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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca

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XVII

Pasamos a una pieza grande, mejor amueblada que alumbrada, en la cual había hasta diez personas. Algunas de ellas revelaban claramente su profesión militar, aunque no tenían uniforme. Hablaban en alta voz con gran algazara. Cuando Monsalud me presentó a ellos, diciendo mi nombre y apellido con la añadidura de los cargos que había desempeñado, callaron todos, y no se oyó más que un murmullo. Creeríase que mi nombre había caído en la reunión como un jarro de agua en brasero encendido.

Pero el que llamaban Zorraquín, que parecía tener cierta superioridad sobre los demás, se dignó hablarme con benevolencia.

– Las adhesiones de personas importantes que cada día recibimos – dijo con petulancia, – prueban que el absolutismo se desmorona.

– Hemos llegado a un punto – repuse, – en que es indispensable tratar de una revolución en el Gobierno. Yo no valgo nada. Usted me favorece demasiado… Doy a usted las gracias…

Y luego para mi capote añadí:

– (¡Cuatro tiros te daría yo de buena gana, tunante!)

– Eso lo reconocen todos los hombres de talento – dijo otro de los presentes.

– Yo mismo lo vengo sosteniendo – indiqué. – Público es y notorio que he aconsejado a Su Majestad… Pero a ese pobre señor… a ese pobre señor le han puesto una venda en los ojos, y es muy difícil arrancársela. La corte debiera comprender su interés y transigir con ustedes.

Y para mis adentros añadí:

(¡Qué bien os vendría un par de carreras de baqueta a cada uno!)

– La cosa ha llegado a tal extremo – dijo el que nombraban López Pinto, – que ya son contados los personajes importantes que no están dispuestos a ayudar a la revolución… Pero vamos a lo positivo, y ocupémonos de lo que nos ha reunido aquí. ¿Cómo es la gracia de ese señor?

Yo di mi nombre, y lo apuntaron.

– ¿Quién responde del Sr. Pipaón?

– Yo respondo – dijo Monsalud. – Pero siguiendo la costumbre, se extenderá un acta y él la firmará.

Maldita la gracia que me hacía poner mi nombre y rúbrica al pie de un compromiso revolucionario; pero me acordé de las amonestaciones de D. Antonio Ugarte, y eché mano a la pluma. En el documento constaba que, admitido yo a la reunión y hecho partícipe del objeto y plan de ella, me comprometía a cooperar en la obra revolucionaria. Firmaban cuatro además del presentado y del presentador, y aquella hoja se unía al cartapacio que uno de los militares llevaba siempre consigo.

Encabezaba el cuaderno una declaración importantísima, punto capital del programa revolucionario, y era que aquellos señores y yo, desde tal momento, prometíamos hacer todos los esfuerzos imaginables para derrocar el absolutismo y restablecer la Constitución de Cádiz.

(Antes os derrocaría yo la cabeza – dije para mí mientras firmaba, decorando mi faz con una sonrisilla.)

Con tan breve fórmula quedé armado caballero de la caballería demagógica, sin más petada ni espaldarazo. Esta sencillez patriarcal no dejó de llamarme la atención. Zorraquín me dijo:

– No todos los personajes importantes que se abrazan a la revolución, tienen el valor de venir aquí. Muchos hay que trabajan desde sus casas, en el mismo Palacio y en los Ministerios. Parece seguro – añadió, bajando la voz – que el Sr. Lozano de Torres es nuestro.

– Esta mañana le vi – dije yo, – y no sé por qué me pareció un poco inflamado de ardor revolucionario.

– Es indudable que esta noche deja de ser ministro.

Empezó a entrar gente, y bien pronto la sala estuvo tan llena, que hacía allí un calor sofocante. La animada conversación, las preguntas de fuego sostenían también una elevada temperatura moral. Sorprendíanse algunos de verme allí, y por mi parte no volvía de mi asombro al ver en tal sitio a ciertas personas. Aquello tenía todo el aspecto de un club, y no parecía que nos reuníamos para tratar una cuestión concreta, sino que nos congregaba el deseo de desahogar por la vía oratoria las pasiones políticas. Eran oídos los que más gritaban, y en ciertos momentos todos hablaban a la vez, resultando que ninguno podía ser escuchado. Yo había resuelto hacerme notar desde el primer momento, y como repetidas veces me manifestaran deseos de que dijese alguna cosa, me subí sobre un banco, y con gesto académico y cara sentimental, me expresé de este modo:

– «Señores: Voy a hablaros con toda la franqueza propia de mi carácter… porque yo llevo siempre el corazón en los labios; yo no conozco el disimulo; soy un hombre que hasta en sus defectos (pues tengo muchos, dicho sea sin modestia) lleva el sello de la más pura lealtad… Señores, faltaría a esa misma lealtad de que blasono si yo viniera aquí ahora haciéndome pasar por liberal de toda mi vida, cantando himnos a la Constitución y apostrofando al absolutismo. Si eso se me exigiera por la misma puerta por donde he entrado me marcharía, con el corazón lleno de amargura, pero con la conciencia tranquila. (Bien, bien.)

No; yo no puedo presentarme aquí alardeando de servicios prestados a la causa constitucional, ni afectando un entusiasmo tardío. Quédese eso en buen hora para los que se vuelven siempre al sol que más calienta, para los que adoran el triunfo, cualquiera que este sea. Yo diré más, señores: yo levantaré ante vosotros, hombres honrados y leales, mi cabeza humilde, pero honrada también, y diré: ‘Señores, he sido absolutista; he servido al Gobierno absoluto; me he honrado con la amistad de mi Soberano, a quien desde aquí respetuosamente saludo’. Diré más aún; diré: ‘Yo he trabajado contra la revolución; he procurado atajarla por cuantos medios estaban a mi alcance’. Pues bien, señores, esta franca declaración mía, ¿no es una garantía de mis intenciones? ¿No prueba que no soy un aventurero? ¿No indica claramente que traigo aquí ideas de rectitud, de buen proceder, y sobre todo del más puro patriotismo y lealtad? (Sí, sí.)

Pero los que me escuchan dirán: ‘¿Cómo este hombre, que ha servido al absolutismo, viene a servirnos ahora a nosotros?’. Se hablará de defección, de inconsecuencia, de falta de lógica. No, señores, no, y mil veces no. Yo he visto el abismo a que es rápidamente conducida la Nación por hombres perversos; yo veo los graves, los hondos, los inmensos males de la patria; veo a la corte desbocada, digámoslo así, por un carril de males; la veo tocando ya al término de la perdición, de la ruina. Hago esfuerzos para salvarla, y no puedo; quiero detenerla, y me atropella; le grito, y no oye. ¿Qué hacer, señores, qué hacer? ¿Cruzarme de brazos y contemplar con fría imperturbabilidad el desdoro y la destrucción de mi patria? ¿Encerrarme en mi egoísmo, no ver más que mi propia persona y dejar que la revolución y el absolutismo se despedacen en feroz encuentro? ¡Oh!, no, señores, y mil veces no. Los que tenemos un corazón que nace al dulce nombre de la patria; los que hacemos nuestras las alegrías y las penas de la tierra en que hemos nacido, no podemos proceder de esa manera. Una voz dolorida suena en nuestro cerebro, y el corazón palpita al representarse las angustias de la patria agonizante. Bendita seas una y mil veces ¡oh patria generosa, bella y desdichada! ¡Bendita seas, y malditos los que no estén prontos a derramar por ti la última gota de su sangre! (Emoción general.)

Tuve que detenerme, porque yo también me conmovía y la voz se ahogaba en mi garganta.

– Perdonadme, señores – continué, reponiéndome y pasando el pañuelo por mis ojos; – perdonadme si mis palabras desdicen de la gravedad de este lugar, si me dejo llevar de sentimientos… Porque sin quererlo… casi me he puesto en ridículo. (No, no; que siga.) No puedo tratar de ciertos asuntos sin mostrar toda la sensibilidad de mi corazón… Pues decía, señores, que un hombre honrado no puede permanecer tranquilo en presencia de los males gravísimos que todos conocemos. Yo, como otros muchos, he fijado los ojos en la idea que bullía en estos lugares secretos. Por lo mismo que la combatí, reconozco su poder; ¿a qué negarlo? Nadie se atreverá a sostener que la idea liberal es mala en sí; nadie, nadie. Yo mismo, que la he combatido, he dicho, fijaos bien, señores; he dicho que la idea liberal y aun la Constitución del 12 podían ser de provecho en determinado día… Pues ¿quién duda eso? Estableciose el absolutismo cuando era natural y lógico que se estableciera, porque la desorganización nacional, consecuencia lógica de la guerra, exigía una unidad poderosa que amalgamara los elementos dispersos. Pero el absolutismo, entiéndase bien esta idea, que yo he sostenido siempre, no podía considerarse sino como transitorio, como una obra de las circunstancias. Bien claro lo dice el Manifiesto del 4 de Mayo de 1814. Pues bien; así como fue natural y lógico establecer el absolutismo, entiéndase bien, señores, ahora es lógico y naturalísimo que el absolutismo cese… No; España no puede continuar por más tiempo siendo una excepción en Europa. No sólo Luis XVIII, sino también Alejandro, el autócrata ruso, ha aconsejado a nuestro Rey la adopción de una Carta constitucional. Esto es lógico; los tiempos lo reclaman, el país lo pide a grito herido; porque el país, señores, tiene mejor que nadie el instinto de su conveniencia; y así como aplaudió hace cinco años el absolutismo, aplaudirá después el Gobierno liberal, sabiamente establecido. Y ahora pregunto yo: en estas ideas que he vertido, y que son norma de mi conducta, ¿hay defección, hay inconsecuencia, hay falta de formalidad? (No, no.)

Repito que yo no vengo aquí a proclamarme revolucionario rabioso. No soy ni siquiera revolucionario. Mi sistema político se funda en un orden perfecto, en una concordia preciosa. Gobierno prudente y liberal; reformas sabias; respeto a Su Majestad; orden, mucho orden. Si se trata de escándalos, de disturbios sangrientos, me marcharé por donde he venido, e iré a llorar en la soledad de mi retiro los males de la patria y los errores y la ceguera de mis conciudadanos. (Muy bien.) No me pidan manifestaciones calurosas. Trabajaré por el cambio de Gobierno. Trabajaré con ardor y celo, pero sin demostrar esa vana oficiosidad de los que se unen a las revoluciones para desacreditarlas, mientras sacan provecho de ellas. Yo no quiero provecho; yo quiero ser el primero en el trabajo y el último en la recompensa. Quiero ser el último, señores; quiero permanecer en la oscuridad el día del triunfo. El que no se acuerde de mí en dicho día, me hará el mejor servicio que puedo apetecer. Ruego a todos los presentes que no vean en mi más que un hombre oscuro, que podrá equivocarse, que se ha equivocado tal vez, pero que jamás ha fingido sentimientos ni ideas que no sintiera. Con la misma lealtad y franqueza con que expuse antes mis servicios al absolutismo, declaro ahora que creo en el triunfo de las ideas liberales. Yo no engaño, yo no finjo, yo no hago papeles diversos; yo no tengo entusiasmos hoy, frialdades mañana y veleidad y novelería siempre; en una palabra, yo no sirvo a partidos, ni a pandillas, ni a poderes, ni a reyes, sino a la madre que reverencio y adoro, a la patria idolatrada, objeto de todas mis ansias, de todos mis desvelos, de todos mis amores. Fijos los ojos en la patria, exclamo: Joven libertad, yo te saludo. He dicho».

 

Concluí mi discurso entre señales de aprobación tan manifiestas y calurosas, que, a pesar de estar yo en el secreto, como autor de la pieza oratoria que acaba de leerse, no pude menos de admirarme a mí mismo. Mi discurso, dicho sea sin modestia, era un modelo en ese género resbaladizo, flexible y acomodaticio, que sirve, mediante hábiles perfidias de lógica y de estilo, para defender todas las ideas y pasar de uno a otro campo. Era un modelo en lo que podemos llamar el género de la transición. Yo descubría maravillosas facultades para la política.

Los buenos revolucionarios, al aplaudirme y admirarme irreflexivamente sin reparar mis antecedentes, no hacían mas que cumplir las condiciones inevitables de su carácter, que eran candor y generosidad. La mayor parte de ellos tenían una buena fe excesiva, y abrían los brazos a todo el mundo, viniera de donde viniese. Dejábanse cautivar por los discursos amañados y retumbantes, sin reparar de qué boca salían, dándose el caso aquella noche de que a un hombre como yo le festejaran, considerándole como una esperanza de la joven libertad, a quien ardientemente saludara.

Otros hablaron después que yo; pero no se oyeron más que discursos violentos, sin aquella mesura y espíritu práctico y justo medio y prudencia y pulso que resplandecían en el mío. Yo hablé como hombre de gobierno: ellos como agitadores desalmados. Yo hablé desde un terreno en que fácilmente se podía volver la vista al absolutismo y al constitucionalismo, vistiendo al uno con los trajes del otro, según conviniera; ellos quemaban sus atrevidas naves, declarándose jacobinos. ¡Diferencia notable! El porvenir era mío. Ellos morirían despedazados por sí propios.

Últimamente la reunión se dividió en grupos, y hablaban todos a un tiempo. Yo advertí que Monsalud, Zorraquín y otros habían desaparecido después de mi presentación, sin oír mi discurso, y curioso por saber dónde se escondían, lo pregunté a un señor ex-colector de Espolios que conmigo charlaba.

– Están en la sala inmediata – me dijo. – Esas cabezas de la conspiración deliberan secretamente. Para pasar allí es preciso haber trabajado mucho y servido bien a la causa. Creo que esta noche hay noticias importantes: ya nos las dirán. Se dice que va a salir al momento un comisionado para Andalucía.

Uno que parecía militar de elevada graduación se acercó y nos dijo:

– Se asegura que esta noche misma vendrá aquí por primera vez a inscribirse y a comprometerse D. Juan Esteban Lozano de Torres.

– ¡Hombre!… ¡Tan pronto!… – exclamé yo.

– Sr. de Pipaón, aprendamos a ver claro y a no juzgar a las personas por lo que aparentan. Yo mismo he visto a Lozano en la logia masónica de la calle de las Tres Cruces.

– La verdadera masonería dicen que no es revolucionaria.

– Hay de todo; por ahí se empieza.

– No: no es que yo ponga mi mano en el fuego por la pureza antirrevolucionaria de D. Juan Esteban – dije. – Él, como todos nosotros, habrá comprendido que es imposible sostener el absolutismo… Quien no se dejará bautizar fácilmente con estas aguas, amigo, es el señor marqués de M***, a quien se indica para sucesor de Lozano.

– También lo creo así. El marqués de M*** no será de los nuestros hasta que no triunfemos. Su anticonstitucionalismo consiste en que no cree en la posibilidad de la caída. Allá veremos. Me temo que si entra ese señor en el Ministerio, sea esta la última noche en que nos reunamos aquí.

– Es posible.

– Pero no faltará un agujero. Madrid es muy grande, y la policía, en su previsión incomparable, no deja de simpatizar con las sociedades secretas. Felizmente ahora se han reunido fondos…

– La cosa – dijo el militar, dando a esta palabra (cosa) el sentido revolucionario que siempre tiene en vísperas de trastornos – vendrá esta vez de Andalucía.

– Sí; esta noche misma sale un comisionado para allá. El ejército de la Isla y las tropas que con motivo de la fiebre están acantonadas en las Cabezas de San Juan, serán las que nos saquen de penas.

– Conozco a algunos jefes – indiqué.

– Y yo a todos – dijo el militar.

– ¿A Rafael del Riego?…

– De ese no puede esperarse gran cosa. Es un hombre que por milagro de Dios sabe leer y escribir.

– Mucho corazón.

– Regular nada más. En lengua sí le ganan poco. Es de los que más hablan y de los que menos hacen.

De improviso entró en la reunión un hombre a quien yo había visto mucho en Palacio, y que aun en aquella época privaba mucho con Ramírez de Arellano y Villar Frontín.

– Señores – gritó con voz estentórea, – el marqués de M*** es ministro de Gracia y Justicia.

– ¡Viva Lozano de Torres! – exclamó uno de los presentes.

– Su Excelencia ha salido desterrado para el castillo de San Antón de la Coruña.

– No podía faltar el paseíto – dijo el ex-colector.

– Ahora mucho cuidado. El Sr. D. Buenaventura nos enviará aquí sus perros. Ya no tendremos un jefe de policía que ampare la reunión.

La conversación se animó. Hubo amenazas, promesas, votos, juramentos y proyectos. Yo me mantenía siempre en una actitud de dignidad y reserva, como hombre amante del justo medio y enemigo de escándalos. Se respiraba allí una atmósfera de pasión que no era la más a propósito para mí y empecé a sentir hastío. Sin embargo de esto, hice aquella noche algunas amistades. ¡Cuántos hombres conocidos encontré allí y con cuántos desconocidos trabé relaciones! Había gran número de personas muy notorias por su probidad, por su honrada vida en el comercio y en la industria; había altos empleados que sirvieron o servían aún con buena nota; liberales exaltados que llevaban en sus manos la señal de las esposas del presidio, revolucionarios frenéticos y templados, hombres de ideas nobles y hombres de acción ruda, personas sencillas las unas, inteligentes y astutas las otras, la violencia y la persuasión, la sencillez y la anarquía. Para que nada faltase, vi algunos que se habían distinguido en los seis años por su absolutismo furibundo. El pan que iba a salir de aquel amasijo, sólo Dios lo sabía.

Al fin aparecieron los que se ocultaron al principio de la sesión, y Zorraquín dijo:

– Señores, es preciso que nos retiremos. La entrada del marqués de M*** en el ministerio nos quita toda seguridad, y esta casa puede ser registrada cuando menos se piense. Si el Sr. Lozano no nos protegía abiertamente, me consta que hacía la vista gorda; es decir, que no quería meterse con nosotros, y perseguía tan sólo a nuestros agentes. El Tigre no hará lo que el Zorro y dirigirá sus golpes a lo alto. Quizás a esta hora estén cambiados los agentes de policía. Precaución, pues, y cada cual a su casa. Se avisará.

Lentamente fueron desfilando todos. Hubo despedidas cariñosas, apretones de mano, promesas, citas particulares para el día siguiente. Todo era concordia y entrañable afecto. Monsalud y yo nos quedamos los últimos. Riéndome, no sé si de mí mismo o de qué, le dije:

– ¿Con que soy masón?

– Masón no – me respondió. – La masonería, propiamente dicha, no es revolucionaria, aunque el vulgo y los absolutistas llaman masones a los que conspiran. Ya te dije que esto no es una logia, sino una reunión; lo que en Francia llaman un club.

– ¿De modo que no soy todavía masón, propiamente dicho? Pues bien, soy liberal.

XVIII

Y rompí a reír con más fuerza. La revolución individual se había consumado en mí. La segunda casaca, no menos ridícula a mis ojos que la ropilla encarnada de un bufón, pesaba sobre mis hombros.

– Una cosa no me ha gustado Salvador – le dije cuando salimos a la calle, – y es que han tratado ustedes secretamente lo más importante de la reunión. ¿Por qué no había de cooperar yo con mis consejos a lo que se está tramando?

– ¿Acabas de sentar plaza y ya pretendes ser general?

– Qué quieres… yo soy así… Pero, ¿a dónde vamos ahora?

– Adonde gustes. Yo tengo que salir para Andalucía al rayar el día, quisiera tomar alguna cosa y descansar un poco.

– ¡Ah!, eres tú el comisionado que va a Andalucía – exclamé con viveza. – Dicen que vendrá de allí eso que llaman la cosa. ¿Vas a llevarles dinero o instrucciones? Se me figura que de todo llevarás.

– Mucho quieres saber en poco tiempo – me dijo. – Te advierto que nunca he sido indiscreto. Sigue concurriendo a la reunión, muéstrate activo y servicial, y pondrás tus manos en la masa fina.

– Tienes razón, no debo ser curioso. Pero dime tú que estás en los secretos, ¿la revolución vendrá pronto?

– Aunque no tengo la fe ciega de otros, creo que esta vez ha de resultar algo de provecho. Se ha trabajado tanto, se ha llevado el hilo de la conjuración a tantas partes, que a poco que de él se tire habrá movimiento en diversos puntos, y cuando el Gobierno quiera cortarlo, se enredará en él.

– Por lo que veo y por lo que he oído, tú eres de los que más han trabajado en estos líos – dije procurando ganarme toda la simpatía de mi amigo. – Desde la conspiración de Porlier andas en danza, Salvadorcillo, según lo prueba la hoja de servicios que me enseñó Lozano de Torres. ¿Sabes que por mucho que te den el día del triunfo, no habrá bastante con que recompensarte?

– Yo no trabajo por recompensas, amigo Bragas – replicó; – trabajo por una pasión irresistible que me ocupa todo desde que me vi maldecido por mi patria y arrojado al suelo extranjero como una bestia maligna. Esta pasión es la que me impele, es la que me mueve, haciéndome infatigable; la que me hace afrontar todos los peligros y despreciar la muerte, a que mil veces estuve expuesto.

– Yo también tengo una verdadera pasión porque mejore la suerte de mi querida patria. Salvador, entre tú y yo hemos de hacer algo muy sonado.

– Mi ambición y la tuya son muy distintas. Tú has empezado a creer que esto va mal desde que has empezado a perder tu valimiento. Yo he creído siempre lo mismo, y mucho me temo que, aun después del triunfo, sigan pareciéndome las cosas de mi país tan malas como antes. Esto es un conjunto tan horrible de ignorancia, de mala fe, de corrupción, de debilidad, que recelo que esté el mal demasiado hondo, para que lo puedan remediar los revolucionarios. Entre estos se ve de todo; hay hombres de mucho mérito, buenas cabezas, corazones de oro; pero así mismo los hay tan vanos como bullangueros, que buscan el ruido y el tumulto, no faltando algunos que están llenos de buena fe; pero carecen de luces y de sentido común. Yo he observado este conjunto en que se revuelven, sin poderse unir, la grandeza de las ideas con la mezquindad de las ambiciones; he sentido al principio cierto temor; pero después de meditarlo, he concluido afirmando que los males que pueda traer la revolución no serán nunca tan grandes como los del absolutismo. Y si lo son – continuó desdeñosamente – bien merecidos los tienen. Si esto ha de seguir llevando el nombre de Nación, es preciso que en ella se vuelva lo de abajo arriba y lo de arriba abajo, que el sentido común ultrajado se vengue, arrastrando y despedazando tanto ídolo ridículo, tanta necedad y barbarie erigidas en instituciones vivas; es preciso que haya una renovación tal de la patria, que nada de lo antiguo subsista, y se hunda todo con estrépito, aplastando a los estúpidos que se obstinan en sostener sobre sus hombros una fábrica caduca. Y esto se ha de hacer de repente, con violencia, porque si no se hace así no se hace nunca. Ya sabemos lo que son las promesas hechas en manifiesto durante los días de miedo. Aquí se han de romper a hachazos las puertas de la tiranía para destruirlas, porque si las abrimos con ganzúa o con su propia llave, quedarán en pie y volverán a cerrarse.

 

– Salvador, me espantan tus ideas – dije yo, no pudiendo renunciar a mi papel de sustentador del orden social.

– Pues acabas de comprometerte a defender estas ideas que tanto te espantan. Si quieres que siga gobernando a una Nación como esta el capricho de un Rey o la ambición infame de media docena de lacayos; si quieres que todo el manejo de la fortuna del Reino esté al arbitrio de una mujerzuela o de un palaciego adulador; si quieres que la parte principal de la riqueza del país sea chupada por un enjambre de holgazanes corrompidos, sin ley de Dios ni de los hombres; si quieres que la ignorancia y la barbarie de los pueblos sean ley del Estado, y que se proscriban los libros como una plaga; si quieres que un capellán de monjas más estúpido, aunque menos gracioso que fray Gerundio, ponga su veto a las obras del entendimiento más sublime; si quieres que siga este envilecimiento en que tantos seres viven, gobernados como carneros, y sin saber ni pedir cuenta de su conducta a los que les gobiernan; si quieres que todos los hombres eminentes se mueran de miseria y dolor en los calabozos o en los presidios de África, y que los mejores títulos para escalar las altas posiciones sean aquí la adulación, la bajeza, la nulidad, la ignorancia, la intriga; si quieres esto, Pipaón, ¿para qué has salido de Palacio y has entrado en el club?

– Veo, amigo Salvador – le dije con complacencia, – que has aprendido en la emigración muchas cosas que antes no sabías.

– La desgracia abre los ojos – me contestó, – y la desgracia en países que son una perpetua lección para el nuestro, es la mejor maestra que se conoce. Tengo fe inmensa en el éxito definitivo de mis ideas; tengo la creencia de que al fin y al cabo triunfarán, y serán tan comunes a todos como son hoy comunes la ignorancia y la ceguera de una gran parte de los españoles.

– De modo que ahora…

– Ahora, si he de hablarte con franqueza, no creo yo que las ideas liberales sean bien comprendidas, ni menos bien practicadas.

– Es decir, que serán una calamidad.

– Hasta cierto punto, sí.

– Entonces los que las predican hacen mal, y los que tratan de establecer el sistema liberal, peor.

– No, porque alguna vez se ha de empezar.

– El pueblo necesita ser ilustrado para poder practicar la libertad.

– Y necesita practicar la libertad para ilustrarse. Parece que esto es un círculo vicioso; pero no lo es realmente. ¿Por dónde se empieza? Esta es la cuestión. Comprenderás que todas las cosas tienen su principio doloroso. El hombre antes de andar en dos pies, ha andado a gatas. Supongo que por evitarte los tropezones que acompañan a los primeros pasos, no desearás tú que el género humano ande siempre a cuatro pies.

– Ciertamente que no.

– En ese período estamos, amigo.

– ¿En el de los cuatro pies?

– Exactamente. Yo le digo a la sociedad española: «levántate», y me responde: «no sé andar derecha». Los frailes y los palaciegos le aconsejan que no se meta en la peligrosísima aventura de marchar como la gente. Al fin le azuzamos tanto, que se levanta.

– ¡Y a los pocos pasos, al suelo!

– Pero la estimulamos de nuevo con ruegos, o a latigazos, si es preciso. Afligida, repite ella: «Si no sé, si me caigo, ¿qué debo hacer para aprender a andar?». Y le contestamos: «Andar, andar siempre».

– Bien, muy bien, Sr. Monsalud – dije riendo. – Dios quiera que el tropezón que vamos a dar ahora no sea tal, que nos rompamos las narices…

– Y andará, al fin tiene que andar – añadió. – Decirte cuánto he trabajado por que llegue el día del triunfo; pintarte los peligros que he corrido, y la extraordinaria constancia mía al inaugurar una tentativa al pie mismo de los cadalsos donde ha expirado la anterior, sería imposible. Esta fuerza, este afán incesante, sin desmayar nunca, sin desconfiar del éxito, a pesar de las repetidas contrariedades que han agobiado y descorazonado a tantos, no se tiene sino cuando el alma está llena y ocupada por esas ardientes y potentes ideas, por las pasiones políticas que alientan y queman. Para desafiar la muerte es preciso no temerla, y este arrojo imperturbable, sólo cabe en corazones limpios de toda ambición pequeña.

– Comprendo que los trabajos han sido muchos; pero no me hables de los peligros, porque no creo en ellos. Pues qué, ¿no es sabido que los conspiradores y masones o lo que sean, burlan la policía y la justicia, cual si estuviesen de acuerdo con el Gobierno?

– Te diré: es cierto que hoy se ha relajado considerablemente la justicia; pero es porque al Gobierno le ha entrado ya el mareo de la perdición, le ha entrado el aturdimiento que indica su próxima ruina. El absolutismo mismo, esa fiera indócil e incapaz de benignidad, parece como que quiere congraciarse con la revolución. Esto no es tolerancia, Pipaón, esto es cobardía… Recuerda que Porlier fue ahorcado, Lacy fusilado y Vidal y sus infelices compañeros inmolados también en un aparato lúgubre que indica la crueldad más refinada… Hoy el absolutismo no ahorca; más no porque no sepa hacerlo. Ahora le toca a él tener miedo… Sin embargo, la impunidad que hoy disfrutan los revoltosos, tiene sus límites. Cierto que hacen su voluntad y conspiran una multitud de personajes que han ocupado altos puestos o los ocupan hoy. Con estos transigirá siempre el Gobierno, porque no es cosa de meter en la cárcel a un Consejero de Estado o a un capitán general. Con los que el absolutismo no transige es con los que, como yo, no son ni siquiera sargentos, ni siquiera covachuelos, y se atreven, sin embargo, a atentar contra lo existente. Para los que no somos nada, la impunidad no existe. Otros, si son cogidos, sufrirán pequeño arresto, o una detención insignificante, recibiendo algún recadito del Ministro, de tal dama, o de cual palaciego: en cambio yo y otros como yo, si somos cogidos, lo pasaremos mal.

– ¿No eres amigo del Sr. Villela?

– Pero el Sr. Villela, aunque conspira, conspira a lo cortesano, y es esclavo de las conveniencias. Es mi amigo, pero sólo hasta cierto punto, y en tanto cuanto no se comprometa por mí. No creas que me fiaría del Elefante en un caso de apuro. Los protectores y cómplices de la Corte sirven de poco. ¿Piensas que me hubiera sido fácil escapar de las garras del marqués de M*** si por desgracia hubiera caído en ellas esta noche?

– Tú me has dicho que has sobornado a muchos polizontes, y por lo que Zorraquín me indicó, se comprende que la policía no os molestará mucho.

– Pero no estoy libre de la policía de la Inquisición – añadió Salvador, – lo cual es muy distinto.

– Hace poco, cuando estábamos en aquellos sótanos tan apacibles, me dijiste que la Inquisición era una burla, un fantasma.

– Una burla y un fantasma porque no es lo que era, es decir, porque no quema, ni descuartiza, ni descoyunta, pero aún tiene presos y alguna vez se da el gustazo de atormentar. Si he de hablarte con franqueza, en este período de perdición y desvanecimiento en que ha entrado el absolutismo, no temo ni que me ahorquen ni que me fusilen, porque además de la flojedad del Gobierno, no faltaría quien me salvase; pero temo las molestias, y sobre todo la falta de libertad. Por eso varío de domicilio con tanta frecuencia, con objeto de evitar a los infames hurones que olfatean la revolución, faltos de valor para destruirla. Por eso he organizado una especie de policía a mi manera, la cual me permite conocer gran parte de lo que pasa en los ministerios y en Palacio, en la Corte y fuera de ella.

– ¡Admirable habilidad la tuya! Por lo que has hecho en mi casa, juzgo de lo demás – le dije. – Ya no me sorprende que tuvieras noticia de la orden secreta dada por el Supremo Consejo para poner en libertad a tu madre, ni que sepas la venida de Carlos Navarro, cuando su misma mujer no sabe lo que hace.