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Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo

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III

– ¡Qué horror! – exclamó D. Beltrán, haciendo sonar la paja con el estremecimiento de todo su cuerpo. – Bandido, quítate de mi presencia… No, no te vayas: da más explicaciones…

– Bandido no, señor… Yo lloraba… Es la guerra, señor, la guerra. Aluego que le enterramos fuimos a quemarle la masada de Cabra de Mora.

– ¿Y la incendiasteis?

– No pudo ser, señor, porque… la habían quemado ya los cristinos el día antes, llevándose dos yeguas. Fue la columna del coronel Buil, uno muy perro, que fusiló en Concud a mi hijo Agustín.

– Ojo por ojo y diente por diente. Los hijos de Luco vengarán a su padre.

– No, señor. ¿Les conoce Vocencia?

– Sí, y sé que son valientes.

– Eran.

– ¿También han muerto?

– No me eche a mí la culpa, sino al Nogueras, el más bruto que hay en la Usurpación.

– ¿Luego eran carlistas?

– Bruno sí, señor: desde el tiempo de Carnicer se alistó en las sacras banderas. Luego andaba con el Fraile Esperanza y con el Organista de Teruel. No tenía trato con su padre ni con su hermano Cinto, el cual seguía la bandera puerca de Isabel… Por esto dicen que esta guerra se ha vuelto tan farisea o faricida.

– Fratricida, que quiere decir guerra entre hermanos.

– Y entre padres e hijos, y maridos y mujeres. Cinto Luco, casado en Aliaga con la hija mayor de Crescencio Marlofa, salió con los urbanos de la villa y un destacamento de tropa. D. Ramón, el propio D. Ramón, les deshizo… Escapó Cinto con su mujer y el chico menor de Marlofa, y se escondieron los tres en una cueva de Peñarroya de los Pinares, donde, descubiertos por el cura Lorente…

– ¿También fusilados? ¡Qué villanía!

– No, señor… les pusieron en cueros, sin distinguir… vamos, que a la chica le quitaron hasta la camisa, y luego les alancearon…

– Cállate, por Dios… Vete, vete a expiar tus delitos.

– Es la guerra, señor. Yo no tuve culpa, ni estuve en eso… Me lo contaron».

Habíanse agregado otros dos al grupo, recostándose junto a Joreas. Por las trazas eran sus compañeros, como él, escarmentados o arrepentidos.

«Yo le vi – dijo uno de ellos, joven y de palabra fácil y correcta, revelando mejor educación y origen social que sus compañeros, – y desde aquel día me escapé con otros seis de la partida de Lorente, y nos agregamos a Forcadell. Nos teníamos por guerrilleros, no por bandidos.

– No sigáis – dijo D. Beltrán, que no sentía ya frío, sino un calor sofocante, y sacó los brazos fuera de las mantas; – no sigáis, por Dios, pues también vais a decirme que el hijo menor de mi queridísimo Juan Luco, el pequeño, mi ahijado, Francisquín, ha perecido también en esa guerra de cafres.

– Francisquín fue pasado por las armas en la acción de Liria – afirmó Joreas.

– Tú no sabes de eso – dijo prontamente el segundo escarmentado. – Yo estuve en Liria, y puedo contarlo.

– Mi parecer – dijo Mero, – es que todas esas historias fratricidas deben quedarse para mañana.

– Lo mismo pienso – manifestó Saloma. – El señor necesita descanso, y no se le han de contar tragedias, sino chascarrillos y donaires.

– Gracias, hijos míos; pero la ocasión es trágica: no podemos sustraernos a estos horrores… Que sigan: usted, joven, infórmeme de lo de Liria y de la suerte de mi ahijado Francisco Luco. ¿Es usted de este país?

– Eustaquio de la Pertusa, natural de Binéfar, en tierra baja de Huesca, para servir a usted; estudiante de Teología y Cánones hasta febrero del 35; después ayudante de Cabañero, alférez en la columna de Pertegaz, y, al fin, escarmentado y desengañado. Pues el 29 de marzo… recuerdo bien la fecha, porque eran mis días: San Eustaquio, Obispo… sorprendimos la plaza de Liria. Don Ramón recorría el llano de Valencia recogiendo mozos, dinero y caballos. Pertegaz fue el encargado de la sorpresa. Antes de romper el día nos llegamos callandito a las puertas de la ciudad, defendida por nacionales. Abrieron ellos confiados, sin tener noticia de que estábamos en acecho, y fácil nos fue entrar, despachando en la primera embestida siete, después nueve, y cogiendo veintisiete prisioneros, con algunos vecinos del pueblo. Saqueamos no más que dos horas; y al salir, D. Ramón, que acampado estaba en Puebla de Balbona, nos mandó ir a Chiva con los prisioneros.

– ¿Y entre ellos estaba el pobre Francisquín?… ¡ay!

– Sí señor. Yo le conocía del Seminario de Huesca, donde juntos estudiábamos Teología, y por el camino de Chiva hablamos, y le dije que tuviera paciencia, que de fusilarles, lo haríamos previa confesión, según costumbre y ley de nuestro ejército, con lo que, si se perdía el cuerpo, se ganaba el alma, que es lo principal.

– Grandísimo perro… la hipocresía de tu ferocidad me causa horror – exclamó Don Beltrán sin poder contenerse. – ¡Pobre Francisquín! Sigue, sigue.

– Pues en Chiva se mandó confesar a los prisioneros, que para estos casos lleva cada partida, por pequeña que sea, su capellán… y…

– Basta. ¿Tendrás valor para referir que hiciste fuego sobre tu pobre amigo, tu compañero de estudios teológicos?… ¡Bonita Teología aprendiste, mal hombre, mal subdiácono, si lo eres, mal español!… Si vives tranquilo será porque no tienes conciencia, porque no sabes lo que es Dios, aunque mil veces le hayas nombrado estudiando cosas que no has entendido… No me levanto – agregó el señor excitadísimo, retirando su abrigo y removiéndose sobre la paja, – no me levanto y te doy un par de pescozones, porque creería deshonradas mis manos de caballero poniéndolas en la cara de un bandido.

– ¡Eh! sepa el vejete – dijo el otro levantándose de un brinco, – que mi cara no han de tocarla manos nobles y plebeyas. Y si es usted una senectud y no puede hacer la prueba, destaque alguno de estos, y salgamos afuera.

– El que sale afuera bailando, con una patada que voy yo a darte ahora mismo, eres tú, so deslenguado – dijo con fosca serenidad Baldomero, disponiéndose a ejecutar lo que decía, como la cosa más natural del mundo».

D. Eustaquio se engalló también; pero Joreas y el otro le contuvieron diciéndole: «Guarda, hijo, que es tiniente.

– Y sepan – añadió Galán – que si los señores escarmentados no guardan el respeto debido a las personas, aquí no faltará quien les dé la última mano del escarmiento.

– También aquí fusilamos – dijo Saloma iracunda. – ¿Pues qué creen estos? ¿Que somos de manteca?».

El tercero, que aún no había dicho nada, y era inclinado a la paz y enemigo de pendencias en tal sitio, tiró del brazo del teólogo D. Eustaquio para apartarle, ayudándole también Joreas, que venía de la guerra con el cansancio y aborrecimiento de toda querella homicida. Terminó el lance de buena manera; alejáronse los dos más levantiscos; sólo quedó en el corrillo de D. Beltrán el tercero, que se declaró escarmentado incondicionalmente, con propósito firme de no volver a las andadas; y aproximándose, como deseoso de ganar confianza, hizo la siguiente manifestación: «Yo soy de Ablitas, Sr. D. Beltrán de Urdaneta, y con nombrarle ya está dicho que le conocí desde que le vi meterse en la paja. Conozco también a Saloma Ulibarri y a Baldomero Galán, y a todos me recomiendo para que no me estimen en menos de lo que soy por esta locura de haber ido a la facción».

Maravilláronse todos de aquel encuentro, y el primero que rompió a reconocerle fue Baldomero, que le dijo:

«¡Ajo! ¿no eres tú Vicente Sancho, hijo de José Sancho? Desde que te vi me chocó el cariz tuyo, y dije: ‘Yo conozco a este pícaro’.

– El mismo soy. A todos les conocí; pero no quería dar la cara, por vergüenza.

– ¡Vaya con Sanchico! – dijo Urdaneta. – Hombre, me alegro de que seas tú de allá… Oye: ¿no era tu abuelo Bartolomé Sancho albéitar en Monteagudo?

– Sí, señor… Pues verán… Son estos dos amigos el uno muy bruto, y el otro, el Epístola, que así le llamamos aunque no tiene las órdenes, muy vivo de sangre… No quisieron ofender al Sr. D. Beltrán; y como les pidió que refirieran, empezaron a contar, poniendo las cosas como fueron, que harto malas son ellas, sin que tenga la culpa el que cuenta con natural.

– Cierto: yo me acaloré – dijo el prócer. – Si a ellos se les ha pasado el enfado, que vuelvan y acaben de contarme lo de Chiva.

– Yo le enteraré mejor que ellos – dijo Sanchico. – Yo estuve también en Liria y Chiva; formé en el cuadro de los fusilamientos, y puedo asegurar que no matamos a Francisquín. En el camino de Chiva se nos perdió, bien porque lograra escapar, bien porque algún amigo le amparase. Matamos a los prisioneros en el patio de un convento, después de desnudarles. Luego, los que tenían gusto para estas cosas y mala entraña, se entretenían en quemarles los bigotes cadavéricos y en pegarles cuchilladas…

– ¡Qué espanto! ¡No puedo oír esto! – murmuró D. Beltrán. —.. ¿De modo que el pobre Francisquín…?

– Bien pudo ser que estuviera entre los que quedaron para otro día. Nosotros seguimos con D. Ramón, que dio una batalla al general Palarea, en la cual no salimos bien. Nos retiramos ordenadamente hacia Liria. Sé que en Villar del Arzobispo fusilaron el sobrante de Chiva, menos unos cuantos que fueron llevados prisioneros a Beceite y de allí a Cantavieja. Tengo por muy probable que entre esos esté Francisquín Luco.

– Dime, Sanchico – preguntó Baldomero. – ¿Estuviste tú en lo de Alcotas? Porque allí pasaron por las armas a un primo mío, cabo primero en el regimiento de Ceuta.

– Aquel día estaba yo en Torrijas, a donde se nos mandó para pegar fuego al pueblo, después de fusilar al alcalde porque no suministró las raciones que se le pidieron. Al volver al Cuartel general supe lo de Alcotas. Fue que a D. Ramón le llevaron el soplo de que estaban allí los de Ceuta… Corre allá: los de Ceuta habían salido del pueblo; les sigue, les alcanza, les envuelve.

– Capitularon cuando se les concluyeron los cartuchos… Así lo oí… Y el tigre les dio palabra de respetar las vidas.

 

– Pues el no cumplir fue porque el Padre Escorihuela llevó el cuento de que los de Ceuta habían hecho el entierro de Cabrera, en chanza, cantándole responsos por las calles de Alcotas, y que en la iglesia hicieron burla de los santos. Como D. Ramón tenía el alma requemada por lo de su madre, les mandó fusilar. Eran ciento cuarenta y cinco.

– Les confesarían antes – dijo Urdaneta, que había recobrado su actitud de momia egipcia, y adormecía su pensamiento en una resignación filosófica no exenta de humorismo.

– El mismo Padre Escorihuela que le contó al General las picardías de los capitulados, se puso a confesarles de prisa y corriendo. Pero como D. Ramón quería llegar de día a Manzanera y no sobraba el tiempo, no confesaron más que los oficiales… los soldados no.

– Dime tú, Sanchico – preguntó D. Beltrán inmóvil. – Cuando pasaban esas cosas, ¿no caían del cielo rayos y centellas que hicieran polvo a ese padre Estercolera, o como quiera que se llame?

– De eso de caer rayos nada sé: yo no estaba presente, señor. Mi partida se incorporó a Quílez, que nos llevó a tierra de Monreal, cerca de Daroca, donde derrotamos a los Voluntarios de Soria, mandados por Valdés.

– ¿Y a cuántos fusilasteis?

– Cayeron treinta y tres Oficiales y diez miñones.

– Bien, hijo, bien. ¿Y hay todavía humanidad, género humano quiero decir, en esa condenada tierra?

– Fuera de los que combaten, señor, por ver quién reina, hombres, ninguno hay; mujeres y caballerías, pocas.

– Ahora que hablamos de mujeres: mi amigo y protegido Juan Luco, además de sus tres hijos varones, tenía una hija.

– Que es monja penitente; no sé… De esto le noticiará Joreas, que, como de Rubielos, conoce a toda la familia…».

Diciendo esto, Sanchico miraba con recelo a un hombre que entró a dar pienso a dos caballerías. A la mortecina luz del candilejo que alumbraba la anchurosa cuadra de negro techo festoneado de telarañas, apenas se distinguía el rostro del tal sujeto; pero el chico debía de conocerle y temerle, porque al verle pasar cerca, en dirección de una de las puertas, se tiró boca abajo sobre la paja, haciéndose el dormido. Pasado el susto, el muchacho se incorporó diciendo: «Es mi padre, José Sancho, que anda al servicio de un señor italiano, muy rico y principal. Llegó esta mañana, y cuando le vi no supe dónde meterme, de la vergüenza que me daba… y del miedo, porque mi padre, al saber que yo me había ido a la facción, dijo que si no me mataban en la guerra, me mataría él cuando me encontrase, por haberle deshonrado… que a deshonra le sabe el ver a un hijo suyo debajo de la bandera de Carlos V».

IV

Ya tenía D. Beltrán la palabra en la boca para pedir más referencias de aquel señor extranjero, cuyo nombre y diplomático carácter no le eran desconocidos, cuando se armó un gran tumulto al otro lado de la cuadra. Empezaron peleándose dos, se enredaron luego cuatro, dándose morradas y coces; la querella habría pasado quizás a mayores, si no intervinieran Baldomero Galán y dos sargentos que a la sazón entraron, los cuales, sacudiendo de plano, y deshaciendo a tirones el racimo que formaban los contendientes, restablecieron el orden. A unos les hicieron salir, a otros arrojáronles sobre la paja, y ya no se oyó más que el resoplido de las cóleras sojuzgadas. «Es la de todos los días – dijo Baldomero volviendo al lado de D. Beltrán, – la cuestión entre Cabreristas y Nogueristas. Unos dicen y sostienen que la madre de Cabrera estuvo bien fusilada, como castigo de ese tigre sanguinario, y otros que no, que el haberla matado sin culpa de ella ha traído esta situación tan fratricida. Ya les hemos aplacado los humos; y como repitan, se mandará dar un recorrido de palos, para que callen y nos dejen en paz.

– Y ahora, señor, que tenemos algún sosiego – dijo Saloma, – haga por dormirse, que ya es tarde, y todos necesitamos cobrar fuerzas para el ajetreo de mañana.

– Procuraré seguir tu sabio consejo – replicó el anciano, tomando postura cómoda y cubriéndose bien de nariz para abajo. – Pero dudo que pueda coger un buen sueño, pues ahora me doy a cavilar si ese señor italiano será o no será quien yo me figuro: uno que de Madrid y Nápoles fue comisionado al Cuartel de D. Carlos para tratar de un arreglo que pusiese fin a estos horrores. No me acuerdo del apellido de ese sujeto, pues ya no hay nombre que quiera guardarse en la jaula deshecha de mi memoria; pero me da el corazón que es el mismo de quien tuve noticia por cierto caballerito que conocí y traté caminando hacia Villarcayo. Lo primero que has de hacer mañana es llegarte a Sancho y sonsacarle todo lo que de su señor quiera decirte: te informas de si va para Zaragoza, o para Levante, pues en este caso me convendría su amistad, que de seguro irá el hombre bien pertrechado de pasaportes. Y no sería malo que tú, tan despabilada y francota, te fueras a él, metiéndote en su cuarto, si es que lo tiene, con el pretexto de saber cuándo se va para ocuparlo yo, y una vez metida le dijeses quién soy, y como me veo en estas estrechuras impropias de mi nobleza…».

Prometiole la hermosa navarra conquistarle al italiano, y a toda la Italia si fuese menester; y en aquel punto, Galán, que había salido a recorrer los alojamientos de los soldados, volvió diciendo que corría por el pueblo el notición de la muerte de Cabrera. Sobre esto hicieron los tres comentarios prolijos, conviniendo en que si resultaba cierto, sería gran merced de Dios, apiadado al fin de la pobre España. Y ya no pensaron más que en dormir lo que pudiesen, cosa no fácil, por los ruidos que a cada instante en el ancho local se levantaban, así de inquietudes de animales como de personas, y por los feroces ronquidos de algunos durmientes. Pudo vencer D. Beltrán la molestia que estos le causaban; y cuando ya iba cogiendo el sueño, le despabilaron las voces de un condenado hombre que, sentado en el suelo, en postura turquesca, junto a la pared, solo, parecía rezar en alta voz con plañidera monotonía desesperante.

«¿No podríamos conseguir – dijo D. Beltrán entre suspiros, – que ese demonio de hombre se fuese a rezar a la calle? Si se va por una peseta, dásela, Saloma.

– Es el pobre Muel – dijo condolido Galán, – que de ver morir a tres de sus hijos, fusilados en Alventosa, se ha vuelto loco, y se pasa la vida predicando por estos caminos en canto llano.

– Alventosa… ya sé… es en tierra de Rubielos. Alguna de las propiedades que vendí a Luco allí están… Creo que fue un espanto la matanza que ordenó y ejecutó ese bribón del cura Lorente.

– Fusiló setenta y siete hombres y un niño de diez años, hijo de un capitán. Eran del regimiento de Extremadura, donde yo he servido. Les cogieron el Royo y Peinado en Arcos; les llevaban prisioneros, y el capellán Lorente propuso fusilarlos. Los dos cabecillas no querían; el clérigo, a fuerza de ruegos y amenazas, consiguió que mataran veintidós. Al siguiente día, en ese pueblo de Alventosa, volvieron a cuestionar sobre si mataban o no a los demás: Lorente, que sí; Peinado y Royo, que no. En un descanso, el capellán mandó destapar un barrilito de aguardiente que llevaba. Bebieron, y con la borrachera, el Royo se puso de parte de Lorente. Salieron los vecinos del pueblo con su párroco a la cabeza, y de rodillas imploraron la vida de los desgraciados prisioneros. Lorente le dijo al párroco: «Confiéselos ahora mismo; y para acabar más pronto, yo empiezo a confesar por una punta y usted por otra». Negose el cura de Alventosa, y se echó a llorar… El capitán pidió entonces a los cabecillas que no matasen al niño; pero para más crueldad, fusilaron primero a la criatura, por que el padre lo viese, y luego a este y a todos los demás después de desnudarlos… Al ponerse en marcha, Lorente dijo al cura de Alventosa que, so pena de la vida, dejara los cuerpos insepultos para escarmiento de las tropas cristinas que pasasen…

– ¿Y no ha habido un hombre honrado, valiente y justiciero – dijo D. Beltrán, dando un salto en su lecho; – no ha habido un hombre, un aragonés, que haya cogido a ese vil clérigo, a ese sacrílego, y le haya colgado vivo, por las patas, de la más alta rama de un alcornoque, o del campanario de una iglesia, para que se lo comieran los buitres?… Desconozco a mi raza… esto no es Aragón. Si yo fuera mozo, créanlo, iría a esa guerra, no para defender ambiciones y derechos de reyes más o menos legítimos, sino para perseguir y castigar tan salvajes crímenes, para vengar a Dios de los ultrajes que unos y otros le infieren; sería implacable con los cobardes asesinos de uno y otro bando, llamáranse Nogueras, llamáranse Cabrera, yvengaría a la madre de este, y a la esposa de Fontiveros, y a todos esos infelices sacrificados con barbarie tan horrenda y estúpida.

– Está muy bien, señor – le dijo Saloma, cogiéndole de los brazos para hacerle acostar; – pero sosiéguese y no se desabrigue, que puede coger una pulmonía».

No había medio de aplacarle; de rodillas sobre la paja, apoyaba con enérgico ademán su ardiente protesta: «No, no puedo sosegarme oyendo estas cosas. Esto no es Aragón, esto no es mi raza, la raza justiciera por excelencia, fuerte y benigna, guerrera y cristiana, iracunda y generosa… ¡Y ese pobre hombre es víctima de este furor de matanzas! ¡Y ha perdido la razón viendo cómo los hombres se vuelven maestros de las fieras en la crueldad!… Ven acá tú, buen amigo, y hallarás aquí un corazón aragonés compasivo, no más que compasivo, pues que la vejez no permite otra cosa… Ven acá, y nos consolaremos todos los buenos, abominando de los que pisotean la justicia humana y remitiéndolos a la divina».

El otro infeliz, oyéndose llamado, acudió allá con paso lento. Era un hombre de aventajada estatura, flaco, de tez tan morena, que a la escasa luz de la cuadra parecía negra; el pañizuelo liado a la cabeza; el cuerpo cubierto de un luengo camisón, sin faja; los pies desnudos, negros también, como la cara, como las manos, semejantes a manojos de sarmientos; todo él perfecto plagio de un santón árabe. Al aproximarse, venía rezando en alta voz, y una vez junto al grupo soltó esta terrorífica declamación con duro y ronco acento: «No te salvas, no te escapas, malvado Lorente, aunque te escondas entre pajas, teniendo por guardianes, por los pies a tu Rey y señor, y por la cabeza a la Reina de tu Iglesia maldita… No te escapas ya, clérigo de Satanás, serpiente, que mis ejércitos rodean ya toda esta fortaleza, y no hallarás puerta ni hendidura ni resquicio por donde puedas escabullirte… No morirás, no… Con el zumo de unas hierbas que hay en la torre de Pepo, nada más que allí, se te untará todo el cuerpo, y vivirás mil años, ¡mil años! infame Lorente; y en todas las partes de tu persona, pecho, espalda, muslos, barriga y lo demás, te nacerán, por la virtud de aquella hierba, ojos, ¡ojos como los de la cara! que vean, y delante de cada uno de estos ojos se te pondrá un fusilado para que lo estés viendo día y noche… Y horrorizado de lo que ves con tantos ojos, querrás descansar y dormir; pero no podrás, no podrás, porque esos ojos no duermen, ni pestañean, ni lloran, y los tendrás siempre bien abiertos y despabilados, mirando con cada uno de ellos a un fusilado por ti… y así estarás mil años, trescientos sesenta y cinco mil noches y días… Luego se te dejará otros mil años ciego y sordo, para que veas dentro de tu conciencia, y se te quitará la razón para que no puedas arrepentirte ni confesarte… y se te pondrá una lengua venenosa para que blasfemes a todas horas, y se te secará el agua de lágrimas para que no puedas llorar ni afligirte…

– Basta, basta ya – dijo D. Beltrán horrorizado. —.. No tanto, pobre Muel… Es demasiado castigo, infinitamente mayor que la culpa… Perdóname ya.

– Todavía no, todavía no… Otros mil años disparándote a cada minuto por el oído izquierdo un tiro de fusil con bala, la cual, después de retumbar dentro de tu calavera, saldrá por el oído derecho sin matarte…

– No más, no más, Muel… Perdón, perdón.

– Otros mil años…

– No, no… Baldomero, quítame de aquí a ese hombre… Por Dios te lo pido».

Suavemente le cogió de un brazo Galán y se lo llevó sin que hiciera resistencia, pues su locura era pacífica; inocente en las acciones, desbordada en las palabras. Día y noche se le oía la perorata cadenciosa y lúgubre: arengaba a sus imaginarias tropas, vencía y aprisionaba a Lorente; llevábale arrastrando por valles y montes hasta la torre de Pepo; encerrado allí el vencido monstruo, le imponía los sutiles castigos por series de mil años, hasta que, cansado de inventar horrores, volvía a los de la realidad y a la tragedia de Alventosa. Había sido maestro de escuela y diestro pendolista; no pedía limosna, comía lo que le daban; dormía en despoblado, o bajo techo si se lo permitían, y vagaba en un radio de cinco leguas alrededor de Quinto, su patria. Echado al corral por Galán, volvió este al lado del señor, a punto que Saloma, vencida del cansancio, cerraba los ojos y hacía reverencias. Durmiose al fin, apoyada la cabeza en la pared, y el prócer y Baldomero siguieron charlando en voz baja de cosas de guerra y política hasta que oyeron el diligente estridor de la diana, que, avisando a todos el fin del sueño, fue principio del de D. Beltrán, el cual, por añeja costumbre, dormía las mañanas.