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La desheredada

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Le besó las manos con religioso respeto. Y el alma se le iba tras los besos, con la más santa y sincera afección que es dado imaginar. Pero aquellas manifestaciones tan extraordinariamente expresivas, lejos de enternecer a la marquesa, la provocaron a recoger su ánimo, y dijo con sequedad:

«Pero ¿qué es esto?… Levántese usted, hija… No puedo consentir… Usted no me ha entendido bien…».

Isidora se levantó. Creía que la marquesa quería llevar las cosas por el terreno de las explicaciones frías antes de entregarse a las expansiones del sentimiento.

«Usted no me ha entendido bien—replicó la de Aransis, viendo cómo Isidora se enjugaba las lágrimas luego que se sentó—. He dicho tan sólo que usted, por la manera de expresarse, por cierto sello de honradez y bondad que noto en su fisonomía… (es usted muy hermosa…) me ha parecido desde un principio digna de interés y consideración. Usted sin duda no ha venido aquí a representar una comedia; usted se declara hija de mi desgraciada hija porque así lo cree, fundada en motivos y circunstancias que ignoro; pero de eso, a admitir que usted tenga razón, hija mía, hay inmensa distancia, y así, señorita, no puedo menos de manifestar a usted con la seriedad que exige el caso, que está usted completamente equivocada».

Si a Isidora le hubieran dejado caer de un golpe sobre el corazón todas las cataratas del Niágara, no habría experimentado sensación más dolorosa de choque duro y frío. Quedó convertida en estatua, y sus lágrimas se secaron, evaporadas por el vivo calor interno que le salió a los ojos. ¡Completamente equivocada! Decirle esto a ella era lo mismo que decirle: «Tú no existes, tú eres una sombra; menos aún, un ente convencional». ¡Tan profundas raíces tenía en su alma aquella creencia!

«Yo no sé—prosiguió la marquesa con frialdad—cómo ha llegado usted a adquirir ese absurdo convencimiento; no sé, ni quiero saberlo, por qué serie de circunstancias, de qui pro quo y de falsas apariencias, ha llegado usted a creerse nacida de mi desgraciada hija. Ignoro si en su error ha obrado, como causa, una mala inteligencia, o la astucia de seres malignos que esperan sacar ventaja de estas cosas; lo que sí puedo asegurar a usted, y lo aseguro porque lo sé, es que ha sido usted atrozmente engañada, hija mía, y espero que no insistirá en ello después de lo que acabo de manifestar».

Pedir a Isidora que no insistiera, era como pedir al sol que no alumbrase. Era toda convicción, y la fe de su alto origen resplandecía en ella como la fe del cristiano dando luz a su inteligencia, firmeza a su voluntad y sólida base a su conciencia. El que apagase aquella antorcha de su alma, habría extinguido en ella todo lo que tenía de divino, y lo divino en ella era el orgullo. Al oír a la marquesa creía escuchar los términos más terribles de la injusticia humana. La pena que con esto sintiera la colmó de confusión y espanto en los primeros momentos; pero después su orgullo contrariado se hizo brutal soberbia. Su ira surgió como una espada que se desenvaina, y le dio concisa elocuencia para decir:

«Por Dios que nos oye, juro que soy quien soy, y que mi hermano y yo nacimos de doña Virginia de Aransis. Se nos podrá arrebatar lo que es nuestro; se nos podrá negar nuestro patrimonio y hasta nuestro nombre; pero Dios, que conoce nuestro derecho, nos defenderá.

–En vista de esa terquedad—dijo la marquesa esforzándose en no llevar la cuestión a un terreno dramático y en huir de las declamaciones—me arrepiento de haber hecho a usted la justicia de creerla sincera y sin malicia. Una vez para siempre digo a usted que de los dos niños de mi infeliz hija, la hembra murió, el varoncito vive y está a mi lado. Si insiste usted en traer a mi casa esas farsas estudiadas, o capítulos de novelas, me veré obligada a tenerla a usted o por impostora o por demente…

–Tengo documentos—exclamó Isidora mostrando sus papeles.

–No quiero verlos. Supongo qué pruebas son esas. Yo las tengo clarísimas para probar lo que he dicho.

–Y yo…, ¡yo también probaré!—balbució Isidora con el corazón, hecho pedazos, en los labios—. ¡Ah! ¡Qué desgraciada soy, señora! Yo me muero».

Rompió a llorar con tanta amargura, que la marquesa, la bondad misma, tuvo lástima de ella.

«He empleado con usted palabras muy duras—le dijo—. Pero usted ha tenido la culpa, hija mía. Usted ha sido engañada. No será quizás impostora. Hablará usted de buena fe; pero han abusado miserablemente de su credulidad y de su inocencia… Usted parece buena… Confiéseme sus penas, porque penas hay, lo sospecho. ¿Quién ha metido a usted en la cabeza esas historias? Cuénteme usted todo. Después, si necesita algo, si usted se ve en alguna necesidad…

–Hasta aquí he vivido arrojada de mi casa, de mi posición, privada de mi verdadero nombre. Si no se me restituye lo que desde que nací me pertenece, nada quiero. Pido justicia, no limosna».

La marquesa no creyó deber prolongar un coloquio de aquella especie. Las últimas palabras de Isidora tocaban en la insolencia. Levantose, y mirando a la pobre joven con más lástima que cólera, le dijo:

«Si tan convencida está usted, acuda usted a los Tribunales.

–Acudiré—exclamó Isidora con firme convicción.

–Entretanto, es inútil que disputemos aquí. Puede usted retirarse».

La marquesa intentó tirar del cordón de la campanilla. Con un movimiento inesperado, Isidora la detuvo, y postrándose ante ella, exclamó con viva explosión de sentimientos nobles:

«Señora, usted me echa de su casa, cuando yo esperaba que me recibiría usted con los brazos abiertos… Usted me aborrece porque no cree en mi derecho, y yo la adoro porque creo en él. No hay odio en mi corazón ni puede haberlo para la madre de mi madre… Déjeme usted besar sus manos».

La marquesa parecía muy disgustada de tal escena. Volviendo el rostro, apartaba de sí a Isidora. Esta se puso en pie. Tuvo otra inspiración más audaz que la anterior. Con gentil arrogancia separó su velo para mostrar más completos el rostro y el busto. Su cara se sublimaba por la fe. ¿Qué destello divino era el que de sus ojos emanaba? No puede darse idea del timbre de su voz al decir:

«¿Para qué leyes? Soy mi propio testigo, y mi cara proclama un derecho. Soy el retrato vivo de mi madre».

La marquesa la miró otra vez palideciendo. ¿Cruzó por la mente de la noble señora un rayo de duda?… ¿Vaciló su firme creencia? ¡Quién puede saberlo! A sus ojos asomaron las lágrimas.

«No interprete usted mis lágrimas como una concesión—dijo a Isidora—. Lloro por el recuerdo de mi querida hija. En cuanto al parecido…».

Volvió a observarla tan fijamente, que Isidora, al sentirse acariciada por aquel mirar profundo, se estremeció de esperanza. La hermosura de la joven, su distinción innegable, su modo de vestir, sencillo y honesto, hicieron en la noble dama profunda impresión.

«En cuanto al parecido—continuó esta—, nada tengo que decir, porque si alguno hay, es puramente casual… Me hará usted un favor en retirarse».

Tiró de la campanilla, y se alejó serenamente sin prisa y sin cólera, como nos alejamos después de aplastar un insecto.

Isidora se encontró sola en el gabinete. Un lacayo apareció en la puerta. Era señal de que la ponían bonitamente en la de la calle. Levantose y salió. Andaba con la teatral arrogancia y la serenidad terrible de que se revisten algunos al subir al cadalso. Las salas del palacio se iban quedando atrás, como se desvanece el mundo cuando nos morimos.

Cuando bajaba la escalera, un lacayo subía. Tomola este por una de las infinitas personas, de aspecto decente, que iba a pedir limosna a la marquesa, y le dijo: «¡Qué bonita es usted, prenda!».

Puede juzgarse cómo estaría su espíritu, cuando este ultraje apenas le hizo impresión. En el portal estaba Alonso y un hombre muy gordo, el cual al pasar la miró con atención picaresca. Ambos le hicieron un frío saludo. Salió sin darse cuenta de nada y dio algunos pasos por la calle. Como si tropezara con un poste, hallose de improviso frente a D. José de Relimpio. Isidora despertó al choque y dijo:

«¿Pero está usted aquí?

–Sí, hija mía—replicó el galán viejo muy conmovido—. El corazón me decía que habías de salir pronto, y esperé… No me podía acostumbrar a la idea de no volver a verte… ¿Qué quieres tú?… Yo tomo cariño a las personas con mucha facilidad… Aquí se me ha pasado el tiempo mirando como un bobo a los balcones y diciendo: «Ella ha de salir, ella ha de salir».

Capítulo XVII
Igualdad.—Suicidio de Isidora

Isidora no ponía atención en las cariñosas palabras de D. José. Sintió en su cerebro una impresión extraña, como el rastro aéreo de inmensa caída desde la altura a los más hondos términos que el pensamiento puede concebir. ¡Y qué manera tan rara de ver el mundo y las cosas todas que están debajo del cielo, y aun, si se quiere, el cielo mismo! Cambio general. El mundo era de otro modo; la Naturaleza misma, el aire y la luz eran de otro modo. La gente y las casas también se habían transformado; y para que la mudanza fuera completa, ella misma, Isidora, era punto menos que otra persona.

«¿Pero a dónde vamos, hija?»—preguntó Relimpio viendo que andaban y desandaban calles, subían costanillas, y divagaban pasando muchas veces por un mismo sitio.

Isidora no le contestaba y adelante seguía, llevándolo como rodrigón. Ella miraba al suelo, él el cielo. Sin saber cómo, halláronse en las Vistillas. Caía la tarde. Don José llamo la atención de su ahijada hacia la magnificencia del crepúsculo que desde aquel despejado sitio se gozaba; alzó los ojos ella y miró, arrojando un suspiro tan grande sobre el inmenso paisaje que a su vista tenía que parecía querer llenarlo de tristeza. Como Isidora siempre trataba de encontrar armonías entre su estado moral y la Naturaleza, la hermosísima retirada y apagamiento del día no eran extraños al occidente que había en su alma. Los destellos de oro fundido iban palideciendo poco a poco, o se hundían dejando tras sí un rastro pálido y verdoso. A la derecha, la sierra azul, de masa uniforme y sin contornos, se alejaba, desvaneciéndose en el fondo del firmamento, donde al fin quedaría como el espectro de un mundo. Marcábanse las curvas del río por jirones de niebla desvanecida, vellones sueltos, que se iban reuniendo hasta formar un velo salpicado de motas blancas, o sea la ropa de los lavaderos.

 

«¡Qué feísimo es esto!»—murmuro Isidora con ira que indicaba cierta hostilidad contra la Naturaleza.

Entonces el patriarcal D. José se puso a admirar la belleza del cielo, que estaba limpio, azul, profundo, expresando como nunca la proyección abovedada del pensamiento humano. La luna nueva, como una hoz de plata, caía del lado del Poniente, precedida de Venus. Apenas, en lo restante del firmamento principiaba a verse una que otra estrella como el vago apuntar de la idea en el cerebro. Don José desparramó su vista por toda la redondez de arriba, y apuntando con suficiencia de astrónomo a un astro que brillaba más a cada instante, dijo lacónicamente:

«¡Júpiter!».

Isidora también miro, pero con escarnio y desdén.

«¡Qué horrible está la luna!»—murmuró.

Y la comparó al corte de una uña. Volviéndose a su embelesado padrino, que osó hablar de distancias y magnitudes siderales, le dijo con mucha displicencia:

«¿Y qué tengo yo que ver con Júpiter?… ¿Qué me va a dar a mí Júpiter?».

Bajaron a la calle de Segovia, ella delante, detrás él.

«A ti te pasa algo… ¿Qué tienes?—le dijo el maestro de Teneduría.

–¡Qué le importa a usted! Si no quiere usted acompañarme, puede dejarme sola.

–¡Pues no faltaba más!… Hasta el fin del mundo…».

Una sombra lúgubre que sobre la calle se proyectaba les hizo alzar la vista, y vieron la mole del viaducto en construcción, un bosque de andamios sosteniendo enorme enrejado de hierro.

«Cuando este puente se acabe—dijo Relimpio en tono de mucha autoridad—, no servirá sino para que se arrojen de él los desesperados».

Isidora miró con desprecio al puente, y repuso:

«¡Quia! Eso es muy bajo».

Subieron por la calle adelante. De una taberna, donde vociferaban media docena de hombres entre humo y vapores alcohólicos, salió una exclamación que así decía: «Ya todos somos iguales», cuya frase hirió de tal modo el oído, y por el oído el alma de Isidora, que dio algunos pasos atrás para mirar al interior del despacho de vinos.

«Se confirma lo que esta mañana se decía—murmuró D. José demostrando una gran pesadumbre—. El Rey se va, renuncia a la corona, y a mí no hay quien me quite de la cabeza que es la persona más decente…

–Todos somos iguales»—afirmó Isidora repitiendo la frase.

Y la frase parecía volar multiplicada, como una bandada de frases, porque a cada paso oían: «Todos somos iguales… El Rey se va». Salían estas palabras de los grupos de hombres, y aun de los que formaban mujeres y chicos en las puertas de algunas casas.

Mientras D. José dejaba oír con tímida voz consideraciones prudentes y juiciosas sobre el suceso del día, Isidora pensaba que aquello de ser todos iguales y marcharse el Rey a su casa, indicaba un acontecimiento excepcional de esos que hacen época en la vida de los pueblos, y se alegró en lo íntimo de su alma, considerando que habría cataclismo, hundimiento de cosas venerables, terremoto social y desplome de antiguos colosos. Esta idea, no obstante, con ser tan conforme al hundimiento moral de Isidora, no la consolaba. A la momentánea alegría siguió agudísima pena. Por un instante se sintió invadida de un dolor tan grande, que llegó a pensar en que no debía vivir más tiempo. Pero esta desesperación también duró poco. Todos los medios de apartarse voluntariamente de la vida le parecían dolorosos, antipáticos y aun cursis. Heridos su orgullo y su dignidad, muertas sus ilusiones, algo la ataba aún a la vida, aunque no fuera más que la curiosidad de goces y satisfacciones que no había probado todavía… No, morir, no. Tiempo había para eso.

A medida que se acercaba a la zona interior de Madrid y recibía su calor central, se iba robusteciendo en ella la idea del vivir, del probar, y del ver y del gustar. Había sofocado una vida para fomentar otra. Cuando esta moría, justo es que aquella resucitara.

De la calle Mayor pasaron a la plaza de Oriente, porque Isidora estaba cansadísima y quería sentarse. No sólo tenía necesidad de reposo, sino de meditación, pues tanto como su desengaño la mortificaba aquella noche la idea de tener que volver a casa de D.ª Laura. No; decididamente allá no volvería aunque tuviera que quedarse a dormir en aquel banco frío y duro. En tanto don José miraba al Palacio, tratando de adivinar lo que en su interior ocurría; mas nada revelaba el coloso en su muda faz de piedra. En ningún balcón se veía luz. Todo estaba cerrado y sombrío como el disimulo que precede a las grandes resoluciones.

«¡Pobre señor!—exclamó Relimpio ofreciendo a la dinastía extranjera el homenaje de un suspiro—. Le tienen mareado…, aburrido. Yo me pongo en su caso…».

Después de sondear su alma y de pensar atropelladamente diversas cosas, Isidora dijo esto a su buen padrino:

«Debe usted marcharse… Yo no voy a casa todavía.

–¡Marcharme!, ¡dejarte sola!… Tú estás loca—replicó él no sabiendo renunciar al goce indecible de estar al lado de su ahijada.

–Es que no puedo ir a casa todavía… Márchese usted, que si no le reñirá D.ª Laura.

–Déjala… Yo te acompañaré adonde quieras. No faltaría más…; ¡ir tú sola, de noche, por esas calles! En Madrid hay mucho atrevido. Te lo digo con franqueza, porque yo no soy ningún anacoreta. A los pícaros españoles nos gustan tanto las hembras bonitas… No, hija, no. No puedes andar sola de noche. Estás cada día más guapa, y por dondequiera que vas llamas la atención.

–¡Llamo la atención!—, pensó ella, y se levantó decidida.

–¿A dónde vamos, hija?

–No lo sé todavía».

Al penetrar en las calles bulliciosas, cuya vida y animación convidan a los placeres y a intentar gratas aventuras, sintió la joven que se amenguaba su profundísimo pesar, como el dolor agudo que cede a la energía narcótica del calmante. Se sintió halagada por el contacto de la sociedad; percibió en su cerebro como un saludo de bienvenida, y voces simpáticas llamándola a otro mundo y esfera para ella desconocida. Y como la humana soberbia afecta desdeñar lo que no puede obtener, en su interior hizo un gesto de desprecio a todo el pasado de ilusiones despedazadas y muertas. Ella también despreciaba una corona. También ella era una reina que se iba.

Adelante. La Puerta del Sol, latiendo como un corazón siempre alborozado, le comunicó su vivir rápido y anheloso. Allí se cruzan las ansiedades; la sangre social entra y sale, llevando las sensaciones o sacando el impulso. Madrid, a las ocho y media de la noche, es un encanto, abierto bazar, exposición de alegrías y amenidades sin cuento. Los teatros llaman con sus rótulos de gas, las tiendas atraen con el charlatanismo de sus escaparates, los cafés fascinan con su murmullo y su tibia atmósfera en que nadan la dulce pereza y la chismografía. El vagar de esta hora tiene todos los atractivos del paseo y las seducciones del viaje de aventuras. La gente se recrea en la gente.

Isidora observó que en ella renacía, dominando su ser por entero, aquel su afán de ver tiendas, aquel apetito de comprar todo, de probar diversos manjares, de conocer las infinitas variedades del sabor fisiológico y dar satisfacción a cuantos anhelos conmovieran el cuerpo vigoroso y el alma soñadora. Se miraba en los cristales, y se detenía larguísimos ratos delante de las tiendas, como si escogiera. No paraba mientes en el susurro de los grupos, que decían: «El Rey se aburre, el Rey se va».

A la entrada de la calle de la Montera la animación era, como siempre, excesiva. Es la desembocadura de un río de gente que se atraganta contenido por una marea humana que sube. A Isidora le gustaba aquella noche, sin saber por qué, el choque de las multitudes y aquel frotamiento de codos. Sus nervios saltaban, heridos por las mil impresiones repetidas del codazo, del roce, del empujón, de las cosas vistas y deseadas. El piso húmedo, untado de una especie de jabón negro, era resbaladizo; pero ella se sostenía bien, y en caso de apuro se colgaba del protector brazo de su padrino. El ruido era infernal. Subían los carros de la carne con las movibles cortinas de cuero chorreando sangre, y su enorme pesadez estremecía el suelo. Los carreteros apaleaban a las mulas. Bajaban coches de lujo, cuyos cocheros gritaban para evitar el desorden y los atropellos. Deteníanse los vehículos atarugados, y la gente, refugiándose en las aceras, se estrujaba como en los días de pánico. La tienda del viejo Schropp detenía a los transeúntes. Como se acercaba Carnaval, todo era cosa de máscaras, disfraces, caretas. Estas llenaban los bordes de las ventanas y puertas, y la pared de la casa mostraba una fachada de muecas. Enfrente, el escaparate del Marabini, lleno de magníficos brillantes, manifestaba al público tentadoras riquezas.

«Dejemos esto, chica—dijo D. José a su ahijada, que miraba embebecida las joyas—. Esto no es para nosotros».

De repente la de Rufete anduvo hacia la Puerta del Sol.

«¿Otra vez?

–Quiero ir hacia el Congreso—declaró ella.

–Ya…, ¿para ver si se arma?… No nos metamos en apreturas, hija, no sea que por artes del demonio…».

Menudeaban los grupos, todos pacíficos. No eran hordas de descamisados, sino bandadas de curiosos. Se oía decir aquí y allí: «La República, la República», pero sin gritos ni amenazas. Se hablaba con frialdad de aquella cosa grande y temida. No había entusiasmo ni embriaguez revolucionaria, ni amenazas. La República entraba para cubrir la vacante del Trono, como por disposición testamentaria. No la acompañaron las brutalidades, pero tampoco las victorias. Diríase que había venido de la botica tras la receta del médico. Se le aceptaba como un brebaje de ignorado sabor, del cual no se espera ni salud ni muerte.

¡Cuánta gente en la Carrera! Es abierta lonja de noticias. El Congreso, donde se forja el rayo; el Casino, donde imperan los desocupados, y el café de la Iberia, que es el Parnasillo de los políticos, dan a esta calle, en días o noches de crisis, un aspecto singular. Isidora y su padrino siguieron la corriente. ¡Cuántos hombres, y también cuántas mujeres! El contacto de la muchedumbre, aquel fluido magnético conductor de misteriosos apetitos, que se comunicaba de cuerpo a cuerpo por el roce de hombros y brazos, entró en ella y la sacudió.

«Déjeme usted sola—dijo a su padrino—. Yo tengo que hacer. Le va a reñir a usted doña Laura.

–Deja a D.ª Laura que se la lleve el demonio—exclamó Relimpio, a quien la idea de no acompañar a su sobrina le ponía furioso—. ¡Hay por aquí tanto hombre imprudente!… Ya ves que no cesan de echarte requiebros y decirte flores. Esto es indecoroso, y no sería extraño que yo tuviera un lance».

¡Ay Isidora! ¿Qué significó ese susurro de carcajadas que sentiste dentro de ti?… ¿Era que empezaba a comprender la posibilidad de consolarse sin renunciar a sus ideas? ¡Oh, no! Antes morir que abandonar sus sagrados derechos. «¡Las leyes!—pensó—. ¿Para qué son las leyes?». Esta idea le infundió algún contento. Sí; ella confundiría el necio orgullo de su abuela; ella subiría por sus propias fuerzas, con la espada de la ley en la mano, a las alturas que le pertenecían. Si su abuela no quería admitirla de grado, ella, ¿qué tal?…, ella echaría a su abuela del trono. Venían días a propósito para esto. ¿No éramos ya todos iguales? El pueblo había recogido la corona arrojada en un rincón del Palacio y se la había puesto sobre sus sienes duras. ¡Bien, bien, bien! Y se aplaudió a sí misma, se palmoteó con esas manos inmateriales, que para apoyar sus discursos tiene el corazón. ¡Pleito! Esta palabra, anunciadora de una gran idea, se le quedó fija en la mente desde entonces, como grabada en fuego. Vio una turba infinita de escribanos y jueces, y pirámides de papel en cuya cúspide brillaba deslumbrante y cegadora la inextinguible luz de su verdadero estado civil.

En la calle de Floridablanca el gentío era más espeso; pero los curiosos no hacían nada, ni siquiera gritaban. Eran turbas comedidas que no daban vivas ni mueras. Se hablaba de la llovida República, como se habría hablado de un chubasco que acabara de caer. Nada de lo que dentro de las Cortes pasaba se traslucía fuera.

Aunque Isidora no iba sola, era demasiado guapa y D. José demasiado humilde para que la joven dejase de oír una y otra vez algunas fórmulas equívocas del requiebro de las calles, nacido de la mala educación y de la falta de respeto a las mujeres.

 

«Vámonos a casa—dijo Relimpio algo amostazado—. Yo no me puedo contener. Soy una pólvora. Tú no conoces mi genio. Pues bien, me estás comprometiendo.

–Váyase usted, que yo me quedo—replicó ella impávida.

–¿Pero estás loca?…

–No estoy loca. Es que…

–Pero ¿tú buscas a alguien? ¿Esperas a alguien?».

Isidora no apartaba sus ojos de aquella puerta pequeña por donde entra y sale toda la política de España.

«Vaya, que tienes unas cosas… Ya van a dar las diez».

Isidora no le hizo caso. De repente avanzó hacia la calle del Sordo, mirando, no sin disimulo, a tres individuos que acababan de salir del Congreso. Uno de ellos se distinguía por su gabán claro.

«¿Al fin nos vamos?—preguntó D. José con alegría.

–No se enfade usted conmigo, padrinito—dijo Isidora mirándole—. Le quiero a usted mucho».

Avanzaban por la calle del Turco. Relimpio no se había fijado en los tres señores que delante iban a distancia como de unos treinta pasos. Al llegar al extremo de la calle, D. José, que gozaba mucho por los recuerdos históricos, se paró y dijo con voz lúgubre:

«Aquí mataron a D. Juan Prim. Todavía están en la pared las señales de las balas».

Isidora no miró las señales de los proyectiles. Miraba a los tres caballeros, que se habían detenido algo más arriba, junto al jardín de Casa—Riera. Parecía que se despedían. En efecto, dos siguieron hacia la Presidencia, y el del gabán claro bajó por la calle de Alcalá.

¡Instante tremendo, que no olvidaría jamás D. José Relimpio aunque viviera mil años! Cuando el señor del gabán claro pasó por la trágica esquina, Isidora echó a correr, llegose a él, se le colgó del brazo. Hubo exclamaciones de sorpresa y alegría… Después siguieron juntos, y se perdieron en la niebla.

«¡Ah!—murmuró D. José con vivo dolor—. Es el marqués viudo de Saldeoro… ¡Ingrata!… ¡Y qué hermosa!».

El pobre señor se apoyó en la esquina: su desconsuelo era grande. Pensó que no la vería más. Vuelta la cara a la pared, ¿qué hizo durante el rato que permaneció allí?… ¿Lloró? Quién lo sabe. Tal vez estampó una lágrima en aquella pared donde a balazos estaba escrita la página más deshonrosa de la historia contemporánea.