro.

–Tú no saber.

–Que cuente la historia de Nicolasa y cómo a él le cogieron en Madrid para llevarle a San Bernardino, y ella fue al espital; y estando él una noche durmiendo, se le aparecieron dos mujeres del otro mundo, verbigracia, ánimas, para decirle que la Nicolasa hablaba en el espital con uno que le iban a dar de alta…

–No ser eso, no ser eso: cállate tú.

–Otro día nos lo contará—indicó Benina, que, aunque gustaba de oír aquellos entretenidos relatos, no quería detenerse más, recordando sus apremiantes quehaceres.

–Espérese, señora: ¿qué prisa tiene?—le dijo la Diega—. ¿A dónde irá usted que más valga?

–Otro día contar más—indicó el ciego sonriendo—. Mí ver mundo mocha.

–Estás cansadito, Jai. Convídanos a un medio para que se te remoje la lengua, que la tienes más seca que suela de zapato.

–Yo no convidar mí ellas, b'rrachonas. No tener diniero migo.

–Por eso no quede—dijo la Diega, rumbosa.

–Yo no bebo—declaró la Benina—, y además tengo prisa, y con permiso de la compañía me voy.

–Quedar ti rato más. Dar once reloja.

–Dejarla—manifestó con benevolencia la Petra—, por si tiene que ir a ganarlo; que nosotras ya lo hemos ganado».

Interrogadas por Almudena, refirieron que habiendo cogido la Diega unos dineros que le debían dos mozas de la calle de la Chopa, se habían lanzado al comercio, pues una y otra tenían suma disposición y travesura para el compra y vende. La Petra no se sentía mujer honrada y cabal sino cuando se dedicaba al tráfico, aunque fuese en cosas menudas, como palillos, mondarajas de tea, y torraé. La otra era un águila para pañuelos y puntillas. Con el dinero aquel, venido a sus manos por milagro, compraron género en una casa de saldos, y en la mañana de aquel día pusieron sus bazares junto a la Fuentecilla de la Arganzuela, teniendo la suerte de colocar muchas carreras de botones, varas muchas de puntilla y dos chalecos de bayona. Otro día sacarían loza, imágenes, y caballos de cartón de los que daban, a partir ganancias, en la fábrica de la calle del Carnero. Largamente hablaron ambas de su negocio, y se alababan recíprocamente, porque si Cuarto e kilo era de lo que no hay para la adquisición de género por gruesas, a la otra nadie aventajaba en salero y malicia para la venta al menudeo. Otra señal de que había venido al mundo para ser o comercianta o nada, era que los cuartos ganados en la compra-venta se le pegaban al bolsillo, despertando en ella vagos anhelos de ahorro, mientras que los que por otros medios iban a sus flacas manos, se le escapaban por entre los dedos antes de que cerrar pudiera el puño para guardarlos.

 

Oyó Benina muy atenta estas explicaciones, que tuvieron la virtud de infundirle cierta simpatía hacia la borracha, porque también ella, Benina, se sentía negocianta; también acarició su alma alguna vez la ilusión del compra-vende. ¡Ah! si, en vez de dedicarse al servicio, trabajando como una negra, hubiera tomado una puerta de calle, otro gallo le cantara. Pero ya su vejez y la indisoluble sociedad moral con Doña Paca la imposibilitaban para el comercio.

Insistió la buena mujer en abandonar la grata tertulia, y cuando se levantó para despedirse cayósele el lápiz que le había dado D. Carlos, y al intentar recogerlo del suelo, cayósele también la agenda.

«Pues no lleva usted ahí pocas cosas—dijo la Petra, cogiendo el libro y hojeándolo rápidamente, con mohines de lectora, aunque más bien deletreaba que leía—. ¿Esto qué es? Un libro para llevar cuentas. ¡Cómo me gusta! Marzo, dice aquí, y luego Pe…setas, y luego céntimos. Es mu bonito apuntar aquí todo lo que sale y entra. Yo escribo tal cual; pero en los números me atasco, porque los ochos se me enredan en los dedos, y cuando sumo no me acuerdo nunca de lo que se lleva.

–Ese libro—dijo Benina, que al punto vislumbró un negocio—, me lo dio un pariente de mi señora, para que lleváramos por apuntación el gasto; pero no sabemos. Ya no está la Magdalena para estos tafetanes, como dijo el otro… Y ahora pienso, señoras, que a ustedes, que comercian, les conviene este libro. Ea, lo vendo, si me lo pagan bien.

–¿Cuánto?

–Por ser para ustedes, dos reales.

–Es mucho—dijo Cuarto e kilo, mirando las hojas del libro, que continuaba en manos de su compañera—. Y ¿para qué lo queremos nosotras, si nos estorba lo negro?

–Toma—indicó Petra, acometida de una risa infantil al repasar, con el dedo mojado en saliva, las hojas—. Se marca con rayitas: tantas cantidades, tantas rayas, y así es más claro… Se da un real, ea.

–¿Pero no ven que está nuevo? Su valor, aquí, lo dice: «dos pesetas».

Regatearon. Almudena conciliaba los intereses de una y otra parte, y por fin quedó cerrado el trato en cuarenta céntimos, con lápiz y todo. Salió del café la Benina, gozosa, pensando que no había perdido el tiempo, pues si resultaban fantásticas las pieldras preciosas que en montones Mordejai pusiera ante su vista, positivas y de buena ley eran las cuatro perras, como cuatro soles, que había ganado vendiendo el inútil regalo del monomaníaco Trujillo.

XV

El largo descanso en el café le permitió recorrer como una exhalación la distancia entre el Rastro y la calle de la Cabeza, donde vivía la señorita Obdulia, a quien deseaba visitar y socorrer antes de irse a casa, pues era indudable que a la niña correspondía la mitad, perra más o menos, de uno de los duros de D. Carlos. A las doce menos cuarto entraba en el portal, que por lo siniestro y húmedo parecía la puerta de una cárcel. En lo bajo había un establecimiento de burras de leche, con borriquitas pintadas en la muestra, y dentro vivían, sin aire ni luz, las pacíficas nodrizas de tísicos, encanijados y catarrosos. En la portería daban asilo a un conocido de Benina, el ciego Pulido, que era también punto fijo en San Sebastián. Con él y con el burrero charló un rato antes de subir, y ambos le dieron dos noticias muy malas: que iba a subir el pan y que había bajado mucho la Bolsa, señal lo primero de que no llovía, y lo segundo de que estaba al caer una revolución gorda, todo porque los artistas pedían las ocho horas y los amos no querían darlas. Anunció el burrero con profética gravedad que pronto se quitaría todo el dinero metálico y no quedaría más que papel, hasta para las pesetas, y que echarían nuevas contribuciones, inclusive, por rascarse y por darse de quién a quién los buenos días. Con estas malas impresiones subió Benina la escalera, tan descansada como lóbrega, con los peldaños en panza, las paredes desconchadas, sin que faltaran los letreros de carbón o lápiz garabateados junto a las puertas de cuarterones, por cuyo quicio inferior asomaba el pedazo de estera, ni los faroles sucios que de día semejaban urnas de santos. En el primer piso, bajando del cielo, con vecindad de gatos y vistas magníficas a las tejas y buhardillones, vivía la señorita Obdulia; su casa, por la anchura de las habitaciones destartaladas y frías, hubiera parecido convento, a no ser por la poca elevación de los techos, que casi se cogían con la mano. Esteras y alfombras allí eran tan desconocidas, como en el Congo las levitas y chisteras; sólo en lo que llamaban gabinete había un pedazo de fieltro raído, rameado de azul y rojo, como de dos varas en cuadro. Los muebles de baratillo declaraban con sus chapas rotas, sus patas inválidas, sus posturas claudicantes, el desastre de sus infinitas peregrinaciones en los carros de mudanza.

La misma Obdulia abrió la puerta a Benina, diciéndole que la había sentido subir, y al punto se vio la buena mujer como asaltada de una pareja de gatos muy bonitos, que mayando la miraban, el rabo tieso, frotando su lomo contra ella. «Los pobres animalitos—dijo la niña con más lástima de ellos que de sí misma—, no se han desayunado todavía».

Vestía la hija de Doña Paca una bata de franela color rosa, de corte elegante, ya descompuesta por el mucho uso, las delanteras manchadas de chocolate y grasa, algún siete en las mangas, la falda arrastrada, revelándose en todo, como prenda adquirida de lance, que a su dueña le venía un poco ancha, por aquello de que la difunta era mayor. De todos modos, tal vestimenta se avenía mal con la pobreza de la esposa de Luquitas.

«¿No ha venido anoche tu marido?—le dijo Benina, sofocada de la penosa ascensión.

–No, hija, ni falta que me hace. Déjale en su café, y en sus casas de perdición, con las socias que le han sorbido el seso.

–¿No te han traído nada de casa de tus suegros?

–Hoy no toca. Ya sabes que lo dejaron en un día sí y otro no. No ha venido más que Juana Rosa a peinarme, y con ella se fue mi Andrea. Van a comer juntas en casa de su tía.

–De modo que estás como los camaleones. No te apures, que Dios aprieta, pero no ahoga, y aquí estoy yo para que no ayunes más de la cuenta, que el cielo bien ganado te lo tienes ya… Siento una tosecilla… ¿Ha venido ese caballero?

–Sí: ahí está desde las diez. Con las cosas bonitas que cuenta me entretiene, y casi no me acuerdo de que no hay en casa más que dos onzas de chocolate, media docena de dátiles, y algunos mendrugos de pan… Si has de traerme algo, sea lo primero para estos pobres gatos aburridos, que desde el amanecer no me dejan vivir. Parece que me hablan, y dicen: «Pero ¿qué es de nuestra buena Nina, que no viene con nuestra cordillita?».

–En seguida traeré para remediaros a todos—dijo la anciana—. Pero antes quiero saludar a ese caballero rancio, que es tan fino y atento con las señoras».

Entró en el llamado gabinete, y el señor de Ponte y Delgado se deshizo con ella en afectuosos cumplidos de buena sociedad. «Siempre echándola a usted de menos, Benina… y muy desconsolado cuando brilla usted por su ausencia.

–¡Que brillo por mi ausencia!… ¿Pero qué disparates está usted diciendo, Sr. de Ponte? O es que no entendemos nosotras, las mujeres de pueblo, esos términos tan fisnos… Ea, quédense con Dios. Yo vuelvo pronto, que tengo que dar de almorzar a la niña y a los señores gatos. Y aunque el Sr. D. Frasquito no quiera, ha de hacer aquí penitencia. Le convido yo… no, le convida la señorita.

–¡Oh, cuánto honor!… Lo agradezco infinito. Yo pensaba retirarme.

–Sí, ya sabemos que siempre está usted convidado en casas de la grandeza. Pero como es tan bueno, se dizna sentarse a la mesa de los pobres.

–Consideración que tanto le agradecemos—dijo Obdulia—. Ya sé que para el Sr. de Ponte es un sacrificio aceptar estas pobrezas…

–¡Por Dios, Obdulia!…

–Pero su mucha bondad le inspira estos y otros mayores sacrificios. ¿Verdad, Ponte?

–Ya la he reñido a usted, amiga mía, por ser tan paradójica. Llama sacrificio al mayor placer que puede existir en la vida.

–¿Tienes carbón?…—preguntó Benina bruscamente, como quien arroja una piedra en un macizo de flores.

–Creo que hay algo—replicó Obdulia—; y si no, lo traes también».

Fue Nina para adentro, y habiendo encontrado combustible, aunque escaso, se puso a encender lumbre y a preparar sus pucheros. Durante la prosaica operación, conversaba con las astillas y los carbones, y sirviéndose del fuelle como de un conducto fonético, les decía: «Voy a tener otra vez el gusto de dar de comer a ese pobre hambriento, que no confiesa su hambre por la vergüenza que le da… ¡Cuánta miseria en este mundo, Señor! Bien dicen que quien más ha visto, más ve. Y cuando se cree una que es el acabose de la pobreza, resulta que hay otros más miserables, porque una se echa a la calle, y pide, y le dan, y come, y con medio panecillo se alimenta… Pero estos que juntan la vergüenza con la gana de comer, y son delicados y medrosicos para pedir; estos que tuvieron posibles y educación, y no quieren rebajarse… ¡Dios mío, qué desgraciados son! lo que discurrirán para matar el gusanillo… Si me sobra dinero, después de darle de almorzar, he de ver cómo me las compongo para que tome la peseta que necesita para pagar el catre de esta noche. Pero ¡ay! no… que necesitará ocho reales. Me da el corazón que anoche no pagó… y como esa condenada Bernarda no fía más que una vez… será preciso pagarle toda la cuenta… y a saber si le ha fiado dos o tres noches… No, aunque yo tuviera el dinero, no me atrevería a dárselo; y aunque se lo ofreciese, primero dormía al raso que cogerlo de estas manos pobres… ¡Señor, qué cosas, qué cosas se van viendo cada día en este mundo tan grande de la miseria!».

En tanto el lánguido Frasquito y la esmirriada Obdulia platicaban gozosos de cosas gratas, harto distantes de la triste realidad. Desde que vio entrar a la Providencia, en figura de Benina, sintiose la niña calmada de su ansiedad y sobresalto, y el caballero también respiró por el propio motivo feliz, y se le alegraron las pajarillas viendo conjurado, por aquel día, un grave conflicto de subsistencias. Uno y otro, marchita dama y galán manido, poseían, en medio de su radical penuria, una riqueza inagotable, eficacísima, casi acuñable, extraída de la mina de su propio espíritu; y aunque usaban de los productos de este venero con prodigalidad, mientras más gastaban, más superabundancia tenían sus caudales. Consistía, pues, esta riqueza, en la facultad preciosa de desprenderse de la realidad, cuando querían, trasladándose a un mundo imaginario, todo bienandanzas, placeres y dichas. Gracias a esta divina facultad, se daba el caso de que ni siquiera advirtiesen, en muchas ocasiones, sus enormes desdichas, pues cuando se veían privados absolutamente de los bienes positivos, sacaban de la imaginación el cuerno de Amaltea, y lo agitaban para ver salir de él los bienes ideales. Lo extraño era que el Sr. de Ponte Delgado, con tener tres veces lo menos la edad de Obdulia, casi la superaba en poder imaginativo, pues en la declinación de la vida, se renovaban en él los aleteos de la infancia.

D. Frasquito era lo que vulgarmente se llama un alma de Dios. Su edad no se sabía, ni en parte alguna constaba, pues se había quemado el archivo de la iglesia de Algeciras donde le bautizaron. Poseía el raro privilegio físico de una conservación que pudiera competir con la de las momias de Egipto, y que no alteraban contratiempos ni privaciones. Su cabello se conservaba negro y abundante; la barba, no; pero con un poco de betún casi armonizaban una con otro. Gastaba melenas, no de las románticas, desgreñadas y foscas, sino de las que se usaron hacia el 50, lustrosas, con raya lateral, los mechones bien ahuecaditos sobre las orejas. El movimiento de la mano para ahuecar los dos mechones y modelarlos en su sitio, era uno de esos resabios fisiológicos, de segunda naturaleza, que llegan a ser parte integrante de la primera. Pues con su melenita de cocas y su barba pringosa y retinta, el rostro de Frasquito Ponte era de los que llaman aniñados, por no sé qué expresión de ingenuidad y confianza que veríais en su nariz chica, y en sus ojos que fueron vivaces y ya eran mortecinos. Miraban siempre con ternura, lanzando sus rayos de ocaso melancólico en medio de un celaje de lagrimales pitañosos, de pestañas ralas, de párpados rugosos, de extensas patas de gallo. Dos presunciones descollaban entre las muchas que constituían el orgullo de Ponte Delgado, a saber: la melena y el pie pequeño. Para las mayores desdichas, para las abstinencias más crueles y mortificantes, tenía resignación; para llevar zapatos muy viejos o que desvirtuaran la estructura perfecta y las lindas proporciones de sus piececitos, no la tenía, no.